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martes, 10 de octubre de 2017

10 de octubre. Natalia Ginzburg, 'Las palabras de la noche'

Todos somos nosotros y nuestras circunstancias, es decir, cuanto nos rodea, pero también somos aquello que nos precede: somos nuestro pasado. Esto es mucho más marcado y evidente en los pueblos, donde tu vecino, cuando te mira, te ve a ti y a al mismo tiempo ve a tus padres, a tus hermanos, quizás incluso a tus abuelos. No eres Juan, eres Juan el de María. Así, la mirada del vecino incluye lo que eres, lo que eras y lo que otros son o eran. Esto a algunos les asfixia, sienten que el pueblo es una Gestapo en miniatura; a otros les tranquiliza, para ellos el pueblo es una familia grande. En los pueblos el pasado es mucho más presente que en las ciudades, donde el presente apenas es presente, solo es instante. En la ciudad todo va más rápido, hay mucha más gente e información que procesar, por lo que la visión del otro suele carecer de otras referencias que las visuales. No es que el urbanita no prejuzgue al otro, es que lo hace de otro modo, con otros recursos. No eres Juan, eres un número, un hombre alto o bajo, guapo o feo, rico o pobre, con o sin gusto, y poco más.

Por todo esto la narradora de Las palabras de la noche (1961) empieza hablando del pueblo italiano donde vive y de sus habitantes, de sus trabajos y sus días, y no de sí misma. Durante más de la mitad de la novela de Natalia Ginzburg, casi no sabemos nada de este personaje femenino, pero ella nos lo cuenta todo sobre su madre y (no tanto) sobre su padre, sobre el viejo Balotta, su fábrica y sus hijos, sobre las esposas, los y las amantes y los divorcios de aquellos, sobre el paso del fascismo por el pueblo, sobre lo que unos opinan de otros, etc. De hecho, hasta pasado el ecuador de Las palabras de la noche no sabemos que la narradora se llama Elsa. Hasta entonces, las historias ajenas le impiden a Elsa narrar la propia, siempre en segundo plano. Pero no se trata de una narración decimonónica, total y sobrecargada de detalles, sino de un relato casi oral, agilísimo, un relato coral compuesto de los cotilleos del pueblo.

Por eso Las palabras de la noche empieza y acaba con su madre hablando y hablando sin parar y sin permitirle a la hija intervenir. En este sentido, Ginzburg es genial: logra plasmar la imposibilidad de las mujeres de expresarse (en 1961 pero también hoy en día). Sin embargo, mientras la madre habla, mientras Elsa cuenta las historias de los demás, esta va dando pequeñas pistas sobre su historia personal, datos que parecen no tener importancia. Así, sabemos por su mejor amiga que alguien la ha visto con un chico en una cafetería de la ciudad, el único lugar donde el anonimato es posible. Elsa y el chico estaban cogidos de la mano, le dice su amiga que le han contado. Pero cuando Elsa empieza a relatar su propia historia y redobla la atención del lector, también capta la atención del pueblo: los ojos de los otros, ay, la miran.