martes, 9 de julio de 2013

Más adioses

1. Balanza

Creo que Polonia no ha dejado una huella lo suficiente grande en estas páginas. No es sólo que no haya escrito bastante, sino que me he dejado muchas cosas por contar.

En un platillo de la balanza están las cosas por contar; en el otro, el derecho, donde pone "archivo del blog", las cosas contadas (esto es, estas entradas). Si la relación entre las cosas por contar y las contadas fuera directa, si fuera tan fácil contar —1, 2, 3, 4, 5...—, si fuera una mera operación verbal —de contar a contado—, la balanza estaría en perfecto equilibrio. Oséase: tantas cosas por contar, tantas cosas contadas: la balanza equilibrada. Quicir: lo que tengo por contar, lo cuento, ya está contado: la balanza equilibrada.

Pero la balanza, por algún motivo —la pereza, la calidad del material por contar, la falta de tiempo, las digresiones, la escasez de talento: aquí nos sobran los motivos—, se inclina hacia la izquierda. Y no levemente, sino totalmente. A este lado, varios quilos por contar; a la derecha, unos pocos gramos contados. Menudo balance.


2. Escoba

Me percaté de este desequilibrio tan trascendental —entre lo contado y lo por contar— hace cosa de un mes, cuando me robaron otro paraguas.

Durante mi estancia en Cracovia, perdí tres paraguas. El primero se extravió en septiembre u octubre de 2012, cuando apenas llevaba unas semanas allí. Era un paraguas pequeño, de apertura automática. Lo compré en un chino, así que no estoy seguro de su nacionalidad: ¿china o polaca? Tampoco sé exactamente cuándo ni dónde lo olvidé, y no importa. La cuestión es que no me di cuenta de ello hasta la próxima vez que lo necesité, a finales de noviembre. Desde aquel momento, el mal tiempo, siempre presente, me acompañó fielmente: ¡qué felicidad, poder prolongar la utilidad del paraguas!

Del segundo paraguas sé más cosas que del primero. Para empezar, sé que lo adquirí algunos días después del solsticio de invierno de 2012. Era un paraguas, pues, posterior al fin del mundo. Era un paraguas posapocalíptico, aunque las doctrinas del fin del mundo poco tengan que ver con el cristianismo. Lo que está claro es que era un paraguas escorpio; esto es, según Google, un paraguas emocional, decidido, poderoso y apasionado. En lo que concierne a su aspecto, era igual que el primer paraguas: pequeño, automático y —añado ahora— de color negro. Su nacionalidad era igualmente problemática. Junto a este paraguas tan peculiar, uno de mis objetos cracovianos favoritos era mi taza del papa Juan Pablo II, que, a diferencia de los paraguas, me la regalaron mis compañeros de piso y era tauro (el papa, no la taza). Tanto la taza de Juan Pablo II como el segundo paraguas fueron buenos taza y paraguas, pero este sólo fue bueno hasta que me lo robaron. De hecho, la taza de Juan Pablo II sigue siendo buena taza y todavía es uno de mis objetos cracovianos favoritos, aunque ya no estemos en Cracovia. El robo del paraguas —circunstancia que terminó abruptamente con nuestra relación— carece de cualquier interés. (Lo dejé en la barra de un bar y, al volver del váter, había desaparecido.)

El robo del tercer paraguas es algo más digno de mención. Fue, además, el desencadenante de esta desequilibrada historia de balanzas, paraguas, tazas y lo que sigue. Voy a obviar su descripción, porque era esencialmente igual a sus predecesores: pequeño, automático, negro, chino/polaco y —añado ahora— insignificante. El robo sucedió tal que así. Hace cosa de un mes, como decía más arriba, dejé el paraguas empapado fuera de casa, junto a la puerta. Volviendo de la universidad me había sorprendido una lluvia de película, entre el diluvio y la tromba; una lluvia, en fin, de metáfora. Entonces desde mi habitación, mientras me cambiaba la ropa mojada, oí cómo unos chavales reían, correteaban y gamberreaban por fuera. Más tarde, cuando preparaba la merienda, curioseaban desde el patio a través de la ventana de mi cocina. Me refugié en mi cuarto para comer y vaguear por Internet; alguno de los chicos golpeó el cristal de mi ventana y luego los oí a todos salir corriendo. Me olvidé de ellos hasta que alguien llamó al timbre. Cuando abrí la puerta, había una escoba; es decir, había una escoba en lugar del paraguas. Era una escoba de bruja: un palo de madera con ramas secas como cepillo.

