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lunes, 31 de agosto de 2015

Entrevista breve con un español de Cracovia

Ya era hora de que alguien hiciera un estudio sociológico y de campo de este secreto a voces: Hay dos tipos de españoles: los que se avergüenzan del comportamiento de los españoles en el extranjero y los que no.

Por supuesto, yo pertenezco al primer tipo: los alérgicos a los españoles en el extranjero. Los alérgicos a los españoles somos una minoría selecta y el contacto con el otro grupo es peligroso, por eso intento evitarlos a toda costa. Yo, cuando los oigo hablar en el tranvía, en español, catalán, inglés o lo que sea, pongo cara de polaco o de austríaco (me sale mejor la segunda). Solo me quito mi disfraz si están muy perdidos o a punto de cruzar un semáforo en rojo; sin embargo, sospecho que lo hago para marcar aún más la diferencia, mi pertenencia radical al primer grupo. En seguida me alejo de ellos, no se me vaya a contagiar algo.

En cambio, Miguel forma parte del segundo grupo. Es lo que se conoce como típico español y, como tal, está muy orgulloso de serlo. El típico español es escandaloso, tonto, chulo, chabacano y tacaño, y a menudo también es putero, racista, borracho, testarudo, glotón y provinciano. Si tuviera que elegir un animal para definirlo, escogería dos: la oveja merina y el toro de lidia. No he definido al alérgico a los españoles porque no es más que el negativo del típico español: la existencia del alérgico depende totalmente del típico, por muy superior que se considere. Quizá sea innecesario aclarar que los españoles típicos no son conscientes de que existen dos tipos de españoles en el extranjero; para ellos, los alérgicos no somos más que españoles típicos aburridos, catalanes estirados o latinoamericanos en el armario. Por suerte, el resto de nacionalidades confirma la existencia de las dos especies y su diferencia absoluta.

En Cracovia hay muchos españoles típicos como Miguel, es decir, del segundo grupo: los que no se avergüenzan del comportamiento español, sino que hacen alarde de él. También hay algunos alérgicos a los españoles —los que sí nos avergonzamos—, pero la proporción es menor; además, los españoles típicos son más visibles que los alérgicos, demasiado especiales como para querer destacar. Si paseamos por el centro, encontraremos españoles típicos sin dificultad, especialmente cerca de los bares. Es un error garrafal buscarlos en la universidad, incluso en las facultades de letras. Allí, si tenemos suerte, solo podemos dar con algún alérgico.

A Miguel lo conocí en Bania Luka, un bar del centro de Cracovia con cervezas a un euro y, evidentemente, muchos españoles. A simple vista Miguel solo es un español típico. Si hablamos cinco minutos con él descubriremos que en realidad es el español típico: escandaloso, tonto, chulo, chabacano, tacaño, putero, racista, borracho, testarudo, glotón y provinciano. Me tragué mi orgullo de alérgico a los españoles, lo invité a una cerveza y le propuse hacerle una entrevista breve.

—¿De dónde eres, Miguel? —le pregunté.

—No hay una sola respuesta para esta pregunta, depende de la situación. En función de los intereses de la chica interesada le contestaré una cosa u otra. A algunas polacas les gustan los andaluces, a otras los catalanes, o los gallegos, los valencianos, los madrileños, los canarios... Las demás regiones no funcionan muy bien, a excepción de los cartagineses y los zaragozanos. A veces incluso me hago pasar por argentino o mexicano, porque también tienen bastante tirón. Para ti seré andaluz, de Sevilla, que se nota que te damos rabia.

—¿Por qué viniste a Cracovia?

—Yo no soy el típico español que viene a Cracovia de Erasmus para follar. No: yo vine a Cracovia solo para follar. Sin Erasmus ni trabajo ni excusas baratas. Después de unos meses, eso sí, tuve que buscarme un curro. Pero si me preguntas por qué elegí Cracovia y no Bratislava, Praga o cualquier otra capital de Europa del Este, fue porque un amigo me la había recomendado. Yo hasta entonces pensaba que Europa se acababa en Alemania. Después de un fin de semana aquí, mi amigo me dijo, iluminado como un místico: es el paraíso de los españoles: no es necesario hablar inglés ni polaco, hay muchos bares muy baratos, se folla bastante sin pagar y pagando no es muy caro. Me mostró algunas fotos y me convenció. De eso hace ya cinco años, en plena crisis.

