miércoles, 21 de octubre de 2015

El tiranosaurio

Antes de mi fugaz amistad con Eric el verano de 1999 o 2000, yo todavía era un niño gordo y friki. No demasiado gordo, la verdad, más bien gordito, aunque sí lo suficiente para no poner aquí mi foto, ahora, y para ser ignorado por las chicas e insultado por algunos chicos, entonces. Pero debo reconocer que esto era en parte culpa mía: de entre los tipos de gordos que un gordito como yo podía elegir ser, escogí el peor.

Podría haber decidido ser un gordo divertido: el que aplaca los insultos (gordo de mierda, zampabollos) con una broma y hace desternillarse a todo el mundo; sin embargo, no aprendí a reírme de mí mismo hasta más tarde, mucho después de haber conocido a Eric. O podría haber adoptado el rol del gordomudo: el que frente a los insultos (seboso, fatibomba, vacaburra) se queda en silencio; no obstante, mi joven yo gordito menospreciaba la pasividad. También podría haberme convertido en un gordo empollón: el que ignora los insultos (foca monje, bola de grasa, gordinflón, cachalote) enfrascándose en los estudios. Si rechacé estas máscaras gordas fue porque todas ellas aceptaban en mayor o menor medida la gordura —rectifico: aceptaban la gordura en mayor medida—; como yo me negaba a reconocerla, no podía ser sino un gordito resentido: el que contesta los insultos con más insultos.

Ni mi actitud ni mi aspecto me hacían un chico muy sociable, así que llenaba mi tiempo libre con diversas actividades de las llamadas frikis: videojuegos, cómics, juegos de rol y de mesa, libros, cartas y demás entretenimientos. En realidad más que frikis eran solitarias, aunque por definición popular un gordito solitario sólo puede ser un friki. Mi juego favorito era también el que más me avergonzaba: los muñecos.

Tenía muñecos de mis superhéroes preferidos (Spiderman, Son Goku, Batman, varios G.I. Joes, los X-Men, los Cuatro Fantásticos) y de sus correspondientes villanos (el Doctor Muerte, Magneto, el Duende Verde, Vegeta, Freezer, el Joker), pero también de héroes más humildes y anónimos (piratas, vaqueros, soldados) y alguno de héroes cotidianos (policías, bomberos, médicos). Con estos muñecos, creaba historias donde los enfrentaba en violentísimas peleas a muerte. No recuerdo por qué luchaban —¿por amor, por dinero, por venganza, qué importa?—, pero sus combates eran largos y crueles y acarreaban numerosas bajas. Los primeros en morir eran los policías y los bomberos, seguidos por los soldados; los que tenían nombre propio sobrevivían un poco más. Para darle más realismo y dramatismo al juego, les pintaba heridas y cicatrices a los muñecos, fueran buenos o malos; usaba un rotulador permanente rojo y otro negro. Como en los videojuegos y en las novelas de aventuras, después de vencer a diversos enemigos secundarios, el héroe principal, que solía variar en cada historia, debía hacer frente al malo malísimo, que siempre era el mismo: el tiranosaurio. El muñeco del tiranosaurio era más grande que el resto y, por tanto, más poderoso y malvado. Tras una ardua batalla, ayudado por diversos héroes que habían ido falleciendo, el bien se imponía sobre el mal. El panorama resultante era desolador: la alfombra de mi habitación estaba cubierta de cadáveres, incluido el del tiranosaurio. El héroe principal y yo teníamos más pintadas rojas y negras que nadie.

A pesar de estos juegos tan violentos, a mis doce o trece años yo aún era un niño. Creo que me aferraba a los muñecos porque representaban mi niñez, por eso me daba tanta vergüenza que los demás supieran qué hacía encerrado en mi habitación y hablando solo. Otros niños jugaban al fútbol o al baloncesto, molestaban a las chicas, se tiraban piedras o castañas pilongas, iban al cine, se la cascaban, empezaban a fumar a escondidas o robaban chucherías: estaban en un estadio de madurez superior al mío. Yo no era tonto, pero iba retrasado en comparación con el resto. Había descubierto la identidad de los Reyes Magos a la vez que mi hermana, tres años menor que yo; me llevó unas Navidades más asimilar que el Papá Noel y el Tió tampoco existían. Supongo que mis padres me apuntaron a un campamento de verano en 1999 o 2000 —les he preguntado pero no se ponen de acuerdo con la fecha exacta— para darle un último empujoncito a mi vieja infancia; o quizá sólo estaban hartos de tenerme en casa durante todo el mes de agosto.

