sábado, 1 de agosto de 2015

Las lenguas de Kuba

1. Túnel

Cuando descubrí a Kuba en la entrada del túnel, aguardando bajo el sol castigador de un viernes al mediodía, ya era demasiado tarde para volver atrás. Aún no me había visto, pero, si no cruzaba la vía del tren por el oscuro túnel, perdería mi tranvía y llegaría tarde al trabajo. Era imposible evitar el reencuentro.

Como otros testigos de Jehová, Kuba estaba situado en las escaleras, junto a un pequeño mostrador con las habituales revistas, en polaco y en inglés. El inicio —o final— de aquel túnel era un lugar estratégico: conectaba el barrio de Podgórze con el de Zabłocie, es decir, Plac Bohaterów Getta con MOCAK y la Fábrica de Schindler. Al otro lado del túnel había otro túnel, de hormigón y con las palabras AUSCHWITZ WIELICZKA perforadas en el techo, cuya sombra se proyectaba sobre la pared o el suelo. Esta instalación del polaco Mirosław Bałka representa, dicen, el desplazamiento forzado de los judíos del gueto al campo de concentración. En 2010 la trasladaron aquí, perpendicular a las vías del tren, porque en la plaza donde estaba antes los vagabundos y los yonquis la usaban como refugio y para hacer botellón y drogarse; la decisión fue acertada: la simbiosis entre los dos túneles y las vías del tren era total. Desde entonces, los turistas podían cruzar este falso túnel y luego el real, sortear a los testigos de Jehová —casi todos hablaban ya inglés— y llegar a la zona de los museos mientras de fondo oían los trenes alejarse; en fin, una experiencia total. Muchos cracovianos pasaban por aquí para ir a trabajar y para regresar a casa. En general, sólo los turistas incautos caían en las garras de los testigos, pero esquivarlos era difícil si ya te conocían.

El sol inclemente de aquel viernes me mostró que Kuba no había cambiado nada en el último año: la nariz gruesa y achatada, los ojos demasiado abiertos, los mofletes redondeados, la ancha boca y el pelo castaño engominado hacia un costado le seguían dando un inapelable aire de tonto del pueblo. La camisa blanca de manga corta, la corbata y los pantalones y los zapatos negros corregían la primera impresión producida por su cara: Kuba era un ejemplar paradigmático de testigo de Jehová. Pero una mezcla de orgullo y remordimientos me permitía afirmar que, gracias a mí, Kuba era un testigo de Jehová único.

—Hola, Gienek, ¿qué tales? —me dijo, cuando me acerqué a él—. ¿Tú recuerdas de mí? Soy Kuba, tu amigo testículo de Jehová. Tú cambiastes de piso, ¿no?

La unicidad de Kuba no consistía exactamente en que hablara español, ni siquiera en que lo hablara rematadamente mal. Aunque era el único testigo que lo hablaba en Cracovia, o al menos eso me había dicho.

Lo había conocido hacía unos dos años, cuando todavía vivía en mi anterior piso, en Podgórze, al otro lado del túnel, el mismo piso donde convivíamos con la gata Tutaj. Un viernes por la mañana, aparecieron dos testigos de Jehová en la puerta de mi casa. Tuve el acto reflejo propio de aquella situación: decirles en español que no hablaba ni inglés ni polaco y despedirme de ellos. Cuando les cerraba la puerta en las narices, aún pude oír la palabra jutro (mañana en polaco). Me arrepentí de haber sido tan brusco: uno puede reaccionar así cuando le piden dinero, nunca si tan sólo pretenden que cambie de religión. Además, hablar de lo humano y lo divino con los testigos de Jehová siempre me había parecido una interesante distracción. Con todo, los remordimientos me duraron apenas unos segundos, los que tardé en volver a sentarme en el sofá y reanudar el capítulo de True Detective, la serie que estaba viendo entonces.

El día después, llamaron a la puerta y esta vez abrió mi novia; en voz baja pero algo enojada, me preguntó si había vuelto a comprar libros en Amazon sin decírselo, ya que el cartero preguntaba por el español que vivía allí. Pensé que quizá se trataba de un regalo sorpresa de algún amigo, pero en cuanto vi al supuesto cartero me di cuenta de que había caído en la trampa de los testigos de Jehová. Kuba se presentó y me saludó en el más macarrónico de los españoles. En vez de cerrarle la puerta en las narices como el día antes, maldije mentalmente que los testigos hubieran sido más inteligentes que yo. Aquel sentimiento que me impidió deshacerme de él no era bondad, ni misericordia, ni siquiera pena, pero aún no podía ni imaginarme en qué consistía.

—¿Tú crees Jehová? —me preguntó Kuba desde el umbral de la puerta.

—No, no creo Jehová —le respondí, enfadado—. Pero me cago en Jehová.

Kuba, por supuesto, no entendió, sólo sonrió como un pasmarote, es decir, aún más pasmarote. Quizá entonces empecé a intuir el potencial que encerraba aquella relación potencial. Le sonreí benevolente y le expliqué que la expresión creo Jehová era incorrecta. Lo correcto era decir creo en Jehová. Añadí que era profesor de español para extranjeros y que sí, que creía en Jehová, y mucho, además. Entré en mi casa y regresé con mi ejemplar de la Biblia; ¿lo ves?, dije entusiasmado, yo creo mucho en Jehová, muchísimo; por tanto, me cago en Jehová. Como un buen alumno, Kuba hizo la pregunta adecuada: pero ¿qué significa exactamente me cago en Jehová? Pues me cago en Jehová es una expresión que usamos las personas muy, muy creyentes, le dije; me cago en Jehová significa que tu creencia no tiene límites, que es una creencia firme, absoluta. Pues cago en Jehová, dijo Kuba, alegre. No, no, lo corregí: me cago en Jehová, es mejor usar este verbo como los reflexivos. ¿Sabes qué es un verbo reflexivo? Como levantarse: me levanto, te levantas, se levanta... Pues me cago en Jehová, dijo Kuba rotundamente. Ahora sí, muy bien, repliqué, orgulloso y asombrado de mi travesura.

