jueves, 25 de diciembre de 2014

Muros y banderas

—Oye, ¿por qué no me has puesto un punto en esta viñeta? ¡Sólo tengo 0.75! Y está todo perfecto. ¡Mira!

Miro: el dibujo está hecho deprisa y corriendo; el texto está bien, pero hay algún error de escritura; por esto en esta viñeta no tiene un punto entero. Tiene un 4 de nota total, que en el sistema polaco equivale más o menos a un 8 en el español. Miro al alumno: Marcin (márchin). Peinado undercut, sonrisa burlona, camiseta de Minecraft asomando por una camisa de cuadros rojos, carmesí y negros, pantalones bombachos mostaza. Quince años recién cumplidos, último curso del gimnazjum o tercero de la ESO polaca.

—Marcin, tienes un 4, esta nota está muy bien.

—¿Un 4 muy bien? —Marcin reacciona al instante, elástico muelle adolescente—. Mi padre dice que un 4 está muy bien si quieres trabajar en MediaMarkt, en McDonalds o en otros lugares con eme de mediocre. Si quieres tener tu propio negocio o ser abogado o presidente, necesitas un 5.

Antes de contestarle, calculo si dándole 0.25 puntos extra le cambiaría en algo la nota definitiva. Evalúo si merece la pena la batalla.

—Marcin, fíjate bien. Aunque sume o reste 0.25 puntos, tu nota no cambiará. Seguirás con un mediocre 4.

El muelle Marcin no se mueve. Duda. Calcula. Mientras tanto, repaso de nuevo sus deberes. Tenían que hacer un cómic de la leyenda del suspiro del moro en cuatro viñetas. Por ejemplo, primera viñeta: la España de la última Reconquista; segunda viñeta: una panorámica de la Granada mora; tercera: el rey Boabdil negociando con los Reyes Católicos; última: Boabdil contemplando la Alhambra, llorando, suspirando, huyendo, y su madre soltándole la famosa frase. Marcin me mira y habla lentamente.

—Pero, señor profesor, usted siempre dice que las notas no son importantes. 

—Claro —respondo yo, muelle aún inoxidado—: lo importante es aprender.

Dejo de mirar a Marcin y miro a mi alrededor. El resto de estudiantes está charlando entre sí. Algunos cuelgan su cómic de la leyenda del suspiro del moro en las paredes de la clase, como les he pedido que hagan. Otros descansan o desayunan a escondidas. Uno de ellos mira absorto por el tragaluz. ¿Qué demonios debe de estar curioseando tan ensimismado por aquella diminuta ventana? Estamos en la peor clase del instituto: un lúgubre sótano de unos 15m2 cuyo tragaluz da a un patio de luces medio abandonado: sin chicas que espiar, ni perros ni gatos callejeros, ni vecinos ni nadie, tampoco hay vegetación, ni siquiera ropa tendida, apenas ventanas, probablemente se verá una rendija de cielo minúscula, segmentada por los barrotes que impiden la escapada de alumnos y profesores, aunque el clima cracoviano no le permitirá al chaval contemplar un fragmento del cielo azul o del sol. Pero el interior del aula no es mejor. El techo bajo y asfixiante, las baldosas cochambrosas de bar, la maltratada pizarra coronada por un crucifijo (sic) y el escudo polaco, las mesas y sillas presidiarias, el olor a tiza y humedad. El aroma de la humedad se condensa en varias manchas en las paredes, los sobacos de la clase. Las manchas que han aparecido recientemente las estamos tapando con los tebeos del suspiro del moro. Las del curso pasado las cubrieron con una bandera de España y un póster de una chica bailando sevillanas. En la clase de español, la marca España oculta —como Dios manda— otras marcas indeseables.

La primera vez que entré en aquella clase sentí un escalofrío atávico. No por los alumnos. Tampoco por ser un aula pequeña, oscura y sucia, un zulo. Ni por las manchas de humedad, ni por la ventana carcelaria. Y el escudo polaco, con su imponente águila blanca, tampoco es muy chocante. A menos, claro, que se combine con una bandera española y un crucifijo. Sólo faltaban el retrato del Caudillo y el de Primo de Rivera y una imagen de la Virgen, para confirmar que había realizado un viaje en el tiempo. Me saqué un selfie en la clase para subirlo a Facebook: admirad mi fotografía sin editar, un desplazamiento físico puede devenir un viaje a las regiones más sobacales de nuestra historia. Incluso ideé el comentario idóneo: "¿Quién sabe dónde está el primer parque temático franquista? Una pista: no es el Valle de los Caídos". Pero cuando vi de nuevo la foto en Facebook me asusté, reflexioné y decidí borrarla sin compartirla. No sería el primer lío de banderas y redes sociales en el que me metía en mi estancia en Polonia.


