Los veintitrés días que separan esta entrada de la anterior demuestran que nunca hay que hacerse propósitos. Quiero decir: fue proponerme escribir más a menudo y dejé de escribir. La solución más fácil sería escribir sobre los problemas para escribir, pero, que yo recuerde, ya lo hice al menos una vez, y otros lo hacen mejor y con más clase.
Lo hizo, por ejemplo, Enrique Vila-Matas en Bartleby y compañía, cuyo protagonista escribe, en su diario, sobre escritores que han dejado de escribir. Buen método para rehuir el infierno de escribir sobre uno mismo. Quim Monzó, en su cuento "Thomson, Braun, Corberó, Philishave", relata el infierno que sufre un escritor para lograr concentrarse: la casa, los electrodomésticos y, en fin, la realidad lo avasallan sin piedad. ¡Aquí no hay quien escriba! Algo parecido le pasa al narrador de Ágape se paga de William Gaddis: los infiernos son, en este caso, el desorden de sus notas, la intromisión inevitable de la realidad y su amor por la divagación, todo ello bien enmarañado.
¿Son la digresión, el caos y la entropía lo habitual? ¿Acaso el orden no es nada más que un mero artificio, una casualidad? ¿Quién puede escribir su obra maestra en tales condiciones y frente a estas terribles y filosóficas preguntas?
También las series exploran estos paisajes infernales. En Californication, el pobre Hank Moody sufre un writer's block que lo arrastra a una vida de lujoso hedonismo californiano. Lo mismo, pero con más gracia y en Nueva York, le pasa a Jonathan Ames en Bored to Death. Supongo que todos tenemos derecho a segundas y terceras —y, por qué no, eternas— adolescencias.
La salida del infierno parece pasar siempre por convertir el bloqueo literario en un motivo literario: si no puedo escribir, escribo que no puedo escribir. Esta infernal triquiñuela, el sólo-sé-que-no-sé-nada del escritor de ficción, también la usan en Hollywood. Charlie Kaufman, en la autoficcional Adaptation, quiere adaptar una novela; sin embargo, frente al inevitable síndrome de la página en blanco, y de paso asumiendo la imposibilidad de decir ciertas cosas con el cine, le da otra vuelta de tuerca al motivo: se convierte a sí mismo en protagonista de la película, el guionista de cine con writer's block. Además, se regala un hermano gemelo ficcional, un doble que también es guionista, aunque de los superficiales y comerciales. Éste influye profundamente en el desarrollo del guión (es decir, de su escritura), produciendo, por un lado, una crítica sana e inocua a Hollywood y a lo mainstream y, por otro, una agradable sensación de esquizofrenia —o autocrítica o bipolaridad o contradicción o contrapunto o contra-sí-mismo— en el espectador.
A todo esto (¡maldito el día en que me propuse escribir más!), yo tenía varias entradas o ideas en cola, pero no se dejan escribir, las muy... La más desarrollada está relacionada con mi cámara de fotos, un regalo de Navidad. He aquí la idea o entrada: quizá mejor que pasara de escribir posts y me dedicara a la fotografía. Esta entrada en potencia —podría titularla, muy originalmente, "Una imagen vale más que 1530 palabras"— no combinaría la escritura con la fotografía, como otras veces ya he intentado, sino la fotografía con la escritura. Me imagino la entrada con fotos comentadas, con notas breves, con títulos o incluso sin nada. Escaparía de la página en blanco refugiándome en fotografías a todo color. ¡Qué tentadora es la huida! Pero no creo que pudiera. Ya se me está ocurriendo —¡otra vez, horror!— una referencia literaria para comenzar la posible entrada...
Todo empezaría con el narrador contando cómo, en 1962, Julio Cortázar escribió "Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj", un anuncio de 2007 para Seat. Este cuento-preámbulo utiliza el típico artificio de los vendedores de coches: tú no recibes un reloj como regalo, sino que tú eres el regalo del coche, o tú no consumes sino que eres consumido, o la relación sujeto-objeto es invertida a través de la opresiva voz pasiva, etcétera.
Yo —o sea, el narrador— en esa supuesta entrada utilizaría la referencia al anuncio para hablar de cómo he sido regalado a una cámara digital, de las que no necesitan cuerda. Sí, sí, uno de esos infiernos floridos, una cadena de rosas, un calabozo de aire, un nuevo pedazo frágil y precario de mí mismo, algo que es mío pero que no es mi cuerpo, que he de atar a mi cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de mi muñeca, etcétera. Una cámara digital, vaya.