—¿Sabes? Yo soy testículo de Jehová. ¿Tú también? —dijo Kuba.

No podía ser cierto, pensé, mientras la malicia alborotaba dentro de mis venas. El destino, Jehová, el azar, Alá o quienquiera que fuera me había concedido una oportunidad única, aunque aún no podía imaginarme las consecuencias ni la magnitud de lo que mi inconsciente estaba maquinando. Quise corregir el error de Kuba, pero el mal incipiente es un picor que no podemos evitar rascar. Así, le dije que yo no era testículo de Jehová, pero que en España había hablado con muchos testículos. A mí me caen bien los testículos, añadí, son pacíficos y además no les gustan las transfusiones ni la evolución ni la masturbación. Incluso Kuba, que no hablaba ni pizca de inglés y su español era muy rudimentario, conocía palabras como aquellas, muy similares en polaco: hay que conocer al enemigo. Me miró mal, a él no le gustaban aquellas cosas y tampoco aquellas palabrotas, dijo. Yo sólo leo esto, continuó, Biblia y nuestras revistas, no tengo una versión en español pero sí en polaco y en inglés, toma, son para ti. La próxima semana vuelvo y discutimos una tema, ¿no? Tengo que estudiar un poco porque mi español es no muy bien. Sonrió, se dio la vuelta y se fue. Cerré la puerta, pero ya era demasiado tarde.

—¿Ahora vives aquí? —me preguntó Kuba señalando en dirección a la Fábrica de Schindler y mi casa—. Yo ahora propago la palabra de Jehová en esto túnel. Todavía soy un pendejo. ¿Tú quieres hablar? Podemos ir tomar un café, como en los tiempos ancianos. Practicar español, platicar de Jehová.

—Me cago en Jehová —le contesté—, pero ahora no tengo tiempo, Kuba. Tengo trabajo. Profesor de español, ¿recuerdas? Otro día mejor, ¿vale?

Me interné en el oscuro túnel sin permitirle que contestara y me atrapara en una de sus divagaciones religiosas. Oí que me gritaba que tenía que hablar conmigo. El sol seguía pegando fuerte cuando pasé junto al segundo túnel y seguí hasta la parada del tranvía.


2. Nolengua

Como me había dicho aquel lejano sábado por la tarde, Kuba regresó a mi casa el siguiente. Mi novia me sugirió que hiciera como todo el mundo y no le abriera la puerta. Pero yo no le había dicho aún lo que había pasado, ni mucho menos lo que pensaba que pasaría. Me excusé con una verdad a medias: era divertido conversar con los testigos de Jehová y tomarles el pelo, y más con aquel que casi hablaba español. Me dio por imposible, se puso los auriculares y siguió viendo True Detective.

En nuestro segundo encuentro, Kuba traía consigo un folleto de los testigos en español que me mostró orgullosamente. Conseguí entenderle que él era el único que hablaba un poco de español en su congregación, pero que había logrado que le mandaran con urgencia aquella revista de España. Él no podía comprender bien lo que ponía, pero quería que igualmente habláramos sobre ello: aprender sobre Jehová une a las personas, dijo lentamente, recordando una frase memorizada del folleto. Abrió la publicación en una página que contenía diez preguntas y respuestas sobre su religión y me pidió que eligiera una. Eché un vistazo rápido —el pliego estaba lleno de anotaciones y subrayados— y me decidí por la siguiente: "¿Por qué permite Dios la maldad y el sufrimiento?".

Lo que sucedió a continuación es difícil de describir. En vez de leer la escueta respuesta escrita en el folleto, durante cinco, seis o diez minutos Kuba pronunció un monólogo totalmente incoherente y fascinante, un discurso absolutamente hermético y cautivador, sobre Dios y el mal. En ocasiones posteriores, pensé en grabar a Kuba mientras hablaba de religión, pero aquello superaba los límites de mi crueldad. Además, ahora me parecería repugnante transcribirlo.

No sé muy bien por qué, pero ya en los primeros segundos su sermón me sedujo: viscoso como un coágulo de sangre y pus, opaco y denso como el hormigón, aquel chapapote de palabras y ruidos me absorbió sin compasión. No habló muy deprisa ni muy lento, pero sí con una fluidez incesante y un tono seguro, impropios de un estudiante de su bajísimo nivel. No me atreví a corregir ni una sola palabra, tampoco osé detenerlo: hay picores que no podemos evitar rascarnos. Aunque se podían entender algunos vocablos desperdigados —Dios, dolor, sufrimiento, hombre, pecado, mal, Biblia, creación, libertad, bien, Satanás, fe, enfermedad—, a menudo los deformaba con prefijos y sufijos inexistentes y los combinaba con otros términos inventados: malformaciones sin sentido derivadas del polaco, neologismos aberrantes resultado de su mala comprensión del español o fetos abyectos producto de la cópula enfermiza de ambas lenguas. Acunado por aquella sinfonía de ruido —¿cuánto tiempo llevaba hablando?—, me percaté de que sus frases parecían carecer de repeticiones: no creo que Kuba siguiera ningún patrón estructural. Desde luego, no se trataba simplemente de la sintaxis polaca o inglesa aplicadas al español, a las que ya estaba muy acostumbrado, sino de algo mucho más complejo. Las suyas eran unas estructuras primitivas, prelingüísticas: una lengua invertebrada o asintáctica, una arritmia constante. Aquello no era una lengua; por eso, decidí llamarlo nolengua.

