Todos somos nosotros y nuestras circunstancias, es decir, cuanto nos
rodea, pero también somos aquello que nos precede: somos nuestro
pasado. Esto es mucho más marcado y evidente en los pueblos, donde
tu vecino, cuando te mira, te ve a ti y a al mismo tiempo ve a tus
padres, a tus hermanos, quizás incluso a tus abuelos. No eres Juan,
eres Juan el de María. Así, la mirada del vecino incluye lo que
eres, lo que eras y lo que otros son o eran. Esto a algunos les
asfixia, sienten que el pueblo es una Gestapo en miniatura; a otros
les tranquiliza, para ellos el pueblo es una familia grande. En los
pueblos el pasado es mucho más presente que en las ciudades, donde
el presente apenas es presente, solo es instante. En la ciudad todo
va más rápido, hay mucha más gente e información que procesar,
por lo que la visión del otro suele carecer de otras referencias que
las visuales. No es que el urbanita no prejuzgue al otro, es que lo
hace de otro modo, con otros recursos. No eres Juan, eres un número,
un hombre alto o bajo, guapo o feo, rico o pobre, con o sin gusto, y
poco más.
Por todo esto la narradora de Las palabras de la noche (1961)
empieza hablando del pueblo italiano donde vive y de sus
habitantes, de sus trabajos y sus días, y no de sí misma. Durante
más de la mitad de la novela de Natalia Ginzburg, casi no sabemos
nada de este personaje femenino, pero ella nos lo cuenta todo sobre
su madre y (no tanto) sobre su padre, sobre el viejo Balotta, su
fábrica y sus hijos, sobre las esposas, los y las amantes y los
divorcios de aquellos, sobre el paso del fascismo por el pueblo,
sobre lo que unos opinan de otros, etc. De hecho, hasta pasado el
ecuador de Las palabras de la noche no
sabemos que la narradora se llama Elsa. Hasta entonces, las
historias ajenas le impiden a Elsa narrar la propia, siempre en
segundo plano. Pero no se trata de una narración decimonónica,
total y sobrecargada de detalles, sino de un relato casi oral,
agilísimo, un relato coral compuesto de los cotilleos del pueblo.
Por eso Las palabras de la noche empieza y acaba
con su madre hablando y hablando sin parar y sin permitirle a la hija
intervenir. En este sentido, Ginzburg es genial: logra plasmar la
imposibilidad de las mujeres de expresarse (en 1961 pero también hoy
en día). Sin embargo, mientras la madre habla, mientras Elsa cuenta
las historias de los demás, esta va dando pequeñas pistas sobre su
historia personal, datos que parecen no tener importancia. Así,
sabemos por su mejor amiga que alguien la ha visto con un chico en
una cafetería de la ciudad, el único lugar donde el anonimato es
posible. Elsa y el chico estaban cogidos de la mano, le dice su amiga
que le han contado. Pero cuando Elsa empieza a relatar su propia historia y
redobla la atención del lector, también capta la atención del
pueblo: los ojos de los otros, ay, la miran.