Después de este inicio tan ilustrado, a punto la narración de despegar, a un instante de hablar de las maravillas de la fotografía, es decir, un momento antes de admitir que nunca la he respetado, que sólo la he considerado el arte de apretar el botón apenas sin mirar, seguramente porque para mí sólo es la más moderna de las técnicas de embalsamamiento, me arrepiento y borro todo lo escrito. Le doy al back space hasta que la pantalla queda en blanco de nuevo. La referencia a Cortázar no es la adecuada. Quizá debería salir del mundo hispanohablante y del anglosajón y centrarme en Polonia, mi patria actual y temporal. Así que paso de relojes y de coches y pienso, por ejemplo, en Krzysztof Kieślowski y en su Amator (o Camera Buff). En esta fantástica película, un hombre compra una cámara para grabar a su recién nacida hija, y no sólo no las graba ni a ella ni a su esposa, sino que se obsesiona con hacer documentales y el cine; la familia sólo volverá al primer plano como personajes de la película de su propia vida.
Como el bueno de Filip Mosz, que entre una cámara y una hija nuevas se queda con la primera (seguramente no había visto el anuncio de coches de Cortázar), me veo paseando por Cracovia y captando la realidad tal y como es. Más que captarla, la capturo: aquí, una viejita polaca encorvada, titiritando agarrada a su bastón de madera de roble (o de ébano); allí, unos que ofrecen tiques para tal o cual bar, y, de fondo, como una postal, la Rynek Glowny, aún con los dos árboles decorados como recuerdo de las pasadas navidades, y unas pocas palomas supervivientes, siempre igual de sucias pero más delgadas que nunca, etcétera.
Pero, como todo gran fotógrafo o artista, necesito encontrar mi propio lenguaje expresivo: mis propias metáforas, aquellas imágenes que aparecerán una y otra vez en mis profundas fotografías. Así que miro por la ventana y, rápidamente, elijo: la nieve. Pero no la nieve blanca, virginal y platónica que imaginamos, sino la nieve de verdad, la que vemos cada día en la calle y que capturan las cámaras. La que está, literalmente, al otro lado de la ventana. Esa nieve que hay que barrer y excavar cada mañana para no tropezar, la misma que al congelarse nos tira al suelo, la que se acumula en montículos de nieve endurecida que crecen día tras día, la que se convierte en un sucio y repugnante barro, enlodando toda la ciudad, esta Cracovia cenagosa, Venecia de la Europa Oriental.
Los críticos más refinados se chuparán los dedos con el abanico de posibilidades interpretativas que ofrece la nieve. Por ejemplo, en aquella fotografía se pueden ver unas peligrosas estalactitas colgando de una farola, como una guillotina bellamente iluminada por su propia luz, cuyo peligro para la seguridad del viandante representaría, sin duda, la fragilidad de la existencia.
En otra, un hombre subido a un tejado tira con una pala la nieve acumulada al suelo, mientras los peatones miran ensimismados hacia arriba; la fragilidad de la existencia está a salvo, porque una cinta alerta del riesgo de aludes, así que el significado esta vez es político: la nieve acumulada sobre el edificio, que amenaza con derrumbar el techo, es el comunismo, y el hombre es el héroe romántico polaco, salvando al pueblo. Otro crítico más avispado, consciente de la fecha en que fue tomada la fotografía (25-01-2013), del fin del comunismo y otras noticias relevantes, se daría cuenta de que en realidad es una alegoría del capitalismo y de su vírica extensión a todos los campos de la vida, incluido el negocio de la nieve (entendida, a su vez, literal o figuradamente, claro).
En una última fotografía, más misteriosa, más artística, se ve una acera nevada, apenas iluminada, que se dirige hacia la oscuridad, y en cuyo centro transcurre un camino abierto por los pasos de cientos, si no miles, de transeúntes; a ambos lados, se acumulan dos sucias hileras de nieve, apartadas por nuestros apresurados andares. La vista del espectador se centra en el primer plano, alumbrado por una luz cansada y amarillenta, y podrá descubrir una nieve embrutecida a golpe de huella, derritiéndose de tan pisoteada, llena de restos de basura que nadie jamás volverá a ver porque esta fotografía jamás será revelada: mientras el botón de back space elimina todo lo escrito, al ritmo de las líneas desapareciendo, cuando el blanco va predominando otra vez en la pantalla, pienso de nuevo en el oscuro e intrigante sentido de esos márgenes de nieve, marcos invernales de nuestros caminos, pidiendo a gritos que los apadrinen, que sea revelado su significado.