* * *

Unos meses antes de empezar en el instituto, ya estaba trabajando en una academia de "lengua española y cultura hispanoamericana". Un sábado, hicimos una presentación de la cultura española para estudiantes y curiosos: comida, fútbol, siesta, tradiciones, tópicos y poco más. Al acabar, la directora nos pidió a los cinco profesores españoles que nos sacáramos una foto. Detrás de nosotros habría una bandera española presidiendo la imagen. Y cada uno aparecería posando con un objeto español de los que había por la escuela: un molino de viento, un toro, un abanico, un retrato de Cervantes. Pero, ay, sólo teníamos cuatro objetos. Alguien propuso que uno de nosotros posara con un libro en o de español, había muchos en la escuela. Los que estábamos allí, incluidos los españoles, soltamos una carcajada espontánea. De repente, un estudiante polaco apareció con una bandera.

—El catalán con la bandera de Cataluña, ¿no? —me dijo, ofreciéndomela.

—Pero ¿sabes que esto no es exactamente una bandera de Cataluña? —le contesté—. Esto es una estelada, no una señera.

Le expliqué la diferencia, pero no me entendió. Las palabras no oficial e independentismo no significaban mucho para él. Le dije que yo no soy independentista ni catalanista, pero aún soy menos antiindependentista y españolista; en fin, que no me gustan las banderas ni los nacionalismos.

—Claro, claro. Pero el catalán con la bandera de Cataluña —sentenció.

A mis compañeros de trabajo, que sí sabían diferenciar entre las banderas, no les pareció mala idea. Ninguno de ellos era independentista, pero tampoco lo contrario. Además, como yo, debían de estar ya un poco hartos de aquel show. Podría haber encontrado otros objetos españoles más españoles que aquel; seguro que corría por allí alguna botella de vino vacía o una camiseta de La Roja. Podría haberla doblado y convertirla en una simple y menos controvertida señera. Pero, por algún motivo tan misterioso como la aparición de aquella bandera, decidí salir en la foto con ella, es decir, con la estelada; el resto de mis compañeros llevaba cada uno su objeto, y la rojigualda se erguía a nuestras espaldas. Vi de pasada la fotografía en la pantalla de la cámara y me recordó el genial oxímoron que Albert Pla llevaba en un programa de Buenafuente: una camiseta del Barça bordada con un escudo del Real Madrid. Luego, la directora siguió sacando fotos de los profesores y los alumnos, todos muy felices y sonrientes, pasándolo en grande entre sevillanas, charanga, paella, sangría, toros, siesta, fútbol y panderetas. La fiesta de la marca España.


Al salir de allí, me olvidé completamente de España, de su marca y de la fotografía: era, por fin, fin de semana. El lunes por la tarde, al entrar en la sala de profesores, uno de mis compañeros me mostró una foto de Facebook: los cinco profesores con sus objetos españoles, la bandera española de fondo, la estelada sujetada por mí. La directora había compartido en la página de Facebook del centro las fotos del evento. Había otra donde un compañero de trabajo cartaginés llevaba en sus hombros la estelada y yo, a su lado, cargaba u ondeaba la rojigualda; pero no tenía comentarios, apenas un triste par de likes. Sólo una tenía comentarios. Veinticinco.
"Vergonzoso que se haga apología del independentismo en una escuela de español". 
"Ataque gratuito a los españoles. Ni en Cracovia nos dejan tranquilos". 
"¿Pero alguien ha asistido a la presentación? ¡En ningún momento se habló del independentismo! Casi no dijeron nada de Cataluña...".  
"Auténtica comida de tarro polaca.  Son una plaga".
"El independentismo catalán es tan español como el Quijote y el queso manchego, ignorantes".
"Los catalufos deforman la historia y la realidad en Cataluña y en Cracovia. Es muy fuerte".
"Quien no vea que el tipo independentista quiere dar la nota, provocar, es tan gilipollas como él. Yo, por respeto y sentido común, no iría a una manifestación independentista con banderas de España".
"Pues a mí me ofende la bandera española y no digo nada". 
 "Y a todo esto... ¿nadie se ha dado cuenta de que han colgado la bandera española VERTICALMENTE? ¡Herejes! ¡Antipatriotas! ¡Quintacolumnistas!"
"Aparte de las banderas y los tontos independentistas que las izan para ligar con polacas, me encanta la hipocresía del nacionalismo catalán. Derecho a decidir, sí, pero ¡o decidimos todos o la puta al río!".
Etcétera, etcétera. Los que hablaban no eran polacos, sino españoles. Fue entonces cuando me percaté de la alarmante cantidad de españoles —y algunos catalanes— que había en aquella ciudad. (¿Habría también un gueto catalán separado, o no, del gueto español?) Lo único raro era la guerra de comentarios que se había desatado entre ellos: la comunidad española cracoviana es una familia grande, un pueblo pequeño, así que se debían de conocer todos entre ellos. ¿Cómo era posible que se atacaran con tanta impunidad? ¿Cómo aguantar en el bar al que te ha llamado gilipollas online? Porque yo no era precisamente el único que recibía puñaladas en aquellos comentarios, al contrario: del tonto de la estelada apenas se decía nada. Tampoco me cuadraba que hubieran encontrado la foto tan rápido. ¿Habrían asistido a aquella presentación? ¿Qué se les había perdido en un evento para estudiantes polacos? ¿O habrían trabajado en aquella academia de idiomas? ¿Tendrían a algún conocido estudiando o dando clases? Pero cuando vi el like de un amigo mío de Barcelona me acordé de que Facebook acelera la realidad: bastaba con que alguno de los profesores o estudiantes hubiera sido etiquetado, o que le hubiera gustado la foto o la hubiera comentado o compartido, y que un amigo, o amigo de un amigo, hiciera lo mismo, para que se extendiera a una velocidad alarmante. Propagación viral transfronteriza. Pero aquel nunca llegó a ser un virus muy contagioso. Nadie se interesó demasiado por la foto de la discordia.

