martes, 26 de junio de 2012

Entrevista breve con V

Tendría que haber escrito esta entrada la semana pasada para no olvidar lo que quería decir, para ser (más) fiel a la realidad.

Por desgracia, ahora corro el riesgo de confundir el orden de los acontecimientos o de falsearlos sin querer, o de contaminar el ambiente post-Sónar en que sucedió mi historia —ambiente árido, polvoriento y de resaca general— con el que he vivido hasta hace un par de días —la de Sant Joan es una atmósfera bélico-carnavalesca, de niños endemoniados tirando petardos en las claustrofóbicas calles del Raval, entre gritos y carcajadas—, o de no presentar al protagonista de esta historia tal y como era, sino en función de esta última semana. 

(Sin embargo, creo que el mayor peligro es que la historia se me alargue demasiado. En una semana, la capacidad de fabulación puede dar mucho de sí. Esto es un aviso y una disculpa.)

Pero los exámenes me han impedido, hasta ahora, escribir —y hacer otras cosas de índole más bien ociosa—. En verdad, solo un examen y un trabajo me lo han impedido. De hecho, tampoco me lo han impedido el examen y el trabajo, sino la necesidad de estudiar y la obligación de escribir (académicamente, no lúdicamente). Y sin olvidar mi nuevo trabajo, claro, que me ocupa las tardes sin clemencia.

Sí, lo sé, podría haberme ahorrado este circunloquio. Hubiera ido más rápido diciendo, simplemente, que me había retrasado por falta de tiempo. U omitiendo mi retraso (¿a quién le importa?), simulando que lo que voy a contar me había pasado, por ejemplo, ayer. O presentándolo de un modo indeterminado, situándolo en una fecha cualquiera, sin los referentes a la realidad que quería otorgarle (el fin de semana enturbiado del Sónar, un poco irreal también). Pero cuando uno hace de la verdad su bandera ya sabe a lo que se atiene: lo fastidioso de la verdad, en comparación con la mentira, es que siempre es más complicada. A la verdad nos acercamos con rodeos, recorriendo recovecos y caminos secundarios, alumbrando los escondrijos húmedos y malolientes donde tiende a esconderse lo cierto; a la mentira llegamos en línea recta porque siempre está ahí, no se oculta.

En fin, se acabó el prólogo.

* * *

Ese domingo 17 de junio, pues, tras aguantar los maullidos de mi gata durante horas, me decidí a bajar a la calle para comprarle la comida que me exigía. Maullar hasta la tortura es su manera de decirme que la responsabilidad, por minúscula que sea, nunca es compatible con la resaca dominical.


Al salir de la tienda con mi bolsa de comida para gatos, pasé frente a una hilera de vagabundos, sentados en el suelo, delante del escaparate de una panadería; el Sónar, con sus conciertos en la plaza del MACBA y alrededores, los había desplazado de su residencia habitual. Dos mendigos, uno con el pelo rizado a lo Harpo y otro con un sombrero con una pluma, jugaban al ajedrez, y otros tantos los contemplaban. Me quedé mirando al más joven, situado detrás del del sombrero.

—¿Me invitas a unos Friskies? —me dijo. Me sonaba de algo.

—Hombre... si quieres —le respondí, por decir algo, desconcertado.

—¿No te acuerdas de mí, no? —me dijo, leyéndome el pensamiento, sonriendo y levantándose—. Si me invitas a un café te refresco la memoria.

Desde el interior de la panadería, a través del vapor de nuestros cafés con leche, podíamos ver los cogotes de los ajedrecistas.

—¡Qué memoria la tuya! ¡Soy V, tío!

—¡Coño! ¡Es verdad! —respondí, y al fin lo reconocí, más o menos. Íbamos juntos al instituto. V quería ser mecánico—. ¿Qué tal todo?

—Pues bien, he estado el fin de semana en Barcelona.

—No nos vemos desde que acabamos la ESO... ¿Qué estás haciendo? ¿Trabajas? ¿Estudias?

—Bueno... todavía hago de mecánico con mi tío. Ah, y también empecé a estudiar Filología Clásica...

—¿Cómo?

—Como lo oyes. Vueltas que da la vida.

—¿Y por qué filología clásica?

El recuerdo de V, la imagen que de él tenía, iba tomando forma de nuevo en mi cabeza: un quinqui apasionado de las motos y, por extensión, de la mecánica, con una novia que, junto a la moto, era una prolongación de V y, a la vez, conformaba su mundo: él, su moto y su jai. La filología no encajaba en esas piezas.

—¿Que por qué? Pues no sé. Bueno, pasó algo, y desde entonces quise entender lo que pasaba, ¿sabes?, el mundo y tal. Y la mecánica como que no. Me dije, o me dijeron, ya no me acuerdo, que si entendía el principio de todo, la Antigüedad, entendería el resto. Y, no sé, filología me sonaba mejor que historia o filosofía.

—¿Y qué tal te ha ido?

—Bueno, he descubierto varias cosas. Por ejemplo, que Grecia y Roma no fueron el principio de nada, que el inicio estaba mucho más lejos. También que, por mucho que conozcamos los principios de las historias, no tenemos por qué entenderlas. Yo entiendo el motor de un coche sin entender el principio del mundo o el principio de la termodinámica. Al final me harté de Grecia, de Roma y de todos los putos comienzos. Son momentos muy turbios, peores que los finales. Y cuando descubrí que antes del cero había algo, que venían los números negativos, que antes de la infinitud de los cojones, al otro lado del cero, había infinitos números rojos... ¡mejor no te cuento!

—Pues vaya —le dije.

Me quedé un rato callado, sopesando el próximo movimiento y engullendo un cuerno de cruasán embebido de café con leche. Unos de los vagabundos ajedrecistas al otro lado del cristal, el del pelo rizado, se rascaba enérgicamente el cuero cabelludo mientras planificaba la jugada siguiente.

—¿Sabes? —continué—, yo en una semana tengo examen de Literatura Griega.

—Bueno, ¡la literatura griega sí que me gusta!

—Pues ¡si a ti te gusta a mí me encanta! ¿Cuál es tu autor favorito? —le interrogué.

—Sófocles, ¡por supuesto!

—¿Y tu dios favorito?

—Proteo, ¡claro!, el dios que cambiaba de forma.

—¿Y el héroe?

—Ulises. Era un buen cabrón, siempre disfrazando sus palabras y sus actos. ¡El más moderno de los héroes griegos!

—Vaya, vaya. ¿Y tu obra preferida? ¿Antígona?

