sábado, 22 de octubre de 2022

Una postal mediterránea a Marc J. Mellado



Hola, Marc:

Te escribo una carta aunque no escribo cartas, ya casi ni siquiera escribo emails. Parece que ahora los correos electrónicos solo valen para facturas y burocracia, les están robando a las pobres cartas el poco trabajo que tenían. Pero como recibí una de Enrique de la Cruz, ahora es mi turno de participar en esta cadena epistolar bloguera, pues temo que si la rompo me pasará como con aquellas cadenas de correos de hace años: "Si no reenvías este email a 30 contactos, el fantasma de la chica del estercolero digital se te aparecerá en la papelera de Hotmail y morirás de una infección vaginal". Qué mal rollo noventero me ha entrado, procedo a escribir la carta.

En realidad no es una carta, es una postal. Una instantánea de un viaje, un souvenir de un momento. A las postales les han robado el trabajo los móviles: primero los SMS, luego los chats y finalmente WhatsApp. La edad y el mercado no perdonan, pero voy a intentar escribir una.

Esta es, pues, una postal de Atenas, donde me encuentro de vacaciones con mi querida esposa. En concreto estamos en una taberna del mercado central de Atenas. El camarero es simpático, dos músicos tocan cosas folclóricas con acordeón y bouzouki, la mesa tiene mantel de papel y nosotros engullimos pescado a la brasa y pimplamos vino blanco de la casa. El mundo arde —cambio climático, guerra en Ucrania, crisis energética, fascismo en Italia, revolución en Irán—, pero entre las cuatro privilegiadas paredes de esta postal dos guiris lo pasan bien ajenos a todo.

No hay solo extranjeros en la taberna, una señora griega se acaba de levantar y se está moviendo al ritmo de una canción que a mí, ignorante de la música local, me recuerda al famoso baile de Zorba, el griego. Como mi mujer y yo no hemos bebido tanto vino, seguimos sentados. Ya hay dos hombres bailando con la señora, pero nosotros hablamos sobre comida griega. ¿Hay algo mejor que hablar de comida comiendo? Discutir qué cenarás mientras te llenas el estómago, qué gran placer mediterráneo. También elogiamos las ensaladas griegas, sus quesos, sus dolmades de arroz, sus panes, su agua gratis, su musaka y en general sus berenjenas con cosas, sus carnes, pescados y mariscos a la brasa, sus vinos y sus licores, sus yogures, sus postres, sus cafés y la cuenta, por favor.

Mi esposa es croata y yo soy catalán, de modo que nuestras cocinas nacionales se parecen bastante a la griega. Así, en esta taberna nos sentimos como en casa, pero nuestra casa de verdad está ahora en Austria y antes en Polonia, cuyas cocinas centroeuropeas nos son más ajenas. También nos gustan la cerveza, las patatas, el Schnitzel/schabowy/escalopa y la mantequilla, pero preferimos el vino, la pasta, el pisto/ratatouille/samfaina y el aceite de oliva. Lo único malo del Mediterráneo, concluimos mientras la taberna entera aplaude a los bailarines espontáneos, es que no se nos da muy bien lo de la política.

Toda conversación con mi esposa, que estudió Ciencias políticas, termina siendo sobre política, también si hablamos de comida. Y ahora que los músicos folclóricos hacen una pausa, nosotros fantaseamos con la idea de crear una comunidad gastronómica mediterránea, como la Unión Europea pero incluyendo países de África y Asia de la cuenca del Mediterráneo y centrándose en la comida. Porque si Mediterráneo significa "en medio de las tierras", ¿no debería ser este mar una fuente de unión y no una frontera o un escenario de tragedias? ¿Por qué no plantar una mesa flotante en medio del mar con comensales procedentes de todas sus costas? ¿Qué habría pasado si Europa no se hubiera encerrado en sí misma y se hubiera abierto a sus vecinos mediterráneos? Por obvias cuestiones geográficas (y con cierto afán vengativo), nuestra organización supranacional excluiría a países del norte de Europa como Alemania y Holanda, pero además también partiría por la mitad otros como Francia, Turquía o España. Ah, no sé qué placer es más grande: el de romper España o el de excluir a Madrid. Pero, centrémonos, aquí lo importante es la comida.

Que la comida es política se sabe desde siempre, aunque no siempre nos queramos acordar. En alemán, lengua sin pelos en la lengua, una palabra muy usada para referirse a la comida es Lebensmittel, o sea, "medio de vida". ¿Hay una forma más básica y fría de llamar a la comida? Pero no se puede negar lo evidente: la comida es, además de cultura y placer y amor y arte y mil cosas más, sustento vital; o, como decía Dwight en The Office, "no es verdad que all you need is love, las necesidades básicas del ser humano son cuatro: aire, agua, comida y refugio". Algo así venía a decir también Piotr Kropotkin en La conquista del pan: para tener éxito, toda revolución debe garantizar el pan de la gente. Y con pan se refería, más que a comida, a todo tipo de Lebensmittel: aire, agua, ropa, refugio, etc. Por desgracia, las necesidades básicas del ser humano han llevado a los mismos humanos a luchar por otra palabrota parecida: el Lebensraum, el espacio vital, que nos garantizaría lo necesario para vivir.