—Entonces, ¿lo dejaste todo en España para venir a Cracovia?

—Solo dejé allí a mi novia, María. Además, llevaba varios meses sin trabajo y ya había acabado la carrera. Oye, esto no lo leerá María, ¿no?

—Pero dime, Miguel, lo que hay en Cracovia, ¿no lo podías encontrar en España? España es famosa por el turismo de las tres eses: sangría, sexo y sol.

—Claro, pero no es lo mismo. Hay que tener en cuenta la aventura, ¿no? Además, aquí he encontrado trabajo muy rápido, no como en nuestra desangrada España. Y aquí no hay sol ni sangría. De hecho, no te he dicho que quisiera nada de eso: yo solo vine para follar. El polaco, podríamos bautizarlo como el turismo de la uve doble: vodka y vaginas polacas. Porque se te ha olvidado la importancia del exotismo: las mujeres españolas están muy bien, pero donde se ponga una polaca...

—Y ¿qué piensan las polacas de los españoles como tú? ¿Están interesadas en ti?

—Claro, qué pregunta. Los españoles (hombres) y las polacas estamos destinados a entendernos. Bueno, y los ingleses y los italianos... Y los turcos y los franceses... ¡Qué nacionalidad no quiere entenderse con ellas! Incluso un catalán estirado como tú tendría su mercado de polacas. Pero si volvemos a los españoles, supongo que en primer lugar es cuestión de diferencia, de lo que he llamado exotismo: nosotros somos castaños, ellas son morenas; nosotros ruidosos, ellas calladas; nosotros abiertos, ellas cerradas; nosotros dominantes, ellas sumisas; nosotros modernos, ellas tradicionales, etcétera. En segundo lugar, se trata de realizar un sueño húmedo de su infancia: todas estas chicas veían de pequeñas telenovelas venezolanas o mexicanas, así que follar con un español es como follarse a su príncipe azul. Aunque no sea lo mismo un español que un argentino, poco importa. Y, en tercer lugar, también es importante el llamado efecto pasaporte: a cualquier chica de Europa del Este le interesa ligarse a un español o a alguien de Europa Occidental para obtener las ventajas de un pasaporte de su país.

—¿Pero, Miguel, eres consciente de que Polonia, como España, forma parte del espacio de Schengen? Nuestro pasaporte tiene más o menos el mismo valor que el suyo...

—Claro que lo sé, pero tú no entiendes que estas costumbres están arraigadas en la mentalidad de todos los países postcomunistas, son algo característico del llamado homo sovieticus. Para las madres de las chicas que yo me quiero ligar, casarse con un francés, un suizo o un alemán occidental era mucho más ventajoso que un polaco. Incluso de su lado del Telón de Acero había jerarquías: un yugoslavo era mucho mejor partido que un polaco, y no digamos ya que un albanés, si es que podían llegar a conocer a alguno. Ahora las diferencias no son tan grandes o evidentes, pero todavía existe la sensación de seguridad económica que da meter a un occidental en tu cama. Estas cosas se transmiten de generación en generación, tardan mucho en cambiar. De hecho, los otros traumas históricos van aún más atrás: a las polacas no les gustan mucho los alemanes, por la Segunda Guerra Mundial, ni los rusos, por la época soviética. Afortunadamente, España está lo bastante lejos para no haberles causado ningún disgusto a sus ancestros.

—Antes me ha parecido que dabas a entender que no hablas inglés ni polaco. ¿Cómo sobrevives en Cracovia?

—Hablo un poco de inglés y de polaco, no te creas: en cinco años he aprendido algo. Pero mi nivel es suficiente: a las polacas les atrae que casi no hablemos inglés. Creo que les despierta el instinto maternal. Y chapurrear dos frases en polaco sirve para terminar de derretirlas. Aparte de las chicas, todos mis contactos son españoles (ojo, no digo hispanohablantes), tanto dentro como fuera del trabajo.

—¿Y cómo lo haces para ir al supermercado, a la peluquería, al cine...?

—Ya te he dicho que los españoles (hombres) y las polacas estamos destinados a entendernos. Ellas son muy serviciales, algunas casi sumisas, así que están muy dispuestas a ayudarte en cualquier cosa que necesites. Mi ex polaca todavía me plancha la ropa cuando se lo pido. Y casi nunca se niega: ya se sabe, el efecto pasaporte.

