Aunque parezca mentira, no solo de fiestas vive el estudiante: hace un par de días visité el Museo Judío de Galicia, en Cracovia. Esta no es nuestra Galicia, tierra de meigas, sino Galicja, región centroeuropea dividida entre Polonia y Hungría. En vez de brujas hay judíos, otro colectivo muy perseguido.
El museo está en Kazimierz, el barrio judío (ya hablaré de él en otra ocasión, mi parte favorita de la ciudad). Es muy pequeño, el museíto, pero ya se sabe que al pot petit hi ha la bona confitura; de hecho, la exposición que me interesó más solamente ocupa una habitación: On the Other Side of the Torah.
(La Torá no es el único texto judío, pero es el más importante, el fundamental. Se supone que Dios se la dictó letra a letra, punto a punto, coma a coma, a Moisés. Aunque, entre tú y yo, me da la impresión de que el tal Dios no hizo nada más que llevarse el mérito: fue el pobre Moisés quien tuvo que inventársela toda, palabra tras palabra, frase tras frase, párrafo tras párrafo, convirtiéndose así en el primer negro, o ghostwriter, de la historia de la literatura.)
La exposición consta solo de dos objetos, dos retratos de un matrimonio alemán de la época nazi colocados en el centro de la sala. Las pinturas muestran a una pareja joven y sonriente, feliz como unos recién casados. El marido, un soldado que combatió en la Segunda Guerra Mundial, lleva el uniforme militar; la mujer, un sobrio vestido negro. Sus apagadas ropas contrastan con sus rostros radiantes, casi desentonan, revelando que el pintor, anónimo, era un retratista cualquiera, mediocre con avaricia.
Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol: el museo siempre ha sido un espacio muy permeable a la mediocridad.
Lo maravilloso está al otro lado de los cuadros: los lienzos son dos páginas de la Torá reutilizadas. Por tanto, esta obra exige ser contemplada desde ambos costados. Por delante, vemos a un soldado nazi o a su mujer y, por detrás, dos pasajes del Éxodo. El excepcional significado de la obra solo se completa con su reverso.
Los cuadros pertenecían a los nietos de los retratados; su lado oculto fue descubierto, o al menos dado a conocer, en 2011. Hasta entonces, nadie en Tübingen, Alemania, ni en el mundo entero, conocía las dimensiones reales de esta obra fruto del azar. Ni siquiera su creador, claro, por eso el mérito es del azar y no suyo, del mismo modo que la Torá es creación de Moisés y no de Dios. Quizá el pésimo retratista decidió usar fragmentos bíblicos para darle, como mínimo, valor conceptual al conjunto: la pintura que cubriría las páginas de la Torá simbolizaría la destrucción del pueblo judío por parte de los nazis. Lo dudo bastante. Lo más probable es que el pintor usara la primera lámina que encontró para terminar su encargo y que, después, los retratos se pasaran casi ochenta años cogiendo polvo en una sala de estar alemana. Casualmente, esa lámina simbolizaba a su enemigo; casualmente, pintó sobre ella a su mayor verdugo.
Lo que está claro es que solo la imprevisible historia ha sido capaz de revelar este significado escondido; además, unos años más tarde ha añadido un segundo y valioso significado al otro lado del primero: los judíos han sobrevivido, aunque terriblemente mutilados, al intento de exterminio nazi. Es decir, descolgar el cuadro ha evidenciado que el pintor no pudo erradicar el rastro judío del lienzo. Aún hay más: la historia de Alemania y la del pueblo judío han quedado irremediablemente unidas; un lado de la moneda está manchado con la sangre de su reverso. Y otro: el judaísmo no ha variado un ápice, sigue intacto como las palabras de detrás del retrato; en cambio, Alemania quedó profundamente marcada tras descubrirse el lado más oscuro del nazismo, los campos de concentración, y ya no podemos contemplar impunemente al feliz matrimonio nazi.
Lo siento, pero no he podido evitar acordarme de mi querido Ecce Homo. Primeramente, porque ambas obras juegan a destruir literal y figuradamente el pasado: Cecilia lo hizo modificando el Ecce Homo de Elías García Martínez, mientras que el retratista intentó eliminar las hojas de la Torá. Y, en segundo lugar, porque ambas son obras de arte fruto del azar, o de intencionalidad distorsionada: Cecilia no sabía lo que hacía, igual que el retratista mediocre desconocía que su obra iba a simbolizar el presente —la destrucción nazi— y el futuro —la supervivencia del pueblo judío—.
Lo que está claro es que solo la imprevisible historia ha sido capaz de revelar este significado escondido; además, unos años más tarde ha añadido un segundo y valioso significado al otro lado del primero: los judíos han sobrevivido, aunque terriblemente mutilados, al intento de exterminio nazi. Es decir, descolgar el cuadro ha evidenciado que el pintor no pudo erradicar el rastro judío del lienzo. Aún hay más: la historia de Alemania y la del pueblo judío han quedado irremediablemente unidas; un lado de la moneda está manchado con la sangre de su reverso. Y otro: el judaísmo no ha variado un ápice, sigue intacto como las palabras de detrás del retrato; en cambio, Alemania quedó profundamente marcada tras descubrirse el lado más oscuro del nazismo, los campos de concentración, y ya no podemos contemplar impunemente al feliz matrimonio nazi.
Lo siento, pero no he podido evitar acordarme de mi querido Ecce Homo. Primeramente, porque ambas obras juegan a destruir literal y figuradamente el pasado: Cecilia lo hizo modificando el Ecce Homo de Elías García Martínez, mientras que el retratista intentó eliminar las hojas de la Torá. Y, en segundo lugar, porque ambas son obras de arte fruto del azar, o de intencionalidad distorsionada: Cecilia no sabía lo que hacía, igual que el retratista mediocre desconocía que su obra iba a simbolizar el presente —la destrucción nazi— y el futuro —la supervivencia del pueblo judío—.
:O que curiós tot això!!! fa reflexionar, sí!
ResponderEliminarGuillem! et veurem algun dia per barraques? Come Come!
mmmm... això últim s'ha de llegir en anglès, no en castellà eh! jajaja