Al ver en Facebook la bandera española junto a la estelada, me percaté de lo que había pasado por mi cabeza antes de sacarme la foto, es decir, qué lógica me había empujado a hacerlo: las banderas no representan nada para mí, son sólo telas coloreadas, así que puedo hacer lo que quiera con ellas. Si algo no tiene significado, no puede afectarme, ergo puedo ignorarlo completamente. Cuando le expliqué al que trajo la bandera lo que significaban, le estaba diciendo lo que significaban para los demás. En mi cara sonriente se podía adivinar aquella lógica aplastantemente inocente. Tan lógica como creer que hay un elefante rosa en la habitación por la sencilla razón de que nos gustan los elefantes rosas. Como creer en Dios porque nos desagrada que no haya Dios. Mi mueca era una burbuja aislante. Pero cuando me vi en la pantalla me di cuenta de mi error. Que me gustara que las banderas no fueran más que trapos no significa que lo sean. No podía atribuirles un significado diferente —o la falta de este— sabiendo que el mundo ya había definido aquel significante. Pero era sábado por la tarde, estaba cansado, quería irme a casa, nadie me dijo que la colgarían en Facebook, no pensé que la fueran a ver otros españoles que los allí presentes: tenía muchas excusas. El resultado de mi ignorancia era aquella divertida anécdota.

Pensé en pedirle explicaciones a la directora, pero nadie me había obligado a aparecer con mi peculiar objeto español; exigirle que la borrara sería reconocer mi error. Me lo tomé, pues, a broma e intenté ignorar el asunto. Si me pude sentir mal era por no haber previsto que aquello sucedería. Además, me había creado una fama de alborotador que yo no tenía, aunque me merecía el equívoco. Los otros profesores, por solidaridad, sugirieron sacarse todos fotos con diversas combinaciones de banderas —autonómicas, estatales, oficiales y no, nacionales, internacionales y todo cuanto surgiera— y colgarlas en Facebook. Aquella orgía de banderas desactivaría la polémica generando más polémica, o al menos disgregaría el centro de atención. En realidad, se trataba de actuar con la misma inocencia que yo había demostrado para perdonar mi ignorancia o estupidez. El cartaginés trajo la bandera roja del Cantón de Cartagena de 1873-1874, dispuesto a plantarles cara. Llegó a la sala de profesores y clavó el asta en el cubo de la basura como quien declara una guerra. Durante aquella semana, aparecieron una bandera negra y otra blanca, una riojana, una independentista canaria, una polaca, una ikurriña, una de Castilla-La Mancha, una estreleira, una rojinegra de la CNT, una franquista con el escudo del águila e incluso una de Kosovo. Surgieron de la nada, de repente, como la estelada. Aunque la terapia de choque de las banderas podría haber funcionado, preferimos no causar más controversia: la controversia llega, ya se sabe, sola. Me conformé con ver aquel esperpéntico collage solidario en la sala de profesores.

Mientras, en Facebook, una tal Alicia Maraví era quien más caña nos metía a mí, a la academia, a los profesores, a los catalanes, a los independentistas, a los masones, etc. Era un fake, un perfil creado un par de días antes para poder soltar mierda impunemente sobre la fotografía. En la foto de su muro aparecían unos supuestos independentistas encapuchados quemando una bandera española, acompañados de una frase demagógica cualquiera. Pero enseguida la cambió: se puso como foto del perfil nuestra imagen, pero retocada con Paint. Nuestros rostros aparecían tapados con unos rectángulos blancos. Como si nuestras caras fueran manchas de humedad sobacal que hay que esconder para evitar que contagien al que mira. Peor aún, parecíamos unos auténticos terroristas. Sin mi sonrisa inocente, yo semejaba un sádico extremista. Sin embargo, lo más curioso era que, al mirar la fotografía, lo último en lo que uno se fijaba era en las banderas. Aquellos cuadros blancos no sólo cubrían nuestros rostros, también escondían la supuesta ofensa de las banderas. El espectador ya no se preguntaba por qué alguien sujetaba una estelada habiendo detrás una rojigualda. Las banderas quedaban desteñidas y en segundo plano, eran parte del decorado terrorista; lo relevante eran ahora las caras escondidas y el terror sin mensaje que querían transmitir. El espectador, pues, se decía: ¿a quién habían secuestrado aquellos cinco fanáticos? ¿Y cuánto pedían por el rescate? ¿Dónde habían puesto la bomba? ¿Qué fundamentalismo predicaban? ¿Qué tipo de educación habían recibido? ¿Qué traumas habían arruinado sus infancias? ¿Cuánta sangre inocente habían derramado ya?