—¿Cómo va a ser Antígona? Antígona es una zorra, tozuda y gilipollas. Mi obra favorita es Edipo rey. Edipo, al menos, no sabía a quién mataba ni en qué cama se metía. El destino se la jugó, como a todos.

—Ah. ¿Y sabes griego o qué?

—Vete a la mierda. Bueno, sé palabras sueltas, lo justo para ligar con las que van de intelectuales, y poco más. Epojé, telos y tonterías de estas.

—¿Y cuál es tu palabra favorita?

—Anagnórisis.

—¿Y tu filósofo favorito?

—¿Platón? ¿Aristóteles? No sé, tronco. Y para el carro, que ya cargas.

—Claro, claro, perdóname. ¿Vienes del Sónar, por cierto? —le dije, cambiando de tema, y señalando hacia la calle.

Mi pregunta era más que pertinente: no solo nos habíamos encontrado al lado del Sónar, sino que V iba tan sucio, maloliente y andrajoso, tan vagabundo en definitiva, como habría que esperar de alguien que lleva tres días de festival.

—¡Qué va! El Sónar es una mierda. He estado por ahí, de fiesta... y no te creerás lo que me ha pasado.

Más que su cara, que su ropa, que su nombre, que sus gestos, mucho más que su voz o su mirada, aún más que sus tonterías sobre Grecia, esta frase me recordó quién era V: V era esta frase. A V le pasaban cosas que no te podías creer, así que todas sus historias comenzaban así:

—Macho, no te creerás lo que me ha pasado. Yo estaba ayer de fiesta, en una rave, y necesitaba tomar el aire, así que fui al bar a tomar algo. Y allí estaba aquella tía, con el pelo rubio y largo, el flequillo cortado, pantalones militares, camiseta gris, apretada y sin mangas, etc. Un pibón. Así que me acerco y le digo: "¿qué tal te va, W?" Y W, la chorba: "¿cómo sabes mi nombre?" No me jodas, ¿no se acuerda? En fin, yo a lo mío: "soy Calcante, nena, ¿te acuerdas ahora?, el adivino de la Guerra de Troya; que sepas que sé muchas cosas sobre ti".

—¿Lo de ligar con Grecia iba en serio? —lo interrumpo.

—Ya te lo he dicho, siempre les cuento cosas sobre Grecia, para dármelas de culto, pero sin pasarme, no vayan a sentirse muy tontas. A las modernas les suele encantar. "¿Y qué más sabes de mí?", me dice ella, haciéndose la traviesa. "Sé que te gusta el ron cola, el M, The Prodigy y Die Antwoord, el Drum & Bass, el rap, yo qué sé. Ah, sí, se me olvidaba, sé que besas de muerte", le suelto, y se pone a reír. Está bastante puesta, la tipa: las pupilas dilatadas, la mirada perdida como si flotara y todo eso. Además, balancea peligrosamente su cubata, está varias veces a punto de tirármelo por encima, y de hecho tiene unos cuantos manchurrones en la camiseta, la misma que llevaba el otro día. W está cada vez más cariñosa: se me va arrimando y me roza como una gata en celo.

—¿Había de conocerte? —lo corto, de nuevo.

—Espérate, tío. Total, que señalo su vientre y le digo: "también sé que tienes ahí". La tía se queda flipando, pero al final se ríe porque está muy pasada. "¿Qué tengo, adivino?", me dice. "Tienes una mariposa, un tatuaje. Ah, y también tienes cosquillas", le digo, y le acaricio el costado y voy bajando lentamente hacia la cadera. Ella ignora mis toqueteos y su mirada se pone seria, lúcida, por primera vez. Entonces la beso. Me coge de la mano y nos largamos. W vive allí mismo, en el segundo piso de aquella okupa. "Cuidado con el escalón", le digo, mientras subimos las escaleras. Ella se gira, alucinada; le pone el misterio, como a todas, así que la vuelvo a besar en la escalera. Subimos más rápido aún. "Tu habitación es esa, ¿verdad", le digo. "Muy bien, adivino", me dice ella, mientras me quita los pantalones. La habitación está todavía más sucia que la semana pasada. Llena de pósters medio rotos, ropa y libros desparramados por el suelo, etc. "Así que no te suena, no la recuerdas?", le pregunto, cuando la tiene en la boca. Ella me mira extrañada y sigue a lo suyo: no se acuerda, no, y no le importa.

—¿No te reconoce?

—Qué va. Al cabo de unas horas me despierto por segunda vez en su habitación, por segunda semana consecutiva. No espero a que se despierte, cojo las cosas y me largo, no vaya a ser que me asalte a preguntas con la luz del día.

—Pues vaya.

—Pues sí. Imagínate que hubiera sido al revés, que a un tío se le olvida quién es la tía y lo que han hecho, imagínate la que le montaría ella cuando se enterara.

—Pero tú no le dijiste nada.

—Claro que no, ¿y quedarme sin un polvo?, ¿tú estás bien? ¿Y qué iba a preguntarle: tú tienes una hermana gemela o problemas de memoria? —me dijo, levantándose—. En fin, me largo, tío. Tengo que coger el bus. Gracias por el desayuno y suerte con el examen.

Y V se fue, saludando con la mano a sus amigos vagabundos. Así son las cosas.

domingo, 17 de junio de 2012

"Reconstrucción", de Antonio Orejudo

Reconstrucción (2005), de Antonio Orejudo, es una novela histórica ambientada en la Europa de la Reforma Protestante.

