lunes, 11 de noviembre de 2013

Las verdaderas historias de Tutaj

"Encontré hoy por la calle, por separado, a dos amigos míos que se habían peleado el uno con el otro. Cada uno de ellos me contó la historia de por qué se habían peleado. Cada uno de ellos me dijo la verdad. Los dos tenían razón. Los dos tenían toda la razón. No era que uno viera una cosa y el otro otra, o que uno viera un lado de las cosas y el otro un lado diferente. No: cada uno veía las cosas exactamente como habían pasado, cada uno las veía con idéntico criterio, pero cada uno veía una cosa diferente, y cada uno, por lo tanto, tenía razón. Me quedé confuso con esta doble existencia de la verdad".
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego.

Tutaj

Vi a Tutaj (pronunciar tutai) por primera vez cuando visité mi nuevo piso, hará cosa de un mes; aunque, claro, entonces aún no sabía su nombre, y aquel era un piso más en la lista. Salimos al pasillo —creo recordar que el agente inmobiliario quería enseñarme el contador de la electricidad— y ahí estaba: parado junto a la baranda de la escalera, examinándonos con curiosidad. Me quise acercar en son de paz, pero se alejó escaleras abajo como un torbellino blanquinegro.

No le presté demasiada atención. En aquel momento la historia del antiguo inquilino del piso me pareció más interesante. Un recién divorciado que se había ido a vivir a Varsovia y que trabajaba como presentador de un programa de televisión polaco. O al menos eso me dijo el agente inmobiliario, muy dispuesto a satisfacer mi curiosidad y todo lo que hiciera falta. También me dijo que era coleccionista: todas las estanterías del piso, demasiadas para apenas veintitantos metros cuadrados, habían estado llenas de fruslerías hasta hacía poco. Pero no me dijo qué atesoraba; supuse que tal grado de cotillería estaba reservado para quien finalmente se quedara con el piso. Cuando curioseaba unos cajones, me encontré un envoltorio de preservativo abierto; el agente se apresuró a pedirme perdón por aquello, pero yo no pude evitar imaginar una suculenta historia de cuernos, traiciones y adulterios polacos. Al despedirnos, mientras bajaba por la escalera, me percaté de algunos indicios de la existencia de Tutaj —unas latas de comida vacías, un plato con agua— que antes me habían pasado desapercibidos, pero ya no volví a verlo.

Nuestro segundo encuentro sucedió de forma parecida y casi en el mismo sitio: tras firmar el contrato y disfrutar de mis primeros minutos de piso nuevo, salí a la escalera y, otra vez, allí me aguardaba Tutaj. Creo que en esta ocasión estaba uno o dos peldaños más arriba. De lo que sí estoy seguro es de que no huyó al aproximarme. Me acerqué lentamente y se dejó acariciar la cabeza, ronroneando en signo de aprobación. A los pocos segundos, oí cómo se abría una puerta en algún piso inferior, y Tutaj salió corriendo escaleras abajo, como ya empezaba a ser habitual en él. ¿Se había escapado de su casa las dos veces que nos habíamos cruzado?

Con todo, no di demasiada importancia a estos encuentros. Otras cosas me preocupaban, como buscar trabajo, limpiar el piso o reencontrarme con la ciudad y algún que otro amigo; incluso la historia del antiguo morador del piso, el presentador de televisión polaco, pasó a un segundo o tercer lugar. Los días pasaron, mi pareja se instaló en el piso, empecé a trabajar, el invierno se iba acercando, etc.; el recuerdo de Tutaj, huella borrosa en la arena, lo borró el leve e imperceptible soplido de la rutina.

