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domingo, 15 de noviembre de 2015

Cómo conocisteis a mi madre

1. Anécdotas

Una de las cosas que más me gusta de trabajar como profesor de español es poder escuchar las extravagantes historias que a veces cuentan los estudiantes. Al principio, los polacos son muy tímidos o cerrados, pero cuando se sueltan un poco ponen en duda los límites de mi concepto de intimidad.

Probablemente violaré algún código deontológico del profesor al escribir sus historias, pero hay algunas demasiado buenas para no ser compartidas; ellos sabrán perdonarme. En realidad ya usé sus anécdotas para dar forma a algunos cuentos: hablé de Kuba el testigo de Jehová, de mi abandono del instituto y de muros y banderas, por ejemplo, y ahora me voy a apropiar de otras. Si fuera aún más pedante y creído de lo que ya soy, justificaría esta pequeña traición a la confianza de mis alumnos sacando a colación el caso de Max Brod (el amigo y albacea de Franz Kafka, al que traicionó cuando publicó sus obras, a pesar de que Kafka le había pedido que las destruyera); pero, de cualquier modo, a quién quiero engañar: ni yo soy Max Brod ni ellos el autor de La metamorfosis. ¿O sí?

En una clase, una estudiante contó que su amiga, polaca pero casada con un cirujano alemán, sólo follaba en el estricto horario establecido por el marido: los domingos a las cuatro de la tarde. Los lunes, los sábados, los miércoles y el resto de días, él no estaba disponible y ella se aguantaba las ganas como podía. Para la amiga, pues, los domingos eran sagrados, y no precisamente por la misa. La disciplina sexual del esposo también implicaba que si, por ejemplo, iban de excursión, a las cuatro tenían que estar en casa porque al señor cirujano le parecía tercermundista follar a su edad en el coche o en el bosque, igual de tercermundista que follar espontáneamente o tres veces por semana. Eso sí, el sacro polvo dominical no impedía que el mismo domingo a las cinco de la tarde la amiga ya estuviera tomando el té con mi alumna y le comentara el nudo, el desarrollo y el desenlace del coito. Por suerte, en clase no nos dio los detalles, y prefiero no inventarlos.

En otra clase, otra estudiante narró el día después de la despedida de soltero del esposo de una amiga. (Sí, la mayoría de los estudiantes son mujeres y, por lo visto, casi todas tienen también amigas con esposos muy peculiares.) Un domingo por la mañana, la amiga —llamémosla Gosia— fue a buscar a su futuro marido a la casa rural que sus amigotes habían alquilado para la despedida, comenzada el jueves. Al llegar, Gosia se encontró con el escenario típico de una película de zombis —suciedad, pestilencia, hombres resacosos y/o borrachos—, pero aquello no la sorprendió ni molestó: habían contratado una empresa de limpieza para que se encargara de la casa tras la fiesta. Los únicos supervivientes de la juerga, su casi marido y dos amigotes —un gorila y un asno, según la descripción de la estudiante—, aún estaban bebiendo semidesnudos en la cocina, lo cual tampoco le extrañó a Gosia. La primera sorpresa fue la espalda de su novio: no sólo estaba toda ensangrentada, como si un tigre o un zombi lo hubiera sodomizado, sino que nadie recordaba qué había pasado. El herido, el gorila y el asno siguieron bebiendo a pesar de los gritos de la futura esposa. Esta les quitó la cerveza y el vodka, preparó café, limpió como pudo la sangre de la espalda y por fin consiguió que se subieran a su coche. Como todos vivían en pueblos cercanos, habían convenido que Gosia los devolvería a sus respectivas casas. Se sentaron los tres atrás, el futuro esposo en medio, cada uno con un par de bolsas de plástico y unas toallas protegiendo los asientos. Cuando le preguntó al primer amigote, el gorila, dónde vivía exactamente, este le contestó con un sonoro eructo. Los otros dos se rieron, alguno hizo el contrapunto con un pedo. Tras la insistencia de Gosia, el gorila le dijo que no se lo diría porque prefería seguir bebiendo; al casi marido y al asno les pareció una idea fabulosa, a pesar de que el día siguiente trabajaban. Por suerte, los coches actuales tienen modernos sistemas para controlar la apertura de las puertas traseras: de aquí no os bajáis hasta que me digáis dónde vive este puto imbécil, les dijo la chica; pero ninguno contestaba más que con ventosidades. Finalmente, el segundo amigote, el asno, rompió el silencio y le propuso que los llevara a todos a su casa: seguiremos bebiendo y os podéis quedar a dormir allí, a mi novia no le importará. Sin embargo, Gosia conocía a la pareja del segundo imbécil y sabía que le importaría mucho tener a aquellos tres mastuerzos en casa; no podía hacerle una putada así. Afortunadamente, Gosia estaba totalmente sobria, por lo que su cerebro le proveyó la solución perfecta: dar vueltas con el coche por el pueblo y preguntar a los vecinos si sabían dónde vivía el primer idiota. Después de una hora y de pasar por cinco o seis pueblos, con los tres zopencos durmiendo la mona como angelitos, una señora identificó al gorila como el hijo de no sé quién, que vivía no sé dónde. Al llegar, Gosia bajó del coche y abrió una puerta trasera: el gorila cayó como un saco de patatas, y allí se quedó mientras el coche se alejaba. Cuando hubieron dejado al asno en su casa, fueron al hospital. El novio tenía la espalda llena de cortes y de quemaduras de segundo grado (el médico dijo que parecía que se la hubieran lijado), por lo que tuvo que quedarse en casa de baja por una semana. El lunes, Gosia llamó a todos los amigotes, pero nadie recordaba cómo había pasado aquello. El martes, la policía llamó a la puerta: la empresa de limpieza había denunciado que en aquella casa rural alguien había cometido un asesinato o, como mínimo, había practicado rituales satánicos. Al parecer, encontraron un larguísimo rastro de sangre entre la cocina y la piscina. No fueron necesarias las pruebas de ADN: los amigotes recordaron cómo habían arrastrado al esposo hasta el agua, tirando de sus piernas como si fuera un muerto, para que despertara y pudiera seguir bebiendo. A la mitad del camino ya había recuperado la consciencia, pero sus chóferes prefirieron llegar hasta el final para que el agua de la piscina desinfectara las heridas.

Para compensar sus esfuerzos, yo también les intento contar buenas historias a los estudiantes. Una de sus favoritas la he escrito aquí, el "Diario de Rumanía". También les explico por qué vine a Cracovia: a veces les digo que fue por dinero, en otras ocasiones que por amor o por aburrimiento, o por un error burocrático incomprensible de mi universidad, o porque perdí una apuesta con mis amigos, o porque era la destinación más alejada de las insoportables discusiones entre nacionalistas españoles, catalanistas, independentistas, unionistas y demás; si no estoy inspirado, simplemente les intento colar que vine porque me interesaban la mentalidad y la gastronomía polacas. Obviamente, mejoro mis anécdotas o directamente me las invento o se las robo a alguien; del mismo modo, no espero que mis estudiantes me cuenten toda la verdad. Cuando ya no sé qué relatarles, les hablo de algún aspecto interesante de la cultura española o la catalana. No hay nada tan divertido como explicarle a un polaco en qué consisten el tió de Nadal y el caganer, cuál es el origen de la expresión "esto es como el coño de la Bernarda" o resumirle el argumento de Airbag. Sin embargo, las anécdotas de los estudiantes siempre superan las que cuenta el profesor.

