sábado, 21 de febrero de 2015

Primer encuentro con los Apocrifílicos

La historia de cómo conocí a los Apocrifílicos sólo podía empezar, claro está, con un libro. De hecho, la historia comienza durante la lectura de esa extraña obra de Stanisław Lem: Vacío perfecto. Tampoco podía ser otro autor ni otro libro, obviamente. Yo aún diría más: el primer contacto con los Apocrifílicos lo tuve a causa de la interrupción de la lectura de Vacío perfecto. Efectivamente, sí, sólo podía ser así.

* * *

En uno de los breves descansos entre clase y clase del gimnazjum (instituto), deseoso de aislarme de los alumnos —de los profesores no era necesario: para ellos era menos que un fantasma, una sombra o un mueble— en la lectura de Vacío perfecto, percibí la desaparición del libro. Hurgué en mi mochila y mi taquilla, interrogué a los otros profesores. Regresé a las aulas donde había dado clase aquella mañana. Pregunté en conserjería y en secretaría, también a varios de mis alumnos que fui encontrando por el pasillo. Nadie había encontrado una novela de un escritor polaco traducida al español —"bueno, no es exactamente una novela, aunque tampoco importa mucho", precisé—. Salí a la calle y llegué hasta la esquina más cercana; evidentemente, no estaba allí. Nunca me he considerado una persona despistada —mis allegados a veces confunden la indiferencia con el descuido—, y menos aún con un libro, así que me resistía a aceptar que lo más probable era que me lo hubiera dejado en el tranvía aquella mañana, viniendo al gimnazjum. Empezar a trabajar un lunes a las 7:30 sólo puede dar dolores de cabeza.

Antes de tirar la toalla y de dirigirme a la siguiente clase, intenté preguntarle al guarda de seguridad si sabía algo de mi libro. De entre la fauna que integra el extraño mundo de los vigilantes, aquel era sin duda un espécimen inclasificable, hasta tal punto que costaba llamarlo guarda, vigilante o segurata. No porque fuera bajo y enteco —su uniforme azul le quedaba holgado como un pijama—, sino sobre todo por su carácter jovial. Cada vez que algún profesor llegaba al instituto, el guarda, de pie en la decrépita escalinata comunistoide de la entrada, se apartaba hacia un lado y hacía una leve reverencia con la cabeza, sonriendo mansamente. Incluso a mí, ignorado por todos, me saludaba: las manos recogidas tras la espalda, las piernas juntas y el torso erguido sin rigidez, como se cuadraría un botones algo bobo, sonriendo durante el instante en el que inclinaba la cabeza. Procedía siempre de forma mecánica pero natural, más como un perro fiel —aguardando después su premio o recompensa tras la pirueta— que como un humano. La comparación con un perro podría parecer denigrante, pero no era del todo gratuita: un día, le había oído decir a un estudiante que el vigilante era retrasado mental. Reprendí un poco al chaval, pero se excusó diciendo que no era ningún insulto: era la pura realidad y todos lo sabían, aquel hombre era un botarate, un mentecato, un tontaina. En verdad su comportamiento coincidía con el de una persona con las capacidades intelectuales mermadas. Entonces me percaté de que nunca le había escuchado hablar con nadie ni pronunciar ninguna palabra; ni siquiera respondía los dzień dobry que le decía yo cada mañana, sonreía, se inclinaba y nada más. En muy contadas ocasiones, le había oído proferir unos gritos pseudoanimales para regañar a los niños o comunicarse con la señora de la limpieza.

Pero yo quería recuperar mi libro y tenía que probar suerte con él, por muy retrasado que fuera. Lo saludé y le pregunté, en mi polaco macarrónico, si por casualidad había encontrado un libro en español, añadiendo que lo había perdido aquella mañana. Sonrió sin decirme nada. Le volví a preguntar lo mismo y de nuevo me sonrió, haciendo una reverencia. Probé en inglés y repitió la réplica. Lo intenté varias veces más con idéntico resultado: sonrisa e inclinación, hasta que la conserje me cortó:

—No hace falta que sigas. Ya te ha entendido. No es tonto, es casi sordomudo. O sea, totalmente mudo y bastante sordo. Pero si te ha sonreído es que ya ha comprendido lo que le has pedido. Y si alguien puede encontrar tu condenado libro, ese es Honoriusz.

Honoriusz el guarda me sonrió por última vez y se alejó, siguiendo con su ronda por el instituto. Aquella era la primera ocasión, en los dos cursos que yo llevaba trabajando allí, que oía su nombre. Le quedaba como un guante. También acababa de descubrir que era casi sordomudo.