Con doce o trece años, yo era el único de mi clase que aún no había ido nunca a unas colonias de verano, incluso mi hermana había asistido a varias. Y si mis padres no me hubieran inscrito a la fuerza probablemente ahora seguiría siendo un niño gordito y friki. No apreciaban que quizá la peculiaridad de mi adolescencia era que se trataba de una prolongación de la infancia. Me subieron a un autobús y se despidieron de mí como si me mandaran a la guerra.

Durante varias horas les guardé un rencor infinito, pero cuando me encontré entre los demás niños del campamento se me olvidó en seguida. Los monitores nos dividieron en grupos para que nos fuéramos conociendo. En el mío había dos chicos bastante más gordos que yo —un gordo divertido y un gordomudo—, lo cual me animó: en la pandilla de los gordos el gordito es el rey. También identifiqué rápidamente a un par o tres de matones en potencia, de los que me mantuve a una distancia intermedia, ni muy cerca ni muy lejos, para poderlos analizar e inventar un insulto adecuado a cada uno. Había chicas, pero en aquella época aún no me interesaban mucho —era un sentimiento recíproco—. Finalmente, detecté a un niño callado, más retraído y antisocial que yo y que el gordomudo juntos; nos dijo con un acento raro que se llamaba Eric. Volví a acordarme de mis padres: estaba seguro de que me habían enviado a un campamento de niños con problemas.

Todo fue bien —me junté con los gordos, no eché mucho de menos a mis padres, nadie se metió conmigo ni yo con nadie, me divertí bastante jugando y realizando varias actividades— hasta el tercer día. Después de hacer una excursión y de comer —y de esperar un buen rato para evitar los cortes de digestión—, los monitores nos dejaron bañar por primera vez en un río cercano. Los tres gordos nos quitamos la ropa apartados de los demás, hermanados en la vergüenza de nuestros pálidos y fofos michelines. Uno de los matones que había identificado el primer día se nos aproximó, seguido de dos chicos más. Era más alto que los demás y tenía las orejas de soplillo, la izquierda con un aro dorado; estaba tan flaco que se le marcaban todos los huesos y los músculos, como a mis superheroicos muñecos.

Insultó primero al gordomudo, el más gordo de los tres, y no dijo nada, ni él ni nadie. Luego insultó al gordo gracioso, que hizo una broma que no logró hacerme reír. A mí me llamó puto Oso Yogui, que era un insulto que ya había oído antes porque además de gordito era incipientemente peludo. Como siempre que me insultaban en la escuela, le contesté con toda la mala leche y creatividad de la que estaba capacitado, no en vano era un gordito resentido. Tras mi insulto, me solían llamar otra cosa, yo volvía a insultar a mi interlocutor y así sucesivamente, hasta que uno de los dos contendientes se cansaba e insultaba a otro que estuviera por allí cerca.

Así, después de que el abusón me llamara puto Oso Yogui, les pregunté a los que estaban a mi alrededor si alguien había traído un látigo para domar a aquel puto Dumbo; con las manos me puse las orejas de soplillo para asegurarme de que entendía el insulto. Logré que el gordomudo despegara los ojos del suelo a tiempo para ver cómo el puto Dumbo me daba un puñetazo en la barriga. Caí de rodillas al suelo y me dio una patada en el brazo.

Mientras vomitaba el bocadillo de tortilla que acababa de comer, me pregunté qué coño estaba pasando. ¿Por qué me estaba pegando aquel imbécil? Aquello no era lo habitual, él tenía que volver a insultarme y yo a él y nada más, nada de violencia. No entraba dentro de mis pronósticos que alguien me pudiera pegar por insultarlo, especialmente si antes me había llamado puto Oso Yogui. Para mí, dar un puñetazo era romper el contrato entre los que se insultan.

Cuando el matón se quedó tumbado boca abajo, el labio ensangrentado frente a mí, todavía entendí menos. Sobre mi vómito amarillento cayeron un par de gotitas de su sangre. Levanté los ojos y vi al niño de acento raro, Eric. Gritó algo que no logré comprender, pero que era tan terrible como su mirada colérica, y los dos que acompañaban a Dumbo salieron corriendo. El abusón se intentó poner de pie, pero Eric hizo un amago de puñetazo y aquel volvió a sentarse. En seguida llegaron los monitores y sujetaron a Eric.

Por la noche, el puto Dumbo se me acercó y me pidió perdón a regañadientes. Traté de localizar a mi protector, pero no lo encontraba. Uno de los monitores me dijo que estaba castigado en su habitación y que el día después llamarían a sus padres para que lo fueran a buscar. Le conté entonces todo lo que había pasado e intenté hacerle entender lo injusto que estaban siendo con él: al que tenían que expulsar, en todo caso, era al matón orejudo. Después de hablar con varios monitores e insitirles, tras pedirles al gordomudo y al gordo gracioso que también declararan en su defensa, conseguí que Eric se quedara en el campamento.