Lo hizo, por ejemplo, Enrique Vila-Matas en Bartleby y compañía, cuyo protagonista escribe, en su diario, sobre escritores que han dejado de escribir. Buen método para rehuir el infierno de escribir sobre uno mismo. Quim Monzó, en su cuento "Thomson, Braun, Corberó, Philishave", relata el infierno que sufre un escritor para lograr concentrarse: la casa, los electrodomésticos y, en fin, la realidad lo avasallan sin piedad. ¡Aquí no hay quien escriba! Algo parecido le pasa al narrador de Ágape se paga de William Gaddis: los infiernos son, en este caso, el desorden de sus notas, la intromisión inevitable de la realidad y su amor por la divagación, todo ello bien enmarañado.
¿Son la digresión, el caos y la entropía lo habitual? ¿Acaso el orden no es nada más que un mero artificio, una casualidad? ¿Quién puede escribir su obra maestra en tales condiciones y frente a estas terribles y filosóficas preguntas?
También las series exploran estos paisajes infernales. En Californication, el pobre Hank Moody sufre un writer's block que lo arrastra a una vida de lujoso hedonismo californiano. Lo mismo, pero con más gracia y en Nueva York, le pasa a Jonathan Ames en Bored to Death. Supongo que todos tenemos derecho a segundas y terceras —y, por qué no, eternas— adolescencias.
La salida del infierno parece pasar siempre por convertir el bloqueo literario en un motivo literario: si no puedo escribir, escribo que no puedo escribir. Esta infernal triquiñuela, el sólo-sé-que-no-sé-nada del escritor de ficción, también la usan en Hollywood. Charlie Kaufman, en la autoficcional Adaptation, quiere adaptar una novela; sin embargo, frente al inevitable síndrome de la página en blanco, y de paso asumiendo la imposibilidad de decir ciertas cosas con el cine, le da otra vuelta de tuerca al motivo: se convierte a sí mismo en protagonista de la película, el guionista de cine con writer's block. Además, se regala un hermano gemelo ficcional, un doble que también es guionista, aunque de los superficiales y comerciales. Éste influye profundamente en el desarrollo del guión (es decir, de su escritura), produciendo, por un lado, una crítica sana e inocua a Hollywood y a lo mainstream y, por otro, una agradable sensación de esquizofrenia —o autocrítica o bipolaridad o contradicción o contrapunto o contra-sí-mismo— en el espectador.
A todo esto (¡maldito el día en que me propuse escribir más!), yo tenía varias entradas o ideas en cola, pero no se dejan escribir, las muy... La más desarrollada está relacionada con mi cámara de fotos, un regalo de Navidad. He aquí la idea o entrada: quizá mejor que pasara de escribir posts y me dedicara a la fotografía. Esta entrada en potencia —podría titularla, muy originalmente, "Una imagen vale más que 1530 palabras"— no combinaría la escritura con la fotografía, como otras veces ya he intentado, sino la fotografía con la escritura. Me imagino la entrada con fotos comentadas, con notas breves, con títulos o incluso sin nada. Escaparía de la página en blanco refugiándome en fotografías a todo color. ¡Qué tentadora es la huida! Pero no creo que pudiera. Ya se me está ocurriendo —¡otra vez, horror!— una referencia literaria para comenzar la posible entrada...
Todo empezaría con el narrador contando cómo, en 1962, Julio Cortázar escribió "Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj", un anuncio de 2007 para Seat. Este cuento-preámbulo utiliza el típico artificio de los vendedores de coches: tú no recibes un reloj como regalo, sino que tú eres el regalo del coche, o tú no consumes sino que eres consumido, o la relación sujeto-objeto es invertida a través de la opresiva voz pasiva, etcétera.
Yo —o sea, el narrador— en esa supuesta entrada utilizaría la referencia al anuncio para hablar de cómo he sido regalado a una cámara digital, de las que no necesitan cuerda. Sí, sí, uno de esos infiernos floridos, una cadena de rosas, un calabozo de aire, un nuevo pedazo frágil y precario de mí mismo, algo que es mío pero que no es mi cuerpo, que he de atar a mi cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de mi muñeca, etcétera. Una cámara digital, vaya.