* * *

Durante el resto de clases de aquel día, no pude pensar en otra cosa que en Honoriusz. ¿Cómo podía yo preocuparme por mi libro perdido, y todavía peor, cómo se me ocurría quejarme de mis estudiantes, sabiendo que a pocos metros estaba aquel pobre hombre, que al final no era retrasado sino mudo y casi sordo? Su trabajo era, además, mucho peor que el mío: yo sólo tenía que aguantar a los adolescentes insolentes durante unas pocas horas, mientras que él permanecía allí de perro guardián más de diez horas diarias. Y lo peor de todo era que aquel instituto no tenía patio ni ningún otro espacio donde los alumnos pudieran salir a recrearse y desahogarse. Cada 45 minutos, la alarma le avisaba a Honoriusz de que la oleada adolescente inundaría los pasillos del instituto por 5, 10 o 20 minutos, ahogándolo durante 5, 10 o 20 minutos. Durante más de diez horas al día, Honoriusz sufría los embates de aquellas criaturas maléficas, niños ahombrados y deformes, humanos inconclusos, cuyos magnificados defectos arrollaban sus débiles virtudes. Las alarmas, que a los profesores nos daban un islote de tranquilidad, señalaban para Honoriusz el fin de la calma: la apertura de la presa adolescente. Por otro lado, si yo podía amenazar a los estudiantes con el suspenso y contener su ímpetu juvenil, él no tenía casi ninguna arma para hacer frente a su insolencia. No les podía hablar (era mudo) ni mucho menos pegar (la ley enmudecía sus manos). Muy de vez en cuando —ya lo he dicho— gritaba, pero le salía un aullido perruno muy lastimoso. Además, le debía de costar mucho lograr explicarle a la directora o a otro profesor lo que había hecho un gamberro.

Mientras paseaba por el corredor, llegué a la conclusión de que era precisamente la casi sordomudez de Honoriusz lo que le permitía aguantar aquel trabajo sin consecuencias serias para su salud. Y empecé a darme cuenta de que lo realizaba la mar de bien: los adolescentes lo respetaban bastante y no se portaban muy mal en su presencia. Apenas se reían de él, supuse que porque sus insultos no eran oídos o comprendidos. Del mismo modo, sus travesuras no surtían efecto alguno: pegarle un papel en la espalda, robarle la gorra, tirar una bomba fétida en el pasillo, etc., ninguna perrería alteraba el carácter risueño del guarda Honoriusz. La casi sordomudez aislaba a Honoriusz del oleaje adolescente. Pero aquello no explicaba del todo la disposición calma y grata del guarda. La alusión a la mansedumbre canina es, de nuevo, inevitable. Como los perros, Honoriusz lograba el equilibrio perfecto entre el contento y la tranquilidad sin caer en la burda sumisión. Si se prefiere, también se podría pensar en una versión desenfadada y espontánea del estoicismo, comparación quizás algo más digna que la perruna.

Aquellas reflexiones sobre Honoriusz esclarecieron una anécdota que había olvidado, protagonizada por él antes de que yo le prestara atención alguna. Un par de meses atrás, Honoriusz había pasado una semana de baja y había sido reemplazado por un segurata de la peor calaña. Su autoritarismo, de lo más habitual en un vigilante de seguridad, no le permitía llevarse bien con los estudiantes, demasiado acostumbrados a Honoriusz. Por una semana, las relaciones fueron algo más tensas, normalmente tensas. El lunes siguiente a las 7:30, lo encontré en las escaleras como si nada: se cuadró, me sonrió, se inclinó. Me pareció que el uniforme azul le quedaba un poco más ancho de lo habitual; probablemente, no se trataba sino del contraste con el anterior guarda, mucho más fornido. Le dije dzień dobry contagiado por su naturalidad y me dirigí hacia la sala de profesores. Ninguno había notado su ausencia y tampoco su regreso, como nadie reparaba en mi paso. No recuerdo qué me tocó enseñar en aquella primera clase del día; quizá hice un dictado, una audición o una lectura, o estrenamos un nuevo tema de gramática, quién sabe. A las 8:15, durante el primer descanso, me tocaba hacer guardia en los pasillos del segundo piso. Como siempre, los alumnos se sentaban en los bancos o en el suelo, otros se quedaban de pie junto a la pared, algunos comían o charlaban, casi ninguno paseaba: a aquellas horas aún estaban muy dormidos. De repente, a la vuelta de la esquina se empezaron a oír gritos, primero, luego algún silbido acompañado de aplausos, de una intensidad anacrónica. Los niños se arremolinaron al final del corredor, así que me acerqué pensando que habría una pelea o algo por el estilo. Al llegar a la esquina, apareció Honoriusz paseando lentamente, como si nada; no había riñas ni discusiones. El guarda acababa de subir las escaleras y unos cuantos chavales lo seguían excitados, celebrando su regreso al gimnazjum entre burlas y alegría sincera. Cuando enfiló el pasillo, los aplausos se propagaron hacia el otro lado. Muchos se levantaban mientras aplaudían sonrientes. El otro profesor que hacía guardia conmigo, el cura que daba religión, sonrió y se puso a aplaudir. Honoriusz caminaba sin prisa, como si nada, rodeado de críos cual flautista de Hamelín. Sonrió un par de veces, inclinando la cabeza, y continuó la ronda sin detenerse.