—Miguel, ¿no te sientes un poco culpable al no aprender su idioma?

—No te creas, algo sé: en la cama se aprende bastante. De todos modos, en cuanto a idiomas yo siempre digo lo que decía otro Miguel, el de Unamuno: ¡que aprendan ellos! En este caso, ellas. ¿Para qué voy a aprender un idioma tan difícil como el suyo? Es más fácil que ellas aprendan el mío, ¿no?

—Dices ellas, pero no ellos. ¿Qué tal es tu relación con los polacos, con el sector masculino de la población?

—Mira, si para ellas somos un objeto de deseo, para ellos (los polacos heterosexuales) somos lo mismo: el objeto de deseo de ellas. Es decir, una amenaza. Recuerda aquellas verbenas de tu primera juventud: ¿cómo reaccionaban los de Villarriba si los de Villabajo intentaban ligar con sus chicas? Ellos tienen que proteger lo que es suyo, lo entiendo perfectamente. Por eso son tan cerrados y agresivos con los extranjeros, no solo con los españoles: venimos aquí a follarnos a sus hermanas, hijas y novias. Es una reacción un poco patética, pero comprensible.

—Y ¿cómo está actualmente el mercado de españoles en Cracovia?

—Antes de nada, permíteme que te corrija: a nosotros nos gusta llamarnos españoles de Cracovia. Muchos llevamos ya bastante tiempo aquí y nos hemos convertido en patriotas locales. No nos gustaría ir a Varsovia o ninguna otra ciudad polaca. Preferimos las cracovianas y sus bares.

—Entonces, ¿cómo está el mercado de los españoles de Cracovia? Me da la impresión de que se está saturando. ¿No somos ya demasiados?

—Efectivamente. Por eso yo les digo a mis amigos que la situación en Cracovia ya no es tan buena. Las polacas nos conocen y empiezan a cansarse de nosotros. A veces incluso tengo que hacerme el latinoamericano, con lo que me gusta a mí pronunciar la zeta y ser escandaloso. Gracias a esto, he aprendido bastante sobre España y Latinoamérica: no es tan fácil como parece hacerse el sevillano. También les digo a mis amigos lo mismo que a mi novia: que no vengan más, que aquí ya no es tan fácil encontrar trabajo, que hay ya demasiados profesores de español, teleoperadores y otros trabajos pseudocalificados.

—¿Y cuáles son tus planes de futuro? ¿Piensas volver a España?

—A España voy cada tres o cuatro meses, para visitar a mi novia, María, y a mi familia. Por ahora, es suficiente. Pero lo más probable es que cambie de residencia pronto. Las polacas están muy bien, pero uno empieza a cansarse, sobre todo porque ya no es tan fácil como antes. Que Polonia entrara en la UE les ha abierto la puerta a muchos extranjeros: Cracovia empieza a saturarse de tipos como yo. Mi empresa quiere abrir sucursales en Belgrado y en Tel Aviv. Quiero solicitar un traslado a uno de estos países. Antes, debo realizar un estudio de mercado. En Serbia las secuelas de la guerra y el postcomunismo son un punto a mi favor: los traumas de las nuevas generaciones sanan en la cama. El eterno conflicto Israel-Palestina también necesitará revolcones para hacerlo más llevadero. ¿Cuál crees que será la mejor opción?

martes, 12 de junio de 2012

Martin Parr: cutrez y absurdo


Este sábado fui con un amigo, llamémosle L, a ver la exposición Souvenir. Martin Parr, fotografia i col·leccionisme, en el CCCB.

—¿Te apetece ver la exposición del fotógrafo Martin Parr? —me preguntó, de improviso, L.

—Eeeeestooo —dije, alargando las vocales para elaborar una excusa y escaquearme—... Depende: ¿de qué va?

—Pues... de turismo de masas, o algo parecido.

Mierda. Así me convence cualquiera.

* * *

Martin Parr retrata, o documenta, lo más banal y lo más olvidado —por ser demasiado evidente—: la clase media. (La clase media es también lo que somos todos, ricos o pobres, cultos o incultos, poderosos o débiles, guapos o feos: la clase media, más alta o más baja, se ha universalizado.) En la exposición, se incluyen fotografías de tema turístico —una de las actividades que define a la clase media— y colecciones de objetos turísticos —postales, relojes, alfombras...—. En el fondo, foto y regalo son ambos souvenirs: los recuerdos del viaje, el botín del turista.