Nuestra hipotética "Unión Mediterránea", sin embargo, garantizaría que todos sus habitantes pudieran comer lo que quieran sin violentar a otros humanos, porque la gobernaría el Principio Gastronómico: la comida primero, la política luego, la violencia nunca. Con comida para todas y sin violencias de ningún tipo, ¿quién no querría dedicarse a la política? Cuando nos traen a la mesa los cafés, me dice mi esposa que, tal vez, para no sonar tan neofascistas, sería mejor llamar a nuestra entidad de otra manera. Buscamos, pues, algo más pacifista, como la Federación Unida de Planetas de Star Trek pero con un toque hedonista, quizás funcione "Ágape Mediterráneo" (AM) o "Federación de Orgías Mediterráneas" (FOM).

Así, en esta AM o FOM todo el mundo comería tan bien como hemos comido nosotros en esta taberna del mercado central de Atenas. O comerían otra cosa en su casa, con su familia o amigos, da igual, la cuestión es que cada cual comería bien, y comería cuanto y cuando quisiera. Pero aún es más importante cómo comeríamos. El supuesto estilo de vida mediterráneo, reflejo de su clima clemente, se puede sintetizar en la Santísima Mediterraneidad: amabilidad, gregarismo y epicureísmo, valores que haríamos extensivos a todos los rincones de la unión.

Y para celebrar nuestra creación político-gastronómica, pedimos dos metaxas y, ahora sí, la cuenta, por favor.

—Pero... ¿y si en la Federación queremos comer tacos o un pad thai? —pregunta mi esposa, que a pesar de tener la barriga llena sigue pensando en comida.

Pues podemos invitar a México o a Tailandia a unirse a nosotros, digo yo, porque, como en la Federación de Star Trek, aquí se trata también de eliminar las fronteras y fomentar la cooperación. Cualquier país que implemente en su territorio el Principio Gastronómico tendrá, pues, las puertas de la Federación abiertas. Está claro que acabaremos aceptando a alemanes y holandeses e ingleses, al final incluso Madrid podrá formar parte de nuestra Federación, que ya no será solo mediterránea, y la gente será libre de comerse un Schnitzel con patatas y chucrut o de freírse unas salchichas en mantequilla.

Resueltos los problemas del mundo, nosotros dos vamos saliendo de esta postal y entramos de nuevo en este mundo que arde, a ver si paseando un poco por Atenas digerimos lo comido y lo discutido. No rompas la cadena, Marc, no invoques a la chica del estercolero digital, que las cosas ya están bastante mal.

Un abrazo,

Guillem

martes, 4 de junio de 2019

Epílogo

El 29 de mayo de 2019 a las 9:30 estuve en la Universidad Pedagógica de Cracovia charlando con unos estudiantes de Filología Hispánica que habían leído mi novela, Mateorías. Dos de sus profesores, Jorge Cabezas Miranda y Ángel Peinado Jaro, decidieron utilizar el texto en un curso de Lengua y Cultura. Me presentaron como el autor de la novela que habían leído, me cedieron la palabra y, aunque era la pura verdad, en seguida me sentí un impostor: ¿cómo probar que yo había escrito aquellas letras, palabras, comas, frases, puntos, párrafos y capítulos? Me pareció improbable. Tan improbable como estar allí sentado a una mesa delante de veinte o treinta estudiantes polacos esperando a que yo dijera algo. Así que les leí lo siguiente:


En primer lugar quiero daros las gracias por haber leído la novela y estar aquí, pero también quiero daros una explicación. ¿Por qué demonios estoy yo aquí? Es decir, ¿por qué narices habéis leído mi novela?

Me explico. Los poemas, cuentos, obras de teatro, ensayos, crónicas o novelas que se suelen leer en una carrera como Filología Hispánica, o como mínimo los que me hicieron leer a mí cuando estudié Humanidades, son obras canónicas. Clásicos, clásicos modernos o, si hay suerte, contemporáneos. Quiero decir que han pasado por diversos filtros lectores hasta llegar a las manos de los lectores universitarios: las han leído editores, agentes literarios, correctores, diseñadores, críticos, periodistas, escritores o académicos. Así, estas obras han sido mejoradas, enmendadas, autorizadas, avaladas o canonizadas por otras piezas del engranaje literario, sea el periodismo, sea la academia, sea el mercado. Solo al final de esta cadena de lectores invisibles le llega el libro al lector universitario.