* * *

Salí de la la última clase de mi jornada laboral, cerré la puerta y mi vista se zambulló en el pasillo. Recordé cómo Honoriusz llegaba al final de aquel corredor-río mecido por 200 niños vitoreándolo, giraba la esquina sobriamente, y los gritos y los aplausos se deslizaban hacia los pisos inferiores.

Unos tímidos tirones en la manga de la camisa me sacaron del ensimismamiento. Era Honoriusz. Me enseñó mi ejemplar de Vacío perfecto, que había sacado de su cartera, y sonrió. Fui a cogerlo pero se lo guardó de nuevo. Señaló el aula, volvió a mostrarme el libro y otra vez apuntó a la puerta cerrada. Entré casi arrollado por Honoriusz y cerró tras él. Me miró como si fuera otro: ni guarda, ni perro, ni botones, ni retrasado, ni casi sordomudo, ni siquiera sonriente. Cogió una tiza y escribió en la pizarra:
1. Vacío perfecto de...
Me dio la tiza. No entendía muy bien aquel juego, pero lo completé:
1. Vacío perfecto de Stanisław Lem
Honoriusz me cogió la tiza y escribió debajo:
2. "Examen de la obra de Herbert Quain" de...
De nuevo, me entregó la tiza y añadí:
2. "Examen de la obra de Herbert Quain" de Jorge Luis Borges
Entonces, escribió:
3. La literatura nazi en América de...
Agregué:
3. La literatura nazi en América de Roberto Bolaño
Escribió un número cuatro y me dio la tiza. Miró el reloj y se sentó esperando a que concluyera la serie. Finalmente, continué la secuencia:
4. "El acercamiento a Almotásim" de Borges
Honoriusz sonrió satisfecho. Me cogió la tiza y borró la pizarra. Al girarse, su sonrisa perruna se había desvanecido. Entonces habló:

—Muy bien, te felicito —me dijo Honoriusz en un inglés tan macarrónico como mi polaco, aunque bastante más solvente—. Conoces algún texto y escritor apocrifílicos. Si quieres descubrir más, y de paso conocer la Hermandad de los Apocrifílicos, nos vemos este sábado a las 17:00 en Massolit Books. Si no apareces, asumiré que no te interesa, y no explicarás qué ha sucedido aquí: lo olvidarás dócilmente. Por supuesto, no puedes decirle a nadie que puedo hablar. Tampoco les digas que sé inglés, ni que no estoy casi sordo. Sigue como hasta ahora: no le digas nada a nadie. Adiós.

Dejó mi libro sobre la mesa y salió. No tuve tiempo de darle las gracias ni preguntarle cómo lo había encontrado. Sonó la alarma y empezaron a entrar niños en el aula. Le di las llaves de la clase a la profesora y me fui a coger el tranvía, donde reanudé la lectura de mi reaparecido Vacío perfecto.

