La poesía es fruto de un esfuerzo enorme; como toda creación artística, vaya. Un esfuerzo mental y físico: el poema hay que pensarlo y hay que parirlo. Se tiene que picar piedra para que lo mental tome forma material.
El esfuerzo suele ser consciente y desagradable, aunque, en contadas ocasiones, es inconsciente, mecánico. Este es el caso del genio, el que compone como late el corazón. Para el genio, si es que existe, la creación no está en el orden de lo extraordinario ni de lo cotidiano, sino de la necesidad básica, fisiológica: a mí me urge mear como el genio necesita escribir un soneto.
En Cracovia, como saben que para los no geniales la poesía requiere una dedicación sobrehumana —si se quiere igualar la naturaleza sobrehuma del genio, claro— y como son muy apañados y más bien poco pudorosos, habilitan el mejor lugar del hogar para dar rienda suelta a su esfuerzo físico y mental: el váter. En la pared del bar donde desayuno, por ejemplo, incentivan al creador-cagador con poesía española (o, mejor dicho, nicaragüense):
Uno lee a Rubén Darío y siente cómo las cosas siguen su curso natural, sin las estrecheces que nuestra mente y nuestro cuerpo le imponen al flujo poético. Qué bien sienta ser genio creador.
Al salir del retrete, oigo una canción que parece de Sigur Ros —es decir, música muy mística pero a lo laico—. Le pregunto al camarero y, efectivamente, es Sigur Ros. Es más, esta noche tocan en Cracovia. Le quiero contar mis averiguaciones sobre creación poética para agradecerle la información, pero qué voy a contarle a un polaco. Así que te lo cuento a ti.
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