Pero vosotros os habéis saltado un montón de intermediarios: habéis leído una novela que no ha pasado ningún control de calidad de la Unión Europea, que no ha sido reconocida por las autoridades competentes. Mateorías es un coche fabricado por un amateur en su garaje y vosotros os habéis montado en él y lo habéis conducido tan tranquilos; espero que al menos llevarais el cinturón puesto. Es verdad que algún amigo lector me ayudó con críticas o recomendaciones, pero nunca ha tenido un corrector o editor como tales porque Mateorías nunca ha ido más allá del blog en el que la publiqué ni del texto en PDF que le envié a Jorge y que a su vez os mandó a vosotros. Así que si habéis tenido algún accidente yendo en ese coche, si su motor os ha fallado o su puerta no se podía abrir, agradecédselo a vuestros profesores. Yo aprovecho para darles las gracias por confiar en mi novela y por obligaros a leerla: para una persona que escribe sin reconocimiento ni avales, desde su garaje de aficionado, tener lectores es un privilegio, incluso si han leído contra su voluntad.

Mi teoría, mi explicación de por qué habéis leído mi novela, por qué estoy yo aquí, es simple: porque Ángel y Jorge decidieron hacer un experimento con vosotros, conmigo y con ese coche que he ido armando estos últimos años. Entiendo que el experimento consistía en que unos jóvenes lectores de Cracovia leyeran una novela ambientada en Cracovia y escrita en Cracovia por un español más o menos joven que también vive en Cracovia. Pero también entiendo que el experimento consistía en que unos aprendices de lector leyeran la novela de un aprendiz de escritor. Porque quienes estudiamos Humanidades o Filología aprendemos, sobre todo, a leer, una tarea nada fácil pero muy importante. Y porque yo escribí Mateorías para aprender a escribir.

Empecé este blog, De mí me río, donde en 2016 iría publicando la primera versión de Mateorías, el 24 de abril de 2012, hace ya siete años. Y lo empecé precisamente para tener un espacio donde experimentar con la escritura. Por eso la primera frase de la primera entrada que publiqué era esta: "Emprendo este blog sin otra finalidad que escribir un poco". Y después decía:
"Aquí escribiré sobre mí: sobre lo que me gusta y lo que no; ya se irá viendo. En otras palabras, la única restricción que me impongo será la escritura sin guion predeterminado, sin un eje o un tema dominante. Intentaré hablar de libros, de cine, de mi vida, yo qué sé: a lo que salga y de lo que se pueda. Puede incluso que ponga alguna foto".
Ese era el espíritu del blog y en gran parte ese es el espíritu de la novela, que en su versión primigenia también tiene fotos.

Pero para entender bien ese espíritu debéis saber que antes de De mí me río yo había intentado escribir dos blogs diferentes, los dos sobre viajes: uno por el Norte de España, otro por el Centro de Europa. Y los dos blogs fracasaron, aunque de forma diferente: el del viaje español lo terminé sin ganas, agotado y hastiado, el del viaje centroeuropeo se quedó a medias, totalmente abortado. No os molestéis en buscarlos, ya no se pueden encontrar en internet: uno tiene cierta autoestima; pero en aquella primera entrada de De mí me río reflexioné sobre el porqué de estos fracasos blogueros:
"Me ha costado un par de intentos darme cuenta de que no tiene sentido empezar un blog que sabes que ha de acabar. En definitiva, esto no es un libro; es otra cosa. Además, los finales son una mierda: no hay nada tan triste como un final".
Por suerte y por fin, en el tercer blog aprendí de mis errores y no me impuse más límite que escribir.

Pero esta escritura sin límites también tiene límites, obviamente. Todo lo que escribía en De mí me río combinaba el ensayo, la crítica literaria y, sobre todo, la narración autoficcional, mezcla de ficción y autobiografía, tan en boga entonces y ahora ya un poco pasada de moda. Y también Mateorías va en esta dirección miscelánea: con esta novela, de hecho, quise llevar esta escritura más allá de sus límites, quise agotar esta manera de escribir. Eso me condujo a inventarme una vez más mi historia pero también la historia de uno de esos extranjeros totalmente perdidos que yo encontraba y sigo encontrando a mi alrededor en Cracovia, uno de esos extranjeros que lleva ya muchos años fuera de lugar y se ha convertido en una persona desconectada de su país natal y extranjera en el país donde vive, resultando difícil de abordar e imposible de descodificar. Ya conocéis a ese extraño para todos, es Mateo González.