Las mejores historias son las de otra alumna, llamémosla Maria para que preserve su anonimato. Maria es un poco mayor que la media de estudiantes: tendrá unos cuarenta y pocos años, esa etapa de la vida en la que ya ninguna mujer hace pública su edad en Facebook; pese a esto, es más inteligente, divertida e irónica que la mayoría de sus jóvenes pero ancianos compañeros de clase. Cuando fue mi estudiante Maria nos contó que trabajaba en un prestigioso museo de arte de Cracovia. Era comisaria artística del museo, dijo; aunque también contribuía a gestionar la colección, principalmente organizaba exposiciones, por lo que tenía un trato muy directo con los artistas. Pero no nos engañemos: Maria no era un personaje elegante, desencantado y romántico como los marchantes de arte de las novelas de Javier Marías y Antonio Muñoz Molina; ni hablar: Maria era una persona normal, con los pies en la tierra, que negociaba con arte y se relacionaba constantemente con artistas. Por eso, cuando al inicio de una clase yo les preguntaba a los estudiantes cómo estaban, cómo había ido el fin de semana o qué novedades tenían, Maria solía contar la última historia de algún artista excéntrico o loco que le daba permiso al museo para exponer sus obras, las cuales revolucionarían el arte polaco e internacional, e incluso la vida cotidiana. A pesar de que decía que ella prefería evitar a los artistas, estos eran los protagonistas totales de sus anécdotas, porque las normas del museo no le permitían ignorarlos o tratarlos mal. Yo le aseguraba que merece la pena sufrir un poco si la recompensa es una historia divertida. Por mucho que se puedan comprar en libros o en películas, en realidad las buenas historias son impagables.

—Algún día de estos te pagaré una cerveza porque aprovecharé a alguno de tus artistas para uno de mis relatos —le solía decir cuando sus anécdotas me gustaban más.

Los artistas de los que hablaba Maria eran auténticos artistas: siempre egoístas, arrogantes, inocentes, rebeldes, incomprendidos y sobre todo mentirosos. En el mejor de los casos eran niños en el cuerpo de adultos; en el peor, adolescentes torturados atrapados en cuerpos maduros. Uno de estos artistas se autodenominaba Matejko V (Matéico). Matejko V decía que era el hijo de Jan Matejko, el pintor polaco más conocido e internacional, muerto en 1893. El tal Matejko V tendría veintipico años, menos de treinta seguro. Cuando Maria le preguntó cómo un chico tan joven podía ser el hijo de un pintor muerto hacía más de cien años, Matejko V le contestó que él era fruto de la inseminación artificial. Maria nos contó entre risas que Matejko V le había contado con la más absoluta seriedad que Matejko, su padre, había escondido un montón de esperma en varios botes de pintura conservados gracias al frío de la cima del Rysy, la montaña más alta de Polonia, situada en la frontera con Eslovaquia. Las autoridades socialistas lo habían encontrado hacía muchos años y habían experimentado varias veces con la semilla de Matejko para crear el pintor socialista perfecto. Por ello, Matejko V sabía que tenía otros hermanastros, a los cuales trataba de encontrar para llevar a cabo en familia la obra de arte polaca definitiva. Mientras buscaba al resto de Matejkos, Matejko V se había puesto manos a la obra. Su proyecto pictórico se titulaba Titiriteros polacos (me costó bastante, en la clase, entender cuál era la palabra que Maria me describía). Los Titiriteros polacos sería su ópera prima y su obra maestra a la vez. Era una serie pictórica basada en otra de su padre, un conjunto de retratos de los reyes polacos. En vez de retratar a reyes, Matejko V se había propuesto pintar a los dirigentes que Polonia había tenido desde su independencia (1918), incluidos Stalin, Kruschev y los líderes soviéticos que influyeron desde la sombra en la Polonia socialista (así los Titiriteros polacos tendrían más proyección internacional, explicó). Eran retratos de plano entero pintados con una técnica hiperrealista, casi fotográfica. De hecho, Maria sospechaba que los cuatro retratos que Matejko V le había mostrado en el móvil eran en realidad fotos retocadas. Las cuatro obras que pudo ver mostraban a Józef Piłsudski (militar artífice de la independencia y luego dictador del país), Wojciech Jaruzelski (responsable de la polémica introducción de la Ley Marcial en 1981), Lech Wałęsa (el carismático líder de Solidaridad y ganador del Nobel de la paz) y Lech Kaciński (el presidente fallecido en el accidente de avión de Smoleńsk en 2010). Todos estaban en una postura hierática y noble, heredera de los retratos de su padre, Jan Matejko. Maria no notó nada raro en las obras hasta que Matejko V hizo zoom en las piernas de Piłsudski: de la bragueta de sus pantalones militares salía un pene nervudo y grueso. Es una metáfora del lado humano del poder, le hizo saber a Maria. Luego repitió la operación en las otras pinturas y pudo observar cómo eran los miembros de los demás dirigentes polacos; todos más pequeños que el garrote de Piłsudski, y uno en concreto escandalosamente minúsculo. El lado humano del poder político tiene tamaños distintos, aclaró seriamente Matejko V. Luego añadió que Ewa Kopacz, sustituta de Donald Tusk como primera ministra, mostraría en su retrato una teta, concretamente la izquierda, por pertenecer al PO, el partido menos conservador del bipartidismo polaco.


A raíz de esta anécdota de Maria, se formó una interesantísima discusión sobre arte. (También debería agradecerle esto, además de ser la fuente de este relato.) Les comenté a los estudiantes que a mí los Titiriteros polacos del tal Matejko V me parecían muy bien, porque era muy sano reírse de todo, especialmente de los demasiado serios gobernantes. A Maria no le gustaba el proyecto de Matejko V porque desmitificaba a todos los políticos por igual y para ella unos lo merecían más que otros. Además, añadió, el arte actual es un arte serio, constructivo y social, ya no están de moda el dadaísmo y sus gamberradas pseudoartísticas. El resto de alumnos opinaba que no se podía hacer aquello en Polonia: la historia polaca es seria y debe ser respetada. Un extranjero lo ve diferente, me dijo uno de los estudiantes, tú no entiendes que no se puede bromear sobre nuestros líderes históricos porque no eres polaco.

¿Cómo serían los Titiriteros españoles de Matejko V?, pensé. Un Juan Carlos II mayestático e hiperrealista enseñando la chorra, un retrato monumental de Jordi Pujol mostrando su polla, Felipe González y su verga perfectamente detallada asomando por los pantalones, José María Aznar y Mariano Rajoy posando con sus pajaritos, Esperanza Aguirre con la teta derecha al aire, Adolfo Suárez revelando su miembro, Franco exhibiendo su cipote, Dolores Ibárruri presentando su pecho izquierdo, Manuel Fraga sacando su pilila arrugada, etcétera. Sin duda, sería un proyecto artístico muy divertido e interesante.


Yo siempre había dicho que nunca sería profesor porque mis padres eran profesores, y sin embargo aquí estoy, tragándome mis palabras en Cracovia desde hace un par de años. Algunas veces aún pienso que quizá este trabajo no sea para mí, pero si no fuera profesor de español nunca habría escuchado historias como estas.


2. Confusiones

Otro aspecto muy divertido de enseñarles español a los polacos son las confusiones lingüísticas. Un estudiante de nivel básico me dijo una vez, hablando de sus aficiones, "me gusta Cervantes". Positivamente sorprendido, le pregunté cuál era su obra favorita y me contestó que Budweiser, Żywiec y Estrella Damm. Otra vez decepcionado, le dije que sin duda los españoles también prefieren estas obras a otras como El Quijote o las Novelas ejemplares.

En otra clase de nivel más avanzado hablábamos sobre los planes que teníamos a corto, medio y largo plazo, cuando alguien dijo que durante su vida toda persona debería escribir un libro, tener un hijo y plantar un árbol. Les pregunté a los estudiantes si habían hecho algo de aquello. Una chica respondió con orgullo que ella ya había plantado un pino. No pude evitar reírme y decirle que yo también había plantado muchos, antes de explicarle el significado.

Pero, de nuevo, la confusión lingüística más interesante era de Maria, la comisaria artística, porque al mismo tiempo era la punta del iceberg de una historia genial. Una tarde, al empezar la clase, nos contó que había aparecido una artista nueva llamada Beata. Y añadió: Beata es una artista hija de puta. ¿Y qué te ha hecho Beata para que la llames hija de puta?, le pregunté, ¿quiere exponer en tu museo, para variar? Me ha hecho lo mismo que todos, aclaró Maria: contarme sus historias y pedirnos dinero para financiar su proyecto artístico, pero es hija de puta simplemente porque es hija de puta: su madre es una puta. Le expliqué a Maria que un hijo de puta, además de ser el vástago de una mujer que ejerce la prostitución, también podía ser un insulto muy corriente para llamar mala persona a alguien; en función del contexto significa una cosa u otra, pero lo más frecuente es que sea un insulto. Pues según el contexto Beata es doblemente hija de puta, concluyó Maria.

