miércoles, 29 de agosto de 2012

De mudanza

Cierro la primera caja de la mudanza, me despido por un año de los libros que contiene, me seco el sudor con las manos polvorientas, escribo mi nombre en el cartón de la tapa y me embarga una sensación difícil de describir, mezcla de satisfacción, añoranza y miedo. Pienso, en este instante de extrañeza, que cerrar la primera caja de la mudanza es como besarse por primera vez. Pero aquí no hay nadie a quien besar y que nos pueda rechazar: quizá mudarse sea algo así como besar el rechazo. Quizá las metáforas surgen cuando el lenguaje choca con sus limitaciones. No sé, esta metáfora del beso parece bastante limitada. Quizá lo pegajosa que es la cinta aislante me ha recordado lo pegajosos que podíamos ser en aquellos años mozos.

Cuando empiezo la segunda caja, por fin me he dado cuenta de que esta comparación no hay por donde cogerla, ni con pinzas hay quien la coja. O eso o ese primer beso fue más turbio de lo que recuerdo y mi inconsciente me la ha jugado, el muy pérfido.

Meto unos cuantos libros y pruebo varias combinaciones para aprovechar el espacio. Encontrar la comparación adecuada ha de ser algo parecido: ir afinándola, acercándonos al símil perfecto descartando los errores, encajando los libros. Se me ocurre, por ejemplo, que cerrar la primera caja de la mudanza puede ser como poner la primera piedra de un edificio. La mudanza y la construcción de un edificio son procesos: los dos empiezan con la primera piedra o caja y continúan su curso de forma bastante extenuante, con sudor y, a veces, lágrimas; también los dos implican trabajo en equipo (momento que aprovecho para solicitar toda la ayuda posible y para decir que será eternamente agradecida: lo dejo escrito, para que conste).

Aquí va una recreación de mi última mudanza: así de bien lo pasamos.


Pero cuando estoy cerrando la segunda caja veo que algo le falta: a la caja, que contiene libros, discos y ropa, siempre útil para rellenar huecos, le falta coherencia; a la comparación, un toque sentimental. Me resigno ante mi descuido: voy vaciando el contenido para poner orden y, mientras, recuerdo cuándo compre este libro, dónde mangué aquel disco, cuánto hace que no me pongo esa camiseta. Así de fácil: cerrar la primera caja de la mudanza es como acabar de ver un álbum de fotos: un conjunto de recuerdos se ha ido encendiendo, pasados tuyos se han ido apoderando de ti, has ido siendo tus otros túes, y cierras el álbum, vuelves a tapar la caja, y aún te quedan un montón de cajas por llenar, otros álbumes que ver, y un regusto extraño, indefinido, de esos túes.

"I closed the book, and felt this strange mixture of wistfulness and hope. 
And I wondered if a memory is something you have or something you've lost".
Woody Allen, Another Woman.

domingo, 26 de agosto de 2012

Apología del "Ecce homo" de Borja


La restauración del eccehomo de Borja no solo es un acontecimiento social a escala mundial, también representa un hito en el ámbito artístico. Como les gusta afirmar a los historiadores del arte, esta obra supone un cambio de paradigma: nada volverá a ser lo que era, es un antes y un después, una ruptura con el pasado... y otras cosas tan extraordinarias como ordinariamente dichas. Palabrería publicitaria invadiendo el campo artístico, vaya.

Como toda obra maestra, la restauración de Cecilia Giménez permite múltiples interpretaciones. (Por eso está triunfando tanto, claro.) A los que la adoramos nos gusta porque sus varias lecturas dinamitan el arte como institución. Para empezar, porque su supuesto artífice, aquel a quien habitualmente llamamos artista, es una adorable viejecita que solo quería restaurar el cuadro movida por caridad cristiana. Aunque también es una reivindicación de un papel mucho más creativo y menos invisible para el restaurador, la verdad es que esto no es una restauración, ni siquiera una restauración fallida, pese a que Cecilia no quería hacer arte, sino restaurar.