Desde que el 21 de septiembre de 2016 terminé la primera versión, he corregido, recortado y alargado Mateorías siete veces, vosotros habéis leído la sexta. Y cuando acabé la séptima en febrero de 2019, me di cuenta, por fin, de que esta forma de escribir sin límites tenía unos límites bien concretos que yo había sobrepasado claramente. Estaba agotado de la hibridez genérica y de la autoficción, estaba harto de Mateo, de la misma  manera en que me agotaron y hartaron los dos blogs de viajes que había escrito antes. Creo que por eso en la novela Mateo termina medio perdido, como un Kurtz low cost del siglo XXI: yo quería perderlos a él y a su novela de vista. Irónicamente, acabé mandando al personaje de viaje por Europa y por España, cerrando sin darme cuenta el círculo de blogs.

Pero este experimento que Jorge y Ángel han hecho con nosotros ha abierto un paréntesis y me ha reencontrado con Mateo, perdido quién sabe dónde, y sus Mateorías, perdidas en la estantería de mi casa. Estos días he vuelto a subirme al coche en el que, con la eventualidad de un escritor precario, llevo trabajando ya tres años; he vuelto a sentarme frente al volante, he vuelto a encender el motor: parece que todo sigue funcionando. Así que, si queréis preguntarme algo sobre la novela, este es el momento, como cuando en el capítulo 14 de Mateorías unos cuantos lectores entrevistan a un escritor en un bar de Cracovia. Si no, os preguntaré yo a vosotros, como si esto fuera un examen, como los exámenes de Mateorías que os hicieron vuestros profesores. ¿Alguna pregunta?

domingo, 26 de noviembre de 2017

Se llamaba

Siempre había creído que se llamaba Kazimierz, como el barrio judío de Cracovia, porque eso me dijo él mismo la primera vez que hablamos. O quizás no fue la primera vez, era muy fácil encontrarse con él por los bares de Kazimierz, que eran su hogar. Y cuando lo conocí, allá por el invierno de 2012, yo era un estudiante de Erasmus cualquiera que solía frecuentar la zona y las noches se acumulaban monótonamente una sobre la otra como granos de arena. Así que aquella noche, fuera o no la primera, acodados en la barra de un bar, después de hablar un rato con él, me sonrió, me estrechó la mano y me dijo:

—Yo no soy el rey Kazimierz sino el rey de Kazimierz.

Tuvo que explicarme el juego de palabras —que también funciona en inglés, el idioma que usábamos para comunicarnos— porque yo llevaba poco tiempo en la ciudad: Kazimierz III fue el rey polaco que fundó el pueblo homónimo, que luego sería un barrio cracoviano, este barrio. Como nunca he sido muy de reyes, sea cual sea la acepción de la palabra, empecé a llamarlo simplemente Kazimierz. Y cada vez que me lo encontraba en Alchemia o en cualquiera de los bares que imitan su estética oscura, desastrada y decadente (Mechanoff, Królicze Ocze, Komisariat, Zakąski i Wódka), lo saludaba (¡qué sorpresa, Kazimierz!, ¡tú por aquí!) y charlaba un rato con él. Y cada noche tenía la sensación de que no se acordaba de mí: yo era uno más de esos jóvenes polacos, erasmus, expatriados o turistas para quienes los bares son una segunda casa, mientras que para Kazimierz eran un hogar, yo era uno de esos que charlaban durante un rato con él y no volvían a verlo más. Pero la verdad era que en Cracovia todo el mundo conocía a Kazimierz y Kazimierz no reconocía a nadie. Él era el personaje; nosotros, el público. Kazimierz contribuía a crear una sensación de comunidad, de pueblo más que de anónima ciudad: era un punto que todos teníamos en común.

Seguí llamándolo Kazimierz incluso cuando me corrigieron: oye, que en realidad no se llama así. ¿Qué? ¿Y entonces cómo se llama? Incrédulo, quise confirmarlo con Kazimierz y me contestó que sí, que se llamaba Mikołaj (pronunciado Micouay) y era el rey de Kazimierz. Aunque lo intenté, no logré llamarlo de otro modo: para mí, se llamaba Kazimierz. Me gustaba que su nombre coincidiera con el del barrio, como si él fuera no una metáfora o una metonimia sino su verdadera esencia. Pero el barrio judío estaba cambiando, se estaba modernizando, encareciendo, rejuveneciendo y nuevas gentes lo frecuentaban; por contra, Kazimierz representaba la versión más auténtica del barrio, la que ya se iba perdiendo: la espontaneidad, la escasez, la farándula y ese limbo en el que vivió toda Polonia desde la decadencia del comunismo hasta el arrasador auge del capitalismo.