* * *

Para el sábado, ya había terminado el libro de Lem. Vacío perfecto (1971) no es una novela, sino algo un poco más complejo —o más rebuscado—: una antología de falsas reseñas. En total, dieciséis textos más o menos uniformes que resumen y comentan cada uno una obra literaria o científica falsa, inexistente, apócrifa, es decir, inventada por el mismo Lem, que también crea al autor de la falsa obra. Por ejemplo, una de ellas se titula "Simon Merrill: Sexplosión". Simon Merrill es el falso autor de Sexplosión, la falsa novela. Se trata de una novela de ciencia-ficción postapocalíptica: en el futuro, el sexo se ha convertido en una religión, y todo gira alrededor del sexo, de forma autónoma y despersonalizada; es decir, una versión hiperbólica del presente, como toda obra de ciencia-ficción. Pero una catástrofe —clara metáfora del pánico a la bomba nuclear y vaticinio del accidente de Chernóbil— cambia totalmente el panorama mundial: un arma secreta en formato gaseoso, el NOSEX, explota y se esparce por el mundo, matando la libido de toda la humanidad. No sólo eso, sino que la gente siente repugnancia absoluta por el sexo. Como consecuencia, la mayor industria, la sexual, se va a pique. Incluso la supervivencia de la especie se ve amenazada, ya que nadie siente ningún interés por reproducirse. Por suerte, se logra desarrollar la procreación asistida, que sustrae a la humanidad de las desagradables prácticas sexuales.

El resto de falsas reseñas de Vacío perfecto no es menos disparatado que esta. De hecho, la primera es una reseña del propio Vacío perfecto, titulada "Stanisław Lem: Vacío perfecto". Las otras obras que Honoriusz había escrito en la pizarra también pertenecían a este extraño subgénero literario: los dos cuentos de Borges y el libro de Roberto Bolaño. Así que uno se podía hacer una ligera idea de cuál era el cometido de la "Hermandad de los Apocrifílicos". Aunque el secretismo que le había otorgado el aún más misterioso Honoriusz hizo que me decidiera a visitarlos aquel sábado a las 17:00.

Massolit Books era una librería con libros en lengua inglesa cerca del centro de Cracovia. Había ido varias veces antes, no sólo porque los libros en inglés eran más baratos —y a menudo interesantes— que en español, sino porque el establecimiento merecía la pena. Además de ofrecer ediciones más o menos económicas —de literatura, sobre todo, pero también libros académicos, de historia, de crítica, de filosofía, de viajes, etc.— la librería tenía una atmósfera bastante chic, con un toque familiar y apacible; un lugar muy hipster, en resumen. Había un par de salas destinadas a la lectura entre estanterías, donde en algunas ocasiones había llegado a encontrar a alguien leyendo, aunque nunca me he atrevido a sentarme en una de sus butacas. Los crujientes suelos de parqué y las cortinas que separaban las estancias alimentaban el aire misterioso del lugar. Los vendedores hablaban inglés, así que podían ayudarte a encontrar lo que necesitaras. No había detectores antirrobo y tampoco eran necesarios los guardas como Honoriusz, porque aquel ambiente relajado y sofisticado era el más eficiente sistema de seguridad: mangar un libro allí era como profanar un templo. Con todo, quizá la parte más interesante de la librería era la cafetería. Un pasillo conectaba armónicamente la tienda con un saloncito dividido en dos estancias, ataviadas al estilo romántico decadente de los cafés de Kazimierz —pese a no encontrarse en el barrio judío—: mesas de madera ajadas, sillas tambaleantes y lámparas antiguas, todas ellas —mesas, sillas, lámparas— diferentes entre sí pero sorprendentemente emparentadas, libros viejos abandonados en anaqueles abombados, visillos gastados y candelabros cubiertos de cera. Ofrecía tes y cafés, algo menos aguados que los cafés cracovianos, y unas tartas deliciosas. La clientela solía ser fina e informal, en sintonía con el decorado: solitarios lectores deseosos de visibilidad, misteriosas parejas bohemias, pequeñas tertulias intelectuales, extranjeros presuntuosos, turistas extraviados.

Cuando llegué, Honoriusz estaba fuera fumando. Durante aquella semana lo había seguido viendo en el instituto y él había continuado comportándose como siempre: servicial y sonriente, perruno y casi sordomudo. Delante de Massolit, el aura que lo rodeaba en el gimnazjum se había esfumado como si no hubiera existido nunca. Sólo veía a un polaco cualquiera, bajito, flacucho y gris, quizá porque no llevaba el uniforme azul de guarda de seguridad. Le dije dzień dobry y tardó en reaccionar.

—Aún no ha llegado nadie. Ya son las 17:00 —dijo por fin en su extrañísimo inglés.

No hice ademán de entablar conversación, porque Honoriusz no parecía dispuesto a ello. Continuó fumando en silencio y yo aparenté usar el móvil.

