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viernes, 25 de enero de 2013

Foto en blanco

Los veintitrés días que separan esta entrada de la anterior demuestran que nunca hay que hacerse propósitos. Quiero decir: fue proponerme escribir más a menudo y dejé de escribir. La solución más fácil sería escribir sobre los problemas para escribir, pero, que yo recuerde, ya lo hice al menos una vez, y otros lo hacen mejor y con más clase.

Lo hizo, por ejemplo, Enrique Vila-Matas en Bartleby y compañía, cuyo protagonista escribe, en su diario, sobre escritores que han dejado de escribir. Buen método para rehuir el infierno de escribir sobre uno mismo. Quim Monzó, en su cuento "Thomson, Braun, Corberó, Philishave", relata el infierno que sufre un escritor para lograr concentrarse: la casa, los electrodomésticos y, en fin, la realidad lo avasallan sin piedad. ¡Aquí no hay quien escriba! Algo parecido le pasa al narrador de Ágape se paga de William Gaddis: los infiernos son, en este caso, el desorden de sus notas, la intromisión inevitable de la realidad y su amor por la divagación, todo ello bien enmarañado.

¿Son la digresión, el caos y la entropía lo habitual? ¿Acaso el orden no es nada más que un mero artificio, una casualidad? ¿Quién puede escribir su obra maestra en tales condiciones y frente a estas terribles y filosóficas preguntas?

También las series exploran estos paisajes infernales. En Californication, el pobre Hank Moody sufre un writer's block que lo arrastra a una vida de lujoso hedonismo californiano. Lo mismo, pero con más gracia y en Nueva York, le pasa a Jonathan Ames en Bored to DeathSupongo que todos tenemos derecho a segundas y terceras —y, por qué no, eternas— adolescencias.


La salida del infierno parece pasar siempre por convertir el bloqueo literario en un motivo literario: si no puedo escribir, escribo que no puedo escribir. Esta infernal triquiñuela, el sólo-sé-que-no-sé-nada del escritor de ficción, también la usan en Hollywood. Charlie Kaufman, en la autoficcional Adaptation, quiere adaptar una novela; sin embargo, frente al inevitable síndrome de la página en blanco, y de paso asumiendo la imposibilidad de decir ciertas cosas con el cine, le da otra vuelta de tuerca al motivo: se convierte a sí mismo en protagonista de la película, el guionista de cine con writer's block. Además, se regala un hermano gemelo ficcional, un doble que también es guionista, aunque de los superficiales y comerciales. Éste influye profundamente en el desarrollo del guión (es decir, de su escritura), produciendo, por un lado, una crítica sana e inocua a Hollywood y a lo mainstream y, por otro, una agradable sensación de esquizofrenia o autocrítica o bipolaridad o contradicción o contrapunto o contra-sí-mismo en el espectador.

A todo esto (¡maldito el día en que me propuse escribir más!), yo tenía varias entradas o ideas en cola, pero no se dejan escribir, las muy... La más desarrollada está relacionada con mi cámara de fotos, un regalo de Navidad. He aquí la idea o entrada: quizá mejor que pasara de escribir posts y me dedicara a la fotografía. Esta entrada en potencia —podría titularla, muy originalmente, "Una imagen vale más que 1530 palabras"— no combinaría la escritura con la fotografía, como otras veces ya he intentado, sino la fotografía con la escritura. Me imagino la entrada con fotos comentadas, con notas breves, con títulos o incluso sin nada. Escaparía de la página en blanco refugiándome en fotografías a todo color. ¡Qué tentadora es la huida! Pero no creo que pudiera. Ya se me está ocurriendo ¡otra vez, horror! una referencia literaria para comenzar la posible entrada...

Todo empezaría con el narrador contando cómo, en 1962, Julio Cortázar escribió "Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj", un anuncio de 2007 para Seat. Este cuento-preámbulo utiliza el típico artificio de los vendedores de coches: tú no recibes un reloj como regalo, sino que tú eres el regalo del coche, o tú no consumes sino que eres consumido, o la relación sujeto-objeto es invertida a través de la opresiva voz pasiva, etcétera.



Yo —o sea, el narrador— en esa supuesta entrada utilizaría la referencia al anuncio para hablar de cómo he sido regalado a una cámara digital, de las que no necesitan cuerda. Sí, sí, uno de esos infiernos floridos, una cadena de rosas, un calabozo de aire, un nuevo pedazo frágil y precario de mí mismo, algo que es mío pero que no es mi cuerpo, que he de atar a mi cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de mi muñeca, etcétera. Una cámara digital, vaya.