Aunque escuché otros —muchos, demasiados— discursos religiosos de Kuba en nolengua, acabé tirando la toalla: yo no estaba capacitado para comprender aquella maraña. De hecho, lo más probable era que fuese imposible entender sus divagaciones teológicas. No hay que darle más vueltas: el caos es indescifrable, carece de resquicios para el análisis.

Tras los cinco, seis o diez minutos en nolengua, Kuba se calló y volvió a sonreír, satisfecho de la charla que me había dado. Haberlo escuchado de principio a fin, sin mandarlo callar ni a la mierda, contribuyó a ganarme su simpatía; las otras víctimas de sus visitas no aguantarían más que diez o veinte segundos escuchando aquel galimatías. Tuve que esforzarme mucho para recomponerme e imitarlo y decirle que sí, que claro, que estaba de acuerdo con él en todo. Como si hubiera pronunciado la combinación secreta de una caja fuerte, empezó a hablar de nuevo de manera inteligible. Me emocionó volver a escuchar su espantoso español. Me mostró el folleto otra vez, pero le dije que ya había tenido suficiente, que hablaríamos más otro día. Intentó invitarme a una de las reuniones semanales de su congregación, pero le puse el idioma como excusa y cerré la puerta exhausto.

A partir de entonces, nos encontramos casi semanalmente. Le dije que prefería que viniera los viernes por la mañana, cuando mi novia estaba trabajando y yo estaba libre; así no corría el riesgo de que descubriera que yo no era una persona tan piadosa como le hacía creer —tuve que decirle que ella era mi hermana—. Al principio las reuniones eran cortas: cinco, diez minutos; con el tiempo, llegaron a durar más de una hora. Nunca lo dejé pasar del umbral de mi casa, por miedo de que me desenmascarara o de que la broma llegara demasiado lejos. Tampoco le dije cómo me llamaba, sino Gienek, mi nombre polaco. Después de encontrarnos casualmente un día por la calle, cogimos la costumbre de quedar en Cafe Rękawka, una cafetería cercana. Kuba tenía el detalle de invitarme a un café y, entonces, teníamos algo así como una clase de español, aunque hablaba sobre todo él; yo me limitaba a asentir, sorber mi café y presenciar morbosa pero pacientemente cómo hacía lo que le apetecía con la lengua española. Cuando me contaba algo sobre él, era bastante comprensible, un aprendiz como cualquier otro. Yo le hacía alguna que otra corrección, más que nada para subrayar mi rol de profesor. Así, como con un estudiante normal, llegué a saber que tenía veintidós años, que había dejado la universidad en el primer año, que era de un pueblecito cercano a Tarnów, que su madre no era testigo de Jehová, que llevaba unos meses estudiando español él solo porque quería irse a Latinoamérica a convertir infieles, que trabajaba en la panadería de una señora de su congregación, que era aficionado a la carpintería, que tenía poca experiencia evangelizando, que yo era el único que le hacía un poco de caso, aunque me resistiera a ir a sus reuniones. Incluso aprendí algo de la historia de los testigos de Jehová; por ejemplo, que no habían sido directamente perseguidos por el nazismo, pero que más de 11.000 acabaron en los campos de concentración porque se negaron a formar parte del ejército o a abjurar por escrito de su religión.

Sin embargo, cada vez que hablaba de religión, su español se transformaba en otra cosa: se volvía simple y llanamente ininteligible, la misma nolengua que había usado en aquella primera charla sobre Dios y el mal en el umbral de mi casa. Como muchos filósofos posmodernos, Kuba era totalmente oscuro pero a la vez estaba totalmente convencido de que su auditorio entendía sus sinsentidos. Pero yo, por mucho que escuchara sus peroratas sobre Jesucristo, la religión verdadera, la organización de los siervos de Dios o los beneficios del estudio de la Biblia, nunca conseguía entender más que palabras sueltas, un mero indicador del tema principal. Así que hacía como el público y los lectores de los filósofos posmodernos: pretender que lo entendía.

Muy pronto me atreví a interrumpirlo para hacerle preguntas, algunas más genéricas y otras más concretas, sin saber si lo que preguntaba estaba de algún modo relacionado con lo que él decía. Sorprendentemente, a pesar de que sus respuestas seguían careciendo de sentido, mis intervenciones no cortaban el flujo de su discurso; al contrario, lo alimentaban.

En seguida di el paso definitivo: empecé a hacer comentarios, empecé a reflexionar yo también, imitando su estilo, simulando que hablaba nolengua. No es una tarea fácil conversar en español sin decir nada, pero es posible; yo, por contra, intentaba lo imposible: conversar en aquella nolengua que no entendía sobre un tema concreto, es decir, matizar la información, contar anécdotas, mostrar acuerdo o desacuerdo, citar palabras del otro, etc. Siempre, como en una clase cualquiera, partíamos de un tema elegido por él o por mí, muchas veces tomado de las revistas de los testigos o de mi Biblia. Aquello me daba el vocabulario básico con el que podía rellenar mis frases huecas; el resto eran ruidos españolizados, vocablos inexistentes que le había creído entender a Kuba, palabras deformadas del inglés, catalán, español y francés, modificaciones de nombres y apellidos ilustres, palabras en español sacadas de contexto o mal utilizadas, combinaciones aleatorias de sílabas más o menos castellanas, etc. Milagrosamente, Kuba se lo tragaba y me contestaba en nolengua —aunque, claro, sin hacer un esfuerzo tan grande como el mío—. De inmediato noté que Kuba usaba algunas de las palabras de nolengua que yo me había inventado. Aquello confirmaba nuestro incomprensible entendimiento.