Esto nos lleva a considerar otro mensaje crucial apuntado por la obra: Cecilia, a diferencia de Marcel Duchamp o John Cage, no hace arte con el azar, sino que ha hecho arte por azar, demostrando el poder de los errores y, de paso, meándose en la boca de todos los artistas contemporáneos. Sin querer, Cecilia se ha convertido en la persona más envidiada por los "artistas de verdad", precisamente porque ha llevado a cabo uno de los grandes sueños vanguardistas: hacer arte que no sea arte. El Ecce homo restaurado es una pieza magistral de arte sin ser arte, desde fuera del arte. De hecho, antes he dicho que Cecilia era la supuesta artífice del cuadro porque me parecería mucho más lógico que todo esto fuera un montaje de algún artista supermoderno y visionario con una tía en Borja. Si así fuera, sería la mejor performance artística posible, pero, si se llegara a saber, le restaría toda la sugestión que lo accidental le otorga al Ecce homo de Cecilia.

(Un paréntesis: ¿por qué nos atraen tanto las casualidades? Mi hipótesis: el morbo del azar proviene de que nos sentimos identificados con él. Tal identificación la explica que seamos hijos del azar: en versión cristiana, qué casualidad que Dios fuera tan bondadoso como para crearnos; desde la óptica determinista o evolucionista, que seamos así, o que seamos en vez de no ser, tampoco podía ser más fortuito.)

Pero, sobre todo, lo que esta obra expresa mejor que nada es que, en general, a la gente el arte se la suda (como siempre ha sido, por cierto). El pueblo no quiere alta cultura de ningún tipo, "el pueblo quiere drogas, el pueblo quiere alcohol, el pueblo quiere sexo, sin pagar mucho mejor", como dijo algún sabio. En realidad, el único arte que nos interesa a los normales es el cine, las series, la música, el fútbol, el disparate, los memes... y el "arte" que engendra memes, claro, como el Ecce homo restaurado.


Otro elemento clave para entender el éxito del Ecce homo es que sea una obra original y a la vez tenga en cuenta la herencia artística que ha recibido. La restauración se inscribe, a su manera y sin quererlo, en la tradición de versiones de cuadros de otros artistas, como Las meninas de Picasso o la Reminiscencia arqueológica de El Angelus de Millet, de Dalí.


Sin embargo, hay dos diferencias claras: primeramente, mientras que Picasso hizo sus meninas, desde su propio punto de vista, Cecilia interpreta el Ecce homo de su desconocido autor, Elías García Martínez, sin punto de vista alguno —o desde el punto de vista sin punto de vista del restaurador. No es un ejercicio de estilo de Cecilia, no es una obra pasada por el tamiz de su individualidad y su genialidad indiscutibles, porque no fue esa su intención inicial. El resultado final es tan inesperado que no puede responder a ningún propósito sino a la combinación imposible de casualidades, y, si todo esto acabara siendo obra de algún artista (ins)pirado, no tendría tanto valor porque perdería su espíritu azaroso. Como mucho, yo diría que Cecilia ha versionado el eccehomo original al estilo de Botero, pero esto es mentira igualmente Botero también era muy dado a representar hinchadamente la realidad y otras obras.


La segunda diferencia es la más revolucionaria: las versiones tradicionales mantienen cierta distancia respecto de la obra original, pero el eccehomo restaurado elimina toda distancia; tanto, que obra original y versión comparten el mismo espacio físico, el mismo lienzo o pared: la versión modifica, actualiza, el original. No hay nada tan transgresor como pasar revista a una obra invadiéndola, uniéndose a ella. O destruyéndola, como hizo Robert Rauschenberg, artista norteamericano, con su Erased de Kooning drawing, un dibujo de Willem de Kooning borrado.


Esta transgresión simbolizó un portazo al expresionismo abstracto por parte del incipiente Pop art; así se mata a los padres no deseados: borrándolos, haciendo tabla rasa. Ambas obras pueden reivindicar también el palimpsesto como forma de arte: toda obra contiene en sí misma, físicamente en estos casos, huellas de su pasado, de sus influencias, de un modo más o menos manifiesto. El Ecce homo de Cecilia no borra las huellas, no las esconde ni las cancela, solo las modifica in situ, con espíritu cristiano y con mucho arte, eso sí.