Una tarde, regresando a casa, abrí la puerta del edificio y me detuve antes de entrar: a través de la puerta recién abierta, a través del vestíbulo y de sus cinco peldaños sucios y desgastados, a través de la puerta de madera que conecta con el patio, a través de un corto sendero rodeado de césped y de trastos, me miraba Tutaj. Aunque mediaban entre nosotros más de veinte metros, sus pequeños ojos negros se habían clavado en los míos como un anzuelo. Me quedé allí por un buen rato, pasmado en el umbral, inmóvil y con la puerta abierta; no había duda, Tutaj me había estado esperando y en aquel momento consideraba si me permitía alojarme allí o no. Sólo desperté de mi ensueño cuando una vecina quiso entrar al edificio; no entendí qué me dijo la viejita polaca, pero tuve que moverme para dejarla pasar. Cuando volví a mirar hacia el patio, Tutaj había desaparecido con la habilidad habitual de los de su especie. Me acerqué y recorrí todos los rincones de aquel patio destartalado, todos los escondites posibles entre los escombros, pero fue en vano. Quise, mientras buscaba a Tutaj, pensar que todos los patios de Cracovia eran el mismo patio, o, al menos, que todos estaban indefinidamente en obras; pero no tenía derecho a sacar conclusiones, por muy poéticas que fueran: sólo era el segundo patio en obras que conocía en mi breve estancia en la ciudad. Saliendo, vi cómo la señora polaca me observaba por unos instantes desde la ventana del primer piso y me sonreía antes de seguir subiendo. Tutaj, me dije, se había retirado a deliberar el veredicto. Su mirada y su desaparición me impregnaron de curiosidad, y sus negros ojos se habían imprimido en mi retina.

A partir de aquel encuentro, Tutaj pasó a formar parte de la misma rutina que días antes me había borrado su recuerdo. Empecé a encontrármelo, casi cada mañana al ir a trabajar, durmiendo sobre este o aquel felpudo; muchas tardes, al regresar, me seguía escaleras arriba durante unos cuantos peldaños. Parecía que finalmente me había dado permiso para vivir allí, es decir, para entrar en su mundo; mostrarse era su modo de demostrármelo. Sus ausencias pasaron a ser la excepción a la norma e incluso motivo de preocupación. Así pude acabar de completar su fisonomía: sus hipnóticos ojos negros contrastaban con su faz, de un pelaje suave y blanco como, no sé, la nieve, por ejemplo, o la leche. Por encima de los ojos, imán de miradas ajenas y línea divisoria de su rostro, empezaba el pelaje negro carbón, que le cubría todo el lomo, desde sus orejas hasta la cola; por debajo, destacaban una nariz negra y una sonrosada boca. La suciedad habitual en sus pezuñas nos hizo sospechar que era un gato callejero que se había colado en el edificio; sin embargo, su presencia diaria parecía indicar que era el gato de algún vecino.

Hablando de vecinos, fue nuestra vecina, una chica venezolana, llamémosla M, quien nos contó cuál era el nombre de Tutaj. En verdad fue ella misma quien lo bautizó: otros vecinos lo llamaban al grito de ¡tutaj!, ¡tutaj!, que en polaco significa aquí, y así se quedó. También nos corrigió: no podíamos llamarlo Tutaj sino que debíamos llamarla Tutaj. Aprovechando su carácter indolente, cogí en brazos a Tutaj para examinarla y comprobar que M tenía razón; al dejarla en el suelo, mientras le acariciaba la cabeza, le pedí perdón por partida doble: por haberla levantado y por haber dado por supuesto su sexo. Asimismo nos dijo M que Tutaj era libre: vivía en aquel edificio de lo que los vecinos le daban de comer en el rellano, y por su aspecto no pasaba hambre. Además, cuando no estaba en la escalera, lo más probable era que Tutaj estuviera en casa de algún vecino. M, sin ir más lejos, se había encariñado con ella y la acogía en las noches más frías o solitarias.