Después de este inicio tan ilustrado, a punto la narración de despegar, a un instante de hablar de las maravillas de la fotografía, es decir, un momento antes de admitir que nunca la he respetado, que sólo la he considerado el arte de apretar el botón apenas sin mirar, seguramente porque para mí sólo es la más moderna de las técnicas de embalsamamiento, me arrepiento y borro todo lo escrito. Le doy al back space hasta que la pantalla queda en blanco de nuevo. La referencia a Cortázar no es la adecuada. Quizá debería salir del mundo hispanohablante y del anglosajón y centrarme en Polonia, mi patria actual y temporal. Así que paso de relojes y de coches y pienso, por ejemplo, en Krzysztof Kieślowski y en su Amator (o Camera Buff). En esta fantástica película, un hombre compra una cámara para grabar a su recién nacida hija, y no sólo no las graba ni a ella ni a su esposa, sino que se obsesiona con hacer documentales y el cine; la familia sólo volverá al primer plano como personajes de la película de su propia vida.

Como el bueno de Filip Mosz, que entre una cámara y una hija nuevas se queda con la primera (seguramente no había visto el anuncio de coches de Cortázar), me veo paseando por Cracovia y captando la realidad tal y como es. Más que captarla, la capturo: aquí, una viejita polaca encorvada, titiritando agarrada a su bastón de madera de roble (o de ébano); allí, unos que ofrecen tiques para tal o cual bar, y, de fondo, como una postal, la Rynek Glowny, aún con los dos árboles decorados como recuerdo de las pasadas navidades, y unas pocas palomas supervivientes, siempre igual de sucias pero más delgadas que nunca, etcétera.

Pero, como todo gran fotógrafo o artista, necesito encontrar mi propio lenguaje expresivo: mis propias metáforas, aquellas imágenes que aparecerán una y otra vez en mis profundas fotografías. Así que miro por la ventana y, rápidamente, elijo: la nieve. Pero no la nieve blanca, virginal y platónica que imaginamos, sino la nieve de verdad, la que vemos cada día en la calle y que capturan las cámaras. La que está, literalmente, al otro lado de la ventana. Esa nieve que hay que barrer y excavar cada mañana para no tropezar, la misma que al congelarse nos tira al suelo, la que se acumula en montículos de nieve endurecida que crecen día tras día, la que se convierte en un sucio y repugnante barro, enlodando toda la ciudad, esta Cracovia cenagosa, Venecia de la Europa Oriental. 

Los críticos más refinados se chuparán los dedos con el abanico de posibilidades interpretativas que ofrece la nieve. Por ejemplo, en aquella fotografía se pueden ver unas peligrosas estalactitas colgando de una farola, como una guillotina bellamente iluminada por su propia luz, cuyo peligro para la seguridad del viandante representaría, sin duda, la fragilidad de la existencia. 

En otra, un hombre subido a un tejado tira con una pala la nieve acumulada al suelo, mientras los peatones miran ensimismados hacia arriba; la fragilidad de la existencia está a salvo, porque una cinta alerta del riesgo de aludes, así que el significado esta vez es político: la nieve acumulada sobre el edificio, que amenaza con derrumbar el techo, es el comunismo, y el hombre es el héroe romántico polaco, salvando al pueblo. Otro crítico más avispado, consciente de la fecha en que fue tomada la fotografía (25-01-2013), del fin del comunismo y otras noticias relevantes, se daría cuenta de que en realidad es una alegoría del capitalismo y de su vírica extensión a todos los campos de la vida, incluido el negocio de la nieve (entendida, a su vez, literal o figuradamente, claro).

En una última fotografía, más misteriosa, más artística, se ve una acera nevada, apenas iluminada, que se dirige hacia la oscuridad, y en cuyo centro transcurre un camino abierto por los pasos de cientos, si no miles, de transeúntes; a ambos lados, se acumulan dos sucias hileras de nieve, apartadas por nuestros apresurados andares. La vista del espectador se centra en el primer plano, alumbrado por una luz cansada y amarillenta, y podrá descubrir una nieve embrutecida a golpe de huella, derritiéndose de tan pisoteada, llena de restos de basura que nadie jamás volverá a ver porque esta fotografía jamás será revelada: mientras el botón de back space elimina todo lo escrito, al ritmo de las líneas desapareciendo, cuando el blanco va predominando otra vez en la pantalla, pienso de nuevo en el oscuro e intrigante sentido de esos márgenes de nieve, marcos invernales de nuestros caminos, pidiendo a gritos que los apadrinen, que sea revelado su significado.

martes, 12 de junio de 2012

Martin Parr: cutrez y absurdo


Este sábado fui con un amigo, llamémosle L, a ver la exposición Souvenir. Martin Parr, fotografia i col·leccionisme, en el CCCB.

—¿Te apetece ver la exposición del fotógrafo Martin Parr? —me preguntó, de improviso, L.

—Eeeeestooo —dije, alargando las vocales para elaborar una excusa y escaquearme—... Depende: ¿de qué va?

—Pues... de turismo de masas, o algo parecido.

Mierda. Así me convence cualquiera.

* * *

Martin Parr retrata, o documenta, lo más banal y lo más olvidado —por ser demasiado evidente—: la clase media. (La clase media es también lo que somos todos, ricos o pobres, cultos o incultos, poderosos o débiles, guapos o feos: la clase media, más alta o más baja, se ha universalizado.) En la exposición, se incluyen fotografías de tema turístico —una de las actividades que define a la clase media— y colecciones de objetos turísticos —postales, relojes, alfombras...—. En el fondo, foto y regalo son ambos souvenirs: los recuerdos del viaje, el botín del turista.