—Coleccionar fotos es un modo de coleccionar el mundo, decía la escritora Susan Sontag —nos cuenta el guía de la exposición, un modernete barbudo—. La fotografía, sobre todo la fotografía turística, es un modo de capturar la experiencia, de materializarla.

En general, una fotografía sirve para estimular el recuerdo (siempre que la fotografía sea más o menos personal, claro). Es una forma de reconstruir un yo ya desaparecido porque ha cambiado: pertenecía a otro espacio y a otro tiempo. Es, en fin, la droga de la memoria, y, como las drogas, no crea imágenes de la nada, sino que las rescata del olvido.

Pero Martin Parr no se pone, por suerte, tan filosófico. De hecho, sus fotografías no necesitan guía; al contrario, se explican solas porque son el mero reflejo de nuestro comportamiento.


Esta es una de las fotos más espectaculares de la exposición.

—En ella —sigue diciendo el guía—, se puede apreciar cómo concibe la fotografía del turismo (o del turista) Martin Parr. En primer lugar, desplaza levemente el punto de vista habitual de la fotografía turística, explicitando sus mecanismos, siempre artificiales. De este modo, convierte un posado, que implica impostura, repetición y banalidad, y que es lo propio de la fotografía turística, en un robado, algo un poco más espontáneo, o auténtico, e irónico a la vez.


—En otras fotografías —continúa el guía—, como esta, consigue el mismo efecto situándonos, simplemente, detrás del fotógrafo-turista. Hay que recordar, por cierto, que la cámara fotográfica es el arma que define al turista, equivalente a la espada del caballero cristiano o a la bota del futbolista. Aquí también se puede apreciar, de forma un tanto exagerada, la tendencia mimética del turista con el entorno.

—Es verdad —dice L—. Si vamos a Barcelona o a Berlín, nos convertimos en unos modernos enrojecidos. 

—Y en Londres —interrumpo a L— somos bohemios y sofisticados. 

—Y en París, unos románticos —dice L.

—Sí, y en la India, religiosos y místicos. Y en Lloret de Mar, unos mandriles desbocados —sentencia el guía—.  Y así sucesivamente... Los tópicos suelen acertar bastante.

En definitiva, Martin Parr se da cuenta de que el turista quiere convertirse en otro (y en cierto modo lo consigue). Se podría decir que hacer turismo es simular vivir, durante unos días, otra vida. 

—El turista vive teatralmente o cinematográficamente —sigue el guía—, porque tiene un guión y lo interpreta. Las guías turísticas son, sobre todo, listas de marcadores turísticos, aquellas imágenes que sintetizan el lugar visitado, que condensan, supuestamente, su esencia histórica, social, cultural, etc. En Barcelona, por ejemplo, tenemos la Sagrada Familia o el Camp Nou.

El guía hace una pausa y nos mira.

—Sí, sí, claro, claro —digo, atropelladamente—, y en Berlín está el Muro de Berlín o la Puerta de Brandeburgo. Y en París, la Torre Eiffel.

—Y en Pisa, la otra Torre, la de Pisa —dice L.

—Muy bien, muy bien —asiente, rebosando satisfacción, el guía—. De todo esto se puede deducir que el turista no conoce los sitios que visita, porque no los visita por primera vez, sino que los reconoce o los recuerda.

—Es un ser muy platónico, el turista —dice L—, muy reminiscente.


—Mirad qué guapo sale Martin Parr en esta —continúa el guía, omitiendo las observaciones filosóficas—. Aquí vemos otro aspecto interesante de Parr: no se considera alejado de la clase media, sino parte de ella. No es una ironía distanciada y elitista, la suya, sino autocrítica. El término camp, desarrollado también por Susan Sontag —el guía hace una breve pausa; parece experimentar cierto placer, no sé si al pronunciar la palabra camp o si al hablar de Susan Sontag—, el término camp, decía, ayuda a comprender mejor la mirada o la sensibilidad de Martin Parr. Lo camp sería el gusto por el artificio y la exageración, por lo extravagante. Es la complacencia en lo vulgar y en el aspecto no natural de las cosas. Se trata del gozo por la réplica y la impostura. La sensibilidad camp es fruto del hartazgo propio de la opulencia.

Etcétera.