Cuando acababa de tirar la segunda colilla a la basura, llegó otro hombre. Era un poco más alto que Honoriusz y tenía un mostacho castaño típicamente polaco. Se saludaron lacónicamente y entraron a la librería sin decirme nada. Los seguí hasta el mostrador y torcí a la izquierda hacia la cafetería, pero cuando llegué Honoriusz y el hombre del bigote ya regresaban.

—Oye, no hay sitio en la cafetería —le dijo el del mostacho al camarero-vendedor—. ¿No quedamos en que nos tenías que reservar una mesa para nuestras reuniones?

—¿Eran los sábados? —el camarero estaba preparando unos cafés—. Nunca me acuerdo, lo siento. Si esperáis un poco, pronto quedará alguna mesa libre.

—El primer sábado de cada mes, te lo he dicho mil veces. No, da igual. Nos vamos.

El del bigote y Honoriusz acabaron de desandar su camino y salieron fuera, conmigo detrás. Sin decir nada, nos dirigimos a un bar mleczny cercano. Era desaliñado y aceitoso, sin clase y ridículamente barato, como todos estos restaurantes con autoservicio. Nos sentamos en una mesa y Honoriusz fue a pedir. Regresó con tres vasos de compota y una sopa para él. El mostachudo dio un sorbo a su compota y empezó a hablar con el bigote goteando:

—Es una vergüenza. No es la primera vez que nos ocurre semejante infamia. En la anterior reunión también pasó lo mismo. Estoy harto ya de esa cafetería presuntuosa. No volveremos más. Honoriusz, añade un primer punto al acta de hoy: discutir el nuevo emplazamiento de los encuentros de... —me miró— de la Hermandad. ¿Y cuándo va a llegar Michalina? Siempre llega tarde. No te olvides de enviarle un mensaje y decirle que estamos aquí y no en Massolit.

—No hace falta, ya he llegado. Disculpad mi retraso.

Nos giramos todos: allí estaba la susodicha Michalina (pronunciado Mijalina).

—Venga, siéntate, Michalina. ¿Cómo sabías que estábamos aquí? Bueno, no importa. Hoy tenemos trabajo extra: un candidato que arde en deseos de ingresar en la Hermandad. Honoriusz, tráele una compota a Michalina, haz el favor. Como puedes comprobar —dijo, dirigiéndose a mí por primera vez—, Honoriusz es un secretario de lo más eficiente. No hace nada en el gimnazjum, así que después necesita hacer algo provechoso. Por eso decidimos nombrarlo secretario. Esperemos a que vuelva y empezamos.

El inglés del abigotado era tan extraño como el de Honoriusz, aunque diferente. Tampoco tenía acento polaco. La tal Michalina era rubia, bajita y algo regordeta. Cuando Honoriusz regresó con el vaso de compota, el amostachado siguió hablando:

—Bien, queridos hermanos Apocrifílicos e ilustre invitado, vamos a empezar. Esta es la vigésimo tercera reunión de la Hermandad de los Apocrifílicos. Brindemos con nuestras compotas y comencemos. El de hoy es un encuentro especial: tenemos un nuevo miembro y debemos llevar a cabo su ritual de iniciación, es decir, ponerlo al día de nuestro propósito en el mundo. No, por favor, no me interrumpas —me dijo, viendo mis ansias de intervenir—. Después podrás hablar.

»En primer lugar, debemos bautizarte. Tu nuevo nombre apocrifílico debe ser, como los nuestros, un nombre polaco. Desde ahora, serás conocido como Gienek. Es lo más parecido a tu nombre que hemos encontrado en este laberinto infestado de minotauros llamado lengua polaca. ¡Alza tu compota y bebe, Gienek! —alcé mi brebaje y bebí—. Bien, nuestro secretario, Honoriusz, nos dijo que tienes ciertos conocimientos de algunos escritores apocrifílicos.

—Le hice la prueba y conocía algunas obras apocrifílicas de Stanisław Lem, Roberto Bolaño y Jorge Luis Borges, jefe —agregó Honoriusz.

—No están todos los que son, pero son todos los que están —sentenció el bigotudo—. Es decir, no está mal.

—¿Que no está mal? ¡Pero si son la Santísima Trinidad Apocrifílica, Stanislau! —dijo Michalina.

—Michalina, cariño, ya te he dicho que no puedes interrumpirme cuando estamos aquí. Y llámame por mi nombre apocrifílico, no Stanislau. Como te decía, Gienek, superaste el test que todos hemos pasado: tienes los conocimientos mínimos para formar parte de nuestro selecto club. Además, nos dijo Honoriusz que, como nosotros, no estás totalmente integrado en la sociedad polaca. Eso está bien. La literatura marginal debe estudiarse desde el margen.

