Para colarse en la casa de su vecina, lo primero que debe usted hacer es empezar a preparar su cena (para usted y su compañero de inmueble, claro). Evite tropezarse con Berta, su gata, siempre buscando cariño masoquista en un pisotón, y a continuación póngase el delantal que evitará las salpicaduras de aceite de girasol. Cuando este hierva, vierta el preparado de espinacas, gambas, zanahorias y setas congeladas sobre la paella. Mientras surge la magia, quítese la camiseta para no empaparla de sudor. Pero no se quite los pantalones: su compañero de piso ya lo ha hecho y dos calzoncillos son multitud. Después, enjúguese el sudor de la frente con la misma camiseta que no quería ensuciar y contemple la mancha: le recuerda a Rusia, quizá porque estaba usted pensando en lo calurosa que es esta cocina, o más bien porque los frentes suelen ser rusos, ya se sabe. No se ría mentalmente de sus ocurrencias, por favor. Puede también establecer una conversación con su compañero de inmueble; hablen de algo ligero, un aperitivo informativo como las Olimpiadas o los resbalones del rey, o algo rutinario como el poder territorial que ostenta la gata y cómo, por ejemplo, han de cerrar las puertas para evitar destrozos gatunos en sus habitaciones. Puede incluso poner algo de música, algo serio, refinado y ambiental, un poco de jazz o una pieza clásica.
Para entrar donde su vecina, relájese y disfrute del espectáculo: el bloque de hielo verde, naranja y marrón descongelándose imperceptiblemente, como un iglú, en ingredientes de color, forma y textura diferenciados, envueltos por una neblina suave que se desliza como el lazo de un regalo. Aprecie bien las cualidades poéticas de la comida preparada; saboréelas profundamente, porque las culinarias lo decepcionarán. Golpee con una cuchara o un tenedor el pedrusco verde que no quiere derretirse. Prepárese un combinado de ron con cola para calmarse y acompañar la velada. Ofrézcale uno a su compañero, haga el favor.
Para irrumpir sin cita previa en el hogar de su vecina, abra la puerta de entrada de su piso (el de usted y su compañero de inmueble, no el de ella) y deje que corra el aire. Siéntense usted y su compañero en el comedor, junto a la puerta recién abierta, y disfruten del fresco hasta que la cena esté descongelada y caliente. Contemplen, despatarrados, cómo la silueta de la gata Berta se asoma asustadiza por la puerta, cual exploradora, y se despatarra en el rellano. (¡Qué lamentable, el triple despatarramiento cotidiano!)
Para lo del piso de su vecina, vaya a la cocina y traiga la cena. Coman de una vez. Hablen, comenten sus respectivas jornadas con la boca llena. Ríanse al comprobar que, cuanto más diferentes son los colores de los ingredientes, más parecido es su sabor. Ríanse con las bocas bien abiertas, mostrando unas dentaduras llenas de caries verdes —o pa'luegos— que aún los hacen reír más. Ríanse con fuerza, ríanse porque sus risas retumban en las escaleras. Ríanse hasta que su compañero de piso pregunte de repente dónde está Berta la gata y usted recorra, ya sin reírse, todas las habitaciones en su búsqueda, escudriñando los escondrijos habituales y poniéndose cada vez más nervioso al verlos llenos de pelo pero vacíos de gata. Baje entonces corriendo por las escaleras —esos pliegues del suelo— uno, dos pisos, recuerde que va sin camiseta pero afortunadamente con pantalones, siga bajando el tercer, el cuarto y el quinto piso para no encontrar a Berta la gata por ninguna parte, y salga finalmente a la calle, sudoroso y asustado, y grite su nombre con deje cinematográfico. Compruebe la nula atención que prestan los transeúntes a sus lamentos: habituados a escándalos más espectaculares, la fuga de una amante no es nada. Llame por el interfono a su piso y compruebe que su compañero de inmueble no ha encontrado la gata. Vuelva a subir uno, dos pisos, y crúcese, por fin, con la vecina asomada al umbral, filipina y chaparruda como una patata, con una nariz chata como una patata, con unos pechos que deben de saber a tortilla de patatas, como los de Penélope Cruz en Jamón, jamón, y con unas manos, de dedos rechonchos como una patata, que le indican que pase, que sí, que la gata está en su casa, y salve de una vez a Berta, escondida debajo de la cama de su vecina.
Nada ablanda más corazones y abre más puertas que la vieja técnica de la gata huidiza.
Para entrar donde su vecina, relájese y disfrute del espectáculo: el bloque de hielo verde, naranja y marrón descongelándose imperceptiblemente, como un iglú, en ingredientes de color, forma y textura diferenciados, envueltos por una neblina suave que se desliza como el lazo de un regalo. Aprecie bien las cualidades poéticas de la comida preparada; saboréelas profundamente, porque las culinarias lo decepcionarán. Golpee con una cuchara o un tenedor el pedrusco verde que no quiere derretirse. Prepárese un combinado de ron con cola para calmarse y acompañar la velada. Ofrézcale uno a su compañero, haga el favor.
Para irrumpir sin cita previa en el hogar de su vecina, abra la puerta de entrada de su piso (el de usted y su compañero de inmueble, no el de ella) y deje que corra el aire. Siéntense usted y su compañero en el comedor, junto a la puerta recién abierta, y disfruten del fresco hasta que la cena esté descongelada y caliente. Contemplen, despatarrados, cómo la silueta de la gata Berta se asoma asustadiza por la puerta, cual exploradora, y se despatarra en el rellano. (¡Qué lamentable, el triple despatarramiento cotidiano!)
Para lo del piso de su vecina, vaya a la cocina y traiga la cena. Coman de una vez. Hablen, comenten sus respectivas jornadas con la boca llena. Ríanse al comprobar que, cuanto más diferentes son los colores de los ingredientes, más parecido es su sabor. Ríanse con las bocas bien abiertas, mostrando unas dentaduras llenas de caries verdes —o pa'luegos— que aún los hacen reír más. Ríanse con fuerza, ríanse porque sus risas retumban en las escaleras. Ríanse hasta que su compañero de piso pregunte de repente dónde está Berta la gata y usted recorra, ya sin reírse, todas las habitaciones en su búsqueda, escudriñando los escondrijos habituales y poniéndose cada vez más nervioso al verlos llenos de pelo pero vacíos de gata. Baje entonces corriendo por las escaleras —esos pliegues del suelo— uno, dos pisos, recuerde que va sin camiseta pero afortunadamente con pantalones, siga bajando el tercer, el cuarto y el quinto piso para no encontrar a Berta la gata por ninguna parte, y salga finalmente a la calle, sudoroso y asustado, y grite su nombre con deje cinematográfico. Compruebe la nula atención que prestan los transeúntes a sus lamentos: habituados a escándalos más espectaculares, la fuga de una amante no es nada. Llame por el interfono a su piso y compruebe que su compañero de inmueble no ha encontrado la gata. Vuelva a subir uno, dos pisos, y crúcese, por fin, con la vecina asomada al umbral, filipina y chaparruda como una patata, con una nariz chata como una patata, con unos pechos que deben de saber a tortilla de patatas, como los de Penélope Cruz en Jamón, jamón, y con unas manos, de dedos rechonchos como una patata, que le indican que pase, que sí, que la gata está en su casa, y salve de una vez a Berta, escondida debajo de la cama de su vecina.
Nada ablanda más corazones y abre más puertas que la vieja técnica de la gata huidiza.
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