* * *

—Oiga —le pregunta un visitante al guía cuando acaba la visita—, entonces, ¿cómo se supone que hay que viajar? ¿Por qué viajamos? ¿Para qué sirve viajar? ¿Existen aún los viajeros, o somos solo turistas? ¿Viajamos para creer que salimos de la rutina y poder crear recuerdos que, en el fondo, ya tenemos? ¿Por qué queremos vivir todos las mismas experiencias? ¿Solo se puede viajar de un modo auténtico, o sea, como lo hace Martin Parr, con una mirada irónica o camp, en busca del mal gusto del turista, que es en realidad el mal gusto de todos?

domingo, 3 de junio de 2012

Vacaciones vanguardistas (y II)


Lo fu-turístico
El barrio de la Barceloneta está engalanado como una verbena veraniega: el colorido decadente y la música pachanguera conforman la atmósfera, junto a la mezcla olfativa de sangría, fritanga, protector solar y sudor. No sabría decir si están celebrando algo o es el ambiente habitual.

M, la prima, se detiene frente a una tienda.

—La gente está loca —dice M, señalando, no las fiestas, sino el escaparate de la tienda—. ¿Quién se monta en un trasto de estos?

Los trastos son las bici-motos del futuro: una plataforma individual con un manillar y dos ruedas paralelas. Que mantengan el equilibrio es tan insólito como su propia existencia: ¿qué ingeniero tarado ha querido cumplir sus fantasías de ciencia-ficción infantiles?

Un hombre con traje, corbata y maletín sale de la tienda montado en uno de estos vehículos; pasa entre nosotros y se detiene frente a un grupo de guiris que festeja delante de un bar. Los turistas se ríen, levantan sus copas, brindan por el progreso científico y tecnológico y finalmente le ceden el paso.

—¿Queréis probarlo, chicos? —nos pregunta el dependiente de la tienda.— ¡El Segway Personal Transporter es el transporte inteligente y divertido! Es el transporte del futuro en el presente: no hay nada más fu-turístico en toda Barcelona.

M se aleja de la tienda sin decir nada. La sigo.

—¿Has oído lo que ha dicho? —me pregunta cuando la alcanzo.

—¿Inteligente y divertido a la vez?

—No. Lo de fu-turístico.

—Ah. Tiene toda la razón: combina tecnología absurdamente puntera y turismo: es lo fu-turístico. Un buen jugo de palabras.

—Dirás juego de palabras.

—Sí, sí... pero todo juego de palabras consiste en exprimirlas un poco, ¿no?

M me mira mal. Parece que no está el asunto para bromas.

—Pues yo no creo que lo haya dicho a posta, no. Se ha equivocado, pero ha definido el turismo contemporáneo a la perfección —M se detiene en medio de la acera y se acaricia el mentón: la cosa se va a poner solemne—. Viajar, hacer turismo, es obtener el máximo rendimiento en el mínimo tiempo del lugar visitado; viajar es resolver esta sencilla ecuación. La tecnología nos permite exprimirlo todo hasta el límite, como tus puñeteros jugos verbales. Las guías escritas, auditivas e incluso audiovisuales, disponibles también para dispositivos móviles, no sirven para conocer mejor el objeto de nuestra visita, sino para dirigirnos, para imponernos una ruta. Uno no se informa de todo lo que puede ver, sino que elige una visita sintetizadora y tranquilizadora como se elige entre una película u otra en el cine. ¿Qué Barcelona quieres? ¿La Barcelona familiar, la bohemia, la de sangría, paella y flamenco? Nosotros te damos la que tú quieras y ¡puedes irte de putas o de travelos en cualquier caso! Moto-bicis como los que acabamos de ver nos permiten acortar las distancias y a la vez nos dan falsa y reconfortante sensación de autonomía. Y mejor no hablamos de las agencias de viaje. Creemos que decidimos a dónde vamos y por qué caminos llegamos, incluso pensamos que podríamos ir a cualquier sitio, pero solo seguimos líneas directrices. ¿Recuerdas aquellos dibujos que hacíamos de pequeños, uniendo puntos? Pensábamos que nosotros habíamos hecho el dibujo, que el mérito era nuestro, que descubríamos algo único, cuando en realidad nos limitábamos a concatenar puntos: 1, 2, 3, 4... A diferencia del turismo, aquellos dibujos servían para aprender a contar, no para dibujar; los turistas creemos que dibujamos nuestra hoja de ruta sin aprender nada en el trayecto. Viajar no sirve ya para descubrir ni para abrir los ojos o la mente. Al menos no en Occidente... y Occidente ya ha asimilado los puntos cardinales restantes. En el fondo, lo mismo da viajar que quedarse en casa mirando la tele.