Pero el momento cumbre llegó durante el fin de semana. Alicia Maraví escribió el siguiente mensaje:
"Todos sabíamos ya que la propaganda independentista había cruzado las fronteras nacionales e internacionales. Pero boicotear un acto español con publicidad independentista supera todos los límites de la geografía moral. No importa que sea una academia de idiomas, como algunos alegáis: la lengua española también está preñada de nuestros valores. Tampoco es excusa que sea un centro privado y de otro país: los vituperios siempre acaban alcanzando su diana. Y, aunque no haga blanco, toda afrenta debe ser castigada de raíz: la abyecta intención es lo que hay que sancionar, amputar si es necesario. No podemos permitirles ni el más leve de los ataques. Hoy ondearán sus sucios trapos en Polonia, mañana en Bruselas y pasado en Madrid. La próxima semana lograrán sembrar la semilla de la disidencia en los inmaculados surcos de nuestra tierra patria, labrados con nuestro sudor y esfuerzo. ¡Que se planten sus simientes en sus hendiduras traseras! Sin duda, merecen recibir su medicina. 
Propongo, por tanto, boicotear a los boicoteadores. Que prueben sus sucias tretas. El próximo sábado, esta infame academia de idiomas celebra otro evento relacionado con España. Dicen que ofrecerán clases de conversación en español. ¿Podéis creerlo? Yo no. Está claro que esta vez los pobres alumnos tendrán que hablar de la independencia, de Cataluña, de la estelada, de la señera, de las sardanas, del clan Pujol, qué sé yo. El primer paso ha sido lavarles el cerebro con una imagen; ahora, con palabras. 
¿Qué podemos hacer nosotros? Asistir al evento, interrumpir su adoctrinamiento e iluminarlos con la verdad. Presentarles lo que es el problema catalán para que ellos mismos descubran que les estaban lavando el cerebro. No hay mejor antídoto que la verdad, compañeros. Les leeremos mi «Manifiesto Maraví» y se van a cagar".
Efectivamente, el sábado siguiente teníamos un evento para conversar sobre España. Los profesores les expondríamos un tema a los alumnos y tendrían que hablar de él. El independentismo, Cataluña, el catalán y las banderas no eran, por supuesto, asuntos de los que fuéramos a platicar. Pero eso a Alicia no le importaba mucho.

Durante los días anteriores al acto para conversar, rodeados de nuestras banderas, los profesores fantaseamos un poco con la llegada de Maraví y sus salvadores de la verdad. Imaginamos a unos encapuchados violentos, similares a nosotros en la foto editada por Alicia, entrando en la escuela y gritando: ¡todo el mundo al suelo! Todos obedeceríamos porque llevarían armas de fuego y una bandera española. Con los confusos estudiantes polacos y los profesores tumbados, Maraví leería su manifiesto. Por supuesto, ningún polaco entendería nada, quizá ni siquiera los profesores latinoamericanos. La restauración de la verdad de Maraví no está al alcance de todos. También planeamos hacer un pequeño debate sobre lo acontecido con la foto de Facebook, para que los estudiantes pudieran opinar y decir la suya. Así, cuando llegaran los boicoteadores se podrían unir a la conversación. Pero pronto vimos que necesitaban demasiada información y dominio de la lengua y la cultura para entenderlo; muchos ni siquiera habrían leído los comentarios de la red social. Además, le faltaba el ingrediente esencial para que un tema de debate triunfe: que le interese al alumnado. Nuestras batallitas con Alicia Maraví no le importaban a nadie. Su restauración de la verdad sólo le concernía a ella y a nosotros.

El día del evento llegó. Antes de empezar a hablar del tema principal, explicamos lo que había pasado realmente: cómo una foto sin mala intención —aunque la estupidez es peor que la maldad— había generado tanta polémica. Nadie sabía de lo que estábamos hablando; pocos nos entendieron. Así que comenzamos a conversar sobre cómo sobrevivir en la España de la crisis económica. La mayoría de ellos tuvo algo que decir, claro: los polacos entienden mucho de crisis. Aunque al principio estuvimos pendientes de la llegada de los salvadores de la verdad, pronto nos olvidamos. Como era de esperar, no vino nadie a boicotear nada.

Los profesores quedamos bastante decepcionados. Nuestra aventura con Alicia Maraví y los salvadores terminaba deshinchándose. Su perfil fue eliminado de Facebook unos días más tarde. Las banderas, resignadas, fueron abandonando la sala de profesores. Yo he dejado de ser el tonto de la estelada. La foto de la discordia sigue disponible online, pero nadie le presta atención ya, ni polacos ni españoles. Las anécdotas melancólicas de aquellos días de banderas son lo único que nos queda.