Sin embargo, el título ("Reconstrucción"), la nota introductoria del autor ("Esta es una obra de ficción, pero contiene datos históricos") y la frase de apertura ("La historia comienza con el obispo Frederick levantándose de la cama y pidiendo un baño perfumado") indican que no nos hallamos frente a una novela histórica convencional —en que se nos presentan unos datos históricos supuestamente objetivos—, sino ante una novela consciente de ser novela, que quiere saberse ficción y está orgullosa de ello, y no teme, además, reflexionar sobre el mismo acto de narrar. En este sentido, lo que el narrador dice del relato del protagonista, Joachim Pfister, es aplicable a toda la obra:
"Pfister comienza a desgranar unos episodios que sucedieron hace veinte años. Parece que está recordando el pasado, pero en realidad Pfister está hablando del presente, de sí mismo, de quién es él y de cómo ha llegado hasta allí. Cuenta hechos más o menos reales, sucesos que se han conservado gaseosos en el limbo de su memoria, flotando junto a otros más o menos imaginarios. Aquello, que fue tan real mientras sucedía y que de pronto se evaporó, va cobrando cuerpo de nuevo. No es que el verbo se haga carne; es que el verbo es la única carne. Lo que Pfister cuenta no es lo que sucedió, sino el relato de lo que sucedió. Pero eso no le resta valor como testimonio ni como instrumento de análisis. Al contrario: lo que Pfister cuenta es una materia mucho más rica que la constituida únicamente por lo sucedido. Aquellos hechos que conserva la memoria son las semillas que han germinado con el tiempo gracias a la imaginación. Son sucesos que se enriquecen solo por el hecho de contarlos, de someterlos al juicio de otra persona."
Los "episodios que sucedieron hace veinte años" los relata el narrador en el primer capítulo de la novela, "Conversación". Se trata de una conversación porque Pfister y su interlocutor comentan la narración, la reconstrucción de su vivencia de la Rebelión de Münster (1534-1535). Durante 18 meses, Münster se convirtió, según Jan Matthys (1500-1534), líder y profeta anabaptista que murió durante el sitio a Münster, en la "Nueva Jerusalén"; fue un intento de establecer un gobierno comunal independiente de la Iglesia, un restablecimiento de lo que los anabaptistas creían que había sido el cristianismo originario.

Pfister participó en aquella revolución: es un personaje basado en Bernd Rothmann (1495-1535), otro líder y reformador anabaptista. Tras finalizar sus estudios, Bernd, formidable orador, empieza así su primer sermón crítico con el catolicismo, el discurso que prenderá la llama de la futura Rebelión de Münster:
"—Si algo he aprendido en estos cinco años de estudio es que la Iglesia católica, empezando por nuestro querido obispo Frederick, es una institución tumefacta y podrida. Nuestro deber como cristianos es prenderle fuego y destruirla. Y para que veáis que no exagero os voy a contar en orden cronológico todo lo que he tenido que hacerle a ese viejo impotente que veis ahí para poder salir de Münster y estudiar teología."
Bernd participó en la Rebelión de Münster y no dejó rastro tras su fin, así que Orejudo aprovecha esta laguna histórica para crear un personaje con un pie en la realidad y otro en la ficción, el tipógrafo Joachim Pfister, la nueva identidad adoptada por Bernd para escapar de la persecución de la Inquisición. Su nuevo oficio no es casual: pasa de orador, un propagador oral de ideas, a tipógrafo, propagador por escrito de ideas.

El otro personaje importante de la novela es Miguel Servet (1511-1553), teólogo y científico español, conocido sobre todo por su trabajo sobre la circulación pulmonar en La restitución del Cristianismo. La publicación anónima de este libro, herético y peligrosísimo para la Iglesia Católica, es lo que une a Servet con Pfister: la Inquisición encarga al segundo que busque a su autor. La novela se convierte por momentos en una novela policíaca, la búsqueda de un hereje desconocido. Además, asistimos a otra reconstrucción, la de Servet como personaje histórico y ficcional, ya que no aparece directamente en la obra, sino a través del relato de diversos personajes —una amante, antiguos profesores, un amigo médico, etc.—, de la opinión que el mismo Pfister se forma de él como autor leyendo sus obras, de un minucioso informe que la Inquisición elabora de él, etc. Servet es, al final, una especie de protointelectual capaz de morir por fidelidad a sus ideas; vamos, un romántico o un Sócrates.

El retrato de Orejudo de la Rebelión de Münster y de los personajes implicados en ella muestra que toda utopía, en contacto con la realidad, se convierte en distopía. Casi todas las revoluciones, desde la Revolución Francesa hasta la Revolución de Octubre, ejemplifican el mismo proceso de totalitarización de los movimientos utópicos; otras obras de ficción, como Rebelión en la granja, también dan fe de ello. De hecho, la peligrosidad de las ideas —sobre todo, las más sencillas y por tanto efectivas—, su corruptibilidad y la imposibilidad de adaptarse al mundo son los temas fundamentales de Reconstrucción:
"—¡No os podéis imaginar la cantidad de hombres y mujeres que vinieron a Münster de todas las partes del mundo! —exclama Krug mirando a los suyos—. Esas ideas siguen vivas [...]. Otra cosa es que esas ideas fueran traicionadas. Que lo fueron. Pero eso no es culpa de las ideas. Eso es culpa de las personas.
—Yo pienso exactamente lo contrario [dice Pfister/Bernd]: si las personas no son capaces de poner en práctica unas ideas, el problema está en las ideas. Porque las personas somos como somos, y las ideas han de tener en cuenta nuestras debilidades y nuestras ambiciones. Las ideas, si no hay personas que las pongan en práctica, no sirven para nada. El problema es que cuando uno cree estar luchando por una idea en realidad está luchando por el beneficio de una persona. Quien empieza negando la autoridad ajena acaba siempre imponiendo la suya."
(La penúltima frase revela otra triste evidencia: en verdad, uno casi nunca lucha por ideas, sino por intereses personales. Es decir, los ideales solo encubren los intereses personales.)

La figura de Pfister encarna otros temas importantes, como la imposibilidad de huir del pasado (la Inquisición descubre su identidad anterior y lo chantajea para que busque a Servet) y el abandono de los susodichos ideales. En cuanto a esto último, Pfister y Servet se complementan a la perfección: el primero es un revolucionario desencantado, alguien que ha experimentado la imposibilidad de restituir el cristianismo primigenio y que acaba trabajando por los que, años atrás, lo hubieran matado; el segundo, en cambio, sigue creyendo en su posibilidad, hasta morir en la hoguera, por hereje. Para Pfister, la vida está por encima de las ideas, mientras que Servet está dispuesto a morir por ellas. (Ironías de la historia, es el protestantismo —el propio Calvino— el que lleva a término el juicio y la quema de Servet.) Cuando Pfister va a Ginebra a en un intento desesperado de salvar a Servet, y en parte también a sí mismo, conoce a Kostelka:
"Kostelka dice [de Servet] que hay que ser muy honesto, muy fiel a las propias ideas, que hay que ser un tipo muy duro o muy cabezón, o que hay que estar muy loco, o que hay que tener una ingenua confianza en la ley de los hombres para soltarle públicamente todo esto a Calvino, sabiendo que tu vida depende únicamente de su criterio disfrazado de voluntad divina. Porque en Ginebra casi todos piensan que Calvino actúa en nombre de Dios y que a nadie le duele más que a él que Servet no muestre arrepentimiento. Kostelka dice que los ginebrinos se han granjeado muchos enemigos, y que estos enemigos usan la libertad para intentar destruirlos. Todas las sociedades tienen derecho a defenderse, es cierto, pero matar a un hombre, viene a decir Kostelka, no es purificar una iglesia. Matar a un hombre es matar a un hombre."
En fin, Reconstrucción nos dice, entre otras cosas, que la vida humana, una sola vida humana, está por encima de cualquier ideología; en otras palabras, una muerte invalida cualquier ideología que la haya provocado.
"—Claro que creo en cosas. Creo en las perdices escabechadas, creo en este vino, creo en el coito, creo un poco en la amistad, pero poco. Y creo que ningún afán, por hermoso y justo que pueda parecer, merece el sacrificio de un solo individuo."
La historia pone de manifiesto la trágica paradoja de que, sin muerte, no se pueden imponer las ideologías, pero al mismo tiempo todo lo que nace de la violencia nace envenenado.

sábado, 16 de junio de 2012

Morriña de lunes


"—¿Qué día es hoy?
¿Lunes? Viernes."