Me mira, sonríe y reanuda la marcha, dirección a la playa. La sigo; qué remedio nos queda.


Segunda conversación manifiestamente surrealista
Después del baño, nos sentamos en una terraza de la Barceloneta. La modorra nos invade y se reafirma con el primer trago de cerveza. Permanecemos en silencio, totalmente atontados y felices.

—¿De dónde son los tíos o tías más buenos que habéis visto nunca? —dice un tipo sentado en la mesa contigua. M lo mira y luego me mira a mí. Sonreímos y nos sentimos más despiertos; la felicidad no se ha destruido, solo se ha transformado.

—Las tías más buenas son las de las islas de esclavos —le contesta otro. Los observo con descaro, como un científico a sus queridos ratones. Son dos chicos y una chica de veintitantos, guapos y estilosos.

—A mí, chicos, me encantan los italianos —dice ella—. Tienen un acento tan sexy... 

—Mi acento favorito es el argentino...

—Los argentinos y las argentinas son espectaculares —prosigue la chica—. No hay ningún país en el cual los dos sexos estén ambos tan y tan buenos. Y sin olvidar a los portugueses: Cristiano Ronaldo es taaaan bello.

—Bah. Todas las portuguesas tienen bigote. Todas.

—Suerte que se lo depilan. Los portugueses también son muy peludos. Tuve un novio portugués tan peloso que se dejaba trenzar los pelos del brazo cuando estábamos en cama. A él lo sosegaba y a mí me excitaba. Ellos sí que son ibéricos, y no los españoles.

—Menos Cristiano Ronaldo. Es tan metrosexual...

—Es maricón.

La chica lo mira con odio. M está a punto de estallar de la risa; a mí también me cuesta aguantarme. No sabemos a dónde mirar ni cómo ponernos. 

—Es maricón y punto. Como todos los metrosexuales. Yo no tengo nada en contra de los maricas, pero los metrosexuales... ¿por qué no salen del armario?

—Todo el que se depila es maricón. Menos el que sea cejijunto, claro. En su caso está justificado.

—Es verdad. Pobres unicejos. Pero el resto, maricones. ¿Por qué no lo reconocen y ya está?

La cosa continúa pero tengo que ir a mear. Cuando regreso, la generación mejor preparada de la historia sigue ensartando todos los tópicos que se suponía que la educación y los viajes destruían. M se está secando las lágrimas con un pañuelo; quiero pensar que solamente llora de risa.

miércoles, 30 de mayo de 2012

Vacaciones en Babelcelona (I)

1
Para variar, llego tarde al encuentro con mi prima, llamémosla M, en plaza Cataluña. No soporto llegar tarde, pero tampoco puedo evitarlo: es algo insoportable. El abarrotamiento de la Rambla me ralentiza y exaspera aún más.

Un grumo extremadamente denso de turistas, sudando bajo el sol del mediodía, me corta definitivamente el paso: si intento avanzar me quedaré entre ellos, atrapado como una mosca en una telaraña, aunque todo mucho más pegajoso y más salado, más peludo, más carnoso y con más extremidades. Así que doy un rodeo a la masa de gente y de rebote descubro qué llama su atención.

Una estatua humana. (¿Qué otra cosa si no?)

Viajamos para embobarnos frente a la Sagrada Familia, la Casa Batlló o cualquier obra de arte, pero también para contemplar cómo una persona disfrazada y maquillada pasa un calvario por nosotros. Como cuando paso por delante de la Sagrada Familia o de la Casa Batlló, no le hago ni caso a la obra de arte. El arte al aire libre, por muy viviente que sea, siempre corre el peligro de no provocar nada más que indiferencia en el espectador, de perder su categoría para ser mero mobiliario urbano. Supongo que la estatua humana regula el tráfico, como un semáforo o una rotonda: aglomera gente para que el resto de la ciudad sea más transitable.