(Casualmente, otra noticia de estos días parece responder al mismo mecanismo: la sentencia contra Lance Armstrong que le quitará sus siete Tours de Francia hablo del ciclista, no del astronauta fallecido ayer, también casualmente. En ambos casos, el presente se rebela contra un pasado supuestamente ya pasado y lo modifica, pintando un monigote donde había un Cristo o alterando el orden de siete podios apeando a su ganador. Nadie recordará a Elías García Martínez si no es como una sombra de Cecilia Giménez, como nadie recordará que Armstrong ganó siete Tours sino que se los quitaron por tramposo, como nadie recordará a los nuevos y justos ganadores (Olano, Zülle, Beloki, Vinokúrov...) más que como derrotados por las injustas circunstancias. Una victoria ciclista es como una teoría científica y como la presunción de inocencia: se acepta hasta que se demuestra su falsedad.)

miércoles, 22 de agosto de 2012

Microficción callejera

Uno de los microrrelatos más famosos es el que, según se dice, Hemingway consideró su mejor relato:
"For sale: baby shoes, never worn." 
Olé tú, Hemingway: esto no es que ilustre tu teoría del iceberg, sino que la exagera hasta desarmarla: detrás de estas seis palabras se esconden al menos dos vidas y una muerte, y seguramente una historia de amor. Esta es una frase que resume una novela entera; sin ir más lejos, esta novela podría ser una de las dos historias que se entrecruzan en Las palmeras salvajes, de su compatriota Faulkner, también la historia de un aborto (y algo más, cómo no). Woody Allen resumió Guerra y paz como "una de rusos", o algo por el estilo, mofándose a la vez de los rusos y, de rebote, de los microrrelatos.

"Vendo zapatillas de bebé, sin estrenar", por traducirlo en seis palabras, ridiculiza la teoría del iceberg hasta evidenciar que es un completo fraude: está bien exigirle al lector que rellene huecos con su imaginación e intuición, que no se lo demos todo masticado, pero no enseñar ni una sola de las cartas de la mano solo demuestra que íbamos de farol.

En cambio, otros relatos como "El dinosaurio", de Augusto Monterroso, funcionan como un chiste: 
"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí." 
¿No suena igual que "Van dos y se cae el del medio"? En este caso, el lector no ha de rellenar huecos, solo ha de sonreír imaginándose al pobre dinosaurio postapocalíptico y felicitar al señor Augusto por su ingenio.


Y sin embargo nos gustan mucho los microrrelatos —los faroles también pueden ganar una ronda—, sean en formato chiste o resumen de novela, sobre todo si los cogemos al vuelo: cuando, volviendo a casa, en medio de la calle Joaquín Costa, abarrotada y sudada como es habitual en el verano barcelonés, escuchamos a una señora soltarle desde un balcón a otra mujer del piso de enfrente:
—¿Que no lo sabías? ¡Manolo ahora se llama Loli!
La maldita señora ha soltado esta frase, síntesis de un guión almodovariano, como si nada. Y los que pasábamos, estupefactos: claro que la realidad supera la ficción, eso lo sabemos todos; lo inesperado es que además se exprese como lo hace la ficción.

sábado, 11 de agosto de 2012

Instrucciones para colarse en la casa de la vecina

Para colarse en la casa de su vecina, lo primero que debe usted hacer es empezar a preparar su cena (para usted y su compañero de inmueble, claro). Evite tropezarse con Berta, su gata, siempre buscando cariño masoquista en un pisotón, y a continuación póngase el delantal que evitará las salpicaduras de aceite de girasol. Cuando este hierva, vierta el preparado de espinacas, gambas, zanahorias y setas congeladas sobre la paella. Mientras surge la magia, quítese la camiseta para no empaparla de sudor. Pero no se quite los pantalones: su compañero de piso ya lo ha hecho y dos calzoncillos son multitud. Después, enjúguese el sudor de la frente con la misma camiseta que no quería ensuciar y contemple la mancha: le recuerda a Rusia, quizá porque estaba usted pensando en lo calurosa que es esta cocina, o más bien porque los frentes suelen ser rusos, ya se sabe. No se ría mentalmente de sus ocurrencias, por favor. Puede también establecer una conversación con su compañero de inmueble; hablen de algo ligero, un aperitivo informativo como las Olimpiadas o los resbalones del rey, o algo rutinario como el poder territorial que ostenta la gata y cómo, por ejemplo, han de cerrar las puertas para evitar destrozos gatunos en sus habitaciones. Puede incluso poner algo de música, algo serio, refinado y ambiental, un poco de jazz o una pieza clásica.