Siendo bibliotecario, los viernes eran mis lunes: ni trabajo ni universidad. Durante un día, podía llevar una feliz vida de cigarra (feliz vida de cigarra: pleonasmo, al menos hasta que llega el invierno). Podía pasear por los parques y sentarme en los bancos a verlas pasar. Leer en la biblioteca estaba bien, pero en los parques soplaba el airecillo y tenía un auditorio: los perros se arremolinaban alrededor del profeta y lo olisqueaban agradecidos —aunque a veces le meaban encima, por profeta (¡pobre profeta!)—. Ahora sé que, si existe la felicidad, es algo parecido a dejarse oler, a no ser más que un aroma llevado hasta las narices de otro.

Los viernes me permitía ser, no se lo contéis a nadie, superferolítico.

Los viernes me daba el gusto de desayunar a las cinco de la tarde, cuando el hambre me acuciaba para levantarme del sofá o del banco; prepararse la comida no es para nada lunes. Mi no-horario era orgánico —pero sin organización— y se sincronizaba con el de Berta, mi gata. (Otro día hablaré más de ella.)

Esta es, ahora lo sé, mi auténtica vocación: ser gato. Otros lo llaman ser como una nube ociosa; o, mejor, como una hoja que cae, felizmente ondeada por la gravedad y el viento, bandera del dolce far niente.

Pero, poco a poco, los viernes amorfos fueron moldeándose: los viernes por la mañana fueron subir en bicicleta a Gracia y luchar contra la pronunciación de palabras imposibles durante una hora, todo consonantes y declinaciones, malabares lingüísticos para llegar ahogado hasta la siguiente vocal oxigenadora: (coge aire) las clases de polaco. Una sola hora impuso ritmo a los viernes, racionalizándolos como solo lo consiguen los relojes, racionadores de la vida. El polaco me domó los viernes hasta el mediodía.

Luego empecé a escribir esto, este blog, y las tardes de los viernes fueron perdiendo aún más su horizontalidad de lunes. Escribir es perder el tiempo, aunque de un modo menos lunes: el auditorio cambia —pasa de perro a lector—, o desaparece directamente, y el espacio también muda —de sofá o banco a silla—. Es una dulzura distinta, pero todavía dulce.

Con mi nuevo trabajo, se implantó rotundamente la amarga verticalidad. Ahora, los viernes son meros jueves, miércoles, martes, etc.; incluso los sábados, antes sagrados, pierden su categoría de lunes; y los lunes, que nunca habían sido lunes, dejan de ser lunes.

En mi nuevo trabajo, vendo ropa a clientes, sonrío a clientes, meto sus compras en bolsas, etc. Ni me siento ni leo ni puedo usar el ordenador. (¡Pobrecito de mí!) A veces también trabajo sin clientes; por ejemplo, clasificando perchas: las perchas negras con las negras y las blancas con las blancas; unas perchas son de pinza y otras de marca —Nike, Adidas, etc., qué sé yo—. El peor de los castigos del infierno es colgar perchas en un perchero infinito: nada aliena más que alinear.

Y, sin embargo, ¡cómo hecho de menos la dulce alienación de los lunes!

En fin, tengo trabajo a pesar de la crisis y tal; todo parece indicar que no me puedo quejar. Aun así, me quejo (la añoranza no es más que una forma de queja). Creo que el buen tiempo, el Sónar, la Eurocopa y otras golosinas despiertan en mí la nostalgia mediterránea de no hacer nada.

martes, 12 de junio de 2012

Martin Parr: cutrez y absurdo


Este sábado fui con un amigo, llamémosle L, a ver la exposición Souvenir. Martin Parr, fotografia i col·leccionisme, en el CCCB.

—¿Te apetece ver la exposición del fotógrafo Martin Parr? —me preguntó, de improviso, L.

—Eeeeestooo —dije, alargando las vocales para elaborar una excusa y escaquearme—... Depende: ¿de qué va?

—Pues... de turismo de masas, o algo parecido.

Mierda. Así me convence cualquiera.

* * *

Martin Parr retrata, o documenta, lo más banal y lo más olvidado —por ser demasiado evidente—: la clase media. (La clase media es también lo que somos todos, ricos o pobres, cultos o incultos, poderosos o débiles, guapos o feos: la clase media, más alta o más baja, se ha universalizado.) En la exposición, se incluyen fotografías de tema turístico —una de las actividades que define a la clase media— y colecciones de objetos turísticos —postales, relojes, alfombras...—. En el fondo, foto y regalo son ambos souvenirs: los recuerdos del viaje, el botín del turista.

—Coleccionar fotos es un modo de coleccionar el mundo, decía la escritora Susan Sontag —nos cuenta el guía de la exposición, un modernete barbudo—. La fotografía, sobre todo la fotografía turística, es un modo de capturar la experiencia, de materializarla.

En general, una fotografía sirve para estimular el recuerdo (siempre que la fotografía sea más o menos personal, claro). Es una forma de reconstruir un yo ya desaparecido porque ha cambiado: pertenecía a otro espacio y a otro tiempo. Es, en fin, la droga de la memoria, y, como las drogas, no crea imágenes de la nada, sino que las rescata del olvido.

Pero Martin Parr no se pone, por suerte, tan filosófico. De hecho, sus fotografías no necesitan guía; al contrario, se explican solas porque son el mero reflejo de nuestro comportamiento.


Esta es una de las fotos más espectaculares de la exposición.