Los monólogos absurdos se transformaron rápidamente en diálogos de besugo. Manteníamos conversaciones hueras de veinte o treinta minutos sobre los propósitos de Dios en la Tierra o la Segunda Venida. Éramos dos ruedas perfectamente acopladas de un mecanismo inútil; éramos dos niños jugando al ajedrez con nuestras propias normas, desconocidas al menos para uno de los dos. No sé si Kuba era consciente de todo ello, porque nunca me atreví a preguntárselo. Él, quizá agradeciendo que yo no le preguntara nada, tampoco me preguntaba qué significaban los disparates que ambos decíamos. De hecho, ahora que ha pasado un tiempo me doy cuenta de que cuando teologizábamos en nolengua yo ya no era el profesor, sino el alumno. Por supuesto, el único maestro era él mismo.


3. Neoespañol

Muy a menudo, Kuba llegaba a las pseudoclases de los viernes con dudas de vocabulario —raramente de gramática, parecía no interesarle—, como un buen estudiante. La verdad es que no puedo decir que Kuba fuera un mal alumno, pero sí uno muy peculiar. No tenía casi ningún contacto con la lengua que estudiaba: oralmente, sólo nuestras pseudoclases y las otras víctimas hispanohablantes de sus prédicas, que se deshacían de él en cuestión de segundos; por escrito, alguna revista de los testigos de Jehová y la Biblia, aunque no creo que pudiera entenderlas. Y no era por falta de ganas, que le sobraban. Tampoco lo critico: yo no soy un buen estudiante de polaco. En su caso simplemente no había materiales apropiados para él. No quería usar Internet para nada: lo llamaba "la red del pecado". No quería usar libros, ni canciones, ni series, ni películas. Ni siquiera quería usar los libros de texto ni los manuales de gramática. Aunque pronto aprendí a no preguntarle el porqué, su respuesta o excusa era siempre la misma: si uno no se acerca al pecado, no lo comete. Hay que conocer al enemigo, sí, pero no confraternizar con él. Incluso el diccionario lo censuraba, porque contenía palabras pecadoras como pederastia, fornicación, agresión, asesinar, follar, paja, sexo, pechos; no consultaba ni las palabras que aparecían en la Biblia: si uno buscaba violín, razonaba Kuba, podía leer violación y del dicho al hecho no hay un trecho. No era una actitud inusual entre los muy creyentes, pero sí era particular que cumpliera aquella regla a rajatabla.

Me aproveché de su inocencia vilmente para dar rienda suelta a mis perversiones lingüísticas: ¿cómo evitar rascarse un poquito más, cuando nos sigue picando? Aunque Kuba sabía que yo no era un testigo de Jehová, me tenía en alta estima: me consideraba una compañía muy positiva, una persona muy piadosa y digna de confianza. Lo animé a continuar igual, es decir, a no consultar jamás el diccionario ni Internet, fuentes del pecado. Yo sería su único diccionario de español, el único diccionario carente de pecado.

Según el filósofo norteamericano William James, habría dos clases de verdades. Una podría representar a Kuba y la otra, a mí. El primer tipo de verdad sería la verdad científica, positivista, aquella que sólo puede demostrarse tras desconfiar de ella y ponerla constantemente a prueba. Por ejemplo, la ley de la gravitación universal: sólo después de realizar una prueba tras otra podemos llegar a la conclusión de que es cierta, y, aun así, será cierta hasta que se demuestre lo contrario. La verdad científica es similar a la piedra: dura y resistente hasta ciertos límites. La otra clase de verdad es la creencia, la cual no debe ser demostrada ni comprobada, porque entonces pierde su valor verdadero. Así sucede con la fe y los derechos humanos, visibles y densos como el humo, que se escurre entre nuestros dedos al intentar asirlo. No obstante, me gusta más comparar la fe y los derechos humanos con la virginidad: si la pones a prueba, la pierdes.

Por supuesto, yo considero mi ateísmo una verdad científica, pero quizá William James diría que es una creencia. En realidad, si lo ponemos un poco a prueba puede resquebrajarse como un ladrillo: ¿acaso hemos explorado todo el universo para confirmar que Dios no existe?; ¿quién nos dice que, cuando lo tengamos delante de las narices, nuestros sentidos serán capaces de percibirlo? Ateísmo cuestionado, ateísmo desmoronado, me diría William James. Mi fe atea, puesta a prueba, deviene agnosticismo. En este caso, la metáfora de la piedra o del ladrillo no funcionan; la del humo tampoco. Quizá sea mejor comparar el ateísmo con el hielo: tras cuestionarlo se convierte en agua. El agnosticismo, pues, no sería más que ateísmo en estado líquido. Todo ateo es un agnóstico en potencia, y viceversa, según los termómetros epistemológicos.

Pero me estoy desviando de mi historia: decía que algunos viernes Kuba traía dudas de vocabulario a las pseudoclases. En general, me preguntaba qué significaban algunas expresiones que le soltaban los pobres desgraciados que habían sufrido sus inoportunas visitas con menos inventiva, perversión, tiempo libre o paciencia que yo. Sabía que yo lo alejaría de las malas palabras y sólo le explicaría  las buenas: yo era su filtro. Aquella era mi parte favorita de las pseudoclases, ejercer de pseudodiccionario, porque era la parte más creativa.

Un día, por ejemplo, me contó que un español le había dicho me cago en tu puta madre, puto mormón. Kuba ya sabía lo que significaba me cago en y tu madre, pero no puta ni mormón. Muy fácil, le dije, puta significa virgen y, por tanto, tu puta madre no es otra que la Virgen María, madre de Dios. Yo también me cago en mi puta madre, dijo Kuba, pero me cago más en Jehová. En cambio, un mormón era un hombre que vendía enciclopedias o un fontanero, según el país donde estuvieras. Yo no soy mormón, soy solamente un testículo, dijo Kuba, un puto testículo. No podía estar más de acuerdo ni más orgulloso de mi pseudoestudiante.