Pronto empezó a cogernos confianza y a exigirnos permitirnos que la dejáramos entrar en nuestra casa. No pudimos negarnos. Nos sorprendía su seguridad al pasear por el piso; la comodidad con la que se instalaba sobre el sofá, quedándose dormida casi en el acto, demostraba que ya había estado allí antes. Entonces empecé a sospechar que quizá Tutaj había sido víctima del divorcio del presentador polaco, el inquilino que había vivido aquí antes que nosotros. Tutaj debió de ser un regalo de su exmujer o de su suegra, y su presencia le debía de recordar demasiado a una o a otra. O quizá decidió escaparse cuando la convivencia entre el matrimonio llegó a ser insoportable. ¿Podía ser que Tutaj hubiera tenido alguna relación con la misteriosa colección del presentador polaco? ¿Y si ella había sido el motivo de discordia? Sea como fuere, Tutaj estaba la mar de tranquila. No sólo se dejaba acariciar y se tumbaba sobre nuestros regazos, sino que apenas se inmutaba cuando la llamábamos. Era tal su cachaza que llegamos a pensar que estaba sorda: no reaccionaba a ruidos ni silbidos ni palmadas más que cuando sucedían muy cerca de ella. Pero entonces tirábamos una pelota para que saliera corriendo detrás de ella y nos decíamos que, si bien quizá estaba un poco sorda, tampoco era tan perezosa. Es más, a veces incluso nos entretenía: poniendo en entredicho las certitudes de la física, llevaba hasta el límite la elasticidad de su cuerpo gatuno en los rincones más insospechados: entre la pared y el sofá, en el hueco de la nevera, dentro del más pequeño de los cajones, etc. A menudo oíamos sus rasguños en la puerta, afuera, señal de que tenía hambre o de que buscaba compañía. Una tarde no quiso salir de casa y decidió quedarse a pasar la noche, confirmando definitivamente que nos permitía morar allí.

Tutaj sigue siendo una gata libre, pues no le gusta pasar demasiado tiempo encerrada; arañar la puerta es su señal para salir —cuando se harta de nosotros o cuando, como toda señorita, tiene que hacer sus necesidades en el patio destartalado—. Pero igualmente ha pasado a formar parte de nuestro hogar. O, mejor dicho, el nuestro es ahora uno más de sus hogares.

* * *

Fue la misma vecina que me encontré aquel día en el umbral de la puerta, la viejita polaca, quien me suministró más información sobre Tutaj. La vi una tarde poniéndole comida junto a nuestra puerta —contigua a la suya—. Era una de aquellas viejecitas encorvadas y con aire de bruja que abundan en las calles de Cracovia, de pelo corto y canoso, abrigo marrón ajado y la bolsa de la compra siempre colgando de la mano. Le pregunté si Tutaj era su gata. Sonrió: estaba encantada de poder contarme algo, lo que fuera; ya empezaba a rebosar la fuerza rejuvenecedora de los que, no siendo nunca escuchados, reciben una atención repentina. Como respuesta, me contó su historia. Quizá pueda pasar por la prehistoria de mi historia; quizá no sea más que otra versión de la historia de Tutaj.

* * *

Kotek

—Vivo desde hace 19 años en este edificio y trabajo traduciendo del inglés al polaco. Por eso, a mi edad y siendo polaca, hablo inglés, y por esto nos podemos comunicar ahora. Paso mucho tiempo en casa, con mis gatos y mis traducciones, o sea que si algún día necesitas algo no dudes en pasar por aquí. También puedo presentarte a mis queridos gatos, si quieres. Uno se llama Defoe, el otro Swift, ella es Mary Shelley y el último, el más pillín, Chaucer.

»En fin, a lo que iba: poco después de empezar yo a vivir aquí, una familia fue desahuciada en el edificio, la familia de Kotek, o Tutaj, como la llamáis vosotros. A todo esto, ¿sabes qué significa kotek? Es gatita en polaco. Nunca llegué a saber su nombre, así que así la bauticé. Un nombre un poco impersonal, dirás tú; la originalidad no es mi fuerte, pensarás, y quizá no es muy apropiado para una gata que tendrá como mínimo 20 años y es proporcionalmente mucho más anciana que yo, añadirás. Pero ya sabes cómo es de cariñosa, como una gatita... Por cierto, no sé si te habrás fijado, pero es un poco dura de oído. Y tiene problemas para masticar: si no le dais la comida triturada vomitará, tal cual, todo cuanto se trague.