—En ella —sigue diciendo el guía—, se puede apreciar cómo concibe la fotografía del turismo (o del turista) Martin Parr. En primer lugar, desplaza levemente el punto de vista habitual de la fotografía turística, explicitando sus mecanismos, siempre artificiales. De este modo, convierte un posado, que implica impostura, repetición y banalidad, y que es lo propio de la fotografía turística, en un robado, algo un poco más espontáneo, o auténtico, e irónico a la vez.


—En otras fotografías —continúa el guía—, como esta, consigue el mismo efecto situándonos, simplemente, detrás del fotógrafo-turista. Hay que recordar, por cierto, que la cámara fotográfica es el arma que define al turista, equivalente a la espada del caballero cristiano o a la bota del futbolista. Aquí también se puede apreciar, de forma un tanto exagerada, la tendencia mimética del turista con el entorno.

—Es verdad —dice L—. Si vamos a Barcelona o a Berlín, nos convertimos en unos modernos enrojecidos. 

—Y en Londres —interrumpo a L— somos bohemios y sofisticados. 

—Y en París, unos románticos —dice L.

—Sí, y en la India, religiosos y místicos. Y en Lloret de Mar, unos mandriles desbocados —sentencia el guía—.  Y así sucesivamente... Los tópicos suelen acertar bastante.

En definitiva, Martin Parr se da cuenta de que el turista quiere convertirse en otro (y en cierto modo lo consigue). Se podría decir que hacer turismo es simular vivir, durante unos días, otra vida. 

—El turista vive teatralmente o cinematográficamente —sigue el guía—, porque tiene un guión y lo interpreta. Las guías turísticas son, sobre todo, listas de marcadores turísticos, aquellas imágenes que sintetizan el lugar visitado, que condensan, supuestamente, su esencia histórica, social, cultural, etc. En Barcelona, por ejemplo, tenemos la Sagrada Familia o el Camp Nou.

El guía hace una pausa y nos mira.

—Sí, sí, claro, claro —digo, atropelladamente—, y en Berlín está el Muro de Berlín o la Puerta de Brandeburgo. Y en París, la Torre Eiffel.

—Y en Pisa, la otra Torre, la de Pisa —dice L.

—Muy bien, muy bien —asiente, rebosando satisfacción, el guía—. De todo esto se puede deducir que el turista no conoce los sitios que visita, porque no los visita por primera vez, sino que los reconoce o los recuerda.

—Es un ser muy platónico, el turista —dice L—, muy reminiscente.


—Mirad qué guapo sale Martin Parr en esta —continúa el guía, omitiendo las observaciones filosóficas—. Aquí vemos otro aspecto interesante de Parr: no se considera alejado de la clase media, sino parte de ella. No es una ironía distanciada y elitista, la suya, sino autocrítica. El término camp, desarrollado también por Susan Sontag —el guía hace una breve pausa; parece experimentar cierto placer, no sé si al pronunciar la palabra camp o si al hablar de Susan Sontag—, el término camp, decía, ayuda a comprender mejor la mirada o la sensibilidad de Martin Parr. Lo camp sería el gusto por el artificio y la exageración, por lo extravagante. Es la complacencia en lo vulgar y en el aspecto no natural de las cosas. Se trata del gozo por la réplica y la impostura. La sensibilidad camp es fruto del hartazgo propio de la opulencia.

Etcétera.

* * *

—Oiga —le pregunta un visitante al guía cuando acaba la visita—, entonces, ¿cómo se supone que hay que viajar? ¿Por qué viajamos? ¿Para qué sirve viajar? ¿Existen aún los viajeros, o somos solo turistas? ¿Viajamos para creer que salimos de la rutina y poder crear recuerdos que, en el fondo, ya tenemos? ¿Por qué queremos vivir todos las mismas experiencias? ¿Solo se puede viajar de un modo auténtico, o sea, como lo hace Martin Parr, con una mirada irónica o camp, en busca del mal gusto del turista, que es en realidad el mal gusto de todos?

sábado, 9 de junio de 2012

Adiós biblioteca


Ayer, viernes 8 de julio, fue mi último día como bibliotecario.

Dudé si encender o no los ordenadores públicos: durante la última semana, apenas había aparecido nadie, ya que los usuarios de la biblioteca estaban de exámenes. Como mucho cuatro o cinco personas al día. ¿Para qué los ordenadores, si solo vendrán unos pocos a estudiar o a devolver un préstamo?

—Hoy no creo que venga nadie, es su último día de exámenes —me había advertido la conserje.

Pues muy bien, aquí les espero.

Uno es muy inocente y, en consecuencia, tiene un sentido del deber inquebrantable. Así que encendí los ordenadores, como cada día, abrí las ventanas para no morir de calor, bajé las sillas de encima de las mesas, dejé unos cuantos libros y DVDs en su sitio... y poco más. Me senté y esperé que viniera alguien, como siempre. Hice lo que habría hecho durante un día cualquiera: leí el correo electrónico, hojeé las webs de unos cuantos periódicos, acabé de leer Anagramas, de Lorrie Moore, terminé de escribir la anterior entrada del blog, chateé un poco, etc. Lo mismo me hubiera dado tener gente en la biblioteca o no, la verdad.

Así que ayer, viernes 8 de julio, fue mi último día como bibliotecario y la primera vez que no entró nadie en la biblioteca. Ni una sola alma. Nadie abrió la puerta y asomó la cabeza. Fue como si hubieran notado mi sentimiento de luto anticipado. Durante meses había fantaseado con esta sensación: trabajar completamente en vano, ser literalmente, absolutamente y absurdamente innecesario. Supongo que un actor o un músico sin público han de sentirse igual. Eso sí, cumplí el sueño de todos: cobrar por no hacer nada.

Se me hizo más largo que nunca, lo reconozco.

Cuando acabé, me despedí de mi única compañera de trabajo, la conserje.

—¿Así que hoy es tu último día? —me dijo.

Se lo había dicho al entrar. Y el lunes, al irme, le había dicho: 

—¡Ya solo me quedan cuatro días!

Y el miércoles, un poco más tristón, le había dicho:

—Mañana será mi penúltimo día...  

Y así el resto de días. Pero no le dije nada, preferí callarme y hacerme el despistado. Me dio un abrazo y dos besos. Me deseó suerte en mi nuevo trabajo: no será tan bueno como este, se lo aseguré.

Me despedí también de mi santuario de ratones. Probablemente serán los que más notarán mi ausencia: yo era la presencia que los observaba y los sombreaba cada tarde.

viernes, 8 de junio de 2012

Que se espere la verdad

"No sabía por dónde empezar, pero pensó que podría decir primero que tenía una pistola en el bolso. 
Incluso podría decirles que aquella misma tarde había estado a punto de matar a un hombre.
Pero en aquel momento oyeron el tren."
Raymond Carver, "El tren".