2
M me espera frente al café Zúrich, hablando por teléfono. Me sonríe y le devuelvo la sonrisa. Mientras acaba de charlar, nos alejamos del café y volvemos a la Rambla. Creo que nunca he ido al café Zúrich, como tampoco he comido paella con sangría en ningún bar de la Rambla. Jamás he aguantado más de un minuto las piruetas callejeras breakdancers, como mucho alguna actuación musical, aunque tampoco he asistido a ningún espectáculo de flamenco. Hace muchos años que no voy al zoo o al Camp Nou o al Museo Picasso o al Maremagnum o al Parque Güell o al Poble Espanyol; hace tanto que quizá ni siquiera he ido. Creo que odiaría esta ciudad si viniera como turista.

—Hola —me dice M, guardándose el móvil en la mochila.

—¿Has ido alguna vez al café Zúrich? —le pregunto, mientras nos confundimos en la masa grasienta de la Rambla como dos pedazos de barro en la tierra. 

—¿Hola?

3
En la playa de la Barceloneta no se puede estar. Esto ya lo sabíamos, pero somos así. Empiezo a leer El hombre que inventó Manhattan, de Ray Loriga. M duerme, o dormita, o lo que se pueda hacer rodeado de una multitud en una playa. El servicio de megafonía pide precaución a los bañistas, pero los bañistas no oyen nada porque están muy lejos; los vigilantes siguen precaviendo.

Tres chicas con rasgos orientales hablan animadamente a nuestro lado.

—Oh, guapa, ¿tienes novio?

—Sí.

—Es guapo, lo vi en Facebook.

—¿Tú de dónde eres?

—De Corea. ¿Y tú?

—En Corea los chicos guapos no quieren novias.

—¿Y son guapas, las chicas?

—Sí, yo soy de China. Aquel amigo tuyo era muy guapo. ¿Cómo se llamaba?

—Es el novio de una amiga.

—Ella es muy guapa y muy amiga.

—Los guapos en China nunca quieren casarse.

Y así durante un buen rato hasta que me duermo. Quizá usaran la palabra guapo alguna vez más, no lo recuerdo bien.

4
A las seis de la tarde, la megafonía nos informa de que el servicio de vigilancia playera ha concluido. Si tenemos alguna emergencia, podemos llamar al 112. Los vigilantes bajan de sus atalayas, el coche de los mossos también se va. Sigo leyendo.

A partir de las seis de la tarde, el vocabulario de la novela empieza a cambiar. La primera intrusión que noto es beer, o amigo, no estoy seguro. Aparecen otros sustantivos, como masaje y Coca-Cola, incluso sintagmas nominales: mojito fresquito y coco bueno. Los verbos no cambian, y empieza a extrañarme que vendan pareos y tatuajes en una novela, pero sigo leyendo: no es más raro que venderlos en la playa.

5
En 4 días, iremos 3 veces a la playa de la Barceloneta, siempre al mismo hueco (uno le coge cariño a cualquier cosa). Cruzaremos 6 veces la Rambla. Iremos de cañas unas 4+3+6 veces. Tomaremos chipirones, hummus y kebab. En conjunto, todo muy sano y multicultural. Oiremos 2 conversaciones surrealistas, contando la de las chinas y coreanas. Veremos unos cuantos capítulos de alguna que otra serie. Bajaremos en 1 sola bicicleta desde Gracia hasta el Raval algo borrachos, donde tomaremos 1 licor café de despedida.

martes, 22 de mayo de 2012

Oda en bici a Barcelona


Cruzando la plaza del MACBA observo que, a primera hora de la mañana, ofrece una diversidad social considerable. (Soy un observador matutino nato: a más legañas, mayor perspicacia.) El grupo de vagabundos local, los barrenderos con su coche de limpieza, los niños que van al colegio, los guardas de seguridad del museo, etc. Dos mossos d'esquadra motorizados armonizan el conjunto y pacifican a un par de mendigos con más ganas de juerga de la tolerada. No echo de menos a los skaters y su legión de mirones que se adueñarán de la plaza más tarde. Sí echo de menos, en cambio, a los lateros, habituales del turno de noche. Las latas de cerveza que aún motean el cemento, como amapolas sobre un campo de trigo, suplen en parte su ausencia. También me ponen un poco nostálgico.

La estación de Bicing me adjudica la séptima bicicleta. Hay dos niños sentados en la séptima y la octava. Pedalean como si les fuera la vida hasta que se percatan de que una de sus bicis me pertenece durante la próxima media hora; bajan al instante; sacan mi bici del anclaje y me la entregan con diligencia.

