martes, 28 de mayo de 2013

Working Class Here?

"He estado en la profesión docente el tiempo suficiente para saber que nadie 
ingresa en ella sin tener algún buen motivo para ello, y un motivo que oculta celosamente."
Evelyn Waugh, Decadencia y caída.


¿Es la de profesor una vocación o es, como la de bibliotecario, una renuncia? ¿No son todas las profesiones, en mayor o menor medida, renuncias? De todos modos, estudiando Humanidades, ¿se puede aspirar a mucho más que esto? ¿Aspiro yo, quiero aspirar yo, a más que esto? Y, de todas formas, ¿cómo voy yo a enseñarles español a unos polacos?

Estas y otras tonterías me preguntaba antes de mi primera entrevista para trabajar como profesor de español. Es normal: los nervios suelen prender la mecha de la incertidumbre. Llegué a la academia de idiomas y la secretaria me pidió que esperara un momento. Mientras, rellené la botella de agua en el dispensador, haciendo un pequeño estropicio acuático: de nuevo por los nervios, calé la moqueta.

¿Y si me preguntaban cuándo usamos el subjuntivo? O: nombra los tipos de subordinadas. ¿Qué es una sinalefa? ¿Y un hemistiquio? ¿Y una esticomitia? Reglas de acentuación. Recítame el primer párrafo del Quijote y dime quién es el autor de La Celestina. ¿Qué fue primero: la jarcha o la moaxaja? ¿Qué prefieres: mester de juglaría, mester de clerecía o mester de cortesía?

Estaba tapando la moqueta empapada cuando un indómito grupo de alumnos, de unos diez o doce años, irrumpió retumbando en la habitación, interrumpiendo mis cavilaciones, y se arremolinó alrededor de la secretaria, bombardeándola a preguntas en polaco. Si hubieran hablado en catalán o en castellano, no habrían sonado menos bárbaros; como adictos pidiendo su dosis, reclamaban algo, no entendí qué. La secretaria, acostumbrada a aquellos desbarajustes, se resistía a darles lo que reclamaban y se reía con un deje sádico.

Ya no tenía que ocultar la mancha de la moqueta, así que me senté en el sofá, algo más relajado. Pasaban cinco minutos de las cinco de la tarde. Bajo una pila de revistas de idiomas —alemán, ruso, inglés, español— asomaba humildemente una mesa LACK blanca de Ikea. Ojeé una revista para huir de los pensamientos que me angustiaban, pero fue peor el remedio que la enfermedad: ¡"Descubre el mejor método para aprender español en un mes!", "¡Nuevos ejercicios para practicar el pretérito indefinido y el imperfecto!", etc. Los chavales seguían alborotando, así que puse mis ojos sobre la mesa LACK blanca de Ikea:
Oh, idea platónica de mesa encarnada,
omnipresente mesa merecedora de documentales,
películas y estudios culturales,
tu aséptica superficie blanca es, 
sin saberlo, enseña low cost:
"we'll never LACK you!",
te gritamos,
sabiendo que el material del que estás hecha 
no es la madera,
sino algo más económico y mucho más ecológico,
algo así como una esencia:
el material con el que se forjan los sueños:
aquello que te permite aguantar
lo que nosotros no podemos soportar.
Loando estaba, sin rima y con la métrica embarullada, la mesa LACK blanca, cuando salió de su despacho la directora de la escuela de idiomas.

—¿Vienes conmigo? —me dijo, y la seguí.

¿Y si las preguntas que me hace son del tipo: defínete con una palabra? O: ¿con qué animal te identificas? ¿Cómo reaccionarías ante tal o cual situación? ¿Dónde te ves dentro de cinco años? Imagina que navegas con tu biblioteca portátil y naufragas en una isla desierta, o, mejor, tu avión se estrella en pleno Sáhara, o, eso es, vuelves a España en plena crisis económica: ¿qué diez clásicos del Siglo de Oro te llevarías contigo, salvándolos a ellos de la destrucción y a ti del resecamiento mental? O: resume en una frase tu experiencia previa como profesor de español, sin usar las palabras "nula", "nada", "inexistente" o "ficticia".

Fui con la directora a un aula vacía, pero aún pude ver cómo la secretaria arrojaba, por fin, una bolsa de caramelos al pasillo. Algunos dulces caían sobre los famélicos estudiantes, que giraban sus cabezas con las bocas abiertas y salivosas al paso de la bolsa. Cuando se cerró la puerta, la jauría de niños se apiñaba en torno a la bolsa de caramelos.

—Y bien —me dijo, sonriente, la directora—, ¿qué cualidades crees que debe tener un profesor de español para extranjeros?

Estaba tan nervioso que no recuerdo qué contesté. Sin embargo, unos meses de experiencia me han surtido con varias respuestas.


Preparación
Varias webs recomiendan la canción "Un buen día" de Los Planetas para practicar el pretérito perfecto. "Me he despertado casi a las diez, y me he quedado en la cama más de tres cuartos de hora..."