—Coleccionar fotos es un modo de coleccionar el mundo, decía la escritora Susan Sontag —nos cuenta el guía de la exposición, un modernete barbudo—. La fotografía, sobre todo la fotografía turística, es un modo de capturar la experiencia, de materializarla.

En general, una fotografía sirve para estimular el recuerdo (siempre que la fotografía sea más o menos personal, claro). Es una forma de reconstruir un yo ya desaparecido porque ha cambiado: pertenecía a otro espacio y a otro tiempo. Es, en fin, la droga de la memoria, y, como las drogas, no crea imágenes de la nada, sino que las rescata del olvido.

Pero Martin Parr no se pone, por suerte, tan filosófico. De hecho, sus fotografías no necesitan guía; al contrario, se explican solas porque son el mero reflejo de nuestro comportamiento.


Esta es una de las fotos más espectaculares de la exposición.

—En ella —sigue diciendo el guía—, se puede apreciar cómo concibe la fotografía del turismo (o del turista) Martin Parr. En primer lugar, desplaza levemente el punto de vista habitual de la fotografía turística, explicitando sus mecanismos, siempre artificiales. De este modo, convierte un posado, que implica impostura, repetición y banalidad, y que es lo propio de la fotografía turística, en un robado, algo un poco más espontáneo, o auténtico, e irónico a la vez.


—En otras fotografías —continúa el guía—, como esta, consigue el mismo efecto situándonos, simplemente, detrás del fotógrafo-turista. Hay que recordar, por cierto, que la cámara fotográfica es el arma que define al turista, equivalente a la espada del caballero cristiano o a la bota del futbolista. Aquí también se puede apreciar, de forma un tanto exagerada, la tendencia mimética del turista con el entorno.

—Es verdad —dice L—. Si vamos a Barcelona o a Berlín, nos convertimos en unos modernos enrojecidos. 

—Y en Londres —interrumpo a L— somos bohemios y sofisticados. 

—Y en París, unos románticos —dice L.

—Sí, y en la India, religiosos y místicos. Y en Lloret de Mar, unos mandriles desbocados —sentencia el guía—.  Y así sucesivamente... Los tópicos suelen acertar bastante.

En definitiva, Martin Parr se da cuenta de que el turista quiere convertirse en otro (y en cierto modo lo consigue). Se podría decir que hacer turismo es simular vivir, durante unos días, otra vida. 

—El turista vive teatralmente o cinematográficamente —sigue el guía—, porque tiene un guión y lo interpreta. Las guías turísticas son, sobre todo, listas de marcadores turísticos, aquellas imágenes que sintetizan el lugar visitado, que condensan, supuestamente, su esencia histórica, social, cultural, etc. En Barcelona, por ejemplo, tenemos la Sagrada Familia o el Camp Nou.

El guía hace una pausa y nos mira.

—Sí, sí, claro, claro —digo, atropelladamente—, y en Berlín está el Muro de Berlín o la Puerta de Brandeburgo. Y en París, la Torre Eiffel.

—Y en Pisa, la otra Torre, la de Pisa —dice L.

—Muy bien, muy bien —asiente, rebosando satisfacción, el guía—. De todo esto se puede deducir que el turista no conoce los sitios que visita, porque no los visita por primera vez, sino que los reconoce o los recuerda.

—Es un ser muy platónico, el turista —dice L—, muy reminiscente.


—Mirad qué guapo sale Martin Parr en esta —continúa el guía, omitiendo las observaciones filosóficas—. Aquí vemos otro aspecto interesante de Parr: no se considera alejado de la clase media, sino parte de ella. No es una ironía distanciada y elitista, la suya, sino autocrítica. El término camp, desarrollado también por Susan Sontag —el guía hace una breve pausa; parece experimentar cierto placer, no sé si al pronunciar la palabra camp o si al hablar de Susan Sontag—, el término camp, decía, ayuda a comprender mejor la mirada o la sensibilidad de Martin Parr. Lo camp sería el gusto por el artificio y la exageración, por lo extravagante. Es la complacencia en lo vulgar y en el aspecto no natural de las cosas. Se trata del gozo por la réplica y la impostura. La sensibilidad camp es fruto del hartazgo propio de la opulencia.

Etcétera.

* * *

—Oiga —le pregunta un visitante al guía cuando acaba la visita—, entonces, ¿cómo se supone que hay que viajar? ¿Por qué viajamos? ¿Para qué sirve viajar? ¿Existen aún los viajeros, o somos solo turistas? ¿Viajamos para creer que salimos de la rutina y poder crear recuerdos que, en el fondo, ya tenemos? ¿Por qué queremos vivir todos las mismas experiencias? ¿Solo se puede viajar de un modo auténtico, o sea, como lo hace Martin Parr, con una mirada irónica o camp, en busca del mal gusto del turista, que es en realidad el mal gusto de todos?