El otro nombre, el que me habían dicho que era su nombre verdadero, también le casaba, aunque de otro modo. Mikołaj equivale a Nicolás, y es el nombre navideño por excelencia: el 6 de diciembre, święty Mikołaj o san Nicolás les deja regalos a los niños que se han portado bien. En otros países, Papá Noel pasa por las casas un poco más tarde, pero en el fondo viene a ser la misma tradición y, sobre todo, el mismo personaje: un tipo grandote con una densa barba cana. Las únicas diferencias eran que Mikołaj no vestía de rojo y blanco y que a pesar de su vejez tenía una vitalidad que no puedo imaginarle a Papá Noel; pero Kazimierz también era enorme, casi un gigante, y además de una espesísima barba blanca tenía una larga melena cana que a menudo se recogía en una cola de samurái. La coincidencia entre los dos personajes era tan grande que yo dudaba que en realidad se llamara Mikołaj. O quizás solo estaba construyéndome una excusa para continuar llamándolo Kazimierz.

Hace apenas una semana, un amigo me escribió un mensaje en Facebook: “Tu libro ha perdido a uno de sus personajes”. No supe a qué se refería hasta que entré en el enlace que me copió: sin comprender todo el titular de la noticia, la foto de Kazimierz y las palabras “nie żyje” fueron suficientes. Volví a leer el titular: “El famoso Mikołaj de Kazimierz no vive” sería la traducción literal, porque en vez de decir “ha muerto” en polaco se suele decir “no vive”, lo cual siempre me ha parecido un terrible eufemismo, como si entre estar vivo y estar muerto no hubiera un verbo fatal. Luego me dediqué a descifrar la noticia, apenas un párrafo en polaco, recurriendo al diccionario en cada frase. Decía que casi nadie conocía su verdadero nombre y apellido y que todos lo llamaban Mikołaj, que solía estar por los bares de Plac Nowy (la plaza mayor de Kazimierz), que quienes lo invitaban a tomar un vodka podían escuchar sus anécdotas, salpicadas de palabras “que las damas no conocen y los caballeros no comprenden” (cito literalmente), que era una de las figuras más conocidas de Cracovia.

Mi amigo me había dicho que mi libro había perdido a uno de sus personajes porque yo había metido a Mikołaj en mi novela, titulada Mateorías. Lo presentaba así:
Kazimierz me estrechó la mano con fuerza y sonrió: le faltaban tres piezas. Al cerrar la boca, mi atención se concentró en seguida en su nariz enorme, patatera. Tenía el pelo lacio y totalmente blanco aprisionado en una coleta de samurái, pero la piel enrojecida recordaba a un vagabundo. Su cara era familiar: muy probablemente me lo había encontrado de noche en algún bar.
En Mateorías, Kazimierz era una copia del real, no solo su aspecto físico sino también su misterio o ambigüedad: era un tipo que vivía en los bares pero parecía un vagabundo. Sin embargo, decidí convertirlo en dueño de dos bares del centro de Cracovia —aunque no recuerdo por qué lo saqué del barrio judío—, puesto que el personaje real me resultaba demasiado inverosímil, su vida en los bares era demasiado ficcional. Además, mi Kazimierz tenía una biografía un poco menos fragmentaria: en la novela se sabía que había vivido en Londres, como muchos polacos, que había trabajado de transportista en un restaurante mexicano y más adelante había sido mecánico, basurero y fontanero; al regresar a Cracovia, había abierto los dos bares y los sábados por la tarde organizaba partidos de fútbol para que los polacos se mezclaran un poco con los inmigrantes o viceversa. En uno de estos partidos a la vera del Vístula, la pelota se caía en el río y Kazimierz convencía a los jugadores de hacer una cadena humana para tratar de rescatar el balón.

Más tarde ese mismo día, alguien compartió la noticia de la muerte de Mikołaj en un grupo de Facebook de extranjeros en Cracovia. Se escribieron unos cuantos “RIP”, alguien dijo que Mikołaj era una verdadera leyenda de Kazimierz, otro que el mito cracoviano “ya no vive”. Yo escribí que la primera vez que me encontré con él me dijo que no era el rey Kazimierz sino el rey de Kazimierz; tenía la esperanza de que más gente se animara a contar anécdotas y a hablar del difunto, como si Facebook fuera el velorio ideal. Otros compartieron fotos nocturnas en las que aparecían felices y borrachos con Mikołaj. Un estadounidense comentó que Kazimierz le había robado los 100 złotych (unos 25€) que había dejado en la barra para pagar la cuenta. A continuación, el mismo americano preguntaba si se sabía cuándo y dónde sería el funeral, pero nadie le contestó. El último comentario era de un húngaro: decía que dentro de 20 años Mikołaj ya no sería tan único, que cuando la primera generación de erasmus creciera, sería olvidado y otros clochards lo sustituirían.