—En el fondo, tú querías llegar al final de la aventura, resolver el conflicto —me dijo hace unos días por Facebook E, mi amiga psicóloga—. Estabas, y estás, seguro de que tienes la razón: en tu inconsciente, la fotografía no era una estupidez ni un error, sino un acto de tu voluntad reprimida. Si Alicia se presentaba, tenías ya preparado un contramanifiesto donde expresabas tus ideas, ¿me equivoco? ¿Me lo quieres leer? ¿Me dices lo que piensas? No, claro, lo entiendo. Necesitas una situación como aquella para decir lo que piensas. Sólo en un marco de conflicto hablarías. No digas nada, no hace falta. No les interesaba a los polacos, pero a los españoles y catalanes tampoco.

»Ya hablo yo por ti. En tu cabeza —seguía E—, las dos banderas no están completamente vacías de significado, como tú dices, porque nada carece de significado. Pero tampoco son una contradicción insoluble. Son las dos caras de la misma moneda, la pulsión de vida y la de muerte, los Beatles y los Rolling, el fuet y la morcilla. Sin embargo, aparecer casualmente en la foto con ambas banderas fue insuficiente. Te quedaste muy corto: cobarde valentía. Tendrías que habértela sacado tú mismo y salir tú solo, sin escudarte en los demás, compartirla y comentarla, poner algo como
"Me toca los cojones tener que ser español o catalán. No soy ni independentista ni españolista. Que os follen a los dos bandos".
»¿Tengo razón o no?

* * *

—Sí, claro que sí —dice Marcin—. Tiene usted razón, profesor. Aprender es lo importante, mucho más que las notas. Aprender, claro, claro. Aprender. Pero también... ¡la verdad! ¡Es injusto ocultarla! ¡Yo merezco esos 0.25 puntos! ¡Injusticia! A mí no me importa la nota. No me importa tener un 4 o un 5. Pero me importa tener lo que merezco, me importa la verdad. Mi padre dice: si pagas diez manzanas, que te den diez manzanas. Si te dan nueve, es injusto; si te dan diez peras, es injusto; es injusto incluso si te dan diez coches. Revise bien el ejercicio, profesor, verá cómo la verdad es que merezco los 0.25 puntos.

No sé qué referencia es peor: la mención de la verdad o la cita de (auténtica) autoridad paterna. Pero logra hacer clic en mi interruptor de las batallas: clic.

—Muy bien, Marcin, me parece muy bien que quieras la verdad. A mí me encanta la verdad. Para empezar, Marcin, dile a tu padre que tanto en Polonia como en España las manzanas se compran al peso, no por unidades. Así que cuando pagamos diez manzanas, en realidad estamos pagando el peso de esas manzanas. Por eso podría darse el caso de pagar nueve manzanas muy grandes por el mismo precio que diez manzanas muy pequeñas. El coste es el mismo, el peso es el mismo, pero el número de manzanas es diferente. Pero volvamos a tu cómic. Los dibujos de esta viñeta no son nada del otro mundo. Mira esta montaña, sin pintar. O mira la ciudad de Granada: sólo hay un edificio, dos árboles y una torre; menudo villorrio. Y mira al rey moro: un monigote con turbante que no parece para nada triste. Ni siquiera te has acordado de dibujar a su madre. ¿Dónde está la madre? ¿Quién le dice "llora como mujer lo que no has sabido defender como un hombre" si el rey está solo? ¿La ciudad de Granada? ¿Las montañas incoloras? ¿El cielo color montaña? ¿El coro trágico? Si al menos lo hubieras dibujado... Mira, Marcin, yo os pedí que hicierais un cómic. Los tebeos se componen de ilustraciones y textos. No puedo darte un punto entero por esta viñeta. Confórmate con el verdadero 4, venga.

—¡Señor profesor! —protesta Marcin—. Esa no es la verdad. Para empezar, en Polonia, algunas manzanas las compramos al peso, pero otras, como la Granny Smith, lo que ustedes llaman manzana verde, se venden por unidad. Así que si pago diez manzanas verdes y me dan nueve, sea cual sea el tamaño, estarán faltando a la verdad. Pero, manzanas aparte, ¡estamos en clase de lengua española, por el amor de Dios! Si dibujamos bien o mal no es importante. Dibujar cómics es estúpido. Yo sólo quiero aprender el idioma. Mi padre dice que cuando él iba a la escuela no perdían el tiempo dibujando como niñas. Merezco esos 0.25 puntos, y un 5 también, si me apura; esa es la verdad.

Marcin me inspira odio y respeto a partes iguales. Está claro que el peor laberinto no es el circular, sino el diálogo adolescente.