»Ya habrás notado que nosotros tenemos nombres polacos pero ninguno ha nacido en este país. Honoriusz, por muy polaco que parezca, y aunque se haga pasar por subnormal, sólo es húngaro. Su nombre es Elmyr, y no habla ni pizca de polaco. Por eso se hace el sordomudo.

—El casi sordomudo, jefe —apostilló Honoriusz.

—Bueno, lo que tú quieras. Me gustaría saber cómo se lo hiciste creer a los de la oficina de inmigración y a los del gimnazjum. La cuestión es que no hay nadie mejor que él mintiendo. En su país era actor y ladrón, dos trabajos que se acoplan la mar de bien. Michalina, en cambio, es rumana, y apenas sabe decir hola en polaco.

—Por suerte, no lo necesito para mi trabajo —lo interrumpió Michalina—. Soy esteticista, ¿sabes? A veces me dejan cortar el pelo y hacer manicuras, pero sobre todo realizo limpiezas faciales, o sea, de puntos negros y espinillas. No necesitas hablar mucho polaco para hacerlas, ¿sabes? Pero hay que ser tan profesional como en cualquier otro campo, eso sí. La gente no sabe que el cutis es una parte muy importante de nuestra salud. Por eso nos consideran a los esteticistas faciales unos engañabobos o, en el caso de mi especialidad, los basureros del rostro. En la cara está el principal indicador de nuestro bienestar, ¿sabes? De ahí que haya que hidratarla correctamente, y mantener sus poros aseados. Además, es uno de los primeros referentes cuando conocemos a alguien. De ti, Gienek, puedo decir en primer lugar que no cuidas nada bien tu salud facial. Tus poros están bastante sucios y ennegrecidos, especialmente en la nariz. Alrededor de la napia se pueden apreciar elevadas concentraciones de grasa, por eso tiene esa textura brillante, como las paredes y las mesas de este bar mleczny. Por suerte llevas barba y gafas, que te cubren algunas imperfecciones del resto del rostro: lo mismo hacen aquí con estos cuadros y estos tapetes tan cutres. Pero, al mismo tiempo, las gafas, los cuadros, la barba y los tapetes enfatizan la inmundicia que recubre la parte descubierta. Si me apuras, también puedo decirte que vives en esta ciudad desde hace más de un año. Los niveles de suciedad de tu cutis rondan la media cracoviana, de las más altas de Europa, ¿sabes? Tus espinillas se están reverdeciendo, como si fueras un auténtico cracoviano. Deberías cuidar más tu tez, igual que Honoriusz y Stanisław. Mira mi cutis qué limpio está, parezco como mínimo una varsoviana, y eso que llevo aquí más de cuatro años.

—Gracias, Michalina, lo sabemos y lo sabíamos. Déjame seguir a mí, no puedes cortarme cuando tengo el turno de palabra. Soy el líder de los Apocrifílicos, merezco un respeto. Como iba diciendo, Michalina es rumana. Su nombre verdadero es Aurelia, pero eso aquí no importa. Es mi novia, así que no te hagas ilusiones: su rostro y sus impolutos poros son míos. Esto sí que importa, Gienek, aquí y en la China Popular. En cuanto a mí, ya has oído mi nombre apocrifílico, Stanisław, puedes imaginarte el porqué. También soy rumano y no hablo casi nada de polaco. Trabajo como agente en un call center que da asistencia a Rumanía. En resumen, como Michalina y Honoriusz, estoy orgullosamente al margen.

—Y como Grzegorz, jefe —agregó Honoriusz—. No se olvide de él. Está de viaje, pero volverá pronto.

—Sí, me acuerdo de los cuatro Apocrifílicos, Honoriusz. No necesitas recordarme nuestros nombres. Pero no querrás que le revele todos nuestros secretos a Gienek desde el principio. Aunque nosotros no necesitamos guardar secretos: por naturaleza, nadie nos presta atención, así de marginales somos.

»En fin, como te decía, más allá de nuestros abominables trabajos, nuestra pasión y nuestra áncora de salvación es la literatura. Y no cualquier tipo de literatura, sino la literatura más falsaria y, quizá por ello, marginal. Por eso fundamos esta Hermandad de los Apocrifílicos, para reivindicarla y recordarla. Evidentemente, toda literatura está relacionada con lo falso, con la mentira; pero la literatura apocrifílica es aquella que tiene una relación más estrecha (de amistad, nos gusta decir) con lo apócrifo.