He de considerarme afortunado. Si no fuera profesor de español, no habría descubierto la confusión de las confusiones: la historia de Beata.


3. Cerveza

Otra cosa que me gusta de mi trabajo es lo relajadas que pueden llegar a ser las clases. Con la excusa de que los maestros somos españoles o hispanoamericanos, el ambiente es muy informal. El mejor es el último día del curso: superado el breve trámite del examen, solemos salir a tomar una cerveza.

Cuando le llegó el turno a la clase de Maria, también fuimos a tomar unas Cervantes. Como le había prometido más de una vez, le quise pagar una cerveza a Maria, pero ella se negó: mis historias son gratis, me dijo. Aproveché que había sacado el tema para preguntarle por Matejko V.

—Matejko V volvió a pasar por el museo. Sigue buscando a sus hermanastros, pero ahora tiene un nuevo proyecto, parece que ha abandonado los Titiriteros polacos —quizá es mejor, pensé, Polonia y el resto del mundo no están preparados—. También se trata de una serie de retratos hiperrealistas que entroncan con la tradición de Jan Matejko, el supuesto padre biológico; sin embargo, esta vez los retratados son políticos importantes de Cracovia, alcaldes sobre todo. Esta nueva ópera prima y obra maestra se titula Mad Kraków, en homenaje a Mad Max, y los políticos no enseñan el pene —me dijo Maria que le había contado Matejko V—, sino que están disfrazados como personajes de una película de ciencia-ficción distópica y llevan todos una máscara antigás. La serie quiere protestar por la contaminación del aire en Cracovia, el tema de moda en la ciudad. El objetivo de Matejko V es exponer los cuadros en Rynek, la plaza mayor de Cracovia, alrededor de la estatua de la cabeza, que por supuesto también llevará una máscara antigás proporcional a su tamaño.

—Esta vez habréis aceptado su proyecto, ¿no? —le pregunté—. Me gustaría poder ver sus retratos algún día. Con máscara o con pene, no importa.

Maria pareció no haber escuchado lo que le había dicho; señaló algo detrás de mí.

—Dudo que llegues a verlos. Pero, a cambio, ahí tienes a una artista tan interesante como Matejko V —me giré: apuntaba a una chica en la barra del bar—. Mira, es Beata, la artista dos veces hija de puta. También os hablé de ella en clase.

Me costó creerme aquella casualidad tan conveniente. Nos acercamos y Maria nos presentó: hola, Beata, ¿te acuerdas de mí, la comisaria del museo?, este chico está interesado en tu arte, le dijo en inglés, le guiñó un ojo y se fue con una sonrisa, dejándonos solos. Intenté aparentar seriedad, hacerme el experto en arte, pero era evidente que estaba un poco incómodo. Beata me dijo que había quedado con unos amigos, pero que si la invitaba a una cerveza me contaba rápidamente su historia. Las historias de esta chica no son gratis, pensé, pero tampoco son caras.

—Mi madre está muerta, murió cuando yo era una adolescente —empezó Beata, con la tranquilidad y la maestría de alguien que ha contado muchas veces su historia—. Mi madre trabajaba como camarera, y pasaba casi todas las tardes y las noches fuera de casa; por eso yo no la veía mucho y me prometí no ser nunca camarera. Para pagarme los gastos mientras estudio Bellas Artes, trabajo de stripper a través de mi webcam.

Juro que sólo entonces miré así a Beata: una chica muy guapa, de veintitantos, melena castaña, ojos verdes y una figura escultural: pechos turgentes, caderas y trasero prominentes, piernas largas y tersas, etcétera. Intenté no ponerme aún más nervioso.

—Pero hace dos años —continuó Beata—, hace dos años descubrí que mi madre en realidad no era camarera, sino prostituta. Había sido puta, ¿puedes creértelo? Me costó aceptarlo, especialmente que me lo hubiera ocultado. Obviamente, supuse que no me lo dijo para no pervertirme ni estigmatizarme. Era mejor que yo pensara que era camarera a puta. Cuando le pregunté a mi abuela, resulta que tampoco sabía a qué se dedicaba realmente su hija muerta. Nos había engañado a las dos. Aproveché y solté el resto: le confesé a mi abuela que yo trabajaba de stripper online. Mi pobre abuela tenía una hija prostituta y una nieta stripper. Lloramos mucho aquella tarde pero por la noche ya llorábamos de la risa: yo no había querido ser camarera pero había terminado con una profesión similar a la de mi madre. El destino es un guasón.

—Como en una tragedia griega —le dije.

—No, como en una película de Almodóvar —se rio Beata—. En fin, acabo ya. Fue aquella noche, bañada en lágrimas mías y de mi abuela, cuando decidí investigar la verdadera historia de mi madre. Me propuse realizar un documental biográfico que reconstruyera su vida secreta. Encontré a algunos exclientes suyos y varias excompañeras de trabajo, entrevisté a los que se dejaron, que fueron pocos; también aparecemos mi abuela y yo. El título será Cómo conocisteis a mi madre.

—¿Como Cómo conocí a vuestra madre?

—Sí, es un guiño a la serie de Ted Mosby para que tenga más gancho. Cuando tuve un poco de material fui al museo de Maria a pedir financiación, pero nos mandaron a mí y a mi documental al carajo. He probado en otros museos y fundaciones artísticas, pero a nadie le interesa subvencionar Cómo conocisteis a mi madre, todos le decían no a la historia de una puta grabada por su hija, una stripper. Rechazo a rechazo, me fui dando cuenta de que la prostitución todavía es un gran tabú en Polonia, a pesar de ser una de las mecas europeas del turismo sexual. Entonces descubrí que mi obra también denunciaría este silencio oprobioso que pesa sobre las polacas que ejercen la profesión de mi madre (y, de paso, la de stripper, igualmente vergonzosa para nuestra sociedad).

Habían llegado un chico y una chica, que permanecían callados al lado de Beata. Miraban algo escandalizados a su amiga, que les sonrió para tranquilizarlos. Esta escribió algo sobre una servilleta y me la entregó.

—Es mi nombre en Skype. Agrégame y seguiremos hablando.

Si no fuera profesor de español, ¡ay!, no habría encontrado historias impagables como la de Beata.


4. Seksmisja

—Yo te contaré todo lo que quieres saber, pero vas a tener que pagar por mi tiempo. Igual que los demás, no puedo hacer una excepción. La historia de Cómo conocisteis a mi madre es buena; merece la pena el desembolso, podrás escribir un relato fantástico con ella. Y si no quieres que me desnude, puedo hacerte un pequeño descuento, eso sí. Pero hay que pagar: mi tiempo es oro, como el de cualquiera.

Entonces no logré explicarme cómo era posible que Beata supiera que yo quería escribir su historia, pero me importó bien poco: la codicia literaria arrumbó la precaución y la sospecha.

En mi portátil, Beata estaba en lo que supuse que era su dormitorio. Llevaba un albornoz rosa y su pelo era un poco más oscuro que la primera vez que la vi, aún estaba húmedo. Oí una voz de mujer que la llamó un par de veces desde fuera de la habitación; Beata le gritó que estaba trabajando.

—Es mi compañera de piso —aclaró—. Sigue sin acostumbrarse a que trabaje desde casa.

La conexión de Skype era perfecta, así que en mi pantalla percibía todos los detalles: el albornoz entreabierto que ocultaba pero incitaba a imaginar, un mechón mojado cruzando adrede o espontáneamente la frente, la rotación a izquierda y derecha de la silla de cuero negro en la que estaba sentada. Detrás, se podía ver una cama doble y un póster de Seksmisja, una comedia polaca de ciencia-ficción.

—¿La has visto? —me preguntó, moviendo la webcam para que enfocara el póster—. Era una de las películas favoritas de mi mamá.

—Claro —le dije—. Es divertida, pero no entiendo por qué es tan aclamada.


Seksmisja es una de las películas polacas más populares todavía hoy en día, a pesar de que fue grabada en 1984. Los dos protagonistas despiertan después de un largo periodo de hibernación en un mundo postapocalíptico en el que sólo hay mujeres: la radiación ha eliminado a los hombres y ha obligado a las supervivientes a vivir bajo tierra. Las mujeres quieren "neutralizar" a los dos prisioneros de sexo masculino, es decir, transformarlos en mujeres. Estos huyen y salen al mundo exterior, arriesgando su vida en pos de la libertad. Los dos héroes no encuentran el paisaje nuclear que esperaban, sino simple y llanamente el mundo, nuestro mundo, pero vacío y esperando a ser repoblado: un puto jardín del Edén. La moraleja de la alegoría está clara: el régimen engaña a sus ciudadanos para controlarlos.

