viernes, 8 de junio de 2012

Que se espere la verdad

"No sabía por dónde empezar, pero pensó que podría decir primero que tenía una pistola en el bolso. 
Incluso podría decirles que aquella misma tarde había estado a punto de matar a un hombre.
Pero en aquel momento oyeron el tren."
Raymond Carver, "El tren".

Otra vez domingo (03-06-2012) y de nuevo en la estación de tren, despidiéndome de Girona. También ahora llueve y la ciudad está, asimismo, empapada y sacudida por el otoño grisáceo. En esta ocasión, la lluvia no me ha calado, pero la escena me parece el sospechoso escenario de una repetición.

Los déjà-vus me enervan.

Me siento en un banco con resignación y espero el tren, o lo que venga. Intento sumergirme en la lectura de un libro, pero apenas chapoteo en la superficie. Mi espera no es pasiva sino activa, algo parecido a una vigilancia sin objeto: no consigo fijar en nada mi atención, como si todo quedara fuera de su alcance, pero tampoco logro bajar las defensas, desconectar. Oscilo entre el nerviosismo y la suspicacia, así que busco algo donde descargarme.

A mi lado, un hombre y una mujer, ambos de unos cuarenta años, cuchichean mirando el móvil que ella sujeta. Mantienen la distancia suficiente como para no suponerles cierta intimidad; pero el móvil los acerca un poco. De repente, él le quita el teléfono y empieza a toquetear la pantalla. Ella mira alternativamente al móvil y al hombre. Él le explica cómo tiene que hacerlo, qué botones apretar o cuál es el problema, como si fuera sumamente obvio. A ella el funcionamiento del aparato le da igual, pero está encantada con la pericia natural del hombre, similar a la seductora habilidad del mecánico o del médico; mientras fantasea con el poder reparador que las manos de él tendrían sobre ella, le manda una sonrisa derretida. Él ni la mira, sigue en sus trece: esto se hace así y asá; cuando da por concluida la lección, le devuelve el teléfono y sonríe. Ella guarda el móvil como encajando un golpe más: es el eco de las derrotas acumuladas.

—Vaya, vaya, tú siempre escondido, haciendo como que lees —dice una voz desde mi espalda—. Solo te faltan los dos agujeros en el periódico, ¿no?

No necesito verla para saber que es la voz de E, la amiga psicóloga. Se coloca frente a mí, de pie. Lleva una camiseta blanca sin mangas, con un Micky Mouse estampado sobre los pechos; el ratón está decapitado: la cabeza de ella encaja en el cuello de Micky Mouse. Le da un aire de lolita, pese a sus veintimuchos. Sus ojos son azul cristalino, con la intensidad propia de la inocencia; aparentan profundidad, pero todo en ellos se dirige hacia fuera: son como dos espejos, pura penetración. Lleva media melena ondulada, color castaño claro, rozando el rubio; cuando E escucha, se recoge lentamente un mechón detrás de la oreja.

Sonríe —con un candor que enmascara picardía— mientras se sienta a mi lado, y cruza las piernas. Lleva unos shorts tejanos deshilachados; el revés de los bolsillos, parecido a las orejas de Micky Mouse o de Pluto, asoma tímidamente sobre los muslos pálidos, turgentes pero tersos, pulposos y carnosos: muslosos.

—¿También escribirás esto? —me dice, a bocajarro.

Levanto los ojos y enrojezco, como si se hubiera percatado de mi mirada viciosa y sobreadjetivadora.

—Da igual. Me gustó lo que escribiste. Pero era bastante ficticio.

—No escribí nada que no...

—Ya sabes —me interrumpe— que no decir toda la verdad no es mentir, pero tampoco es la verdad.

No respondo. El tren no llega. Permanecemos un rato callados.

No la miro, aunque sé que no borrará su sonrisa inescrutable, engañosa y juzgadora hasta que conteste.

—Distorsionar la realidad, o manipularla, es simplemente ficcionalizarla —digo, por fin—. No hace falta darle más vueltas, ¿no?