El cuarto día, abandoné el grupo de los gordos y Eric y yo estrenamos nuestra amistad en solitario. Le agradecí lo que había hecho por mí y le dije que antes de mi intervención los monitores querían mandarlo a casa. Le pregunté si era catalán o castellano o qué, porque su acento no me era nada familiar. Él me me echó una mirada colérica y me devolvió la pregunta: ¿y tú, de dónde eres? Le contesté que yo era catalán, o español, o español y catalán y/o viceversa, o ni catalán ni español sino una mezcla de ambos. (A los doce o trece años aún no era consciente de mis problemas de identidad nacional porque tenía otro problema más gordo.) A Eric le hizo gracia mi respuesta y me dijo que él también me iba a confesar algo:

—No soy ni español ni catalán, sino bosnio. Y en realidad no me llamo Eric sino Eris, como mi abuelo. Eris es un nombre bosnio, pero tampoco se lo digo a nadie. Me da vergüenza...

Eris me explicó que su familia había huido de la guerra y que habían decidido quedarse a vivir en España. Él no quería volver a Bosnia, porque justo entonces empezaba a tener algún amigo. Pensé en mis muñecos y las peleas que organizaba con ellos y me dieron más vergüenza que nunca. Aquel niño tan similar a mí, un poco más flaco y más o menos de mi altura, era más heroico que cualquiera de mis infantiles muñecos.

—No se lo digas a nadie, ¿eh? —me dijo; claro que no, le respondí.

Para los que como yo han nacido en los años ochenta, las Guerras de la Antigua Yugoslavia fueron una constante de nuestra infancia. Hubo otros acontecimientos importantes, pero no tan cercanos ni violentos como lo que sucedió en Croacia, Serbia y Bosnia y Herzegovina. Mi generación descubrió la crueldad y la barbarie con las imágenes de aquellas guerras: en la televisión desfilaron refugiados, muertos, heridos, soldados, disparos, bombardeos y misiles que nos provocaban espanto y fascinación al mismo tiempo. Algunas palabras, como Milošević y limpieza étnica, nos cagaban de miedo sin entender su significado.

Eris venía de allí, del horror televisado. Esto explicaba en parte por qué me sentía tan deslumbrado por él. Pero había un segundo factor personal que contribuía a generar el aura alrededor de Eris: mi tío había ido a Bosnia con los cascos azules. El hermano menor de mi padre, que era militar de carrera y había estado y estaría en otros conflictos, pasó una noche en nuestro piso de Girona antes de partir. Yo tendría siete u ocho años y todavía no era un gordito. Pero recuerdo que gracias a la tele aquel campo semántico ya me era familiar: Yugoslavia, Croacia, Bosnia, Serbia, etc., y sabía que estaba emparentado con palabras como guerra y matanza. Antes de irme a la cama, le pregunté a mi tío por qué se iba a aquella guerra en Bosnia. Me contestó que se había comprado un casco azul para conducir su moto y que al verlo por la calle lo habían metido en un autobús y reclutado a la fuerza. Yo sabía que me estaba tomando el pelo, así que le dije que no me lo creía. Él se puso serio y me dijo que era la verdad. También se llevan a los niños preguntones, añadió y empezó a hacerme cosquillas por preguntón. Así de bromista era él.

La amistad con Eris fue muy intensa, pero no recuerdo mucho, porque hace ya demasiado tiempo. Recuerdo que algún día le confesé que todavía jugaba con muñecos y que organizaba peleas entre ellos. Eris no se rio de mí, así que le mostré el Spiderman que había llevado al campamento. A mí también me gustan los muñecos, me dijo, aún juego en casa aunque no tengo muchos. Le regalé mi Spiderman, que estaba un poco pintarrajeado de negro. Son las cicatrices de las peleas, le expliqué.

Me quedó grabada una frase que Eris me dijo, la misma que les espetó a los amiguitos del puto Dumbo después de haberle arreado el puñetazo. Marš u pićku materinu! Que en bosnio significa "¡piérdete en el coño de tu madre!" o "¡que te jodan en el coño de tu madre!" o algo así. Marš u pićku materinu, Dumbo! Me enseñó otras palabrotas e insultos bosnios, pero los olvidé completamente. (Cuando más de diez años después conocí a Ivana, mi novia, una de las primeras cosas que le dije fue esto, marš u pićku materinu! Se partió de la risa: Ivana es croata. Le pedí más insultos y me refrescó la memoria: Eris ya me había enseñado a decir "jebo ti bog mater" (Dios se folla a tu madre) y "jebem ti mater u po groba" (me follo a tu madre en su tumba), entre otros.) Desde el campamento, los insultos en español me parecen cosa de niños. Cagarse en la madre no es nada, follársela en su propia tumba es mucho peor. A mí me fascinaron, pero Eris insistió: no uses estos insultos en las colonias, por favor, ni en español ni mucho menos en bosnio.