—A ver, Marcin, ¿por qué piensas que os pedí que ilustrarais la leyenda del suspiro del moro? ¿Porque me gusta esta historia? No, la verdad es que no me gusta demasiado esta leyenda. No porque sea ficticia, como todas las leyendas. No me gusta porque ridiculiza el pacifismo, porque los moros son los perdedores, porque es machista. Lo sé, no me mires así: estoy haciendo una lectura anacrónica de la leyenda. Y tienes toda la razón, pero creo que tengo el derecho de leer la historia de este modo, si es difícil ponerse en la piel de otro, imagínate ponerse en la piel de otro tiempo. Aun así, acepto tu hipotética discrepancia. Digamos que la leyenda no me gusta porque no me importa mucho la Reconquista. Pero, en fin, no os pedí que hicierais un tebeo de la leyenda porque me gustara o dejara de gustar, sino porque creí que dibujar sería una actividad diferente y, a la vez, un buen sistema para comprobar que habíais leído el texto con atención. Simplemente no te doy los 0.25 puntos porque no dibujaste lo que decía el texto. ¿Dónde está la madre del moro, Marcin? ¿Eh, dónde está? ¿Quién habla en tu cómic? ¿Quién dice "llora como mujer lo que no has sabido defender como un hombre"? ¿Quién lo dice? ¿La verdad lo dice?

—Señor profesor —rebota rápidamente Marcin—. Usted nos pidió que adaptáramos la leyenda en cómic. Eso he hecho. Nos dijo que las leyendas no son fieles a la realidad, pero que eso no es importante. Deduje que no serle fiel a la leyenda sería concordar con su espíritu, serle fiel a su esencia. Por otro lado, está claro que es el propio rey Boabdil quien se está diciendo a sí mismo "llora como mujer lo que no has sabido defender como un hombre". Es un simple monólogo, un pensamiento o un aparte, lo que usted prefiera. En mi adaptación de la leyenda, el rey Boabdil realiza una autocrítica. Así resulta aún más trágica, ¿no cree? Por todo esto, merezco los 0.25 puntos. Y aun más: un 5 de nota final.

Respiro hondo. Es la primera clase del día y no puedo gastar tan pronto todas mis energías.

—Marcin, tu argumentación es muy interesante. Pero no me convence. Por otro lado, has escrito mal el título de tu cómic: "El suspiro del muro". Del moro, no del muro, Marcin. Un moro es un musulmán, especialmente los del África del Norte. Un muro es una pared. Los muros, como las paredes, no suspiran. Bueno, quizá suspirara el de Berlín, o suspire el de las Lamentaciones. Quizá suspiren las paredes de nuestra clase, pero no creo que las humedades sean lágrimas. No obstante, en tu tebeo no aparece ningún muro, ni dibujado ni por escrito. Y no me digas que es un muro metafórico, por favor. En cambio, sí hay un moro: míralo, con su turbante, podemos identificarlo fácilmente pese a que lo has dibujado deprisa y sin ganas. Sólo tenías que copiar el título del texto que leímos la semana pasada. ¿Si no puedes hacer esto, cómo voy a darte un 5? De hecho, quizá tendría que bajarte la nota a 3. Imagínate que en polaco no digo Rynek Główny (pronunciado rinek gufne) sino Rynek gówno (rinek gufno). ¿Es lo mismo decir plaza principal que plaza mierda? ¿Verdad que no? Pues lo mismo sucede en español. Una letra puede cambiar totalmente el significado de la frase, Marcin. No puedes tener un 5 si no eres consciente de lo que escribes.

—Señor profesor —contraataca Marcin—, no puedo estar menos de acuerdo con usted. Si he escrito muro está claro que ha sido sin querer. Un mero error tipográfico, ni siquiera ortográfico. Le puede ocurrir a cualquiera, sólo es un despiste desintencionado. ¿Penalizará mi futura carrera académica y profesional por esta errata insignificante? ¿Una letra determinará mi futuro?

—Marcin —digo suspirando—. Marcin, Marcin. Un escritor español, Alberto Olmos, dijo que "las faltas de ortografía son como corbatas mal anudadas, zapatos sucios, uñas mordidas". Pero tu error es de otra índole: no sólo denota desinterés y descuido, también destruye, asesina, el significado de tu texto. Tu falta ortográfica es una corbata ahorcando a un suicida, unos zapatos de cemento dentro de un río, unas uñas sangrantes intentando abrir un ataúd.

—Esto es injusto. Escribir u es casi lo mismo que escribir o. No puede usted perjudicarme tanto. Es una injusticia, una ofensa a la verdad. Hablaré con mi padre, que hablará con la directora, que hablará con usted y con sus padres.

—Marcin, basta. Siéntate. La discusión ha terminado, te estás pasando de la raya. Tienes un 4. Todos, por favor, sentaos. Hemos perdido ya mucho tiempo de clase, y no puede ser. Prestad atención. Vamos a aprovechar el tema del que estábamos hablando con Marcin. El que está embobado mirando por la ventana, gírate, por favor. Siéntate bien, venga. Vamos a hablar de la importancia de la ortografía y la corrección en la expresión escrita. Para ello, vamos a realizar un dictado de un texto que habla del tema. Escribiréis bien sobre escribir bien. ¿Qué os parece? ¿Fascinante, verdad?