Para entrar donde su vecina, relájese y disfrute del espectáculo: el bloque de hielo verde, naranja y marrón descongelándose imperceptiblemente, como un iglú, en ingredientes de color, forma y textura diferenciados, envueltos por una neblina suave que se desliza como el lazo de un regalo. Aprecie bien las cualidades poéticas de la comida preparada; saboréelas profundamente, porque las culinarias lo decepcionarán. Golpee con una cuchara o un tenedor el pedrusco verde que no quiere derretirse. Prepárese un combinado de ron con cola para calmarse y acompañar la velada. Ofrézcale uno a su compañero, haga el favor.

Para irrumpir sin cita previa en el hogar de su vecina, abra la puerta de entrada de su piso (el de usted y su compañero de inmueble, no el de ella) y deje que corra el aire. Siéntense usted y su compañero en el comedor, junto a la puerta recién abierta, y disfruten del fresco hasta que la cena esté descongelada y caliente. Contemplen, despatarrados, cómo la silueta de la gata Berta se asoma asustadiza por la puerta, cual exploradora, y se despatarra en el rellano. (¡Qué lamentable, el triple despatarramiento cotidiano!)

Para lo del piso de su vecina, vaya a la cocina y traiga la cena. Coman de una vez. Hablen, comenten sus respectivas jornadas con la boca llena. Ríanse al comprobar que, cuanto más diferentes son los colores de los ingredientes, más parecido es su sabor. Ríanse con las bocas bien abiertas, mostrando unas dentaduras llenas de caries verdes —o pa'luegos— que aún los hacen reír más. Ríanse con fuerza, ríanse porque sus risas retumban en las escaleras. Ríanse hasta que su compañero de piso pregunte de repente dónde está Berta la gata y usted recorra, ya sin reírse, todas las habitaciones en su búsqueda, escudriñando los escondrijos habituales y poniéndose cada vez más nervioso al verlos llenos de pelo pero vacíos de gata. Baje entonces corriendo por las escaleras —esos pliegues del suelo— uno, dos pisos, recuerde que va sin camiseta pero afortunadamente con pantalones, siga bajando el tercer, el cuarto y el quinto piso para no encontrar a Berta la gata por ninguna parte, y salga finalmente a la calle, sudoroso y asustado, y grite su nombre con deje cinematográfico. Compruebe la nula atención que prestan los transeúntes a sus lamentos: habituados a escándalos más espectaculares, la fuga de una amante no es nada. Llame por el interfono a su piso y compruebe que su compañero de inmueble no ha encontrado la gata. Vuelva a subir uno, dos pisos, y crúcese, por fin, con la vecina asomada al umbral, filipina y chaparruda como una patata, con una nariz chata como una patata, con unos pechos que deben de saber a tortilla de patatas, como los de Penélope Cruz en Jamón, jamón, y con unas manos, de dedos rechonchos como una patata, que le indican que pase, que sí, que la gata está en su casa, y salve de una vez a Berta, escondida debajo de la cama de su vecina.

Nada ablanda más corazones y abre más puertas que la vieja técnica de la gata huidiza.

lunes, 6 de agosto de 2012

La señora de las gafas (II)


A partir del minuto 3, aproximadamente, es la escena final de la película X: The Man with the X-Ray Eyes, con la mejor cita posible, y además bíblica: "si tus ojos te escandalizan, ¡arráncatelos!" Quería colgar un vídeo y no escribir nada de nada, pero quedaba todo muy huérfano y no he podido resistirme a soltar un breve rollo.

Todo esto tiene un porqué, creo: esta mañana me ha tocado regresar a la óptica para recoger las gafas de sol. Me ha vuelto a atender la óptica normalita, también llamada señora de las gafas. Esta vez estaba mucho más guapa que el otro día, como si hubiera leído lo que escribí sobre ella y me hubiera querido retar embelleciéndose, no sé muy bien cómo.


—¿Y entonces has querido arrancarte los ojos? —podría pensar alguien.

No. Entonces he pensado que mi visión y descripción de la pobre muchacha estaban condicionadas. Resulta que la semana pasada había estado leyendo Fight Club, novela trasgresora, violenta y antisistema como pocas (muy adecuada para los tiempos que corren, por cierto), y su espíritu se metió dentro de mí. Esto sucede a menudo, aunque por suerte también se pasa rápido; si no, nos dedicaríamos a revolucionar y a sabotear la vida cotidiana cada día, cosa que quizá no estaría tan mal.