Pese a todo, nuestra amistad duraría irremediablemente lo mismo que el campamento de verano: un par de semanas. Entonces no teníamos ni móvil ni Facebook ni correo electrónico y yo vivía en otra ciudad, por lo que estábamos condenados a perder el contacto. Sin embargo, la última noche sucedería algo que arruinaría la relación antes de que lo hiciera la falta de comunicación.

Los monitores nos llevaron otra vez al río donde Eris había pegado al orejón y espantado a sus compinches. Hicimos una fogata, comimos, cantamos canciones, etcétera. Junto a la hoguera y rodeado de los dos gordos y algún otro chico, le conté a Eris que mi tío había ido a luchar a Bosnia. Supongo que quería compartir con él algo que nos uniera aún más, algo que sellara nuestra amistad; quizá también quería alardear de nuevo amigo frente a los demás. Estos prestaban atención a lo que explicaba, por lo que me animé. Les dije que mi tío había formado parte de los cascos azules y que había matado a muchos malos para liberar Bosnia. Alguien le preguntó a Eric si era verdad que él venía de Bosnia. Contesté yo por él:

—Sí, es verdad, es bosnio y viene de la guerra y sabe hablar bosnio y su nombre real es Eris, no Eric.

Eris se levantó y me echó una mirada colérica. Pensé que me pegaría un puñetazo, como al puto Dumbo.

—Cállate, catalán gordo de mierda, tú no sabes nada. Ni siquiera podrías señalar Bosnia en un mapa, zampabollos castellano. No tienes ni idea de lo que es la guerra, seboso de mierda. Sólo la has visto en la tele, desde tu sofá de fatibomba. Yo vi a mi abuelo muerto frente a mi casa, vacaburra, con un tiro en la cabeza, alguien le había disparado y lo había dejado allí tirado como un perro, foca monje, mi madre tuvo que fregar la sangre de la puerta y los escalones cubiertos de negro, porque la sangre no es roja sino negra, bola de grasa, no es como en los putos dibujos animados ni como en tus putos muñecos de gordinflón. Nunca logramos limpiarla del todo, pero qué importa, puto cachalote, si al final nos fuimos. Subimos a un autobús y no volvimos jamás. Ni siquiera cuando me di cuenta de que me había olvidado mi muñeco favorito: mi dinosaurio. Probablemente alguien le pegó un tiro y lo dejó en medio de la calle.

Eris se quedó callado pero seguía en tensión. En vez de pegarme un puñetazo, dijo marš u pićku materinu y tiró el muñeco de Spiderman al fuego. No logré que volviera a hablarme y los monitores me aconsejaron que lo dejara en paz.

Al bajar del autobús en Girona, mis padres me preguntaron si me lo había pasado bien. Ahora me han dicho que pensaban que estaba triste porque dejaba atrás a mis nuevos amigos; no iban muy desencaminados. Aquella primera noche en casa, me sentí diferente. Aquel gordito ya no era el mismo gordito.

Antes de acostarse, el gordito sacó de debajo de la cama el pequeño baúl donde guardaba los muñecos y cogió el tiranosaurio. Tenía algunas pintadas rojas y negras, pero no se veían mucho sobre la granosa piel marrón. El gordito jugueteó ensimismado con su tiranosaurio. Pasado un rato, se puso de pie, abrió la ventana y lo tiró afuera. Se asomó y se quedó mirándolo un buen rato. Desde el segundo piso se podía ver perfectamente: estaba en la acera y se le había roto una pata, pero había resistido bien la caída. La calle estaba desierta: ni coches ni personas, sólo un tiranosaurio. En algún momento de la noche, el gordito cerró la ventana y se fue a dormir.

Cuando despertó, el tiranosaurio ya no estaba allí.

4 comentarios:

  1. Qué chingóna historia, Guillem. Chingonométrica!

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  2. Me ha encantado la entrada. Si te sirve de consuelo, yo nunca fui un matón, ni niño que les ríera las gracias a los abusones. Malditos todos.

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    1. Muchas gracias :) Como casi todos, yo a veces sí les reí las gracias, y otras también me reí directamente de alguien, por desgracia.

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