sábado, 4 de julio de 2015

Bib(L)iografía

Mi único rito o vicio en Cracovia es peregrinar a la biblioteca. Cada dos o tres semanas, me doy una vuelta yo solo por Rynek, tomo la calle Grodzka y me acerco al Instituto Cervantes a devolver los tres libros que dejan sacar. Aunque la Biblioteca Eduardo Mendoza es pequeñita, me basta: literatura española, hispanoamericana, polaca e incluso catalana, además de otros géneros.

No voy a ponerme romántico diciendo que paseo absorto entre las estanterías de anaqueles combados, ni que mis manos acarician los lomos de los libros antes de desnudarlos, ni que mientras los hojeo las yemas de mis dedos subrayan en la celusosa lo leído. No: los preliminares literarios no son lo mío. Además, este es un lugar funcional y casi aséptico, blanco y rojo Ikea; las polvorientas páginas no sugieren nada más que el alarmante déficit de lectores. No es una biblioteca-templo sino una biblioteca-dentista. ¿Hay algún sitio mejor para leer que una tranquila sala de espera? La amable dentista-bibliotecaria no te da una piruleta, sino tres libros; de propina, puedes hojearlos en una cafetería cercana.

Cuando me fui a vivir a Barcelona, la primera biblioteca que pisé fue la de la Universitat Pompeu Fabra. No por nada en particular: estudiaba Humanidades allí. Situada debajo del patio de Jaume I, era una auténtica biblioteca-guardería: ruidosa, llena de postadolescentes o preadultos, yo incluido. Imposible estudiar o leer, especialmente en verano, por el ruido y las hormonas. Pero, si la cruzabas y dejabas atrás las mundanales impurezas de la vida universitaria, llegabas al Dipòsit de les Aigües, la verdadera biblioteca-templo, solo al alcance de los que habían logrado posponer la impostergable tentación de la carne. Tenía la ambientación monacal necesaria para que los estudiantes respetaran el silencio, aunque aquel edificio no había sido sino un depósito de agua.

Cuando empecé a explorar la ciudad y, sobre todo, a hartarme de la biblioteca de mi universidad, fui descubriendo las municipales. La que más cerca me quedaba de mi piso de l'Eixample era la Joan Miró, situada en el parque homónimo. Nunca leí nada dentro, pero pasé muchas horas fuera, sentado en algún banco de aquel oasis barcelonés. Me distraía viendo a los niños jugar, los perros correr y las jóvenes pasar. Cuando me cansaba, me volvía a meter en l'Eixample y tomaba una cerveza en algún bar —aún sigo pensando que los de l'Eixample son los mejores de Barcelona—, donde continuaba leyendo. Este es, supongo, el origen de mi rito o vicio de peregrinar a las bibliotecas, a pesar de que la Joan Miró me quedaba a apenas diez minutos andando, quince si me perdía por la laberíntica retícula de Cerdà.

Pero, como todo, aquella biblioteca tenía sus límites. Afortunadamente, claro. Los límites de mi biblioteca son los límites de mi mundo, y, si no se ensanchan aquellos, estos tampoco. Poco a poco, fui descubriendo realmente las bibliotecas y los barrios de Barcelona. En l'Eixample aún me quedaban las futuristas Agustí Centelles y Sagrada Família. Con la bici comencé a investigar Sants: en la Vapor Vell empecé a leer el insufrible Don Segundo Sombra. Y, claro, Ciutat Vella: al lado de la carca Biblioteca Nacional de Catalunya estaba la municipal de Santa Pau-Santa Creu, mucho más humana, donde descubrí a Michel Houellebecq y su Plataforma. Quizá fue la influencia de esta biblioteca lo que me llevó a vivir en el Raval, desde donde pedalearía a la Andreu Nin (Mortal y rosa) y a la Francesca Bonnemaison (Entrevistas breves con hombres repulsivos), con el 15-M como música de fondo. Cuando tomaba clases de polaco en Gràcia, frecuenté la Jaume Fuster y la Vila de Gràcia. Mi trabajo en una tienda de la Zona Franca me llevó a la Francesc Candel, donde su aire acondicionado me refrescaba antes o después de trabajar. Dejé muchos recuerdos en aquellas bibliotecas barcelonesas, pero también muchas sin visitar; son el anzuelo para volver algún día.