En otra ocasión, un mexicano le dijo vete a la chingada, pendejo, antes de cerrarle la puerta en las narices. Tuve que estrujarme bastante la quijotera en este caso. Le respondí que chingada era iglesia y que pendejo significaba predicador, aunque aquellas palabras se usaban sobre todo en —por qué no— Ecuador, especialmente en los suburbios de Quito. Kuba entendió la explicación perfectamente. Me dijo que en la próxima ocasión le contestaría al mexicano que se iba encantado, pero no a la chingada, porque los testículos no tenían ni chingadas ni iglesias, sino al salón del Reino; además, lo invitaría a acompañarlo a su salón, porque los testículos son abiertos y no tienen ningún miedo de mostrarles su lugar de reunión a los demás. De nuevo, no pude estar más de acuerdo, aunque seguí negándome a acompañarlo.

En unos meses, pude llenar varias páginas con las nuevas definiciones de palabras y expresiones que había creado especialmente para Kuba. Aquello no era la nolengua absolutamente incomprensible que usábamos para hablar de religión: era algo diferente y comprensible, aunque sólo él y yo lo pudiéramos entender. Cuando fui consciente de que tenía que hacer un gran esfuerzo para hablar con Kuba, intuí que aquello ya no era la lengua española que yo conocía, sino algo nuevo; decidí llamarlo neoespañol.

Al principio, para aumentar el corpus del neoespañol, partía de lo que que Kuba oía cuando trataba de evangelizar a la comunidad de hispanohablantes de Cracovia y me preguntaba luego en nuestras pseudoclases; la mayoría eran insultos y palabrotas, evidentemente. Por ejemplo, además de cagarse en, puta, chingada, testículo, mormón y pendejo, mi diccionario del neoespañol contenía definiciones de maricón, cascársela, irse a la mierda, comer la polla, meapilascagarse en la leche —que no significaba creer en la leche sino quedarse sin leche y tener que bajar al súper—, comerle las bolas a alguien, soplapollas, etc. Así, capullo significaba, para Kuba y para mí, santo. Podíamos, pues, mencionar sin problemas al capullo de Francisco, el capullo de José, el capullo de Pablo y demás capullos. En cambio, gilipollas era amigo, y que te peten equivalía a que te vaya bien: que te peten hasta el próximo viernes, gilipollas, me solía decir al despedirnos. Cuando alguien una vez le dijo que te jodan, tuve que inventarme que joderse significaba casarse, aunque aquella expresión se usaba sobre todo en Ecuador. Ni Kuba ni yo estábamos jodidos todavía, pero Kuba, como buen testigo, quería joderse pronto, a pesar de que todavía no tenía novia.

Pero no todo eran insultos. Un argentino con novia polaca que no entendió ni una palabra de Kuba le dijo pibe, mejor hablás otro día con mi piba. Una semana después, pibe significaba, para los dos únicos hablantes de neoespañol, vendedor ambulante, y una piba era una mujer atea, infiel y viciosa, aunque un pibón era una mujer fiel, religiosa y que cocina bien. Por eso era mejor joderse con un pibón que con una piba. Los verbos conjugados como los argentinos (vos comés, vos bailás) se usaban sólo para ser grosero con el hablante y sobre todo para mandarlo a la mierda. Había que evitar, pues, hablar como los argentinos, que son un pueblo muy ordinario.

Para llevar a cabo con verosimilitud mi función de pseudodiccionario, necesitaba también censurarle algunas palabras a Kuba. Por tanto, el significado de los términos girasol, mariposa, adiós, enhorabuena, cuaderno, divorcio, membrana, sacapuntas, camisa, cochecito (pero no coche ni carricoche), óvulo y de muchos otros era un misterio desconocido e inaccesible para Kuba. Al principio, realizaba las prohibiciones al tuntún, creando alguna situación problemática que tuve que resolver, claro, mintiendo aún más; por ejemplo cuando necesitó un sacapuntas, al que rebauticé como ojete, o una camisa era un espantapájaros. Sin embargo, aquel era un pseudoalumno modélico y nunca consultaba el diccionario real ni preguntaba a otros hispanohablantes. Un estudiante habitual habría sentido una curiosidad de lo más sana, pero la confianza que Kuba depositaba en mí, como su fe en Dios, era ciega.

Obviamente, cuando introducía alguna nueva definición, me costaba mucho no reírme, pero uno se acostumbra pronto a estas bromas tan infantiles, un poco vergonzosas, especialmente si tiene que reírlas solo. De hecho, a causa del aburrimiento y la falta de nuevas palabras, en las últimas pseudoclases empecé a inventar expresiones propias. Por ejemplo, follar parte de los testículos, que evidentemente significaba formar parte de los testículos de Jehová. Aún no puedo imaginar mejor captatio benevolentiae para las sesiones de evangelización de Kuba; seguro que muchos hispanohablantes le prestaron unos instantes más de atención gracias a aquel anzuelo neoespañol.

Tras ocho o nueve meses de encuentros casi semanales, una pseudoclase con Kuba requería una preparación y concentración enormes. En primer lugar, para usar correctamente todas las palabras y expresiones del neoespañol; en segundo, para fingir que utilizaba la nolengua en conversaciones vacías sobre religión. Sin embargo, las pseudoclases fueron las clases más interesantes que he tenido nunca —también las más exigentes—. No podíamos hablar de literatura, ni de cine, ni de viajes, ni de mujeres, ni de cerveza, ni de música, ni de arte; tampoco me hacía preguntas sobre subjuntivo, pasados, ser y estar, artículos u oraciones concesivas; pero, por contra, pude conocer a un espécimen tan único como Kuba y aprender dos lenguas nuevas. Eso sí, ambas eran totalmente inútiles, lenguas muertas antes de nacer.

