1
Cuando estuve en Praga por primera vez, hace casi dos años, pasé una noche inolvidable en el Duende. Fue mi hermana quien me recomendó aquel lugar.
—La decoración es de este modo y de este otro, la música no está mal, y es céntrico y barato —me dijo ella para vendérmelo—. Ve, hombre —añadió—, te gustará: es un bar de los tuyos. O sea, un bar bastante cutre.
Lo que finalmente me convenció fue el colofón, claro, una sutil observación que recuerdo con tanta precisión como para asegurar que, pese a las manipulaciones de la memoria, estoy citando textualmente. Supongo que dejó tal huella a causa de su efecto psicológico: por un lado, me reveló cuán bien me conoce mi hermana —o, al menos, cuán fácil soy de interpretar— y, por otro, delató mi absurda pero innegable pasión por lo cutre. ¿Qué tendrá lo cutre que tanto me atrae? Tú no temas: otro día nos plantearemos esta interesantísima pregunta en unas "Notas sobre lo cutre" o algo así.
Obviamente mi hermana acertó y el bar me gustó. Aunque ahora no estoy seguro de si fue por su cutrez o porque me lo había recomendado ella. O quizá fue porque lo pasé realmente bien en aquella larga e inolvidable noche que empezó en el Duende y acabó no recuerdo cuándo ni dónde: mi compañero de viaje y yo salimos por ahí con un argentino loco que conocimos en el hostal, y la magia praguense —o la bebida, o la soledad de los viajeros, o como quieras llamarlo, meras semillas de futura melancolía— y lo que fuera hizo el resto.
Obviamente mi hermana acertó y el bar me gustó. Aunque ahora no estoy seguro de si fue por su cutrez o porque me lo había recomendado ella. O quizá fue porque lo pasé realmente bien en aquella larga e inolvidable noche que empezó en el Duende y acabó no recuerdo cuándo ni dónde: mi compañero de viaje y yo salimos por ahí con un argentino loco que conocimos en el hostal, y la magia praguense —o la bebida, o la soledad de los viajeros, o como quieras llamarlo, meras semillas de futura melancolía— y lo que fuera hizo el resto.
2
Hace algo más de una semana, no me costó tanto convencer a mis nuevas compañeras de viaje en Praga de que fuéramos a tomar algo al Duende. Era mi segunda vez en la ciudad, y las dos portuguesas, llamémoslas C y J, eran aún más turistas que yo, con lo que cualquier propuesta les hubiera parecido bien. Sin embargo, no pude evitar contarles por qué me gustaba tanto.
—¿Por qué nos cuentas este rollo del argentino y la magia praguense —me interrumpió C, con su mordacidad habitual—, si ya te hemos dicho que nos parece bien ir al Duende?
—El chaval tendrá ganas de recordar su noche especial, déjalo —dijo J, menos mordaz pero igualmente perspicaz—. Aunque aún no nos has dicho cómo es el bar, ni qué música ponen. Solo sabemos que es cutre y que bebiste ahí con dos amigos...
—Con un amigo y un recién conocido —maticé, para ganar tiempo—. Y el bar era...
—¿Era barato? —me cortó C—. ¿Céntrico? O, espera, ya lo sé. ¿No sería cutre?
—No sé —respondí, indignado—, pero estaba muy bien. No recuerdo mucho más.
—Quizá si no hubieras bebido tanto te acordarías de algo —añadió C—. Tal cantidad de magia te borró la memoria...
—Yo creo, simplemente —me dijo J—, que dar explicaciones te gusta.
—Sí —le contestó C—. Y si son explicaciones redundantes, entonces le encanta.
3
—Acabo de recordar algo de aquella noche en el Duende —les dije a las portuguesas al volver del baño.
—¿El váter ha estimulado tu memoria? —me preguntó C.
—Algo así. Al abrir la puerta del retrete, he golpeado la cabeza de un tipo que no ha podido aguantar más y estaba vomitando en el lavabo, con tanta suerte que, al girarse, me ha caído un poco en la mano, otro tanto en el zapato, y el resto ha moteado el cristal y la puerta. Hace cosa de dos dos años, el argentino nos contaba cómo había salido corriendo exactamente hacia el mismo retrete porque había tenido un apretón y no había llegado a tiempo: la explosión lo salpicó todo de marrón, desde sus pantalones hasta las paredes del baño, y luego, movido por la vergüenza, tuvo que limpiar con papel de váter hasta que se acabó y, después, con la escobilla —hice una pausa—. ¿No os parece una casualidad que la historia se repita de un modo tan evidente como repulsivo?
Las chicas me miraron poco sorprendidas, incluso aburridas. Estarían cansadas y quizá algo bebidas, así que apenas dieron importancia a las coincidencias escatológicas. C tomó un sorbo de su cerveza y finalmente rompió el silencio.
—¿Quién decía aquello de que quien olvida su historia está condenado a repetirla? En nuestro caso, se equivocaba en la distribución de la condena: aquí las condenadas somos nosotras, y estamos condenadas precisamente porque tú has recordado algo.
—¿Por qué nos cuentas este rollo del argentino y la magia praguense —me interrumpió C, con su mordacidad habitual—, si ya te hemos dicho que nos parece bien ir al Duende?
—El chaval tendrá ganas de recordar su noche especial, déjalo —dijo J, menos mordaz pero igualmente perspicaz—. Aunque aún no nos has dicho cómo es el bar, ni qué música ponen. Solo sabemos que es cutre y que bebiste ahí con dos amigos...
—Con un amigo y un recién conocido —maticé, para ganar tiempo—. Y el bar era...
—¿Era barato? —me cortó C—. ¿Céntrico? O, espera, ya lo sé. ¿No sería cutre?
—No sé —respondí, indignado—, pero estaba muy bien. No recuerdo mucho más.
—Quizá si no hubieras bebido tanto te acordarías de algo —añadió C—. Tal cantidad de magia te borró la memoria...
—Yo creo, simplemente —me dijo J—, que dar explicaciones te gusta.
—Sí —le contestó C—. Y si son explicaciones redundantes, entonces le encanta.
3
—Acabo de recordar algo de aquella noche en el Duende —les dije a las portuguesas al volver del baño.
—¿El váter ha estimulado tu memoria? —me preguntó C.
—Algo así. Al abrir la puerta del retrete, he golpeado la cabeza de un tipo que no ha podido aguantar más y estaba vomitando en el lavabo, con tanta suerte que, al girarse, me ha caído un poco en la mano, otro tanto en el zapato, y el resto ha moteado el cristal y la puerta. Hace cosa de dos dos años, el argentino nos contaba cómo había salido corriendo exactamente hacia el mismo retrete porque había tenido un apretón y no había llegado a tiempo: la explosión lo salpicó todo de marrón, desde sus pantalones hasta las paredes del baño, y luego, movido por la vergüenza, tuvo que limpiar con papel de váter hasta que se acabó y, después, con la escobilla —hice una pausa—. ¿No os parece una casualidad que la historia se repita de un modo tan evidente como repulsivo?
Las chicas me miraron poco sorprendidas, incluso aburridas. Estarían cansadas y quizá algo bebidas, así que apenas dieron importancia a las coincidencias escatológicas. C tomó un sorbo de su cerveza y finalmente rompió el silencio.
—¿Quién decía aquello de que quien olvida su historia está condenado a repetirla? En nuestro caso, se equivocaba en la distribución de la condena: aquí las condenadas somos nosotras, y estamos condenadas precisamente porque tú has recordado algo.
escribint no ets gens cutre eh! he rigut! jejeje
ResponderEliminarquè tal per llà dalt?!
Una abraçada!!!