Otra vez domingo (03-06-2012) y de nuevo en la estación de tren, despidiéndome de Girona. También ahora llueve y la ciudad está, asimismo, empapada y sacudida por el otoño grisáceo. En esta ocasión, la lluvia no me ha calado, pero la escena me parece el sospechoso escenario de una repetición.

Los déjà-vus me enervan.

Me siento en un banco con resignación y espero el tren, o lo que venga. Intento sumergirme en la lectura de un libro, pero apenas chapoteo en la superficie. Mi espera no es pasiva sino activa, algo parecido a una vigilancia sin objeto: no consigo fijar en nada mi atención, como si todo quedara fuera de su alcance, pero tampoco logro bajar las defensas, desconectar. Oscilo entre el nerviosismo y la suspicacia, así que busco algo donde descargarme.

A mi lado, un hombre y una mujer, ambos de unos cuarenta años, cuchichean mirando el móvil que ella sujeta. Mantienen la distancia suficiente como para no suponerles cierta intimidad; pero el móvil los acerca un poco. De repente, él le quita el teléfono y empieza a toquetear la pantalla. Ella mira alternativamente al móvil y al hombre. Él le explica cómo tiene que hacerlo, qué botones apretar o cuál es el problema, como si fuera sumamente obvio. A ella el funcionamiento del aparato le da igual, pero está encantada con la pericia natural del hombre, similar a la seductora habilidad del mecánico o del médico; mientras fantasea con el poder reparador que las manos de él tendrían sobre ella, le manda una sonrisa derretida. Él ni la mira, sigue en sus trece: esto se hace así y asá; cuando da por concluida la lección, le devuelve el teléfono y sonríe. Ella guarda el móvil como encajando un golpe más: es el eco de las derrotas acumuladas.

—Vaya, vaya, tú siempre escondido, haciendo como que lees —dice una voz desde mi espalda—. Solo te faltan los dos agujeros en el periódico, ¿no?

No necesito verla para saber que es la voz de E, la amiga psicóloga. Se coloca frente a mí, de pie. Lleva una camiseta blanca sin mangas, con un Micky Mouse estampado sobre los pechos; el ratón está decapitado: la cabeza de ella encaja en el cuello de Micky Mouse. Le da un aire de lolita, pese a sus veintimuchos. Sus ojos son azul cristalino, con la intensidad propia de la inocencia; aparentan profundidad, pero todo en ellos se dirige hacia fuera: son como dos espejos, pura penetración. Lleva media melena ondulada, color castaño claro, rozando el rubio; cuando E escucha, se recoge lentamente un mechón detrás de la oreja.

Sonríe —con un candor que enmascara picardía— mientras se sienta a mi lado, y cruza las piernas. Lleva unos shorts tejanos deshilachados; el revés de los bolsillos, parecido a las orejas de Micky Mouse o de Pluto, asoma tímidamente sobre los muslos pálidos, turgentes pero tersos, pulposos y carnosos: muslosos.

—¿También escribirás esto? —me dice, a bocajarro.

Levanto los ojos y enrojezco, como si se hubiera percatado de mi mirada viciosa y sobreadjetivadora.

—Da igual. Me gustó lo que escribiste. Pero era bastante ficticio.

—No escribí nada que no...

—Ya sabes —me interrumpe— que no decir toda la verdad no es mentir, pero tampoco es la verdad.

No respondo. El tren no llega. Permanecemos un rato callados.

No la miro, aunque sé que no borrará su sonrisa inescrutable, engañosa y juzgadora hasta que conteste.

—Distorsionar la realidad, o manipularla, es simplemente ficcionalizarla —digo, por fin—. No hace falta darle más vueltas, ¿no?

—Si tú lo dices —contesta E, sonriendo con malicia—. Yo a eso lo llamo falta de imaginación, e incluso cobardía. Pero vamos al grano: ¿le has buscado un porqué a tu viaje polaco?

Ya estamos. Miro el reloj, pero el tren no cambiará nada: me quedará más de una hora de terapia psicoanalítica con E hasta llegar a Barcelona. Mientras tanto, la pareja del móvil charla con desgana; cruzo la mirada con la mujer y la aguanta con aire retador, como preguntando, vengativamente, quién es el perdedor ahora.

—Pues... supongo que para conocer mundo —respondo, al fin—. Para conocer gente, conocer otra cultura, conocer el idioma... En resumen, el tópico de conocerse a uno mismo —suspiro—. ¿Es que no te vale?

—A mí no tienes que convencerme. Por cierto, parece ser que conocer es lo único importante para ti.

Touché. Cómo las suelta la psicóloga.

—¿Y si en vez de conocerme digo que voy a buscarme? ¿Así mejor? ¿Suena menos sobado? —me detengo un instante; ella espera que continúe—. Y en el fondo, ¿a ti qué más te da?

—De algún modo habrá que perder el tiempo hasta que llegue el tren —hace una pausa larga; aprovecha para acariciarse el pelo y apartarse un mechón—. En fin, eres muy inocente. Hablas de buscar y de conocer como si se pudiera encontrar o saber.

Hace otra pausa, como para dejarme reflexionar.

—Uno busca y busca y nunca encuentra nada, o como mucho tiene la falsa sensación de haber encontrado, ¿me sigues? En la mayoría de los casos, uno se harta de buscar y se planta, o sigue adelante hasta que sus fuerzas dicen basta. En definitiva, la vida se parece bastante al juego de las sillas musicales: el sitio que nos toca ocupar al final es fruto del azar. Cuando por fin nos sentamos, o no nos queda más remedio que consideramos sentados, solo entonces se conforma uno con lo que tiene y solo entonces está uno en condiciones de construirse, ¡ya era hora!, un caparazón. Ese caparazón es su discurso. Escucha a la gente mayor: todos tienen su discurso, su opinión cerrada sobre todo, lo que ellos consideran que es la realidad o la verdad absoluta.

—¿La concepción de la vida?

—Eso es. En el fondo, congelamos todos los conocimientos y experiencia adquiridos, nos plantamos y no aceptamos otra verdad. Estamos saturados de verdades, así que blindamos nuestro sistema por miedo y por pereza a partes iguales.

Esta E, qué nihilista nos ha salido.

Un silbido anuncia la llegada del tren.