Cuando hablábamos neoespañol, sólo nosotros dos podíamos comprender totalmente las frases. Tanto habíamos llenado el castellano de prótesis, órtesis, implantes, trasplantes y cirugía estética que se había vuelto casi irreconocible. Si hubiéramos seguido más tiempo igual, habríamos desfigurado la lengua hasta hacerla incomprensible del todo a los demás hispanohablantes. Sin ser muy consciente de ello, estaba atentando contra la voluntad de crear una lengua española internacional y comunicativa: Kuba no podía entender ni ser entendido excepto por mí. La Asociación de Academias de la Lengua Española me habría denunciado por mala praxis.

La nolengua estaba aún más muerta que el neoespañol, pues yo apenas la podía imitar y dudaba que Kuba la entendiera, pese a ser él el único maestro. Intercambiábamos significantes como en cualquier acto comunicativo, pero carecían de significados; aquello, obviamente, no bastaba: uno siempre espera un regalo dentro del envoltorio. Podría excusarme diciendo que había sido Kuba el que la había creado, pero sin duda yo había permitido que aquel engendro siguiera existiendo para regocijarme con su contemplación.

Quizá debería haberme sentido culpable desde el primer instante, pero mientras uno se está rascando los picores no le presta atención a nada más. Entre nosotros dos se estableció una relación profesor-alumno un tanto deformada: la admiración y el respeto que Kuba sentía por mí eran desproporcionados. Se parecía más al vínculo entre un padre y un hijo. Me explicó que estaba tallando algo en madera especialmente para mí; un regalo para el mejor profesor posible, dijo. Comparó su afición a la carpintería con su vocación de evangelizador —o pendejo en neoespañol—: eran tareas lentas cuyos resultados sólo eran visibles tras mucho tiempo, paciencia y esfuerzo; sin embargo, quien lograba sembrar aquellas frágiles simientes recogía las más bellas y bizarras de las flores. Quizá si se me hubiera ocurrido comparar al carpintero y al evangelizador-pendejo con el profesor, me habría dado cuenta de que yo estaba sembrando vientos y que, por tanto, recogería tempestades. Kuba también me confesó que se había enamorado de una chica. Yo lo encorajé a acercarse a ella y seducirla, no por amor paterno sino esperando cruelmente los desastrosos, y cómicos, resultados. Evidentemente, era un padre terrible: me reía secretamente de Kuba y me mantenía distante, mientras que él se abría completamente. De mí, sólo sabía a ciencia cierta dónde vivía y a qué me dedicaba; por contra, pensaba que mi novia era mi hermana y que yo era un tipo extremadamente religioso. Nunca le conté mucho más, siempre preferí que fuera él el que se mojara.

Sin embargo, no tomé consciencia de la magnitud de mi vileza hasta que una tercera persona nos escuchó durante una pseudoclase. Excepcionalmente, nos encontramos un sábado por la tarde en Cafe Rękawka. Como le había pedido, mi novia estaba sentada en una mesa cercana, escondida y alejada del campo de visión de Kuba. Después de veinte minutos de nolengua —hablamos de la vida después de la muerte— y más de media hora de neoespañol —Kuba había visitado a sus paisanos de la congregación de Zakopane—, pagó los cafés y se fue. Mi novia me miraba horrorizada desde su mesa; eres un hijo de perra, dijo, y salió.


4. Drogódromo

Seguí acudiendo a las pseudoclases con Kuba hasta que mi novia y yo nos mudamos. Entonces perdimos el contacto totalmente; es decir, que dejé de verlo sin decirle nada, como un padre irresponsable cualquiera. También dejé de ver a Tutaj, la gata que vivía en nuestro edificio. Nuestra exvecina venezolana nos dijo más tarde que una vecina polaca, la viejita traductora, la había llevado a un refugio de animales porque nadie se ocupaba ya de ella. Obviamente, me preocupó más la deportación de Tutaj que haber abandonado a Kuba.

Nuestro nuevo hogar estaba en un complejo residencial no muy lejano, pero bastante más elegante que el bloque anterior, aunque el piso apenas superara los 30m². En el centro del novísimo complejo, rodeada de pisos de cuatro o cinco plantas, había una plaza con una fuente, césped y un camino que la cruzaba. Los diseñadores del proyecto se emperraban en llamar a aquel microclima jardín; supongo que era necesario para poder bautizar el complejo residencial como Garden Residence. Sin embargo, nosotros preferíamos llamarlo drogódromo: dícese del espacio público que los vagabundos y los yonquis usan como refugio y para hacer botellón y drogarse. Era irónico, por supuesto, porque nuestro drogódromo era privado y siempre estaba vacío y protegido por dos o tres guardas de seguridad. Pero era un espacio tan inútil como los drogódromos más ortodoxos: sin bancos para descansar ni columpios para los niños ni sombras para refrescar, ni siquiera los perros podían hacer sus necesidades, era tan sólo una postal de color verde para ser contemplada desde la ventana. Quizá habría sido mejor abrir el drogódromo al público y permitir que lo poblaran los indigentes y los testigos de Jehová. La decadencia de aquel espacio la completaban un gimnasio con piscina y un bar abandonados, al fondo del drogódromo, así como los largos pasillos desiertos, dignos del más tétrico hotel soviético. Aunque Garden Residence era un complejo mucho más habitable que muchos de los inhumanos osiedle construidos durante la época socialista, aquellos detalles demostraban que la arquitectura —y la mentalidad— polaca aún estaba emparentada con ella.