—Es muy fácil —dijo Beata mientras se pintaba las uñas del pie derecho sobre la silla de cuero y me mostraba cuán larga era su pierna—: Seksmisja es un mito fundacional polaco: revive los años de lucha contra el régimen socialista. A los polacos nos gusta recordar que nuestro país nació entonces, en las luchas de los años ochenta, haciendo frente al opresor. Seksmisja es una fantasía política: la del guerrero polaco. Pero también es una fantasía sexual masculina: la del hombre solitario rodeado de mujeres. Luchar para follar podría ser el subtítulo de la película. ¿Hay una fantasía más troglodita, más patriarcal? En fin, Seksmisja es popular porque combina estos dos estereotipos en una sola película. Obviamente, para una feminista como yo, el mensaje de Seksmisja ha quedado obsoleto. Me gustaría pensar que también para el resto de mujeres, pero no todas piensan igual: el feminismo ya ha quedado desacreditado.

—Entonces, ¿por qué tienes el póster en tu cuarto?

—Joder, pues porque mis clientes son hombres, como tú. Pero vamos a ponernos manos a la obra, porque el tiempo corre —me mostró un temporizador con forma de manzana—. Ya han pasado quince minutos y las sesiones son de media hora. A partir de entonces, cobro el doble. Aunque me interesa contarte mi historia y no tenga que desnudarme ni bailar, sigo ganando más dinero como stripper.


5. Cómo conocisteis a mi madre

Beata me contó que lo descubrió trabajando. Uno de sus clientes, de nickname Piotrek_23, le escribió por el chat: ¡mierda, yo follé contigo hace veinte años! Beata llevaba varios minutos bailando cuando leyó de reojo uno de los mensajes de Piotrek_23; entonces se sentó en la silla y le preguntó si quería que siguiera con el striptease o qué. Piotrek_23 insistió en que se había acostado con ella varias veces en un puticlub de Cracovia, que era imposible que la olvidara, aunque entendía que ella no recordara a sus clientes después de tanto tiempo; Beata le explicó que ella no era una puta y que sólo tenía veintiún años: lo que dices es imposible a menos que seas un puto pederasta, dijo mientras se ponía el albornoz, lo siento pero voy a tener que cerrar la sesión de Skype. No lo hizo, porque leyó lo que había escrito: aquella mujer tenía en el bajo vientre un tatuaje de un monigote acunando a un bebé.

Beata recordaba perfectamente la obra de Keith Haring que inspiró aquel tatuaje, pero ella no tenía ninguno: no le gustaban y a diferencia de su madre nunca había tenido la necesidad de camuflar la cicatriz de la cesárea; sin embargo, había heredado de ella su pasión por el arte. Entonces detuvo el temporizador con forma de manzana, desactivó la webcam y estuvo más de una hora chateando con Piotrek_23. Sólo volvió a activar la cámara para mostrarle una foto de su madre de joven. Aquel le confirmó que se había acostado con aquella chica: era muy guapa, muy buena haciendo lo suyo, muy auténtica, es casi imposible olvidarla. Si no eres tú, ¿qué pasó con ella? Esto fue lo último que escribió Piotrek_23 antes de que Beata se desconectara. Aquella noche, no fue capaz de trabajar más; tampoco logró dormir.

A pesar de todo, no terminaba de creérselo, o no quería creérselo, pero al día siguiente visitó el prostíbulo indicado por Piotrek_23. Desconfiaron de ella, naturalmente, pensaron que tal vez era de la policía o de la prensa, hasta que vieron la foto de la madre: era la misma Beata en los años ochenta, los años de Seksmisja. Nadie recordaba a aquella mujer, pero le dijeron que visitara otro puticlub en el que trabajaban algunas prostitutas, chulos o seguratas que podrían haberla conocido. Así Beata comenzó un largo periplo por prostíbulos, bares de mala muerte y locales de striptease; era la versión polaca de Airbag, aunque en este caso la protagonista sólo buscaba sus raíces, quizás tan valiosas como el anillo de compromiso de la película española. Desde el principio de la investigación, Beata fue tomando notas acerca de sus avances: aún no estaba segura de lo que haría con aquella información, pero su instinto de artista guiaba sus pasos. Me leyó algunos fragmentos; por ejemplo, recuerdo el día en que un proxeneta le prometió decirle dónde se encontraba su madre a cambio de sexo y de trabajar para él: si se prostituía, Beata se podía hacer de oro, porque de tal palo tal astilla.

Finalmente encontró a una mujer, ya retirada y propietaria de un "hostal decente", que reconoció o recordó a Beata antes de mostrarle la fotografía. Supo que no mentía porque cuando le dijo que su mamá estaba muerta no pudo reprimir unas lágrimas. Por la tarde Beata visitó a su abuela y se lo contó todo, incluido que trabajaba como stripper. Aquel día tuvo un superávit de epifanías: la última fue la decisión de transformar su dolorosa experiencia en arte, la realización del documental Cómo conocisteis a mi madre. La excompañera de su madre la puso en contacto con otras personas que la conocieron y Beata se puso manos a la obra.

Armada solamente con una cámara digital, recopiló gran cantidad de material muy diverso. Nunca llegué a verlo, porque Beata era muy recelosa, pero en las múltiples —y caras— sesiones de Skype sin striptease que mantuve con ella me puso al corriente de lo que había grabado y de la estructura que habría de tener la versión final de Cómo conocisteis a mi madre. En un larguísimo plano secuencia captó todas las imágenes que tenía de su madre y de su padre, el gran ausente: dispuso las fotos de los álbumes familiares en el suelo de la casa de su abuela, desde la cocina hasta la entrada, pasando por el balcón, subiendo y bajando al primer piso y entrando y saliendo del trastero; aunque esperaba que un director más competente y con mejor equipo pudiera volver a grabar la secuencia de las fotos familiares, la idea de Beata era utilizarla como introducción del documental, probablemente acelerada para que no se hiciera tan tediosa. A continuación aparecerían varios vídeos de striptease online de Beata, en los que se veía cómo era su trabajo, así como una pequeña muestra de su vida diurna, universitaria. Después de presentarse, era el turno de que la abuela narrara la biografía oficial de su hija, la madre de Beata, que vivió la mayor parte de sus años en Cracovia, pero también pasó dos en Londres, donde supuestamente empezó todo: allí comenzó a trabajar en la calle y también allí conoció al padre, polaco, que la abandonó cuando regresaron a Cracovia porque estaba embarazada; de hecho, la financiación que Beata le pedía al museo de mi estudiante Maria sufragaría, entre otras cosas, un viaje a Londres. Luego vendría la lectura de la conversación por chat que Beata mantuvo con Piotrek_23 —quien se negó a ser filmado y a revelar su identidad—, alternada con breves tomas de los prostíbulos en los que habría trabajado su madre. El plato fuerte del documental eran las entrevistas realizadas a las mujeres que trabajaron con Beata y a dos clientes que, a diferencia de Piotrek_23, pudo convencer de que dieran un paso adelante y aportaran su testimonio. Tras las entrevistas se desvelaba el colofón de Cómo conocisteis a mi madre: en un plano cenital sobresalía, entre otros papeles, el certificado de defunción de la madre. La causa de la muerte, oculta hasta entonces, habría sido el sida, probablemente contagiado durante su actividad como prostituta. También en esto su madre fue una pionera en Polonia.

Pese a todo, a Beata aún le faltaba mucha información: no sabía por qué su madre había empezado a prostituirse, ni quién era realmente su padre, al que nunca conoció, ni quién le contagió el VIH. Para seguir adelante con su proyecto, necesitaba financiación.