Aquello era obra de Dobra.


3. Casa

Creo que seremos los últimos inquilinos que habremos vivido en este piso tal y como está ahora. El propietario nos dijo que, al irnos, lo reformaría de arriba a abajo; al piso, con más de cincuenta años de edad, no le vendría mal. Sin embargo, aunque no tiene nada de especial, es una pena que ya nadie lo vuelva a ver jamás. O, mejor dicho, que nadie lo vea como lo hemos visto nosotros. El siguiente intento de descripción —intento fracasado, mejor lo avanzo ya— también puede resultar útil para enmarcar a Dobra.

En nuestro piso reinaba la cochambre. A la cocina, sinécdoque del hogar, centro neurálgico del piso y de la suciedad, la llamábamos cochina. (Aludiendo a ella inconscientemente, mis alumnos de español pronunciaban cochina cuando querían decir cocina. ¡Qué duro resultaba corregir este tierno error!) Los platos sucios, apilados en la pila, sobre la mesa o tirados por la encimera, junto a los grasientos fogones y la basura, siempre hasta arriba, le daban su olor habitual. ¡Cómo echaré de menos las botellas vacías de vodka y de cerveza que el paso de los días sedimentaba!

Lógicamente, no podía ser menos, siempre faltaba de todo, incluso lo más básico. Y la ausencia siempre salía a relucir en el peor momento: no hay papel de váter cuando ya has cagado, no tenemos sal porque ya has puesto el agua a hervir, no falta champú hasta que no estás bajo la ducha, al calentarse la leche desaparecen las galletas...

No me interpretes mal: no era por pereza, sino por costumbre. ¡Qué difícil nos parecía volver a comprar y a limpiar!

Los obreros que habían de arreglar el patio también eran seres de costumbres. Uno se acostumbra rápidamente, y bien acostumbrado todo pasa más rápido: de octubre de 2012 a julio de 2013 con el patio hecho unos zorros, ruinoso y lleno de porquería. (Pero no puedo criticarles: yo también tengo todavía muchas cosas por contar.) Además, ¿cómo hubiera lucido un patio pulcro y ordenado a través de la ventana de nuestra cochina? Era un placer de la coherencia sentarse a desayunar mientras se contemplaba el paisaje: un columpio oxidado y una hormigonera entre escombros, rodeados por hoyos de dos metros de profundidad. ¿Y qué haría Dobra sin este patio-campo de batalla? ¿Dónde pasearía a su perro? ¿Dónde planearía sus trastadas?

La armonía entre el interior y el exterior, entre cochina y patio, iba todavía más allá: los basureros, encargados de vaciar semanalmente los tres contenedores del patio, hacían huelgas esporádicas pero de hasta dos o tres semanas. Creo que protestaban porque había demasiada suciedad. Así que la basura —incluida la nuestra, cuando la sacábamos— se mezclaba con los escombros. Las palomas, moscas, arañas, mosquitos, ratas y otros animales se sentían como en casa. Dobra encontraba todos los objetos que necesitaba para sus diabluras. Las barreras entre cochina y patio se difuminaban o, en otras palabras, la cochina, eufórica y prosopopéyica, invadía el patio. Y nosotros, encantados, por qué no, la seguíamos: ¡qué suerte poder hacer una barbacoa o tomar una cerveza en nuestro patio!


4. Dudas

¿Te ha gustado, lector, esta completísima descripción de mi antiguo hogar? Te preguntarás: ¿acaso sólo recuerdo de mi piso su suciedad? O: ¿tenía yo una habitación propia? ¿Con quién vivía? Etcétera.

Pero no hay más tiempo que perder en nimiedades: ya ha llegado el turno de Dobra.