Por suerte, las ventanas de nuestro piso daban a las vías del tren, con vistas al túnel donde me había reencontrado fugazmente con Kuba. Al regresar del trabajo, supe que él ya no estaría allí: por la noche, los testigos de Jehová también vuelven a sus casas. Pasé por el primer túnel de hormigón, el artístico, y me fijé en cómo la luz de las farolas proyectaba las letras AUSCHWITZ WIELICZKA sobre una de las paredes. Si durante el día el mensaje luminoso quedaba inscrito en el muro izquierdo o en el suelo, de noche la luz artificial lo desviaba hacia la derecha. Las letras estaban boca abajo, y uno no sabía cómo leerlas, si de izquierda a derecha o viceversa. De algún modo, recordaban al alfabeto hebreo. No sé si el tal Mirosław Bałka lo había hecho adrede o yo estaba un poco cansado. Crucé también el segundo túnel, mucho más oscuro que durante el mediodía de aquel extraño viernes, y confirmé que Kuba no estaba allí.


5. Ecuador

El día siguiente, bajé de nuevo al túnel para volver a reencontrarme con Kuba. Ni el sábado ni el domingo lo encontré. El lunes y los otros días también fui, pero sabiendo que Kuba no estaría allí hasta el viernes por la mañana: el día que ambos solíamos reservar para nuestras pseudoclases.

A diferencia del resto de la semana, aquel segundo viernes estaba bastante nublado. Kuba estaba en las escaleras, delante del túnel; a su lado había una chica, probablemente una testigo de Jehová.

—¡Hola! ¿Qué tales, Gienek? —me dijo Kuba, entusiasmado—. Pensaba que no quieres ver más a tu gilipollas de los testículos. Ya sé que no quieres follar parte de los testículos, pero todavía te cagas en Dios, ¿no?

Le estreché la mano y sonreí, intentando esconder mi nerviosismo y repulsión. Miré a la testigo de Jehová que estaba a su lado y también le sonreí.

—Esta es Magda —me dijo Kuba, señalándola—. Es mi pibón y también es testículo. ¿O se dice testícula?

En neoespañol, un pibón era una mujer fiel, religiosa y que cocina bien. La tal Magda tenía un look 100% testigo: pelo castaño aprisionado en una cola, camisa blanca, falda plisada azul celeste hasta los tobillos y zapatos negros.

—Las dos formas son correctas: una testículo o una testícula —le contesté, rascando de nuevo aquel picor que casi había olvidado.

Kuba me contó que se había preocupado mucho cuando dejé de ir a Cafe Rękawka. Fue a mi piso pero nadie le abrió la puerta. Regresó a menudo hasta que una chica polaca le contestó: allí no había ningún español, aunque el propietario del piso le había dicho que antes vivía una pareja extranjera. Kuba no le dio importancia a lo de la pareja: no tenía motivos para dudar de mi palabra. Dio por supuesto que mi hermana-novia y yo habíamos regresado a España. Le entristeció que no me hubiera despedido de él, pero tenía que continuar con su vida: trabajar en la panadería, llevar una vida modélica de novios con su pibón, mejorar sus habilidades como carpintero y, sobre todo, dedicarse a la congregación y a evangelizar.

Su neoespañol seguía igual que antes: no había mejorado nada, pero tampoco había empeorado. Evidentemente, continuaba usando el vocabulario que me había inventado para él. Tras un año sin verlo, me costaba entenderlo, pero aún era más difícil tratar de usar de nuevo aquellas palabras ya olvidadas. Por suerte, él había tomado las riendas de la conversación, como solía suceder en las pseudoclases.

—Disculpe, ¿el conchudo Gienek vive todavía en Polonia? —me dijo la novia de Kuba.

Me quedé helado: la palabra conchudo significaba en neoespañol usted o señor, especialmente en Ecuador. Magda, el pibón, la testícula, también hablaba neoespañol. Tuve problemas para reaccionar; pero hacer el mal, como montar en bicicleta, no se olvida. Magda, gilipollas, tutéame, por favor, le dije, y les mentí en neoespañol: había tenido que ir durante un tiempo a España por motivos personales, por eso nunca me despedí, pero ya me había vuelto a instalar en Polonia. Además de las dificultades técnicas, resucitar un año después aquella lengua que yo creía definitivamente muerta me producía un asco terrible.

—¿Le enseñaste tú solo español a tu pibón, Kuba? —le pregunté, devolviéndole la pelota.

—¡Por cojones! —dijo Kuba, que quería decir por supuesto.

Estuvimos charlando durante quince o veinte minutos de todo un poco: de los nuevos puestos que tenían los testigos de Jehová en los lugares más turísticos de Cracovia, de la gran cantidad de españoles que había en la ciudad, de cómo se habían conocido en el salón del Reino, de la familia testicular y el trabajo de Magda, de los progresos de Kuba en la congregación, etc. Magda hablaba neoespañol igual que Kuba. Igual que Kuba, Magda no frecuentaba más hispanohablantes que las víctimas de sus evangelizaciones y no leía otra cosa que la Biblia y las publicaciones de los testigos de Jehová. Se había hecho realidad mi peor pesadilla, a pesar de que nunca antes la había intuido: no sólo me había reencontrado con aquel engendro lingüístico, sino que se había reproducido.