La canción enumera lo que hace un pobre desgraciado para no pensar en su exnovia, que lo ha dejado. Y así los alumnos repiten todo lo que el que canta hace, en pretérito perfecto, durante "un buen día". Y también descubren otras bandas que cantan en español, más allá de Shakira y de Enrique Iglesias. Además, no hay nada mejor que repasar un tiempo verbal a la vez que verificamos nuestros tópicos culturales más afianzados. Desde la pereza o la vagancia o la holgazanería o la gandulería (los sinónimos son la lengua subrayando las cualidades del espíritu) hasta la cultura de bar, pasando por el fútbol y la fiesta como religiones, y volvemos a la siesta. Al terminar la canción, una inocente y piadosa alumna me recuerda que he olvidado un tópico:

—Profesor, ¿qué significa "meterse cuatro millones de rayas"?


Empatía y disimulo
Ser más alumno que profesor resulta útil para entender lo que piensan los alumnos. Un buen profesor debe saber qué pasa por sus mentes en todo momento, pues estas tienden a echar el vuelo con facilidad; pero no tanto para sacar la escopeta y detener el revoloteo mental, como para poder confirmar que el español no les suene a chino.

Por otro lado, demasiada experiencia como alumno permite identificar ciertas situaciones arquetípicas. Por ejemplo, la risa colectiva que acompaña a la pronunciación de algunos de sus nombres polacos. O el bisbiseo cuando llevo los pantalones desabrochados. O la risa —¡qué gran indicadora es la risa!— que provoca la octava repetición de una coletilla. Después de tantos años de burlarse de profesores, oralmente y por escrito, pasar a ser el objeto de burla es el paso más lógico. El siguiente, aprender a disimular, a hacerse el tonto. No ponerse el sufrido disfraz de profesor es ir en contra del instinto de supervivencia.

Trabajo duro
¡Riiiiiiiing!

—¡Hola! —me dice la secretaria por teléfono—, Krzysztof no va a poder asistir a la clase particular de hoy: tiene que trabajar.

—Vaya, qué pena.

—Pero no te preocupes, cobrarás igual: ha cancelado la clase el mismo día.

¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiing!

—¡Hola!, Krzysztof ha cancelado otra vez la clase.

—Caramba, qué lástima. Es el segundo lunes consecutivo...

Digo, al teléfono, saltando de alegría.

¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiing!

—¡Hola!

—¡Hola! ¿Krzysztof ha cancelado la clase?

—Pues sí.

—Tres semanas seguidas... ¡Qué vamos a hacer con este Krzysztof!

Puntualidad Capacidad de improvisación
¡Riiiing!

—Oye, ¿dónde estás? —me pregunta, por teléfono, la secretaria de la escuela de idiomas—. ¿Sabes que tu clase ha empezado hace cinco minutos?

—¿Cómo?

—Pues como lo oyes. Tus alumnos están esperándote en el aula. ¿Dónde estás?

—Pero si hoy empezaban las vacaciones de Semana Santa, ¿no?

—¿Que hoy empiezan las vacaciones? ¿Hoy? ¡Las vacaciones empiezan mañana! ¿Dónde estás?

—¡Joder! ¿Y qué hago?

—¿Dónde estás? ¿Puedes venir a la escuela ya?

—Sí, sí, claro. Ya me estoy vistiendo. Llegaré en diez minutos —digo, y cuelgo el teléfono.

Por el camino, pienso qué voy a contarles a mis alumnos como excusa. Miro a mi alrededor: lluvia y coches. Solucionado. Así, de paso, aprenderán las palabras condenada, lluvia, malditoatasco. Al llegar a la academia, echo un ojo al despacho de profesores, en busca de material. Lo único aprovechable que encuentro son unos cartones de bingo. ¡Ideal!, pienso, en la anterior clase hicimos los números.

Todo transcurre con bastante normalidad. Catorce, tres, treinta y ocho... Quizá ni siquiera se han dado cuenta de que estaba sudando como un cerdo a causa del sprint hasta la academia. Siete, noventa y dos, cincuenta y cuatro... Llevo dictados más de sesenta números y nadie ha cantado línea, pero supongo que es normal. Aunque están muy concentrados, también podría ser que no me entendieran. Cuarenta y ocho, trece, diecinueve, ochenta y siete... ¿Acaso no han comprendido la mecánica del juego? Pero no he de perder los papeles. Veintiséis, ochenta y cuatro, nueve... Tarde o temprano alguien cantará algo. Setenta y seis, once, treinta y uno, veintiuno... Sólo me asusto al oír unas risas:

—¿Qué ocurre? —pregunto.

—Es la quinta vez que repites el número veintiuno —me dice un alumno.

Un sudor frío me recorre la espalda: ¿qué números he dicho ya? ¿Cuántas veces habré repetido el mismo número? ¿Qué números aún no habré dicho? ¿Por qué no habré llevado la cuenta desde el principio?

—Muy bien, chicos. ¡Veo que estáis muy atentos!

Miro el reloj: todavía falta un cuarto de hora para acabar la clase. Trago saliva, cruzo los dedos y sigo recitando números.

1 comentario:

  1. jajjajajajaj m'he partit amb el final Guillem!!! Quan tornis per Bcn (i jo també) hem de fer una nit de bingo amateur, ja pensarem com combinar-ho perquè ens toqui beure.

    Per cert, els hi has proposat algun cop de fer també classes de català? Potser a l'acadèmia els hi sembla interessant!!! Tu ven-te, ven-te! :P

    Una abraçada

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