—Si tú lo dices —contesta E, sonriendo con malicia—. Yo a eso lo llamo falta de imaginación, e incluso cobardía. Pero vamos al grano: ¿le has buscado un porqué a tu viaje polaco?

Ya estamos. Miro el reloj, pero el tren no cambiará nada: me quedará más de una hora de terapia psicoanalítica con E hasta llegar a Barcelona. Mientras tanto, la pareja del móvil charla con desgana; cruzo la mirada con la mujer y la aguanta con aire retador, como preguntando, vengativamente, quién es el perdedor ahora.

—Pues... supongo que para conocer mundo —respondo, al fin—. Para conocer gente, conocer otra cultura, conocer el idioma... En resumen, el tópico de conocerse a uno mismo —suspiro—. ¿Es que no te vale?

—A mí no tienes que convencerme. Por cierto, parece ser que conocer es lo único importante para ti.

Touché. Cómo las suelta la psicóloga.

—¿Y si en vez de conocerme digo que voy a buscarme? ¿Así mejor? ¿Suena menos sobado? —me detengo un instante; ella espera que continúe—. Y en el fondo, ¿a ti qué más te da?

—De algún modo habrá que perder el tiempo hasta que llegue el tren —hace una pausa larga; aprovecha para acariciarse el pelo y apartarse un mechón—. En fin, eres muy inocente. Hablas de buscar y de conocer como si se pudiera encontrar o saber.

Hace otra pausa, como para dejarme reflexionar.

—Uno busca y busca y nunca encuentra nada, o como mucho tiene la falsa sensación de haber encontrado, ¿me sigues? En la mayoría de los casos, uno se harta de buscar y se planta, o sigue adelante hasta que sus fuerzas dicen basta. En definitiva, la vida se parece bastante al juego de las sillas musicales: el sitio que nos toca ocupar al final es fruto del azar. Cuando por fin nos sentamos, o no nos queda más remedio que consideramos sentados, solo entonces se conforma uno con lo que tiene y solo entonces está uno en condiciones de construirse, ¡ya era hora!, un caparazón. Ese caparazón es su discurso. Escucha a la gente mayor: todos tienen su discurso, su opinión cerrada sobre todo, lo que ellos consideran que es la realidad o la verdad absoluta.

—¿La concepción de la vida?

—Eso es. En el fondo, congelamos todos los conocimientos y experiencia adquiridos, nos plantamos y no aceptamos otra verdad. Estamos saturados de verdades, así que blindamos nuestro sistema por miedo y por pereza a partes iguales.

Esta E, qué nihilista nos ha salido.

Un silbido anuncia la llegada del tren.

—Has de saber —continúa adoctrinando E— que los sueños no se alcanzan ni se cumplen; nuestros sueños envejecen: se arrugan y se deshinchan hasta convertirse en otra cosa, más soportable y transportable. Y si el que busca no se cansa, si el muy iluso sigue adelante, acaba siendo un ser anacrónico y sin lugar en el mundo, una caricatura de un niño en el cuerpo de un viejo. Su vida se convierte en su propio error de cálculo.

—Vale, para el carro —le digo—. Sermones sobran; consejos, en cambio... Es decir, todos sabemos encontrarle defectos a la vida, yo el primero. Pero ¿qué propones tú? Es muy fácil desmontar castillos, sistemas o discursos, está tirado; pero erigirlos... ¿Tienes alguna solución?

El tren llega.

—Claro que tengo una propuesta —dice E—. Tengo la respuesta. A tus preguntas y a las de todos.

El ruido del tren la distrae. Unos cuantos viajeros bajan, otros suben. E se acerca a una chica y la abraza. No lo entiendo. La pareja del móvil se despide estrechándose la mano; ella sube y él se va antes de que el tren se ponga en marcha. Esto no me extraña tanto.

—¿Subes o qué? —le pregunto a E, desde el vagón. E sigue abrazando a la chica en el andén.

—Te presento a mi hermana —me dice E—. Venía desde Figueres. ¡Ya continuaremos otro día con la conversación!

Lástima. Se iba poniendo interesante.

Las puertas se cierran y el tren sale hacia Barcelona.

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