—Has de saber —continúa adoctrinando E— que los sueños no se alcanzan ni se cumplen; nuestros sueños envejecen: se arrugan y se deshinchan hasta convertirse en otra cosa, más soportable y transportable. Y si el que busca no se cansa, si el muy iluso sigue adelante, acaba siendo un ser anacrónico y sin lugar en el mundo, una caricatura de un niño en el cuerpo de un viejo. Su vida se convierte en su propio error de cálculo.

—Vale, para el carro —le digo—. Sermones sobran; consejos, en cambio... Es decir, todos sabemos encontrarle defectos a la vida, yo el primero. Pero ¿qué propones tú? Es muy fácil desmontar castillos, sistemas o discursos, está tirado; pero erigirlos... ¿Tienes alguna solución?

El tren llega.

—Claro que tengo una propuesta —dice E—. Tengo la respuesta. A tus preguntas y a las de todos.

El ruido del tren la distrae. Unos cuantos viajeros bajan, otros suben. E se acerca a una chica y la abraza. No lo entiendo. La pareja del móvil se despide estrechándose la mano; ella sube y él se va antes de que el tren se ponga en marcha. Esto no me extraña tanto.

—¿Subes o qué? —le pregunto a E, desde el vagón. E sigue abrazando a la chica en el andén.

—Te presento a mi hermana —me dice E—. Venía desde Figueres. ¡Ya continuaremos otro día con la conversación!

Lástima. Se iba poniendo interesante.

Las puertas se cierran y el tren sale hacia Barcelona.

domingo, 3 de junio de 2012

Vacaciones vanguardistas (y II)


Lo fu-turístico
El barrio de la Barceloneta está engalanado como una verbena veraniega: el colorido decadente y la música pachanguera conforman la atmósfera, junto a la mezcla olfativa de sangría, fritanga, protector solar y sudor. No sabría decir si están celebrando algo o es el ambiente habitual.

M, la prima, se detiene frente a una tienda.

—La gente está loca —dice M, señalando, no las fiestas, sino el escaparate de la tienda—. ¿Quién se monta en un trasto de estos?

Los trastos son las bici-motos del futuro: una plataforma individual con un manillar y dos ruedas paralelas. Que mantengan el equilibrio es tan insólito como su propia existencia: ¿qué ingeniero tarado ha querido cumplir sus fantasías de ciencia-ficción infantiles?

Un hombre con traje, corbata y maletín sale de la tienda montado en uno de estos vehículos; pasa entre nosotros y se detiene frente a un grupo de guiris que festeja delante de un bar. Los turistas se ríen, levantan sus copas, brindan por el progreso científico y tecnológico y finalmente le ceden el paso.

—¿Queréis probarlo, chicos? —nos pregunta el dependiente de la tienda.— ¡El Segway Personal Transporter es el transporte inteligente y divertido! Es el transporte del futuro en el presente: no hay nada más fu-turístico en toda Barcelona.

M se aleja de la tienda sin decir nada. La sigo.

—¿Has oído lo que ha dicho? —me pregunta cuando la alcanzo.

—¿Inteligente y divertido a la vez?

—No. Lo de fu-turístico.

—Ah. Tiene toda la razón: combina tecnología absurdamente puntera y turismo: es lo fu-turístico. Un buen jugo de palabras.

—Dirás juego de palabras.

—Sí, sí... pero todo juego de palabras consiste en exprimirlas un poco, ¿no?

M me mira mal. Parece que no está el asunto para bromas.

—Pues yo no creo que lo haya dicho a posta, no. Se ha equivocado, pero ha definido el turismo contemporáneo a la perfección —M se detiene en medio de la acera y se acaricia el mentón: la cosa se va a poner solemne—. Viajar, hacer turismo, es obtener el máximo rendimiento en el mínimo tiempo del lugar visitado; viajar es resolver esta sencilla ecuación. La tecnología nos permite exprimirlo todo hasta el límite, como tus puñeteros jugos verbales. Las guías escritas, auditivas e incluso audiovisuales, disponibles también para dispositivos móviles, no sirven para conocer mejor el objeto de nuestra visita, sino para dirigirnos, para imponernos una ruta. Uno no se informa de todo lo que puede ver, sino que elige una visita sintetizadora y tranquilizadora como se elige entre una película u otra en el cine. ¿Qué Barcelona quieres? ¿La Barcelona familiar, la bohemia, la de sangría, paella y flamenco? Nosotros te damos la que tú quieras y ¡puedes irte de putas o de travelos en cualquier caso! Moto-bicis como los que acabamos de ver nos permiten acortar las distancias y a la vez nos dan falsa y reconfortante sensación de autonomía. Y mejor no hablamos de las agencias de viaje. Creemos que decidimos a dónde vamos y por qué caminos llegamos, incluso pensamos que podríamos ir a cualquier sitio, pero solo seguimos líneas directrices. ¿Recuerdas aquellos dibujos que hacíamos de pequeños, uniendo puntos? Pensábamos que nosotros habíamos hecho el dibujo, que el mérito era nuestro, que descubríamos algo único, cuando en realidad nos limitábamos a concatenar puntos: 1, 2, 3, 4... A diferencia del turismo, aquellos dibujos servían para aprender a contar, no para dibujar; los turistas creemos que dibujamos nuestra hoja de ruta sin aprender nada en el trayecto. Viajar no sirve ya para descubrir ni para abrir los ojos o la mente. Al menos no en Occidente... y Occidente ya ha asimilado los puntos cardinales restantes. En el fondo, lo mismo da viajar que quedarse en casa mirando la tele.

Me mira, sonríe y reanuda la marcha, dirección a la playa. La sigo; qué remedio nos queda.


Segunda conversación manifiestamente surrealista
Después del baño, nos sentamos en una terraza de la Barceloneta. La modorra nos invade y se reafirma con el primer trago de cerveza. Permanecemos en silencio, totalmente atontados y felices.

—¿De dónde son los tíos o tías más buenos que habéis visto nunca? —dice un tipo sentado en la mesa contigua. M lo mira y luego me mira a mí. Sonreímos y nos sentimos más despiertos; la felicidad no se ha destruido, solo se ha transformado.

—Las tías más buenas son las de las islas de esclavos —le contesta otro. Los observo con descaro, como un científico a sus queridos ratones. Son dos chicos y una chica de veintitantos, guapos y estilosos.

—A mí, chicos, me encantan los italianos —dice ella—. Tienen un acento tan sexy... 

—Mi acento favorito es el argentino...

—Los argentinos y las argentinas son espectaculares —prosigue la chica—. No hay ningún país en el cual los dos sexos estén ambos tan y tan buenos. Y sin olvidar a los portugueses: Cristiano Ronaldo es taaaan bello.