—¡Muchas gracias! —les digo emocionado. Me siento aliviado, porque estaba seguro de que se la iban a querer llevar. El sentimiento de culpa por haber llamado ladrones a unos niños de diez u once años sustituye rápidamente al alivio.

—De nada, señor —dicen al unísono mientras se van corriendo hacia el colegio. Están tan contentos por haber sido útiles que me contagian su alegría pueril, eliminando todo rastro de nostalgia o culpabilidad. Llego a perdonarles que me hayan llamado señor. Llego incluso a pensar que la felicidad es una suma de grandes pequeños instantes como este, y tonterías parecidas.

Mi contento se completa cuando subo a la bicicleta y me pongo en movimiento. Para mí, no hay mejor despertar que recorrer Barcelona en bici a las ocho de la mañana.

Por la calle del Carme, suben algunas persianas, se abren puertas y ventanas. Como Argos, toda ciudad es un gigante de mil ojos. La cima de la belleza ocular es el ojo dormido que despierta; por eso las ciudades están más guapas cuando se despiertan, o al menos Barcelona; luego suelen ponerse insoportables, y no hay belleza que valga. Puestos a personalizar ciudades, si los pechos de Cataluña son, como decía Jacint Verdaguer, el Montseny y Montserrat, Barcelona es una ciudad de penes: la torre Agbar encabeza el skyline de miembros, seguida por las torres Mapfre y el Hotel Arts; no será la más alta, pero sí la más bonita.

Pensamientos tan poéticos como estos me embelesan cuando estoy a punto de chocar contra un camión de la basura, parado en medio de la calle. Corrijo la trayectoria y me subo a la acera. La maniobra me sale cara y le pego un codazo a un transeúnte inocente. Me insulta y recrimina mi falta de civismo. Levanto el brazo pidiéndole perdón, le grito que ha sido sin querer y vuelvo a bajar la acera. Debería de haberme parado para que percibiera la sinceridad del arrepentimiento en mi rostro, pero llego tarde a clase. Por suerte, mi buen humor no ha menguado por este amago de accidente.

Bajar en bicicleta por la Rambla casi vacía —de personas y de coches— es una delicia. (Durante el día, la Rambla es un infierno atestado de turistas; por la noche, es otro tipo de infierno, ni mejor ni peor pero infierno al fin y al cabo; solo es soportable durante las primeras horas de luz.) Los mossos aún no tienen trabajo, así que se reúnen en grupos de cuatro y comentan los porrazos y las multas que repartieron ayer, lo malos que somos todos, o qué sé yo. Están tan contentos que no les importa que me salte los semáforos en rojo. Saltarme semáforos en rojo cuando voy en bici aumenta mi felicidad a cotas insospechadas; si hay un grupo de mossos cerca, mejor. Es como una droga. Mi sueño es recorrer toda la Rambla en rojo, encadenando infracciones leves hasta Colón. Uno es sencillo y tiene suficiente con transgresiones así de ridículas.

Si algún turista madrugador quiere cruzar, me detengo y le cedo el paso, faltaría más. Entonces me siento como un César que perdona una vida. La otra gran satisfacción del ciclista es zigzaguear entre los coches. (Para poder saltarse el semáforo en rojo, evidentemente.) Adelantarlos mientras están atascados me reafirma en mi fe ciclista.

En el paseo Colón, puedo ir por fin por carril bici. Aquí las bicis son, supuestamente, dueñas de un espacio. Lo que define a la bici en el espacio urbano es que no tiene un espacio propio: no es bienvenida ni en la acera ni en la carretera. Allí, la bici molesta a los que van a pie porque va demasiado rápida; aquí, a los coches, porque va demasiado lenta. El carril bici es un apaño que solo roba espacio a transeúntes y vehículos. En este tramo, como en la mayoría, los peatones invaden tranquilamente el hábitat natural de la bici. Como me he saltado varios semáforos en rojo, no me enfado con ninguno: los insulto sin pasión al pasar y les suelto un par de timbrazos; nada más.

Frente al parque de la Ciutadella, cerca del final de mi trayecto diario, está mi tramo favorito. Aquí entran y salen los coches de los políticos del Parlament, y quizá los de los empleados del zoo. Cada vez que paso por delante, me río con este chiste histórico-geográfico de juntar, en una antigua ciudadela militar española, a políticos catalanes y a animales enjaulados.