Me gustaría decir que Kazimierz-Mikołaj sigue vivo en mi novela, pero es mentira y una falta de respeto. Ahora releo lo que he escrito dos párrafos más arriba y me doy cuenta de que he hablado del Kazimierz de Mateorías usando el pasado en vez del presente, cuando el presente es el tiempo verbal más adecuado para hablar de un personaje de ficción, sobre todo de uno que está vivo: a nadie se le ocurriría referirse a don Quijote en pasado, a pesar de que todos sabemos cómo acaba la novela. Pero yo he hablado de él en pasado, como si el Kazimierz de Mateorías también hubiera muerto, como si la muerte del personaje real hubiera entrado en la ficción, ese supuesto refugio. Así que prefiero decir que Kazimierz no vive, Mikołaj no vive, tampoco en mi novela.

martes, 31 de octubre de 2017

31 de octubre. Carmen Laforet, 'Nada'

No sé si lo que voy a decir es una boutade o una obviedad: Nada (1944) de Carmen Laforet es la obra literaria más importante del siglo XX español. No creo que sea la mejor, ojo, ni mucho menos, ni tampoco la más interesante o bien escrita, de hecho es probable que haya envejecido mal; no, lo que yo digo es que me parece la más importante para la historia de la literatura española. Pero ¿por qué Nada?

En primer lugar, porque divide el siglo XX literario en dos mitades con más precisión que el cuchillo de la Guerra Civil: antes de Nada están las Generaciones del 36, del 27, 14 y 98, entre otras, que no tienen casi nada que ver con la novela de Laforet; después, Nada engendra la Generación del 50 y su realismo social y, más indirectamente, el experimentalismo de los sesenta, la novela de la democracia y demás. Por otro lado, Nada consagra definitivamente a la novela como el género literario por excelencia del siglo XX, destronando a la poesía. Además, Carmen Laforet dio el primer paso de otro giro copernicano en la literatura española: Nada trasladó la capital de la República de las Letras a Barcelona por partida doble: por un lado, por haberse convertido en modelo de escritora catalana o barcelonesa que escribe en español y, por el otro, porque Nada es un notable eslabón de la llamada Gran Novela de Barcelona. Sin embargo, uno podría argüir que, por ejemplo, La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela tiene méritos similares a los de Nada y que, además, es anterior, de 1942; pero yo sigo creyendo que no ha sido tan influyente y, sobre todo, no la escribió Carmen Laforet. Porque quizás la importancia de Nada no reside tanto en el texto como en el contexto y en su autora, en la figura de Laforet: por primera vez en la historia de la literatura española, es una mujer la que lidera un gran hecho literario. En el Barroco, a María de Zayas le hicieron sombra Quevedo, Cervantes o Calderón de La Barca; durante el Romanticismo, Rosalía de Castro fue eclipsada por Bécquer; las escritoras del Realismo Fernán Caballero (Emilia Böhl de Faber) y Emilia Pardo Bazán quedaron en segundo plano, detrás de Galdós y Clarín; los nombres femeninos de las Generaciones del 98 y del 27 apenas están siendo reivindicados ahora, con demasiado retraso (véase el libro de Las Sinsombrero). A diferencia de ellas, Carmen Laforet logró romper este molde maldito y les proporcionó un nuevo modelo a las escritoras que vinieron después: sin el precedente de Laforet y Nada, el acceso al campo literario les habría resultado aún más difícil a Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Josefina Aldecoa y otras.

Sin embargo, ¿todavía merece la pena leer Nada en el siglo XXI, más allá de las lecturas arqueológicas de los filólogos? De nuevo, creo que sí, que la historia de Andrea en Barcelona se sigue disfrutando y le aporta mucho al lector contemporáneo. La llegada de Andrea a la Estación de Francia es uno de los momentos estelares de la literatura de Barcelona, y muchos la han imitado u homenajeado después. En cuanto al argumento, se puede decir que en Nada no pasa nada sin sorprender a nadie: presenta la vida cotidiana y gris de una chica recién llegada a Barcelona durante la primera posguerra. Nada no es una novela de argumento ni de personajes sino de atmósfera, en la que se pueden palpar el embrutecimiento y la opresión de la dictadura. Es, además, una novela subjetivista, donde prima la visión del mundo de Andrea, como reivindicarán los novelistas españoles a partir de los 60. Y también es la mejor representante española del existencialismo, corriente que en España tuvo que esperar hasta el fin de la Guerra Civil para soltar su más bello y desgarrado grito.

lunes, 30 de octubre de 2017

30 de octubre. Najat el Hachmi, 'L'últim patriarca'

La literatura estadounidense, la francesa o la inglesa tienen muchos escritores conversos, es decir, originarios de otros países pero que han decidido escribir en y desde la lengua y la cultura de su país de acogida; sin ir más lejos, es el caso del último Nobel de Literatura, Kazuo Ishiguro, pero también el de Vladimir Nabokov o Joseph Conrad. En España no son tantos los escritores conversos, probablemente porque la inmigración es mucho menor que en los Estados Unidos y en el Reino Unido; pero también porque la literatura española no es tan fuerte y en consecuencia atractiva para el converso en potencia: por desgracia, con demasiada frecuencia la cultura española se reduce a ese sucedáneo llamado marca España, poco compatible con los matices y las sutilezas.