6. Escribir

En las primeras sesiones de Skype con Beata, reviví algunos momentos de mi adolescencia. Me acordé de un par de compañeros de instituto a quienes les habían llegado carísimas facturas de Internet por haber contratado servicios de webcam porno. El miedo, o la intuición de que aquellas páginas web eran peligrosas, me impidió disfrutarlas entonces. Más de diez años después, me había dado por conectarme a una de ellas, pero la mujer que me hablaba al otro lado estaba vestida; es cierto que también se estaba desnudando, aunque de otro modo.

Después de bastantes horas en la webcam, tuve la sensación de que Beata ya había exprimido totalmente su historia. Faltaban unas cuantas piezas para completar el rompecabezas, pero yo no podía conseguirlas. Me costó un poco decirle que quería dejar de hablar con ella por Skype y, sobre todo, que quería dejar de pagarle tanto. Pero al fin lo hice y no supuso ningún drama. Cuando mis clientes se han saciado, se desconectan sin más, me dijo Beata a modo de despedida.

Dediqué las semanas siguientes a intentar escribir la historia de Beata y de su documental. Era consciente de que sería un relato incompleto, pero no me importaba: había pagado mucho dinero por él y tenía que escribirlo. Además, no hay nada tan incompleto como la vida, que siguió mientras yo trataba en vano de capturar con palabras un pequeño fragmento de ella. En mis ratos libres escribía y, entretanto, mis clases tampoco se detenían: escuché otras historias, presencié otras confusiones y tomé otras Cervantes con otros estudiantes. Como muchas veces me había sucedido, la rutina acabó engullendo la historia de Beata y no me dejó demasiado tiempo ni energía para escribirla. Me olvidé de Beata y de mi relato, que quedó tan inconcluso como aquello que aspiraba a reflejar.

Un sábado fui con un amigo polaco al museo en el que trabajaba Maria, la estudiante y comisaria artística que me puso en contacto con Beata. Después de ver un par de exposiciones, me picó la curiosidad y pregunté en la oficina de información por Maria, pero no la conocían. Tampoco habían oído hablar de ella en las taquillas ni en la cafetería ni en el ropero ni en la tienda. Hablé con los guardas de seguridad y con dos guías del museo; uno de estos, el más veterano, me aseguró que en aquel museo no tenían ni habían tenido a ninguna comisaria artística llamada Maria. Al final nos fuimos sin haber esclarecido aquello, porque mi amigo estaba a punto de perder la paciencia y creo que empezaba a pensar que yo acosaba a la tal Maria.

Otro sábado, esta vez al mediodía y unos meses más tarde, me pareció ver a Beata en el Starbucks de Galeria Krakowsa, un centro comercial del centro de Cracovia. Concretamente, estaba sentada en una silla del Starbucks del primer piso (en la planta -1 hay otro). Quise entrar a saludarla, pero una extraña sensación me lo impidió: era la primera vez que observaba a Beata sin que ella fuera consciente de mi mirada y de mi presencia, a unos metros de ella, mucho más cerca que en cualquiera de nuestras sesiones de Skype. Estaba apenas escondido tras el cristal, espiándola y esperando algún gesto especial: Beata jugueteaba ausente con el móvil, miró un par de veces hacia la barra como si también esperara algo o a alguien, se echó atrás el pelo que le caía sobre la frente, miró hacia todas partes sin llegar a verme. No hizo nada nuevo: aquella Beata era la misma que yo había visto por mi webcam. Definitivamente, la analógica reaccionaba a la observación con la misma naturalidad o artificialidad que su versión digital, y tampoco importaba que advirtiera o no la presencia de un mirón. Cuando ya me iba, una mujer se acercó a Beata, puso una bandeja con dos cafés enormes sobre la mesa y se sentó frente a aquella. No pude verle la cara porque estaba de espaldas a mí. Me dio la impresión de que conversaban medio desganadas, sin prestarse mucha atención, dejando frases a medias y preguntas sin responder para consultar sus móviles; eran dos personas demasiado acostumbradas a la presencia de la otra, quizá dos compañeras de piso, quizá una madre y una hija. Decidí meterme en una tienda cercana, desde donde podía controlarlas, y aguardé a que terminaran sus cafés. Al salir, pasaron cerca de mí y pude identificar a la acompañante de Beata: era Maria, mi estudiante, la comisaria artística. Me costó creerme aquella casualidad tan conveniente. Hablando y paseando tranquilamente, fueron a una tienda de ropa (creo que era Pull&Bear) sin notar que las estaba siguiendo. Durante media hora, fui su sombra: entraron y se probaron ropa, sobre todo Beata, hicieron la compra en el supermercado, estuvieron en una perfumería, en una óptica Maria se probó varias gafas y finalmente se metieron en el cine, donde decidí perderles la pista y volver a casa. En ningún momento me sentí culpable por espiarlas, porque al fin y al cabo había pagado por aquella historia impagable.

Desde la persecución por el centro comercial, no he sabido nada más de Maria ni de Beata. Podría contactar con Beata por Skype y, por un módico precio, preguntarle qué hacían ella y Maria juntas, pero prefiero no hacerlo. La próxima vez que la vea, sólo intentaré averiguar cómo va su documental. Cuando me encuentre a Maria, le pediré más anécdotas de artistas.

lunes, 11 de agosto de 2014

Me gusta: Museo de las relaciones rotas

Hace un año estuve por primera vez en Zagreb, pero fue una visita breve y nocturna: de ocho de la tarde a ocho de la mañana. Esta segunda vez he podido estar más tiempo y conocer la ciudad en profundidad y, sobre todo, de día. Las ventajas que da la luz solar son muchas: no sólo saber dónde pones los pies, sino también visitar tiendas, mercados, iglesias y, por qué no, museos. Así, tuve la oportunidad de conocer el extraño Museo de las relaciones rotas de Zagreb, que podría haber sido el título de una canción de Joaquín Sabina. Ahora, aprovecho para escribir esto y resucitar una sección que inauguré hace un año para hablar de los lugares que me gustan (la cual sólo tenía una triste y solitaria entrada).

La idea del Museo de las relaciones rotas (a partir de ahora, MRR) es sencilla y efectiva: expone breves textos escritos por personas que han pasado por una ruptura, acompañados de un objeto relacionado con la historia. El MRR fue inaugurado en 2010, pero su origen hace honor a su nombre y se remonta a una ruptura del año 2003. Una pareja de artistas que vivía en Zagreb, un escultor y una productora de cine, rompió. Por deformación profesional, ambos bromearon sobre la posibilidad de crear un museo con aquellas pertenencias personales que remitieran a su difunta relación, pero la cosa se quedó ahí. Sin embargo, entre broma y broma la verdad asoma: años más tarde, cuando, tal como exigen los tópicos amorosos, las heridas ya habían cicatrizado, decidieron llevar a cabo su idea. Les pidieron a sus amigos textos y objetos que hablaran de sus relaciones rotas. En 2006, presentaron la colección en Zagreb; en los próximos años, la exposición recorrió varios países, recaudando más objetos-textos hasta regresar a Croacia en 2010.

La motivación de los donantes no siempre es la misma, aunque en general puede deducirse de los textos y sus objetos: la simple y sana venganza, el arte terapéutico o el punto y final —o, a veces, el punto y seguido— del proceso de duelo. Las historias, pues, varían en extensión y en tono: de una frase demoledora a varias páginas serias, tristes o con sentido del humor, maduras o vengativas, tiernas o incluso pedagógicas. Los objetos están estrechamente relacionados con sus respectivos textos; de hecho, aunque cada pareja texto-objeto tiene su título, en realidad es el objeto el que adopta la función paratextual del título: introducir la historia, quizá darnos una pista para interpretarla o preverla, sorprender o despistar al lector. Como sucede al leer el título de un relato, una novela o una película, sólo viendo un objeto es difícil adivinar qué papel puede jugar en una ruptura amorosa. Por ejemplo, un ciempiés de peluche con varias patas rotas o una botella de agua bendita con la forma de la Virgen María.

A le regaló a B un ciempiés de peluche porque estaban en una relación a distancia: cada vez que se encontraran, romperían una pata; cuando no quedaran más, se casarían y vivirían juntos y serían felices y comerían perdices. Sólo siete u ocho patas del colorido bicho estaban rotas. 