Sin embargo, la biblioteca más importante de mi etapa en Barcelona estaba en Badalona. En la biblioteca de la Escuela Oficial de Idiomas de la ciudad, trabajé como bibliotecario durante un curso, el último antes del Erasmus. Era una biblioteca muy pequeña, del tamaño de la de Cracovia, pero también me bastaba: literatura en inglés, francés, alemán e italiano. No era una biblioteca-dentista sino una biblioteca escolar. Mi función era igualmente muy distinta: ordenar, prestar y recibir libros, dar los nuevos de alta, abrir y cerrar la biblioteca, exigir silencio y poco más. En resumen, el mejor trabajo que nunca he tenido: pasaba la mayor parte del rato leyendo, estudiando, escribiendo y/o navegando por Internet. Hablo de esto como si hiciera una eternidad, pero apenas hace tres años; aunque el cambio de residencia y de profesión y la vida en pareja los multiplican por dos. Pero, de hecho, escribí en este blog sobre el silencio y la metafísica bibliotecarios, sobre la fauna bibliotecaria y un último post de despedida bibliotecaria. Los releo con nostalgia y algo de vergüenza ajena, como si fueran fotos de la adolescencia.

Y hablando de la adolescencia, si salto en el tiempo y en el espacio a los años anteriores, no encuentro ninguna biblioteca relevante en mi vida en Girona. Ya he dicho que mi rito o vicio comenzó más tarde en Barcelona. En Girona, en cambio, tenía otros ritos o vicios, aparentemente ajenos a la literatura: los videojuegos, la música, los cómics. En la mayoría de ellos fui pasivo y activo, es decir, vi, leí o escuché pero también quise crear. Así como ahora leo y quiero escribir, antes también escuchaba música y trataba de hacerla, leía cómics e intentaba dibujarlos, incluso hice alguna tímida incursión en el mundo de los gráficos de videojuegos. Con los años he ido abandonando totalmente lo activo, no completamente lo pasivo. Mi cuarto en Girona sigue lleno de tebeos, juegos de ordenador y discos de música.

Después de esta arqueología memorística, me parece haber desentrañado la semilla de mi rito o vicio bibliotecario. Aunque en aquella época le tenía una alergia crónica a las bibliotecas, cada semana visitaba, sin saberlo, una. Con mi padre, pasábamos una hora o más todos los viernes por la tarde en una tienda de cómics de Girona, Còmics 22. Con la propina semanal que mis padres me daban —200, 300, 500 pesetas—, compraba un tebeo de Spiderman, X-Men o Bola de Drac, preferiblemente. Pero, como me sucede hoy en día, me tiraba una eternidad hojeando todos los que podía, mientras mi padre esperaba estoicamente a que el niño se decidiera. La elección no era fácil: ahora puedo llevarme tres, entonces solo uno. El cómic que eligiera debía tener un argumento interesante y estar bien dibujado; en general, había mucha sangre, muertes y conspiraciones. En alguna escapada a Barcelona, mi padre me había llevado al Saló del Còmic y al Mercat de Sant Antoni. El presupuesto entonces era algo mayor, pero también la oferta. Había que mantener el equilibrio entre el rito y el vicio.

En Cracovia, he conocido a bastantes inmigrantes —o expatriados, que suena mejor— y cada cual tiene su estrategia para combatir el desarraigo. Muchos recursos arraigantes están relacionadas con la comida: comerse un buen asado, los argentinos; los mexicanos, echarle chile a cualquier alimento; un poco de baklava para los turcos. Otros, con la lengua: un grupo de españoles creó un grupo (Mówimy po Hiszpańsku) para encontrarse con españoles y polacos que quisieran practicar la lengua; no acabo de entenderlo, los españoles en el extranjero sienten una potente atracción natural, innata, por juntarse solo con otros españoles, sin la necesidad de grupos ni otras gaitas. Las reivindicaciones políticas unen a los ucranianos, los catalanes o los griegos. El fútbol es otra fuerza aglutinadora y patrificante, sea la Copa América, la Eurocopa o el Mundial. La religión, siempre presente, no podía ser menos.

Yo, en las situaciones de extrema nostalgia, por ejemplo tras escribir un texto como este, peregrino a una biblioteca.

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