Después de este inicio tan ilustrado, a punto la narración de despegar, a un instante de hablar de las maravillas de la fotografía, es decir, un momento antes de admitir que nunca la he respetado, que sólo la he considerado el arte de apretar el botón apenas sin mirar, seguramente porque para mí sólo es la más moderna de las técnicas de embalsamamiento, me arrepiento y borro todo lo escrito. Le doy al back space hasta que la pantalla queda en blanco de nuevo. La referencia a Cortázar no es la adecuada. Quizá debería salir del mundo hispanohablante y del anglosajón y centrarme en Polonia, mi patria actual y temporal. Así que paso de relojes y de coches y pienso, por ejemplo, en Krzysztof Kieślowski y en su Amator (o Camera Buff). En esta fantástica película, un hombre compra una cámara para grabar a su recién nacida hija, y no sólo no las graba ni a ella ni a su esposa, sino que se obsesiona con hacer documentales y el cine; la familia sólo volverá al primer plano como personajes de la película de su propia vida.
Como el bueno de Filip Mosz, que entre una cámara y una hija nuevas se queda con la primera (seguramente no había visto el anuncio de coches de Cortázar), me veo paseando por Cracovia y captando la realidad tal y como es. Más que captarla, la capturo: aquí, una viejita polaca encorvada, titiritando agarrada a su bastón de madera de roble (o de ébano); allí, unos que ofrecen tiques para tal o cual bar, y, de fondo, como una postal, la Rynek Glowny, aún con los dos árboles decorados como recuerdo de las pasadas navidades, y unas pocas palomas supervivientes, siempre igual de sucias pero más delgadas que nunca, etcétera.
Pero, como todo gran fotógrafo o artista, necesito encontrar mi propio lenguaje expresivo: mis propias metáforas, aquellas imágenes que aparecerán una y otra vez en mis profundas fotografías. Así que miro por la ventana y, rápidamente, elijo: la nieve. Pero no la nieve blanca, virginal y platónica que imaginamos, sino la nieve de verdad, la que vemos cada día en la calle y que capturan las cámaras. La que está, literalmente, al otro lado de la ventana. Esa nieve que hay que barrer y excavar cada mañana para no tropezar, la misma que al congelarse nos tira al suelo, la que se acumula en montículos de nieve endurecida que crecen día tras día, la que se convierte en un sucio y repugnante barro, enlodando toda la ciudad, esta Cracovia cenagosa, Venecia de la Europa Oriental.
Los críticos más refinados se chuparán los dedos con el abanico de posibilidades interpretativas que ofrece la nieve. Por ejemplo, en aquella fotografía se pueden ver unas peligrosas estalactitas colgando de una farola, como una guillotina bellamente iluminada por su propia luz, cuyo peligro para la seguridad del viandante representaría, sin duda, la fragilidad de la existencia.
En otra, un hombre subido a un tejado tira con una pala la nieve acumulada al suelo, mientras los peatones miran ensimismados hacia arriba; la fragilidad de la existencia está a salvo, porque una cinta alerta del riesgo de aludes, así que el significado esta vez es político: la nieve acumulada sobre el edificio, que amenaza con derrumbar el techo, es el comunismo, y el hombre es el héroe romántico polaco, salvando al pueblo. Otro crítico más avispado, consciente de la fecha en que fue tomada la fotografía (25-01-2013), del fin del comunismo y otras noticias relevantes, se daría cuenta de que en realidad es una alegoría del capitalismo y de su vírica extensión a todos los campos de la vida, incluido el negocio de la nieve (entendida, a su vez, literal o figuradamente, claro).
En una última fotografía, más misteriosa, más artística, se ve una acera nevada, apenas iluminada, que se dirige hacia la oscuridad, y en cuyo centro transcurre un camino abierto por los pasos de cientos, si no miles, de transeúntes; a ambos lados, se acumulan dos sucias hileras de nieve, apartadas por nuestros apresurados andares. La vista del espectador se centra en el primer plano, alumbrado por una luz cansada y amarillenta, y podrá descubrir una nieve embrutecida a golpe de huella, derritiéndose de tan pisoteada, llena de restos de basura que nadie jamás volverá a ver porque esta fotografía jamás será revelada: mientras el botón de back space elimina todo lo escrito, al ritmo de las líneas desapareciendo, cuando el blanco va predominando otra vez en la pantalla, pienso de nuevo en el oscuro e intrigante sentido de esos márgenes de nieve, marcos invernales de nuestros caminos, pidiendo a gritos que los apadrinen, que sea revelado su significado.