»Sí, os da igual, ya lo sé. Bueno, coged la libreta y empezad a escribir. Voy a poner nota de este dictado. El título es "Parábola del reo de muerte". Empezamos, pues, venga. Marcin, tú también tienes que escribir, eh. Repito, voy a evaluar el dictado. Empezamos, ahora sí.

La palabra dictar tiene hijos tan insignes como dictado o dictador. Me encantan los dictados, especialmente el silencio que brindan. Pedagógicamente son, supongo, una aberración, como los dictadores. Pero todos necesitamos un momento de descanso.

—Empiezo, ¿sí? Venga. Título: [Mayúscula] Parábola del reo de muerte [Esto es el título. Comienza el texto]. En un país muy lejano de Oriente [con mayúscula, eh] [coma], un hombre fue condenado a muerte [punto]. Su nombre no es importante para esta historia [punto]. Huelga decir que fue culpado injustamente [punto]. [Abrid un signo de interrogación] ¿De qué se lo acusaba [cerrad el signo de interrogación]? Pues de haber asesinado a su mujer y a sus dos hijos [punto]. [Abrid un signo de exclamación] ¡Sí [coma], era un hombre inocente [cerrad el signo de exclamación]! Además [coma], nuestro condenado era un hombre de bien [dos puntos]: honrado, trabajador, abierto, liberal, galán, inteligente, simpático, buen señor, buen marido, buen padre, buen ciudadano y buen vecino. No sólo pagaba sus impuestos, sino que a menudo colaboraba con el rey en tareas de variada índole como, por ejemplo, la guerra. Como podéis deducir, aquel país muy lejano de Oriente era una sociedad más bien feudal.

—Profesor, ¿la última frase es un comentario o es parte del dictado?

—¿Puedes repetir las últimas frases?

—¿Dónde ponemos comas y puntos?

—¡Silencio todos! Ya no voy a leer los signos ortográficos. Deducidlos por las pausas. Como decía, a menudo colaboraba con el rey en tareas de variada índole como, por ejemplo, la guerra. Lo siguiente era sólo un comentario. Continúo.

»El único punto débil del carácter de nuestro hombre era no ser un patriota. Amaba a su familia y a sus hijos tanto como a sus amigos, pero no creía en aquella entelequia llamada patria. Para nuestro hombre, la patria era un invento: necesario, puede ser, pero invento al fin y al cabo. ¿Cómo se le podía pedir a alguien identificarse con gente a la que no conocía? ¿Amarlos, respetarlos y considerarlos sus iguales sólo por haber nacido en el mismo territorio jurídico que él? No, señor, no. ¡Qué disparate!, pensaba nuestro hombre inocente. Él entendía perfectamente que el rey hubiera creado aquel concepto para unir a todos sus súbditos, el orden era necesario y nuestro hombre también obedecía los mandatos de su rey, pero aquello no justificaba que él creyera en la patria. Llamadlo arrogante, si queréis. Quizá lo era, aunque él prefería llamarse a sí mismo racional.

»Pero no penséis que nuestro hombre inocente fue acusado injustamente por no ser un patriota. Esto no es un complot, ni mucho menos. El rey todopoderoso de aquel país de Oriente era listo y sabía estimar a nuestro hombre inocente a pesar de su único defecto, imperceptible al lado de sus múltiples virtudes. De hecho, podemos decir sin exagerar que nuestro hombre inocente acusado injustamente era uno de los llamados "hombres del rey". Hombres "de confianza", se entiende, claro. ¿Por qué lo acusaron, entonces, de haber asesinado cruelmente a su mujer y a sus dos hijos, un niño y una niña?

—Profesor, ha sonado ya la alarma. Es hora del descanso.

—Cinco minutos y acabo.

—¡Tengo hambre!

—Podéis agradecerle a Marcin estos minutos de recreo perdidos. Sigo con el dictado: antes de conocer el motivo de su injusta acusación, debemos saber quién mató a aquellas tres inocentes criaturas. La casualidad, alumnos queridos, o la mala suerte, si lo preferís, fue la causante de aquella catástrofe que estremeció a aquel lejano país feudal. Durante la tarde del asesinato, nuestro hombre inocente estaba reunido con el señor del pueblo vecino discutiendo alguna minucia administrativa que no viene al caso. Entonces, el terrible Ho Lin pasaba cerca de la casa de nuestro hombre inocente. Ho Lin era el más vil de los villanos del aquel país. Sólo vivía para saciar sus repugnantes apetitos. Se fijó en la bella esposa del hombre inocente y decidió tomarla, porque Ho Lin hacía lo que quería, nunca lo que debía. Su voluntad le dictaba la moral, y su voluntad le dictó que quería violar brutalmente a aquella pobre mujer. No es necesario, creo, que describa la excesiva dureza que empleó con ella. Sólo diré que obligó a sus hijos a mirar todo el acto: los encadenó a la cama y les arrebató de un mordisco los párpados. La ferocidad con la que Ho Lin forzó a la mujer del hombre inocente fue tal, queridos alumnos, que le otorgó al hijo mayor la fuerza necesaria para que liberara la mano izquierda de sus cadenas y pudiera arrancarse sus ojos. Es una pena que, liberado de su tormento, no se los sacara también a su hermanita. No sabemos si los críos fueron violados a continuación, porque las técnicas autópsicas no estaban muy desarrolladas en aquel lejano país de Oriente. Pero fueron torturados con las mismas intensidad y creatividad que la madre. Acabado su estropicio, Ho Lin siguió su camino. A la mañana siguiente, llegó el hombre inocente y descubrió aquel infierno doméstico. Un día después, un campesino lo encontró durmiendo abrazado al coxis de su mujer. Estaba rodeado de sangre, vísceras estrujadas, vómito, huesos quebrantados, cuero cabelludo, uñas, pelo y excreciones. En el juicio alegó que no halló otra cosa más abrazable que aquel pequeño hueso.