»Bueno, como te decía, los desahucios en Kazimierz y Podgórze, los barrios más poblados por los judíos hasta la Segunda Guerra Mundial, han sido cada vez más habituales desde los noventa. Con la caída del comunismo (otro período de horror), algunas personas se atrevieron a reclamar las posesiones arrebatadas por los nazis a sus familiares, expulsados y/o exterminados en aquellos años horribles. De repente, muchas personas fueron obligadas a abandonar sus pisos porque los propietarios originarios se habían atrevido, tras casi cincuenta años en la sombra, a exigir que les devolvieran lo que era suyo, lo que les habían arrebatado a sus padres, abuelos, tíos, etc. Sabías que vives en el antiguo gueto de Cracovia, ¿no? Ay, señor, esta juventud, ya me lo advertía Kotek... Deberías ver La lista de Schindler y después pasarte por su fábrica, está aquí al lado, y pasear por Plac Bohaterów Getta (la plaza de los héroes del gueto), y a continuación visitar el lugar donde estaba el campo de concentración de Plaszów, no queda mucho ya, lo desmantelaron, apenas la Szary Dom, donde vivía el cabrón de Amon Göth, y un par de placas conmemorativas que pusieron más tarde. ¡Cómo sois de ignorantes los jóvenes! No sólo porque no sabéis, sino porque no podéis ver en la historia más que un cuento. Y reconozco que Kotek tiene razón: cuando se enfría, la historia no es más que un cuento. Hitler o Stalin, con la distancia espacial o temporal adecuada, no son más reales que Oliver Twist, Alicia o Tom Sawyer. Por eso hay que materializar la historia, vincularla a la materia, a la experiencia, porque no es suficiente con saber lo que hicieron los muy cabrones, no sólo hay que imaginárselo, hay que verlo y palparlo, casi vivirlo. Por eso, a mi sobrinita Kasia, la última vez que vino a Cracovia a verme, tal y como me recomendó Kotek, la llevé a la fábrica de Schindler, al museo de historia de la ciudad, a pasear por Plac Bohaterów Getta y Plaszów y, finalmente, a Auschwitz. Cuando acabamos, la llevé a casa de una amiga suya que vivía al lado, en Oswiecim. Al encontrarse, le dijo: "¡por fin hemos vuelto de Auschwitz!". Yo no me lo podía creer. Las agarré y les dije, muy seriamente: "¿sabes lo que acabas de decir? ¿Eres consciente de lo que significan tus palabras? ¡Porque si no sabes qué significan, he perdido el tiempo contigo, no has entendido nada!" Tan sólo eran las palabras de una niña mimada del siglo XXI que estaba hasta los ovarios de pasear por ahí con la pesada de su tía la rarita, que sólo la asustaba con historias turbias y absurdas estadísticas. Pero ¿qué significaban aquellas palabras entonces, en 1945? ¡Entonces tenían un valor completamente diferente! Le dije a Kasia: "el que decía 'por fin he vuelto de Auschwitz' era a la vez la persona más afortunada y la más desgraciada del mundo". Pero ellas, claro, no entendieron nada y se pusieron a llorar. Kotek está en lo cierto: estamos condenados a repetir la historia, a empeorarla, aunque ya no sé si atribuirlo a una ignorancia especial, propia de nuestros tiempos, o a una ignorancia cíclica, inherente al ser humano. Yo nunca había sido tan pesimista, pero esta gata me hizo ver las cosas de otro modo...