X era un turista peruano que viajaba por Europa en verano; se enamoraron locamente en una discoteca y X pasó dos meses viviendo en la casa de Y. Como si adivinara la sencilla y efectiva idea del futuro MRR, X dejó a Y con una nota escrita y una botella de agua bendita con la forma de la Virgen María. En la nota, X se despedía trágicamente y también le decía que había traído esta botella-estatua de Perú para encontrar un nuevo amor. Lo que X no sabía es que unas semanas antes, por casualidad, Y había encontrado en su equipaje una bolsa llena de botellas-estatuas con la forma de la Virgen María.

En definitiva, el MRR funciona como una antología de relatos amorosos repartidos por varias salas en vez de páginas. Es interesante leerlos y ver cómo va reaccionando la gente: con risas, cuando la historia es burlona; con sonrisas, cuando está teñida de melancolía, o con la seriedad respetuosa propia de las iglesias, cuando es trágica. Pero el ambiente del museo no es el de la iglesia, sino el de la biblioteca o el cine: cuando a alguno de los visitantes le sonaba el móvil, los demás reaccionaban con las miradas, suspiros y chasquidos ofendidos típicos de aquellos lugares.

El Museo de las relaciones rotas es, pues, un lugar híbrido: entre antología de relatos, sala de lectura y, por supuesto, museo. El objeto vinculado al texto aleja el MRR del libro y lo acerca al museo: el objeto le confiere al texto el mismo estatus que tienen otras obras de arte como la pintura, la escultura y la arquitectura: lo hace singular e irrepetible. O, como diría Walter Benjamin, el objeto le otorga al texto un aura de irreproductibilidad —que, de paso, le permite estar dentro de un museo y no en una librería o biblioteca—. Por supuesto que se pueden reproducir los ciempiés de peluche y las botellas de agua bendita con la forma de la Virgen María: es el papel que esos objetos tuvieron en la ruptura amorosa lo que no se puede duplicar. Pero este valor, el aura de Benjamin, es intangible, proviene de una realidad ya pasada y sólo el texto puede confirmarlo. De hecho, sólo la sinergia objeto-texto genera el aura: sin el texto, el objeto no explica nada; sin el objeto, el texto es una ficción más. Cuando el lector-visitante ve el objeto y lee el texto, firma un pacto tácito con la obra expuesta, la tasa como algo único y real. En la tienda del MRR se puede comprar la versión en papel del museo, es decir, un libro con todos los textos e imágenes de sus correspondientes objetos. Por supuesto, el aura se diluye. En definitiva, el MRR es otra demostración de que el ser humano es un pésimo lector: el pacto de ficción que aceptamos al empezar una novela (o película) no es suficiente para nosotros, sino que necesitamos saber de algún modo que la historia está basada en hechos reales.

Pero los amantes de la literatura y el cine tenemos un consuelo: si la historia es mala o está mal contada, poco importa si es real o ficticia. Los visitantes del Museo de las relaciones rotas no tienen que preocuparse, porque por lo general todas las historias están bien contadas. Sólo dos o tres no merecen ser leídas —casualmente, las más adornadas—. Sin embargo, los donantes del MRR tuvieron la ventaja de que había pasado algún tiempo desde sus rupturas. Así, lo más probable es que hubieran podido asimilarlas mejor y las hubieran ensayado antes con sus amigos. Además, como dice Luis Landero en Entre líneas: el cuento o la vida, no hay mejor narrador que la memoria de uno mismo, alejada de las minucias y accidentes del presente:
"La vida, con su tiempo lento y a menudo vulgar, se nos antoja a veces una suma de peripecias irrelevantes. Pero si uno mira el pasado entonces advierte una trama de episodios significativos. La vida, de pronto, tiene un argumento, y se parece mucho a una novela: el tiempo gris ha desaparecido, o hace las veces de un hilo que uniese las perlas de nuestras mejores o más intensas experiencias. La vida, en el presente, es como un tapiz visto muy de cerca: no vemos sino las minucias y accidentes del entramado; cuando nos alejamos, distinguimos nítidamente sus figuras".

miércoles, 26 de junio de 2013

El señor de las moscas

"Vosotras, las familiares,
inevitables golosas,
vosotras, moscas vulgares,
me evocáis todas las cosas."
Antonio Machado, "Las moscas".


En una entrada pasada decidí que, como buen artista en ciernes, tenía que buscarme un objeto particular para exprimir en mi arte —esto es, aquí—. La repetición de este motivo caracterizaría mi obra, haciéndola reconocible al instante. Además, cuando me fallara la imaginación, siempre podría volver a él, para explotar mi sello personal hasta hartar al personal. Se me olvidaba decir que también serviría para expresar algo: mis inquietudes, mi personalidad, mi angustia, el dolor inherente a la existencia o qué sé yo, ya se verá. En resumen, era una decisión a la vez artística y publicitaria: expresar, exprimir, explotar, en este orden o en el que sea.

Es el caso de los relojes de queso fundido de Salvador Dalí. O la luna, el agua, los cuchillos y los gitanos en Federico García Lorca (o al menos eso nos contaban en el instituto). Claude Monet tenía sus nenúfares; Witold Gombrowicz, los dedos acusadores y las máscaras, y Woody Allen a los neuróticos. La nariz y otras protuberancias en François Rabelais y Laurence Sterne, los arrojados toreros en Ernest Hemingway, los pecadores en Dante. Etcétera.

¿Qué podía elegir yo? Miré por la ventana y, pues, por ejemplo, la nieve, que todo lo invadía; tampoco había muchas más opciones a mano. En verdad no es lo más original del mundo, pero tiene una riqueza de significados que nada debería de envidiar a los motivos de los demás.

No obstante, si repasas las últimas publicaciones, si buscas la palabra nieve en el blog, verás que sólo aparece en una entrada, la aludida e hipervinculada "Foto en blanco". Un buen asistente de marketing diría que he de mejorar la imagen de mi marca, darle vueltas a la nieve como objeto artístico, concentrarme en ella para que el lector-espectador pueda asociarnos fácilmente. Que lo sepa todo el mundo: yo soy la nieve, igual que Lorca es la luna, Petrarca es Laura y Dante es Beatriz —o al revés, nunca me acuerdo—, Rabelais las narices, Lacoste el cocodrilo, la manzana Apple, la esvástica el nazismo, la hoz y el martillo el comunismo, etc.

Pero es más fácil escribir una poética que aplicarla. Sobre todo si cuando miras por la ventana resulta que el verano ya ha llegado y que en Cracovia las temperaturas superan los 35ºC y el sol brilla. ¿Qué ha sido de mi querida nieve? ¿En qué he malgastado mi preciado tiempo de artista? ¿Por qué no habré hecho los deberes? ¿Y qué será ahora de mi carrera artística sin un motivo distintivo? ¡Horror...!

Sin embargo, pensándolo mejor, no sólo los nenúfares y las amapolas de Monet no pudieron ser explotados en todas las estaciones, sino que todo paisajista ha de currar también en otoño, invierno y primavera. El bueno de Claude fue así de pragmático: durante el verano pinto nenúfares y el resto del año, por ejemplo, catedrales y bailarinas. Así que ¿por qué no tener varios motivos con los que trabajar? Sólo necesito uno nuevo, uno que complemente a la caducifolia nieve.

Las soluciones que andan muy lejos no son soluciones: miro de nuevo por la ventana. Calor asfixiante, cielo despejado, viento ardiente y casi inmóvil, árboles estallando en verde, gente paseando con ropa veraniega... La tentación de ser el artista de lo meteorológico es fuerte. ¿Podría ser yo el bardo climático? ¿Dedicarme a cantar las inflexiones temporales? El cielo ennegrecido será el presagio infausto; el día soleado, la felicidad; la lluvia, la depresión; la tormenta, la pasión, etc. Además, la nieve ya es parte de mi repertorio...

Pero ¿qué pasa con la originalidad? ¿Acaso no son todos los artistas asimismo meteorólogos? Pintar, describir o fotografiar un paisaje es hacer el p-arte meteorológico. Supongo que todos han hecho lo mismo: mirar por la ventana y, ¡ale, qué originales!, manos a la obra.