Mas aún tengo un resquemor que me lo impide. Hace sólo tres o cuatro días que no estoy en Cracovia y sigo hablando, o escribiendo, sobre la ciudad, sus habitantes o los objetos que la invocan. Pienso: ¿no es un poco triste, y un poco exagerada, la melancolía que subyace esta súbita ansia de contar? Sigo reflexionando: ¿no es un poco cliché, y un tanto histriónico y/o histérico, el típico síndrome posErasmus que —imagino— está en la raíz de esta languidez? Y dale con las cavilaciones: ¿no es deshonesto escribir sobre allí pero desde aquí? Etc., etc.

No sé. Dejemos que los expertos opinen sobre el tema y, de momento, vamos a seguir echando peso sobre el platillo derecho.


5. Dobra

Dobra era nuestra vecina, una chica de unos doce o trece años. Medía casi 1,70m y estaba rolliza; tenía unos mofletes prominentes y el pelo rubio recogido —o más bien escondido— en una coleta. Aunque todos los miembros de su pandilla eran chicos, ella era la líder. Ninguno de sus amigos tenía más ovarios que ella. Sus actividades favoritas eran hacer travesuras, ir en monopatín, jugar entre los escombros del patio de nuestro piso, fumar a escondidas, pegar a niños, hacer pellas, incordiar a los vecinos y pasear a su perro. A menudo hacía dos cosas a la vez: pellizcar a niños mientras hacía pellas, robar dulces en la tienda del barrio mientras hacía pellas, incordiar a los vecinos mientras hacía pellas, etc.

La llamábamos Dobra porque una noche, al entrar en el portal de casa, su rostro emergió de la oscuridad de la puerta del patio y habló: ¡Dobry!, dijo, que es algo así como buenas en español. Su blanca cara de pan, como la luna sobre las tinieblas, aquella cara de anciana enloquecida que yo aún no asociaba con la traviesa vecinita, me heló la sangre. Dobra captó mi miedo, se rió y desapareció en el patio. Sólo entonces reaccioné: ¡Dzien dobry!, ¡buenos días!, contesté, como para espantar un mal espíritu. Desde entonces, siempre que nos veía, a mí o a mis compañeros de piso, nos saludaba con un efusivo ¡dobry!, haciendo honor al nombre que le habíamos puesto.

Imagínate a Dobra como una pícara en toda regla. De aquí para allá constantemente, sin amo alguno pero no por eso menos granuja. Además, con un séquito de jóvenes pillos, maleantes en potencia. Imagínatela también dotada de una imaginación desbordante, viviendo aventuras en mundos fantásticos entre los escombros del patio. Algo así como una mezcla de picardía e imaginación, una especie de Alfanhuí en versión femenina.

Pero, a diferencia de Alfanhuí, Dobra tenía un poco de maldad. Elegía las noches de lluvia para asustarnos. Cuando estábamos todos reunidos en la cocina y la música, al acabar la canción, se detenía, unos nudillos llamaban a la puerta. Toc, toc. Entonces la siguiente canción sonaba y nadie decía nada. Cuando se volvía a interrumpir la música, volvían a llamar: toc, toc, toc. Un escalofrío recorría nuestras nucas. Al final alguien se levantaba e iba a la puerta. La abría y no había nadie. Se oían carcajadas y correteos escaleras arriba. En el pasillo, frente a la puerta, había siempre un regalo de Dobra: una escoba, un muñeco de peluche, una silla rota, una bandera de Polonia, o cualquier chorrada robada a algún vecino.

Esta vez había un paraguas pequeño, automático, negro, insignificante y —añado ahora— roto.

3 comentarios:

  1. oooh quin final hehehehe!!!

    A mi també em van robar el paraigües a Springfield. En realitat me'l van tirar. Era Roncato petit blau marí automàtic (no sé la nacionalitat). El van tirar juntament amb les bosses de brossa del laboratori... Qui podria confondre un paraigües perfecte assecant-se a la porta, amb la resta de la brossa???

    En fi, ara en tinc un de violat no automàtic.
    Guillem estàs a Bcn? Has deixat polònia??? A mi em queda un meset de vida americana :)

    Petons!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Doncs sí, fa poc que he deixat -temporalment- Polònia. Gaudeix dels últims dies, que són els millors! I a veure si ens veiem quan tornis, abans que jo marxi de nou.

      Eliminar
  2. Per cert, esperava que ens expliquessis el comiat dels teus altres 2 grups d'alumnes!!!

    Adiós amigo! hahahahah

    ResponderEliminar