—El que se inventó el nombre fue Honoriusz, ¿sabes? Suena guarro y pervertido, pero es un concepto muy noble.

—Michalina, por favor —la reprendió Stanisław—. Honoriusz nos dijo que estabas leyendo Vacío perfecto de Lem. En esta obra se reseñan obras falsas. Lem adopta un género que presupone la verdad y la honestidad científicas (la reseña) y lo transgrede aplicándolo a una obra inexistente, inventada. Esto antes ya lo había hecho Borges, claro, y probablemente otros, pero Lem lo lleva hasta el extremo: concibe un libro sólo con falsas reseñas. ¿Para qué, te estarás preguntando? Con una finalidad lúdica: puede ser. Para satirizar algún estilo o autor u obra: también. Por mera pedantería: no me extrañaría. Como un guiño o un homenaje a Borges: es posible. No obstante, Lem nos da otro motivo: escribe falsas reseñas para alcanzar lo innombrable, lo que no puede ser escrito pero sí descrito, no puede ser contado pero sí glosado.

—No me gusta interrumpirlo, jefe, pero el libro también incluye una falsa reseña del falso discurso de un falso premio Nobel.

—Sí, sí, claro. En fin, más adelante ya discutiremos los porqués de la falsa reseña. Esto es sólo una introducción. Por otro lado, no hay que confundir la falsa reseña, ojo, con la reseña falsa. No son lo mismo. La reseña falsa es, simplemente, una reseña no verdadera, falseada, pero sobre una obra verdadera. Me explico. Como sin duda ya sabrás, el autor de bestsellers inglés R. J. Ellory escribió reseñas falsas sobre sus propias obras (verdaderas) en Amazon. Creó varios perfiles falsos y criticó positivamente sus novelas (verdaderas), y negativamente las de otros escritores rivales (verdaderas, verdaderos). Lo hizo Ellory y lo habrán hecho otros escritores, pero también lo hacen constantemente muchas empresas en las redes sociales. En fin, esto es una mera reseña falsa: habla de manera interesada de algo existente. Una falsa reseña, en cambio, habla de algo inexistente y tiene interés literario. Lo único que comparten la reseña falsa y la falsa reseña es la forma y, por ello, el punto de partida, o sea, el pacto con el lector. Es decir, que el lector no (siempre) sabe que está leyendo un comentario falso sobre una obra real, en un caso, o un comentario verdadero sobre una obra falsa, en el otro. Sí, sí, ya veo que quieres hablar, Gienek, pero aún no. No te impacientes, ya te llegará el turno.

—No podemos interrumpir al líder de los Apocrifílicos, Gienek, ¿sabes? Está escrito en nuestro Manifiesto Apocrifílico. Por cierto, Stanisław, cariño, ¿por qué no lo hemos leído hoy? Nos quedó tan bien...

—Estoy tratando de informarle a Gienek de nuestra labor, Michalina. Ya llegaremos al Manifiesto. Como iba diciendo, además de las falsas reseñas, nos interesan otros géneros apocrifílicos. Nos consideramos los taxónomos de lo apocrifílico. Así, también nos interesan las falsas biografías. Es decir, biografías apócrifas de personajes reales. Como las Vidas imaginarias de Marcel Schwob o la Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges. Otro subsubgénero apocrifílico es la autoficción: lo mismo que lo anterior pero aplicado a la autobiografía, es decir, la autobiografía con ficción. Por ejemplo, Soldados de Salamina de Javier Cercas o Summertime de J. M. Coetzee. O el falso documental: bajo la apariencia de un documental (algo que representa fielmente la realidad) se nos presentan hechos falsos (infieles a la realidad). Como en This is Spinal TapOpération LuneOperación Palace o Exit Through the Gift Shop.

—No se olvide de otras prácticas apocrifílicas, jefe, como el uso de pseudónimos y heterónimos, la creación de autores falsos o el roman à clef.

—Tienes razón, Honoriusz, gracias. Pero recuerda que desde la decimonona reunión acordamos aplicar nuestros esfuerzos a las falsas reseñas, más marginales que los otros subsubgéneros. Desde entonces hemos hecho progresos, pero no los suficientes. Léenos nuestra Breve y parcial pero verdadera historia de la falsa reseña, Honoriusz, para que Gienek vea la magnitud de nuestros esfuerzos.