El paradigma del escritor converso español es, sin duda, Max Aub, que, entre el alemán de sus padres y el francés de su lugar de origen, eligió el español, la lengua de sus amigos de Valencia. Otro ejemplo es el polémico —por filofascista— escritor rumano Vintilă Horia, que además de escribir en su lengua materna lo hizo en francés y español. Con la excusa de la iniciativa #LeoAutorasOct, ya hablé en este blog de otros conversos cuando reseñé Los palimpsestos, la novelita de la polaca Aleksandra Lum, escrita en perfecto español converso. Por supuesto, los catalanes, vascos o gallegos que escriben en español son otra historia: más que conversos, podríamos denominarlos escritores diglósicos. Pero precisamente la literatura catalana tiene la suerte de contar con una gran escritora conversa: la marroquina Najat el Hachmi.

Su primer libro, Jo també sóc catalana, es un ensayo autobiográfico donde cuenta cómo nació en Marruecos, a los ochos se trasladó con su familia a Cataluña y se adaptó no sin ciertas dificultades a la realidad catalana. El argumento de L'últim patriarca (2008), la primera novela de El Hachmi, es muy similar: en la primera parte, se nos presenta a Mimoun, un hombre marroquí tradicional, machista y pendenciero que se va a Barcelona para trabajar; en la segunda parte, conocemos a la narradora, la hija de Mimoun, que cuenta cómo más tarde sigue a su padre y debe luchar por liberarse de sus cadenas. La hija representa a aquellos inmigrantes de segunda generación que se sienten más cercanos a su nuevo hogar que a su lugar de origen, por lo que deben desafiar la autoridad paterna, que pretende que todo continúe igual, como si no hubieran emigrado.

El primer párrafo de L'últim patriarca es revelador del carácter de la obra:
"Aquell dia va néixer, després de tres nenes, el primer dels fills de Driouch d'Allal de Mohamed de Mohan de Bouziane, etc. Era l'afortunat, Mimoun, per haver nascut després de tanta dona".
El estilo de El Hachmi es totalmente oral, heredero de una tradición entre cuyas obras pueden encontrarse Las mil y una noches pero también los textos bíblicos y coránicos. Al mismo tiempo es inevitable referirnos a Mercè Rodoreda y Pere Calders, escritores catalanes que claramente influyen en la prosa clara y ágil de El Hachmi. Por otro lado, la ambición de narrar la biografía desde el principio e incluso más atrás y adelante, transgeneracionalmente, es deudora también de la narrativa realista decimonónica, e incluso de grandes novelas del boom latinoamericano como Cien años de soledad. Por no hablar del componente feminista, que resalta el comportamiento violento y abusivo del último patriarca. Como buena escritora conversa, El Hachmi plasma en su primera novela su compleja identidad, sus múltiples historias.

domingo, 29 de octubre de 2017

29 de octubre. Joanna Russ, 'El hombre hembra'

Joanna vive en el Nueva York de los años 70. Jeannine, en un universo paralelo, un mundo aún más heteropatriarcal donde nunca tuvo lugar la Segunda Guerra Mundial y que sigue inmerso en la Gran Depresión. Janet es de otro universo paralelo: Whileaway, una avanzada sociedad en la que una plaga mató a todos los hombres 800 años atrás y desde entonces las mujeres se bastan y se sobran para todo. Finalmente, Jael vive en uno donde hombres y mujeres están en guerra constante. Estas son las Jotas, las cuatro protagonistas de El hombre hembra (1975) de Joanna Russ.