Así que aplicamos de nuevo la fórmula (recién inventada y que, dicho sea de paso, probablemente sólo enmascare la tradicional pereza): una solución no puede andar muy lejos si queremos que sea solución. Esta vez ni tan sólo miramos afuera, sino adentro. Pero no demasiado, no hacia el yo —para qué acercarse o alejarse: el yo es omnipresente—, sino entre él y las gruesas paredes que nos separan del mundo. Nuestra habitación —repito: sinécdoque del yo— es un microclima: humedad y un fresco que contrasta con el tórrido exterior, ropa tendida que nunca se seca y un edredón cubriendo la cama —información que te sorprendería, lector, si no estuvieras al tanto del enclave climático donde nos hallamos—, cuatro libros de texto para enseñar español, mi portátil, etc. Y entre todo este leve desorden está, casi se me olvida, nuestra solución.

Decenas de soluciones revolotean cada día como locas por la habitación, desde que el verano les ha dado permiso. Cuanto más gordas, primas inocuas del tábano, más ruidosas, tontas y molestas; cuanto más pequeñas, más escurridizas, inalcanzables como un deseo pero inseparables como una sombra. Sus vidas son breves, pero se las arreglan para que su zumbido sea cada año la auténtica canción del verano. Su omnipresencia, sus omnipresencias, rivalizan con la nuestra y con la de Dios.

Igual que la nieve, este motivo artístico no es el más original; de hecho, el imaginario occidental, por sus alas y su color negro, o por sus gustos algo escatológicos, o por esa manía tan suya de transmitir enfermedades, las vincula al demonio, la muerte o el mal agüero. Pero ¿qué sabemos en realidad nosotros de ellas?

No sé nada de vosotras. Sólo que voláis alborotadamente alrededor de la lámpara que preside e ilumina mi cuarto, como si fuera el astro en derredor del cual gravitáis. Y que a menudo nos concedéis el placer de ser vuestro objeto de acoso. En todas las habitaciones de la ciudad se repite el mismo cuadro, la misma escena casi ritual. A cada segundo que pasa, uno de nosotros tiene la suerte de llamar vuestra atención. Desde ahora seréis mi objeto artístico, esta es mi pequeña venganza u homenaje. Sois mi más enigmática compañía; sois inútiles, mudas y repetitivas como pedruscos. Sois más antiguas que nosotros y, sin embargo, seguís siendo un acertijo cuya resolución no nos importa. Sólo nos interesa de vosotras vuestra ausencia. No queremos entenderos sino eliminaros. Embestís unas contra otras, no sé si por diversión o aversión. ¿Es posible que sintáis unas por las otras la misma repulsa, el mismo asco, que a nosotros nos provocáis? Ni lo sabemos ni nos importa. Sólo nos interesáis, repito, como carencia.

En todo caso, no hace falta ser un genio para darse cuenta de que sois el motivo idóneo de mi arte. A vosotras y a la nieve consagraré mi obra; vosotras conformaréis mi sello personal. Como la nieve, en raras ocasiones suscitáis interés. Por eso suscitáis mi interés. Os fotografiaré, pintaré o describiré hasta que consiga revelar vuestros porqués desconocidos. Y si no sirve, no lo dudéis, os torturaré. La humanidad ha dedicado muchos recursos a destruiros o ahuyentaros. Probaré en vosotras la efectividad de cada uno de sus inventos: vaciaré aerosoles, blandiré matamoscas. Preguntaré a Google cuáles son los métodos más extravagantes y todos los sufriréis. Colgaré de vuestra preciada lámpara una cinta adhesiva donde os quedaréis pegadas y agonizaréis en masa, formando una necrópolis díptera. Experimentaré un ignoto placer al oír vuestros agonizantes zumbidos. Cuando logre abatir a una de vosotras, bailaré jubilosamente alrededor de su cadáver. Hasta que, malditas moscas, me reveléis vuestros secretos u os extingáis.

lunes, 22 de abril de 2013

Los tres paseos de "El pianista"

Ahora que por fin ha llegado la primavera a Polonia, tanto paseo por el centro de Cracovia o el Vístula hace que uno se acuerde de lo que era pasear por Barcelona. Así que nada mejor que la lectura de El pianista (1985), de Manuel Vázquez Montalbán, recomendada por un amigo que me visitó hace unos días y me notaría poco mediterráneo.

La novela tiene dos ejes: el pianista que titula la obra y la trágica historia contemporánea de España en la que se ambienta. Esta es, pues, una novela histórica, dividida en tres partes o, mejor, tres paseos, enmarcados cada uno en una época distinta. Por cierto, no hay que confundir a este pianista con el de Polanski: el que nos incumbe es de Barcelona y está enredado en la Guerra Civil Española, mientras que el polaco sufre la ocupación nazi en Varsovia. ¿Habrá alguna relación entre los pianistas y las tragedias históricas?

La primera parte de la novela sucede en la Barcelona de los años 80, en plena socialdemocracia. Un grupo de amigos, todos en el umbral de la madurez, desciende por la Rambla rumbo a un local de travestis, en lo que ellos mismos interpretan como "un recorrido a la vez simbólico y rememorativo". Durante toda la noche, el lector asiste a sus conversaciones —pues esta es casi una novela dialogada—, en las que nos enteramos de sus frustraciones profesionales, sociales y políticas, de sus ideologías y de sus mudas ideológicas, de sus conflictos personales, etc., todo bien enraizado en el pasado y con un tono muy irónico, retórico e intelectual, a veces sabiondo.
"—Es curioso. Casi en cada mesa una cara conocida. La generación que está en el poder: de treinta y cinco a cuarenta y cinco años. Los que supieron dejar de ser franquistas a tiempo y los que supieron ser antifranquistas en su justa medida o a su justo tiempo. Si callaran el pianista y las vicetiples cúbicas, podríamos entre todos escenificar veinticinco años de historia de una resistencia estética. [...]
—Al ser estética era ética. El franquismo era fuerte y a la vez grotesco, pequeño, mezquino, asqueroso. Para la clase obrera era otro asunto, la lucha tenía otro sentido. Para nosotros era básicamente una cuestión estética. 
—No mitifiques la lucha de la clase obrera. ¿Cuántos obreros pasotas fueron necesarios para que el franquismo durara cuarenta años?"
Este paseo, desencantado y posmoderno, tiene algo de cortejo fúnebre; los muertos son, claro, los sueños de la generación que vivió y luchó por la Transición. En el local de travestis se encuentran a personajes reales (es decir, famosos: la realidad empieza donde acaba el anonimato) que salpimientan la narración: el entonces ministro Javier Solana o la travesti Bibi Andersen. Sin embargo, los personajes cruciales durante el resto de la novela son ficticios: el viejo pianista que acompaña los espectáculos y un renombrado músico llamado Luis Doria. Al salir del local, el grupo de amigos termina su recorrido yendo hacia el mar, pero el narrador decide seguir hasta su casa al misterioso y viejo pianista, cuya enigmática aura seduce tanto al lector como a Ventura, el más idealista de los amigos. Tras conocer el penoso estado en el que vive el decrépito pianista con una tal Teresa (véase la película Amour), el narrador se sumerge en su pasado para revelarnos cómo hemos llegado hasta aquí.

En la segunda parte, pues, seguimos los pasos de Alberto Rosell, el viejo pianista. Aunque continuamos en Barcelona, el pianista ahora es un joven: estamos en la primavera del franquismo (horrible oxímoron), los años cuarenta. Alberto cuenta a sus nuevos vecinos del Raval su historia, íntimamente relacionada con la historia de España: miliciano del POUM al estallar la Guerra Civil, acabó pasando seis años en la cárcel. El ambiente que se respira en esta Barcelona es tan claustrofóbico como el de La plaça del Diamant, de Mercè Rodoreda, o el de Nada, de Carmen Laforet. Es una Barcelona-armario: cerrada, rancia, sin ventilar, tan asfixiante que los protagonistas emprenden un —esta vez, tácitamente simbólico— paseo por los terrados del barrio. Si los personajes de la primera parte estaban de vuelta de todo, habían perdido la ilusión al no conseguir la España con la que habían soñado, en este momento histórico es demasiado pronto como para soñar con un futuro colectivo mejor; así que los personajes parecen conformarse con pequeñas ilusiones individuales. Aunque las vidas de todos ellos están condicionadas por el contexto histórico, aunque este asoma en cada instante de sus vidas, aquí la narración se vuelve más microscópica, casi naturalista, atenta a las miserias cotidianas de las personas. Uno de los personajes defiende la necesidad de esta mirada intrahistórica:
"Me gustaría saber escribir como Vargas Vila o Fernández Flórez o Blasco Ibáñez para contar todo esto, porque nadie lo contará nunca y esta gente se morirá cuando se muera, no sé si usted lo habrá pensado alguna vez. Saber expresarse, saber poner por escrito lo que uno piensa y siente es como poder enviar mensajes de náufrago dentro de una botella a la posteridad. Cada barrio debería tener un poeta y un cronista, al menos, para que dentro de muchos años, en unos museos especiales, las gentes pudieran revivir por medio de la memoria."
Otro personaje quiere ser boxeador, y, sin ir más lejos, el motivo por el que empiezan el paseo por los tejados es encontrar un piano para que Alberto Rosell, el pianista y exconvicto recién llegado al barrio, pueda volver a tocar. Sólo al final de esta parte resurge, mientras Alberto toca el piano, el recuerdo del famoso Luis Doria, instantes antes de que reaparezca en carne y hueso la susodicha Teresa. Al reencontrarse con su vocación, Alberto reencuentra su pasado.