—Por supuesto, jefe. Además de las obras ya citadas de Borges, Bolaño y Lem, sabemos que Jonathan Swift y François Rabelais escribieron falsas reseñas. Por desgracia, no las hemos encontrado, porque es difícil acceder a sus obras en inglés, húngaro o rumano, aquí en Cracovia. No visitamos nuestros hogares desde antes de la decimonona reunión de la Hermandad de los Apocrifílicos, por lo que no hemos podido hallarlos. Nota al pie: en nuestras casas sería difícil acceder a estos textos en cualquier idioma, así como en las bibliotecas, librerías y centros de cultura aledaños.

Excusatio non petita, accusatio manifesta, ¿sabes?

—Aguarda tu turno, Gienek, no interrumpas el curso de nuestra historia. Prosigue, Honoriusz.

—Gracias, jefe. En Pale Fire (1962) de Vladimir Nabokov encontramos un texto emparentado con la falsa reseña. Esta novela es un comentario de un poema creado ad hoc (nosotros también sabemos de latines) que podemos leer dentro de la misma novela. En las novelas de caballería aparecían a menudo referencias a "libros fingidos", inexistentes y casi siempre mágicos. Jefe, quizá este punto deberíamos situarlo el primero, antes de hablar de Rabelais y Swift, por cuestiones cronológicas, ¿no? En fin, sigo. El teórico de la literatura Gérard Genette, en su Palimpsestes (1982), llama a las reseñas de Borges "pseudo-resúmenes". Las características del pseudo-resumen son su aspecto apócrifo y sinóptico, es decir, su falsa condición de comentario. Aunque se trata de la única incursión que conocemos de la teoría literaria en el mundo de la falsa reseña, Genette no va más allá y no menciona otros textos afines. Esto es todo, camaradas.

—Gracias, Honoriusz. Gienek, ya ves que nuestra Breve y parcial pero verdadera historia de la falsa reseña es más bien corta. Nos iría bien tener a alguien que pueda leer español, pues parece que la literatura hispanohablante es bastante dada a estos coqueteos con lo apócrifo, y catalán, porque quién sabe lo que las literaturas marginales deparan; así nuestra historia dejaría de ser breve y parcial —dio un sorbo a su compota, hizo una pausa y bajó la mirada—. Sinceramente, no podemos ofrecerte mucho más que nuestra compañía, aunque eso debería ser suficiente. Si quieres, Gienek, ya eres uno de los nuestros.

Sin haberme dado cuenta de ello, Michalina regresaba a la mesa con una bandeja. Traía cuatro vasos más de compota y un plato de pierogi. Lo depositó frente a mí y sonrió. Levanté mi compota y brindamos.

* * *

La historia de cómo conocí a los Apocrifílicos ya casi se termina, aunque mi relación con ellos no hace más que empezar. Aquella misma tarde les propuse poner un anuncio en diversos lugares de Cracovia en el que pidiéramos ayuda para elaborar una lista de falsas reseñas, falsas biografías y autobiografías (autoficción) y falsos documentales. Gracias a la euforia producida por mi adscripción a la Hermandad, no me costó mucho convencerlos de que salieran un poco de su anonimato o, como un auténtico Apocrifílico diría, de su marginalidad. Acordamos escribir el anuncio en inglés, español, catalán, húngaro y rumano, los idiomas oficiales de la Hermandad, así como en polaco macarrónico. Decidimos colgar los anuncios en universidades, bares, escuelas de idiomas, museos y otros centros más o menos culturales, así como en las redes sociales. Les dije que escribiría esta entrada para mi blog y que copiaría el anuncio, aun sabiendo que casi nadie lo llegaría a leer:
Lector: la Hermandad Apocrifílica requiere tu ayuda para buscar obras y autores de: 
-Falsas reseñas.
-Falsas biografías.
-Falsas autobiografías (o autoficción).
-Falsos documentales (o mockumentaries).
-Cualquier otra obra de carácter apócrifo.
Recompensa: conversación literaria con una compota u otra bebida en Cracovia.
Escribir a apocrifilicos@gmail.com.
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El lunes siguiente, a las 7:30, le dije dzień dobry a Honoriusz. Junto a la escalera, interpretó su papel como si nada: las manos recogidas tras la espalda, las piernas juntas y el torso erguido sin rigidez, como se cuadraría un botones algo bobo, sonriendo durante el instante en el que inclinaba la cabeza.

—Oye, Honoriusz, ¿cómo encontraste mi libro? —le pregunté, sabiendo que no podía esperar más respuesta que una sonrisa.