Uno oye voces, aquí y allá, que dicen que hay que leer a los clásicos, porque los clásicos educan y divierten a la vez, y qué sé yo qué otras maravillas de la tradición. Pero uno no cree nunca del todo en las promesas de esas voces tan serias y autoritarias (suenan electorales) y así, claro, acaba no leyéndolos. Pero hace unos días intenté ponerle remedio, y hoy termino, por fin, el "Infierno" de Dante, la primera parte de su Divina comedia.
Reconozco que la lectura ha sido más amena de lo que pensaba, pero dudo que siga con el "Purgatorio" y en el "Paraíso" ni siquiera entraré, Dios me libre. El verano es breve y demasiado caluroso para estas lecturas tan caniculares; de hecho, cuando llegaba al final de un canto, el helado se me había derretido entero: menudo pringue leer esto estos días.
Lo más tranquilizador y moderno de la Divina comedia es el porqué, o mejor dicho, el detonante, de la acción narrativa: "A mitad del camino de la vida, / en una selva oscura me encontraba / porque mi ruta había extraviado". Para los medievales, o renacentistas, estar extraviado en mitad del camino de la vida equivale a nuestra crisis de la mediana edad. En vez de comprarse una moto, echarse unas canitas al aire o vestirse como si de nuevo tuviera veinte años, Dante visita el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso porque quiere ver, saber y experimentarlo todo. La necesidad insaciable de conocer y ordenar es muy infantil y adolescente, en el fondo: la crisis de los cuarenta o cincuenta —según te coja—, que empieza a gestarse con la entrada en el mundo adulto, solo se puede superar con resignación. (Para entendernos, la resignación es la versión decadente de la esperanza.)
El poeta Virgilio acompaña a Dante en sus paseos por el Infierno, una especie de museo de cera del pecado y de grandes pecadores ilustres. Como buen turista del inframundo, Dante quiere conocer a los pecadores, así que dialoga con ellos, les demanda quiénes son y qué han hecho ellos para merecer esto. Entre tantas preguntas a famosos, la lectura avanza ligera; y sin embargo, con el paso de los cantos, todo se vuelve monótono: ahora hablo con este poeta latino, ahora con aquel traidor florentino, y oye, Virgilio, entre aquel grupo de convictos ¿conoces a algún sabio griego que merezca mis cumplidos? Dante deambula por los infiernos como nosotros por el rastro, buscando gangas clásicas que pueda incorporar a su texto-fondo-de-armario o, mejor, texto-álbum-de-cromos. O como un paparazzi entre una fiesta de celebrities, por qué no, foto por aquí, foto por allá.
Al final, estos encuentros con grandes autores paganos son la excusa artística de Dante para enlazar la tradición clásica con la cristiana. Por un lado, los castiga por pecadores (¿a quién se le ocurre, para empezar, haber nacido antes que Cristo?), distribuyéndolos por el limbo y otros círculos del Infierno, pero, por el otro, no puede evitar que se le caiga la baba cuando habla con ellos. Supongo que se avergonzaría del poco caso que les hacemos a él y a los otros clásicos, de lo poco que nos importan e influyen. Però què hi farem, així són aquests temps: nuestros modelos son los del braguetazo —en la cama o en la Bolsa, lo mismo da—.
Reconozco que la lectura ha sido más amena de lo que pensaba, pero dudo que siga con el "Purgatorio" y en el "Paraíso" ni siquiera entraré, Dios me libre. El verano es breve y demasiado caluroso para estas lecturas tan caniculares; de hecho, cuando llegaba al final de un canto, el helado se me había derretido entero: menudo pringue leer esto estos días.
Lo más tranquilizador y moderno de la Divina comedia es el porqué, o mejor dicho, el detonante, de la acción narrativa: "A mitad del camino de la vida, / en una selva oscura me encontraba / porque mi ruta había extraviado". Para los medievales, o renacentistas, estar extraviado en mitad del camino de la vida equivale a nuestra crisis de la mediana edad. En vez de comprarse una moto, echarse unas canitas al aire o vestirse como si de nuevo tuviera veinte años, Dante visita el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso porque quiere ver, saber y experimentarlo todo. La necesidad insaciable de conocer y ordenar es muy infantil y adolescente, en el fondo: la crisis de los cuarenta o cincuenta —según te coja—, que empieza a gestarse con la entrada en el mundo adulto, solo se puede superar con resignación. (Para entendernos, la resignación es la versión decadente de la esperanza.)
El poeta Virgilio acompaña a Dante en sus paseos por el Infierno, una especie de museo de cera del pecado y de grandes pecadores ilustres. Como buen turista del inframundo, Dante quiere conocer a los pecadores, así que dialoga con ellos, les demanda quiénes son y qué han hecho ellos para merecer esto. Entre tantas preguntas a famosos, la lectura avanza ligera; y sin embargo, con el paso de los cantos, todo se vuelve monótono: ahora hablo con este poeta latino, ahora con aquel traidor florentino, y oye, Virgilio, entre aquel grupo de convictos ¿conoces a algún sabio griego que merezca mis cumplidos? Dante deambula por los infiernos como nosotros por el rastro, buscando gangas clásicas que pueda incorporar a su texto-fondo-de-armario o, mejor, texto-álbum-de-cromos. O como un paparazzi entre una fiesta de celebrities, por qué no, foto por aquí, foto por allá.
Al final, estos encuentros con grandes autores paganos son la excusa artística de Dante para enlazar la tradición clásica con la cristiana. Por un lado, los castiga por pecadores (¿a quién se le ocurre, para empezar, haber nacido antes que Cristo?), distribuyéndolos por el limbo y otros círculos del Infierno, pero, por el otro, no puede evitar que se le caiga la baba cuando habla con ellos. Supongo que se avergonzaría del poco caso que les hacemos a él y a los otros clásicos, de lo poco que nos importan e influyen. Però què hi farem, així són aquests temps: nuestros modelos son los del braguetazo —en la cama o en la Bolsa, lo mismo da—.
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