»Para los que conocían a nuestro desgraciado hombre inocente, era evidente que él no era el asesino. Además, otra aldea cercana denunció las tropelías de Ho Lin. Pero este no fue detenido porque nadie se atrevía a cruzarse en el camino de su voluntad. Sin embargo, la ley de nuestro país muy lejano de Oriente necesitaba pruebas, y estas estaban en contra del hombre inocente. La firma de Ho Lin encontrada en el suelo del cuarto de los niños, realizada con los intestinos de las tres víctimas, podía ser obra de cualquiera, aunque muchos veían en ella la huella del mismo Ho Lin. El juicio fue durísimo para los asistentes: todos veían claro que estaban acusando a quien no tocaba, pero las circunstancias estaban en su contra. El día en el que se fallaba la sentencia, apareció el señor del pueblo vecino con quien había estado reunido nuestro hombre inocente. Declaró in extremis que el hombre inocente no podía ser el asesino porque tenía coartada. Entonces explicó que aquella tarde estaban decidiendo dónde construirían una escuela y un hospital financiados por el señor y el hombre inocente. Todo el mundo experimentó un júbilo inmenso, incluso los jueces. Parecía que se haría justicia, finalmente. Por primera vez desde hacía varios días, el hombre inocente experimentó cierta tranquilidad.

»Ya sólo faltaba esperar el fallo del rey, el juez absoluto. Este tenía la última palabra. ¿Condonaría al hombre inocente, como todos esperaban? En un silencio sepulcral, el escribano del rey abrió el sobre y leyó la sentencia:
"Condenado".
»Se hizo otro silencio, esta vez sepultural. Nadie esperaba aquel veredicto. ¿Tampoco vosotros, verdad, queridos estudiantes? ¡Menuda sorpresa! De súbito, el hombre inocente se vomitó sobre un brazo. Los jueces miraron al escribiente, que miraba alternativamente al rey y el sobre, arriba y abajo, como si confirmara su estupefacción. Los asistentes miraban alternativamente al rey y al hombre inocente, como en un partido de tenis. El rey le indicó al amanuense que se acercara. Le susurró al oído: "¿Insensato, qué has dicho? ¿Has leído bien la sentencia?" El escribano hizo de nuevo que sí con la cabeza y le enseñó el papel al monarca. "¡Idiota, has escrito condenado y no condonado!", gritó el soberano, levantándose encolerizado. Todos los ojos se posaron sobre él, incluso los del hombre inocente, que esta vez se vomitaba un zapato. El hombre inocente sabía que debería haber sido condonado, pero que había sido condenado. La palabra del rey era la única verdad, todo el reino lo sabía. No había nada que hacer: la verdad no se puede contradecir ni rectificar ni corregir. Por encima del vocerío de los allí presentes, el rey pronunció las últimas palabras del juicio: "Hombre inocente, estás condenado a muerte por el asesinato de tu familia". Entonces el soberano se le acercó y le susurró al oído: "Perdona a mi escribano. Ha escrito una letra mal, pero lo ha hecho sin querer. Ha cometido un mero error tipográfico, ni siquiera ortográfico. Le puede ocurrir a cualquiera, sólo es un despiste desintencionado".

»Aún no hemos acabado, un momento. Aquel incidente se olvidó bastante rápido. La vida del reino continuó como siempre. El amanuense siguió con su trabajo; al fin y al cabo, un mal día lo tiene cualquiera. Ho Lin no fue encontrado y siguió haciendo pillerías por donde pasaba. El rey llegó a la conclusión de que quizá la muerte del hombre inocente condenado había sido justa, pues vivir tras la muerte de toda tu familia es un sinsentido.

Los estudiantes se levantan rápidamente de sus sillas y empiezan a recoger sus bártulos.

—Buen trabajo, chicos. Dejad los dictados sobre mi mesa antes de salir. Reflexionad sobre esta historia y la corrección en la escritura. Que tengáis un buen día.