»Esto, en fin, los desahucios de los noventa: ya sabes que es imposible hacer justicia, y más a estas alturas, pero a veces hay momentos de excepción en que la ley obliga al gobierno a intervenir, en este caso, a devolver las viviendas a sus propietarios legítimos. Fue el caso de la familia de Kotek. Yo no los conocía, así que no sé cómo llegaron a vivir en aquel piso, y Tutaj nunca me ha hablado de ello. No pongas esa cara de sorpresa: quizá denunciaron vilmente a la familia judía que vivía aquí para apoderarse de su piso, pero lo más probable es que compraran el piso legalmente y que la apropiación de la vivienda la hubieran llevado a cabo los comunistas hace muchos años. Total, que, solucionando una injusticia con 40 o 50 años de retraso, cometen otra injusticia: la familia de Kotek se queda de patitas en la calle. Y así, al cabo de unos meses del desahucio, abrí la puerta de entrada del edificio y me encontré a Kotek de nuevo, en el patio, mirándome fijamente, aún no sabía si expulsada por su familia o fugitiva de su nuevo hogar o, simple y llanamente, sin hogar. Sea como fuere, obtuvo su libertad y comenzó a vagar por el edificio cual ánima en pena, macilenta como un refugiado de guerra.

»Oye, ¿quieres hacerme el favor de entrar en mi casa? Puedo prepararte un té y enseñarte mis gatitos. Pasa, pasa, y ponte cómodo, anda. Kotek ahora no está, pero no te preocupes, que no muerdo. ¿Cómo lo quieres: verde, rojo, negro? ¡Mira cuánta variedad tengo! Junto a los gatos y la literatura inglesa, los tes son mi gran afición. ¡Defoe, Swift, Mary Shelley, Chaucer, venid aquí, que tenemos visita! Bueno, como te decía, en los noventa las cosas no nos iban tan bien como ahora, en Polonia, y la gente necesitaba mil trabajos para poder comer. Si antes, durante la PRL, trabajábamos poco para no tener casi comida, tras 1989 pasamos a trabajar mucho para seguir comiendo poco. Ahora las cosas han mejorado y es más fácil comer, sí, pero en aquellos primeros años de adaptación a la democracia y al capitalismo la gente no estaba por la labor de darle de comer a un gato callejero. ¡Cuánta maldad destapa la miseria! ¡Incluso en épocas de cierta bonanza! ¿Acaso nos enseña algo más la Historia? ¿Acaso nos enseña algo? ¡Qué malos lectores somos todos! Ay, otra vez hablo como Kotek...

»En fin, no te sorprenderá, pues, que resolviera adoptar a Kotek. Pero Kotek es una gata extremadamente independiente. No se acostumbró a estar encerrada en mi casa, y eso que yo le daba toda la libertad del mundo. No llegó a pasar nunca más de una noche seguida aquí. Siempre, por la mañana, me pedía que le abriera la puerta y corría escaleras abajo a hacer sus necesidades al jardín, porque, eso sí, Kotek es muy finita, y no volvía hasta dentro de uno o dos días. Mis gatos suelen asomarse perezosamente a la puerta y, tras mirar con incomprensión cómo Kotek se marcha, dan media vuelta y vuelven a la comodidad del hogar. Pero Kotek no. Ella sabe que la libertad es tan difícil de alcanzar como fácil de perder, por eso se aferra a ella como un náufrago a un madero en el océano. Yo respeto mucho su opinión, así que mis puertas siempre están abiertas para ella. Como habrás podido comprobar, lo están literalmente: siempre dejo la puerta entornada, por si Kotek decide entrar o salir. Incluso llegué a estar un poco enojada con vuestra llegada: ¡las visitas de Kotek son cada vez menos frecuentes! Ya no puedo disfrutar tan a menudo de su grata compañía y su más agradable conversación. Es una pena que no hables bien polaco y no puedas gozar de los coloquios gatunos que mantenemos Kotek, mis gatos y yo. Nos sentamos aquí, en el salón, y charlamos durante horas de los temas más diversos mientras tomamos té con galletitas. Por cierto, ¡qué maleducada soy!, se me había olvidado ofrecerte galletitas. Toma, coge un par, come, que estás muy flaco.