Sin embargo, lo más jugoso de la novela no es que el lector pueda visitar estos cuatro mundos tan diferentes, sino que los visiten las Jotas: las cuatro mujeres viajan de una dimensión a otra, de la propia a las ajenas. A este tipo de desplazamiento interdimensional, Russ lo llama “viaje en la probabilidad”, ya que los infinitos mundos paralelos son las probables ramificaciones que pueden surgir de cada elección: hay un universo donde yo no he escrito nada de esto, pero también un universo donde he escrito algo diferente, y otro donde en vez de una coma puse un punto y coma, etc. Así, en su mundo Janet nunca ha conocido a un hombre y ha crecido educada solo por mujeres, pero tras viajar en la probabilidad vive en el universo de Jeannine, donde el feminismo apenas está presente y las diferencias sociales entre hombres y mujeres son abismales. Por supuesto, las contradicciones y la injusticia de los roles de género son subrayadas en cada página indirecta o narrativamente, es decir, a través de la interacción entre las mujeres y los diferentes mundos, la cual genera situaciones sorprendentemente cómicas; pero también directa o discursivamente, o sea, en los numerosos diálogos y reflexiones sobre el papel de la mujer, la desigualdad, el amor o la violencia masculina. Se nota que Joanna Russ era, además de novelista de ciencia ficción y fantasía, crítica literaria feminista; incluso llegó a reprocharle a La mano izquierda de laoscuridad de su compatriota Ursula K. Le Guin que perpetuara los estereotipos de género, en vez de combatirlos. Con todo, el lector no tiene la sensación de estar leyendo un panfleto; a menos, claro, que su ideología sea impermeable al feminismo.

Formalmente, El hombre hembra también es una novela muy avanzada, incluso vanguardista, una vuelta de tuerca a las grandes novelas del modernismo estadounidense. La extensión de los capítulos es variable: desde la frase y el fragmento hasta la escena y la reflexión, pasando por los episodios más largos y convencionales. Además, los saltos a través de los universos nunca son del todo evidentes para el lector, que puede desorientarse con frecuencia. Russ también prefiere no identificar claramente quién está narrando —¿Joanna, Jeannine, Janet, Jael?—, aunque sí da pistas narrativas. La confusión que el lector experimenta, muy emparentada con la que produce la lectura de El ruido y la furia de William Faulkner, es sintomática: una metáfora de la construcción identitaria.

sábado, 28 de octubre de 2017

28 de octubre. Sara Mesa, 'Cicatriz'

Aunque el tópico de que internet es un lugar peligroso es eso, un tópico, también tiene algo de cierto, como cualquier otro. Si no te andas con un poco de cuidado, en internet puedes dejarte la salud y la juventud, pero sobre todo la cartera; lo mismo les pasa a algunos turistas menos precavidos o afortunados. Y cuando exploras el internet profundo corres el riesgo de volver a la superficie traumatizado, en el caso de que vuelvas. Las novelas, el cine y la cultura popular han explotado y exagerado demasiado el peligro de internet, convirtiéndolo en un tópico trillado. Y precisamente la acción de Cicatriz (2015) de Sara Mesa también tiene lugar en la red de redes y su autora juega sabiamente con el horizonte de expectativas del lector, que desde el principio cree que está leyendo una novela de la deep web, con grandes conspiraciones, asesinatos, secuestros, chantajes, violaciones o tráfico de órganos. Sin embargo, Sara Mesa decepciona las morbosas expectativas sin decepcionar al lector: la historia que le cuenta en lugar de la esperada es, aunque mucho más contenida y humilde, mucho mejor.

Los dos protagonistas de Cicatriz se conocen en un foro literario online: una de esas páginas donde unos cuantos frikis literarios como yo hablan 24/7 de libros. Ella se llama Sonia y es una chica provinciana y con poco carácter, bastante convencional a pesar de sus veleidades librescas. Él es el raro; para empezar su nick en el foro es Knut, por Knut Hamsun, el autor de la gran novela Hambre que unos años después simpatizaría con el nazismo (¡incluso le mandó su medalla del Nobel de Literatura a Goebbels!); además, Knut no trabaja porque odia el capitalismo, así que roba de todo para costearse los pocos vicios que tiene. El punto de partida de su relación es el interés común por la literatura, pero en seguida la rareza de él y la pasividad de ella la transforman: Knut le envía libros y otros regalos a cambio de nada, bueno, solo a cambio de conversación y amistad en línea. El lector espera que Knut sea un pervertido cualquiera, pero no le pide a Sonia fotos desnudas ni nada por el estilo; el lector espera que Knut sea un acosador o un asesino de película, pero tampoco. Lo más extraño, lo más perverso, lo más repulsivo de Knut es que se conforma con esto: ser amigo a distancia de Sonia. Obviamente, la suya es una relación tóxica, ya que Knut está obsesionado con Sonia, la controla y la obliga con sus regalos, cada vez más caros, a pasar tiempo con él; porque la violencia no solo es física, también puede ser emocional y verbal.

El estilo de Sara Mesa se complementa a la perfección con el argumento y los temas de la novela —las relaciones personales, el dinero, la violencia invisible—. El narrador de Cicatriz es todo un sociópata: frío y más que distante ausente, sin emoción alguna. Solo de vez en cuando aparecen la voz de Sonia o Knut y sus discusiones en línea, lo que compensa la apatía narrativa general. Pero el ambiente de thriller creado por la voz y por Knut propicia que el lector se tema siempre lo peor.