—Bah. Todas las portuguesas tienen bigote. Todas.

—Suerte que se lo depilan. Los portugueses también son muy peludos. Tuve un novio portugués tan peloso que se dejaba trenzar los pelos del brazo cuando estábamos en cama. A él lo sosegaba y a mí me excitaba. Ellos sí que son ibéricos, y no los españoles.

—Menos Cristiano Ronaldo. Es tan metrosexual...

—Es maricón.

La chica lo mira con odio. M está a punto de estallar de la risa; a mí también me cuesta aguantarme. No sabemos a dónde mirar ni cómo ponernos. 

—Es maricón y punto. Como todos los metrosexuales. Yo no tengo nada en contra de los maricas, pero los metrosexuales... ¿por qué no salen del armario?

—Todo el que se depila es maricón. Menos el que sea cejijunto, claro. En su caso está justificado.

—Es verdad. Pobres unicejos. Pero el resto, maricones. ¿Por qué no lo reconocen y ya está?

La cosa continúa pero tengo que ir a mear. Cuando regreso, la generación mejor preparada de la historia sigue ensartando todos los tópicos que se suponía que la educación y los viajes destruían. M se está secando las lágrimas con un pañuelo; quiero pensar que solamente llora de risa.

viernes, 1 de junio de 2012

"El hombre que inventó Manhattan": sueño y fracaso

Ya había avisado o amenazado en la entrada anterior: estaba leyendo El hombre que inventó Manhattan (2004), de Ray Loriga. Así que cumplo con lo prometido.

El hombre que inventó Manhattan es un rumano llamado Charlie que trabaja de chapuzas u hombre-para-todo en un edificio de la ciudad; Charlie se suicida en la quinta página. Es el hombre que inventó Manhattan porque, antes de abandonar Rumanía, sueña y fantasea con la metrópolis hasta su invención. Dice Chad, su amigo del alma:
"—Lo sabía todo [...]. Todo lo conocía. [...] No sólo las calles, sino la gente, los colores, las cosas grandes y las pequeñas, la forma de hablar y hasta esos absurdos apretones de manos que tanto gustan a los negros. De todo hablaba Charlie, con tal firmeza y seguridad que oyéndole se sentía uno allí, es decir, aquí, o sea, en Manhattan".
Es decir, uno puede inventarse cualquier cosa —una ciudad, una persona o un bodegón— y hacer que parezca real, darle vida; uno no puede hacer mucho más, pero esto ya es suficiente, ¿no?

A parte de la breve historia de Charlie, la novela está compuesta por varias historias breves entrelazadas, como un mosaico. (La idea es similar a Winnesburg, Ohio, de Sherwood Anderson, o Manhattan Transfer, de John Dos Passos, o La colmena, de Cela; pero en el siglo XXI.) En resumen, un libro de relatos con un marco espacial común (Manhattan) y unos personajes más o menos interrelacionados; los capítulos parecen no tener conexión entre ellos, pero, a medida que avanzamos, un personaje se cruza con otro de un episodio anterior, una resulta que es la hermana de otra, aquel se acuesta con aquella mientras otra estaba enamorada de aquel, etc.

No solo el espacio unifica las historias de la novela, también el fracaso empapa constantemente el ambiente. Los personajes pertenecen a estratos sociales distintos —desde un actor hollywoodiense a un asesino,  pasando por una octogenaria o un vagabundo—, pero comparten las mismas melancolía y decadencia. Son personas que venían por lo del sueño americano y toparon con la triste realidad. Se nos relatan sus existencias un poco anodinas, el gris día a día que conforma la rutina, tal y como sucede en los precedentes comentados (Anderson, Dos Passos y Cela):
"El vendedor de pianos abrió la verja de su tienda en la calle John a las siete treinta y cinco exactamente, tal y como había hecho todos los días laborables durante los últimos cuarenta años y no porque hubiera mucho o nada que hacer a esa hora, ni a ninguna otra ya que estamos, porque el negocio de compraventa de pianos es de por sí un negocio con poco movimiento, más aún en tiempos de recesión, sino porque Arnold Grumberg, como tantos otros hombres, había acabado encerrándose en una rutina intrascendente que le daba a su existencia, si no sentido, sí al menos algo de orden, un ritmo, una cadencia de gestos prefijados y luego cumplidos, un abecedario que llevase su vida suavemente de «a» a «b» y de «b» a «c» y así en adelante, sin tener que someterse al vértigo de la incertidumbre."
Son persona(je)s como nosotros, prisioneros de sus vidas:
"La vida se había dado la vuelta para Simonetta, como para otra mucha gente, atrapándola dentro, de la misma manera que los barcos hundidos son el ataúd de los marinos. Y como sucede también a menudo, no encontraba Simonetta nadie a quien echarle la culpa."
Afortunadamente, los tedios están contados sin causarle tedio al lector. Por un lado, gracias al estilo de Loriga, ameno, muy ágil, casi diría que cinematográfico; de vez en cuando, sorprende incluso con algún destello poético certero: por ejemplo, en las dos citas anteriores, o en esta: "Comenzó a tararear algo en el interior de su cabeza y le sonó como la música intrascendente que suena en el supermercado". Por otro lado, a causa del fragmentarismo: primero, porque los capítulos solo muestran escenas breves de la vida de cada personaje, pinceladas del día a día de cada uno; segundo, porque la alternación entre un personaje y otro evita que nos cansemos de los personajes: en vez de un solo gris monótono, tenemos un abanico de grises.

Pero la rutina del otro siempre acaba siendo aburrida para todos menos para ese otro, así que hay que salirse de ella un poco: se necesita una pizca de argumento. Además del suicidio de Charlie, presenciamos un asesinato y su investigación, un accidente automovilístico, adulterio, pervertidas persecuciones eróticas por la ciudad, etc. Sin embargo, no dejan de ser argumentos mundanos: cualquiera podría escribir una novela como esta a partir de su vida (esto es un piropo para la novela).

El fracaso, decía antes, es una constante en todos los personajes, pero a algunos los arrastra más que a otros. Cuidado con los sueños, pesan mucho y a veces quizá es mejor soltar la carga:
"Hay quien vive dentro de esos guardamuebles. Gente que pasa la noche fuera y el día dentro de su pequeña caja sin ventanas, junto a sus cosas amontonadas. Los vimos deambulando por los largos pasillos y escuchamos la música de sus transistores al otro lado de sus puertas metálicas. Supongo que es gente que no ha conseguido estar a la altura de sus sueños ni ha conseguido desprenderse de ellos."