»Yo prefiero hablar de literatura, claro, a ser posible literatura en inglés, pero a Kotek le gustan los temas más serios y profundos. Sus temas favoritos son, aunque te sorprenda, la historia y la política. Nunca he conocido a nadie, ni bípedo ni cuadrúpedo, que pueda hablar por tanto rato como ella: que si la Mancomunidad lituano-polaca y la partición de Polonia, que si la IGM y la independencia y IIGM, y la Guerra Fría, y Solidaridad, y el postcomunismo y la Unión Europea, y Rusia... Se puede pasar horas y horas perorando, y es muy buena con los nombres: Mieszko I, Walesa, Wladyslaw II, la Batalla de Grunwald, Boleslaw I, Pilsudski, 3 Razy Tak, la Ley Marcial, Kazimierz IV, Jaruzelski, etc. Es especialmente buena con la historia de Polonia del siglo XX, que condensa, según ella, el denominador común de los años precedentes: el mal, la violencia y, en resumen, la muerte. Uno no esperaría esto de una gata como ella, porque ha tenido una vida muy trágica y ha sufrido los peores reveses de nuestros últimos años; pero no le importa, es muy valiente y no se calla nada, no le importa recordar ni lo bueno ni lo malo. ¡Ojalá estuviera aquí y pudieras oírla hablar a ella! Es tan buena oradora que ha acabado por contagiarme su concepción extrapesimista del ser humano y la historia, a mí, que era tan optimista: que la historia es una utopía antinatural, que los seres humanos no están preparados para asimilar toda la maldad inherente a la historia, que la historia puede escribirse pero no leerse, o como mucho leerse en diagonal, etc. "Y al final la historia", eso dice Kotek, "no es más que la historia de la muerte: la muerte de animales y de personas, de pueblos y de ciudades, de civilizaciones y de culturas". "¿Quién en su sano juicio pueden soportar tanta muerte?", me soltó Kotek una vez, mientras comía una de mis galletitas del té triturada y mezclada con leche para gatos, para que no la vomitara. "Los gatos, a diferencia de los hombres, somos más consecuentes con nuestra naturaleza y la aceptamos: sólo pensamos en nosotros, como mucho en nuestros familiares directos o en los seres, ratones u hombres o gatos, más cercanos. ¡Por eso tu sobrina no se entera de nada!", me dijo Kotek. "Eso es lo normal. El que sea capaz de entender toda la historia, la historia de la maldad, de vuestra maldad, no será capaz de soportarlo. La naturaleza nos ha protegido de nuestra maldad con este genial mecanismo: la ignorancia, la imposibilidad de comprender."

»¡Cómo habla esta gata! ¡Menuda mala leche nietzscheana gasta! Está claro que este odio a la condición humana y a la historia tiene su origen en su desafortunada biografía: la expulsión de la familia de su hogar, el conflicto con su propia familia (del que, repito, nunca me ha hablado), la dura vida en la calle, el desprecio de la gente, etc. Pero creo que igualmente deberías oírla hablar, es muy carismática: nunca el desprecio ha creado un discurso tan magnético. Sí, sí, normalmente se sienta sobre un cojín, se hace un ovillo y duerme como un angelito, como si le rezara al más gandul y rechoncho de los dioses. Pero eso es porque no le sacáis los temas adecuados. Claro, le decís "¡Tutaj, Tutaj! ¡Ven aquí! ¡Ay, qué gatita tan mona!", y así no hay quien os tome en serio. Vamos a buscarla, y ya verás. Ven, debe de andar por la escalera o por el patio. ¡Kotek! ¡Kooootek! ¿Por dónde corres? ¿Koteeek? ¿Koooootek? ¿Kooooooooteeeeeek?

—¿Tutaj? Tutaj, ¿dónde estás? ¿Tuuutajjjjj?

—¿Koteeeek? ¿Koooootek?

—¿Tutaj?

—¿Kotek?

—¿Tutaj?