Lo peor vino cuando abandonamos el neoespañol para conversar en nolengua sobre las ventajas de esparcir las enseñanzas de Jesucristo. Kuba desplegó sus dotes oratorias como hacía en los viejos tiempos: su nolengua seguía siendo una amalgama impenetrable; Magda lo secundaba a la perfección. Tuve que reprimir una arcada para añadirme a la tertulia. Nunca antes me habían repugnado tanto aquella lengua y la aceptación de Kuba —y de Magda— de mi burda imitación. Fue una sensación peor que la primera vez que lo oí, en el umbral de mi expiso, predicar sobre Dios y el mal: ahora yo era cómplice directo de aquella farsa infecta. Como un criminal cualquiera, me horrorizaba pensar que las personas que pasaran junto a nosotros nos pudieran ver u oír. Apenas fueron cinco, seis o diez minutos, nada comparado con las largas sesiones que habíamos llegado a mantener en Cafe Rękawka, pero se me hicieron eternos. Aunque no hacía sol ni calor, tenía la camisa —en neoespañol, el espantapájaros— empapada de sudor.

Aquello era demasiado.

Durante la semana, había planificado confesarle a Kuba que le había mentido, que él no hablaba español porque yo le había enseñado otra lengua, otra cosa. Que, en fin, me había estado riendo de él durante casi un año, que lo había estafado. Pero ahora tenía que desengañar también a otra víctima aún más inocente que la anterior. Yo no tenía valor. Les dije que debía irme a trabajar.

—No, no, espera, gilipollas —me dijo Magda.

—Tenemos decirte algo, gilipollas —añadió Kuba; se cogieron de la mano—. Es importante. Queremos dar gracias a tú. Nos enseñaste español porque sí. A mí primero, después yo a Magda. Pero sin ti, yo no habría podido. Así que fuiste el profesor de los dos. Sí, sí. Tú estás muy bueno. No eres testículo, pero eso no importa: tú eres buena persona. La religión no es tan importante: importante es si estamos buenos o no y si nos cagamos en Jehová. Magda y yo vamos a jodernos pronto: estamos prometidos. Sí, sí, mira los anillos. ¡Por fin voy a joderme! Queremos invitarte a la boda, pero no sé si podrás asistir: será en Ecuador. Escuchas bien, sí: Ecuador. En dos semanas, nos vamos a Ecuador a evangelizar. ¡Seremos unos auténticos pendejos! En Ecuador hay muchas personas que quieren follar parte de los testículos. Allí nos joderemos, otros testículos vendrán a la fiesta. Los testículos allá son muy grandes. Con ellos mejoraremos nuestro español, el español que tú nos has enseñado. Conoceremos a muchos gilipollas, pibones, putos y pendejos. Seremos muy felices. ¡Y todo gracias a ti! Por eso quiero darte un regalo.

No pude más.

Los felicité —casi dije enhorabuena, palabra censurada, pero me contuve y dije que os peten—, le di la mano a Kuba —me puso algo dentro— y me fui. Subí las escaleras y crucé el oscuro túnel. Junto al túnel de hormigón, me aparté del campo de visión de los dos testigos y abrí la mano: Kuba me había regalado un pequeño crucifijo de madera, tallado por él, supuse. Me dio tiempo de esconderme en unos matorrales antes de ponerme a vomitar.

Pasé por la instalación de Mirosław Bałka; las letras AUSCHWITZ WIELICZKA no se proyectaban sobre ninguna pared: no había suficiente luz. Vagué un rato, ausente, por el barrio de Podgórze, pero pronto regresé hacia casa; era viernes por la mañana y trabajaba en tres horas. Volví por otro camino más largo, evitando el túnel. Compré una cerveza en una tienda y entré en el complejo residencial. Enfilé el camino que cortaba en dos el drogódromo y me senté en el césped, sin que me vieran los seguratas.

Abrí la cerveza y le di un largo sorbo. Intenté imaginar la futura vida de Kuba y Magda en Ecuador. Intenté imaginar, sobre todo, cómo sería el momento en el que descubrieran que algo andaba mal con su español. Quizá charlando con sus correligionarios en el salón del Reino de Quito o de dondequiera que se establecieran. Probablemente, alguien les preguntaría por qué decían me cago en Jehová, pendejo y gilipollas tan a menudo. Kuba respondería sin dudar: pues porque me cago en Jehová, porque soy un pendejo y porque eres un gilipollas.

Tomé otro trago y pensé en Good Bye, Lenin! Al salir de un coma, la frágil madre de Daniel Brühl puede morir de un ataque al corazón si descubre que el Muro de Berlín ha caído, así que su familia crea un simulacro de la RDA para ella. Unos días después de descubrir la verdad, tras la reunificación alemana, la madre muere. Pero yo no le había mentido a Kuba para salvarlo de nada, sino para reírme de él. Afortunadamente, Kuba y Magda se tenían el uno al otro y, sobre todo, tenían salud y sólidas convicciones religiosas. Iban a ser felices a pesar de mi travesura.

Acabé la cerveza y me tumbé boca arriba en el césped. El cielo seguía nublado. El picor volvió, quizá no se había ido del todo, y decidí rascarlo por última vez.

¿Quién lograría convencer a Kuba de que, para el resto del mundo, aquellas palabras tenían otro significado? ¿Quién le diría que cuando hablaba de religión no había quien lo entendiera, ni siquiera un doctor en teología? ¿Quién lograría convencerlo de que un auténtico gilipollas se había estado riendo de él? ¿Cómo romperían la fe inquebrantable que Kuba tenía en mí? ¿Iban Kuba y Magda a dejarlo por culpa de aquel incidente? ¿Seguirían en Ecuador o regresarían a Polonia? ¿Abjurarían de su fe?

Un segurata se me acercó y me dijo que allí no se podía beber. Me preguntó si vivía allí. Le respondí en polaco que no, que pensaba que aquello era un lugar público. El guarda me acompañó amablemente a la salida y cerró la puerta detrás de mí. Fui a la tienda y compré otra cerveza. Regresé a Garden Residence. Abrí la puerta del complejo y la cerveza delante de él, crucé andando el drogódromo y entré en mi casa.

Por encima del asco y el picor, sentí una rabia inmensa por no saber cómo acabaría aquella historia.

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