Hacía mucho que quería leer Fight Club porque tengo la sensación de que ver su adaptación cinematográfica fue una de las experiencias más traumáticas, o al menos impactantes, de mi adolescencia (en 1999, tenía trece años). Me abrió los ojos sin avisar y sin anestesia. Estuve alguna noche sin dormir por causas diversas: el cáncer y otras enfermedades terminales, el insomnio del protagonista, la alienación en la cruda realidad del capitalismo más feroz, las peleas clandestinas, la violencia hacia desconocidos sin motivo aparente (bueno, sí, para despertar la conciencia), el terrorismo budista-hippy-nihilista, los camareros que meaban en la comida, los cercenamientos de testículos, los desórdenes de personalidad, etc.

Una de mis otras experiencias iluminadoras con el cine fue, ahora sí, The Man with the X-Ray Eyes. Debí de verla por primera vez con once o doce años, porque a mi tío y a alguno de mis primos les gustaba mucho; además estaba el aburrimiento veraniego, claro. Es como una versión moderna, de ciencia-ficción y de Serie B del mito de Edipo. Aunque el padre y la madre del protagonista no aparecen, por suerte para ellos, este aprovecha para cargarse a un amigo y darle un aire trágico al asunto. Si el error de Edipo es pequeño (querer saber quién fue el asesino del rey de Tebas, lo que le lleva a descubrir que el asesino fue él y que el rey era su padre y, por tanto, su esposa es su madre; y todo esto en un solo día, ¡cómo son estos griegos!), la falta cometida por el señor con rayos X en los ojos es mayor: querer ver a través de todo con los rayos X y experimentar consigo mismo. Al final, el castigo es similar: Edipo se pincha los ojos y el señor X se los arranca en medio de una iglesia; todo muy teatral.

sábado, 4 de agosto de 2012

La señora de las gafas

Me pongo las gafas nuevas y miro. 

—¿Qué tal?

Todo es más nítido, con contornos delimitados en vez de sutiles gradaciones. Por fin, las cosas terminan y empiezan donde les corresponde: la antigua relajación de los contornos, la disolución de los objetos en un todo embarullado, como visto aprisa, nunca mirado y aún menos contemplado, se acaba. Me pongo las gafas nuevas y me traslado del mundo como esbozo al mundo como fotografía. No es que el mundo sea más real ni más mundo, sino otra versión del mundo (concretamente, de alta definición).

—Genial, la graduación es la adecuada, todo está perfecto. Muchas gracias, oculista simpática y atractiva.

Aunque, bien mirado, bien mirada, ya no pasa de guapa, de "bueno, no está mal, es mona, normalita, ¿no?" Los leves surcos, las manchas y lunares tenues pero desafortunados, el vello casi inapreciable y sin embargo inconveniente, en fin, el conjunto sutil que va trabando una belleza imperfecta, desequilibrada y que linda con la fealdad sin conquistarla jamás (¡qué liberador sería!), esos defectos minúsculos aisladamente pero que, en conjunto, se conjuran contra la pura hermosura, sin peros y sin dudas, marcándola con mediocridad —la palabra terrible—, todo esto surge de la nada con las dichosas gafas y su rigurosa graduación. Además, un lamparón en el cuello del polo beis demasiado holgado, hilachas en las mangas, arrugas en los pantalones de pinza, deslustre en los zapatos negros, polvo sobre el suelo, etcétera. Demasiada realidad para una visión acostumbrada a difuminar los márgenes y a rellenar los huecos con la imaginación.

Manual de atención al cliente para oculistas normalitas. Punto uno: la satisfacción del cliente con gafas nuevas es igual a la desilusión percibida en su mirada. Punto dos: a continuación, sonríale aunque quiera matarlo.

—¿Está todo bien? —me pregunta la oculista normalita, tristona pero satisfecha de su trabajo.

Solamente le sonrío un poco, porque es lo que pone el manual del cliente, pero querría poder decirle que no, que nada está bien, que debería mandarnos a todos los clientes a la mierda, a todos los que, como yo, la juzgan cada día por minucias dirigiendo la mirada donde no deben y no concediendo importancia a lo que sí la tiene. Le daría un abrazo, le daría un beso, le diría que nos echara a todos a empujones e insultos, y que apilara luego todas las gafas y saltara desnuda sobre ellas haciéndolas añicos, sin preocuparse por los cristales y la sangre, y entonces, si el plástico y el cristal y el metal quieren arder, prenderle fuego al amasijo de monturas y lentes para celebrar algo, no sé muy bien qué. Pero solo digo adiós y me voy a comprobar cómo es el mundo con gafas nuevas.