Así que a la tercera parte le pertoca desentrañar la relación entre Alberto Rosell, Luis Doria y Teresa. En un nuevo salto en el espacio y el tiempo, nos encontramos en el París de 1936, poco antes del estallido de la Guerra Civil Española, rebosando vanguardia y tensión política. Alberto Rosell es un joven provinciano catalán que acaba de llegar a la ciudad para alimentarse culturalmente e intentar exhibir su talento musical. Sin embargo, su amigo Luis Doria, sediento de fama a cualquier precio, lo estorba, intentando imponerle su visión del mundo, del arte y de la ciudad. Sólo en esta parte se nos revela el auténtico tema del libro: el papel del arte y del artista en la sociedad, cuyos dos extremos encarnan Luis Doria y Alberto Rosell.

Luis Doria confiere al arte y al intelecto tal superioridad (ontológica) que no le permiten inmiscuirse en la realidad y la historia. Además, no sólo está dispuesto a todo para obtener éxito, sino que es absolutamente consciente de la importancia que tiene la imagen pública en un artista (la realidad empieza donde acaba el anonimato). Es un carismático triunfador-a-toda-costa nato, que suscribiría las palabras de Peter Gallagher en American Beauty: "In order to be successful, one must project an image of success at all times". Hablando de Teresa, su amante durante esta época, su obsesión por el control de la imagen se desvela:
"Lo más importante que [Teresa] ha hecho en su vida, que hará  en su vida, será haberse acostado con Luis Doria. Pero tampoco te puedes fiar del todo de estas personas aparentemente opacas porque el día menos pensado va y escribe unas memorias y te falsifican el retrato para la posteridad, mienten o dicen verdades insuficientes captadas por mentes insuficientes. Me aterra sólo pensarlo. Me aterra no controlar mi imagen para la eternidad."
Alberto Rosell, en cambio, representa al artista comprometido por igual con el arte y la vida; dice: "me interesa esa apertura a una música comunicacional que sirva de soporte a ideas de crítica y de cambio, sin perder rigor musical, incluso sin abandonar la exigencia de la novedad específicamente musical". También en Bilbao-New York-Bilbao (2008) encontramos el enfrentamiento entre dos posturas similares. En esta novela, Kirmen Uribe recuerda cómo el gobierno de la República encargó a Aurelio Arteta que pintara un cuadro sobre el bombardeo de Gernika; temiendo por su vida, declinó la oferta, que acabaría recayendo en manos de Pablo Picasso, quien no la rechazaría:
"Pintar el cuadro sobre Gernika hubiera supuesto un salto definitivo en la carrera de Arteta, pero no lo aceptó. Antes que el arte, eligió su vida. Prefirió reunirse con su familia a ser recordado para la posteridad. (...) ésas son las encrucijadas a las que se enfrenta el artista. La vida personal o la creación. Arteta eligió la primera opción; Picasso, en cambio, la segunda."
Además, El pianista muestra cómo en momentos de crisis no hay lugar para medias tintas: al final de la novela, con el comienzo de la Guerra Civil, Alberto debe decidir si se queda en París a triunfar o si regresa a Barcelona para luchar. La cuestión ya no es elegir entre el arte por el arte o el arte comprometido, sino escoger entre el arte o la vida, involucrarse o no involucrarse (el dilema de Pereira, en Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi). Lo que en las dos partes anteriores era un paseo —hacia al mar o en busca de un piano— se convierte en un retorno prematuro al hogar, que trunca su formación parisina y lo encadena al futuro que les espera a los que perderán la guerra.

martes, 23 de octubre de 2012

Judaísmo y más arte de rebote

Aunque parezca mentira, no solo de fiestas vive el estudiante: hace un par de días visité el Museo Judío de Galicia, en Cracovia. Esta no es nuestra Galicia, tierra de meigas, sino Galicja, región centroeuropea dividida entre Polonia y Hungría. En vez de brujas hay judíos, otro colectivo muy perseguido.

El museo está en Kazimierz, el barrio judío (ya hablaré de él en otra ocasión, mi parte favorita de la ciudad). Es muy pequeño, el museíto, pero ya se sabe que al pot petit hi ha la bona confitura; de hecho, la exposición que me interesó más solamente ocupa una habitación: On the Other Side of the Torah.

(La Torá no es el único texto judío, pero es el más importante, el fundamental. Se supone que Dios se la dictó letra a letra, punto a punto, coma a coma, a Moisés. Aunque, entre tú y yo, me da la impresión de que el tal Dios no hizo nada más que llevarse el mérito: fue el pobre Moisés quien tuvo que inventársela toda, palabra tras palabra, frase tras frase, párrafo tras párrafo, convirtiéndose así en el primer negro, o ghostwriter, de la historia de la literatura.)

La exposición consta solo de dos objetos, dos retratos de un matrimonio alemán de la época nazi colocados en el centro de la sala. Las pinturas muestran a una pareja joven y sonriente, feliz como unos recién casados. El marido, un soldado que combatió en la Segunda Guerra Mundial, lleva el uniforme militar; la mujer, un sobrio vestido negro. Sus apagadas ropas contrastan con sus rostros radiantes, casi desentonan, revelando que el pintor, anónimo, era un retratista cualquiera, mediocre con avaricia. 

Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol: el museo siempre ha sido un espacio muy permeable a la mediocridad

Lo maravilloso está al otro lado de los cuadros: los lienzos son dos páginas de la Torá reutilizadas. Por tanto, esta obra exige ser contemplada desde ambos costados. Por delante, vemos a un soldado nazi o a su mujer y, por detrás, dos pasajes del Éxodo. El excepcional significado de la obra solo se completa con su reverso.



Los cuadros pertenecían a los nietos de los retratados; su lado oculto fue descubierto, o al menos dado a conocer, en 2011. Hasta entonces, nadie en Tübingen, Alemania, ni en el mundo entero, conocía las dimensiones reales de esta obra fruto del azar. Ni siquiera su creador, claro, por eso el mérito es del azar y no suyo, del mismo modo que la Torá es creación de Moisés y no de Dios. Quizá el pésimo retratista decidió usar fragmentos bíblicos para darle, como mínimo, valor conceptual al conjunto: la pintura que cubriría las páginas de la Torá simbolizaría la destrucción del pueblo judío por parte de los nazis. Lo dudo bastante. Lo más probable es que el pintor usara la primera lámina que encontró para terminar su encargo y que, después, los retratos se pasaran casi ochenta años cogiendo polvo en una sala de estar alemana. Casualmente, esa lámina simbolizaba a su enemigo; casualmente, pintó sobre ella a su mayor verdugo. 



Lo que está claro es que solo la imprevisible historia ha sido capaz de revelar este significado escondido; además, unos años más tarde ha añadido un segundo y valioso significado al otro lado del primero: los judíos han sobrevivido, aunque terriblemente mutilados, al intento de exterminio nazi. Es decir, descolgar el cuadro ha evidenciado que el pintor no pudo erradicar el rastro judío del lienzo. Aún hay más: la historia de Alemania y la del pueblo judío han quedado irremediablemente unidas; un lado de la moneda está manchado con la sangre de su reverso. Y otro: el judaísmo no ha variado un ápice, sigue intacto como las palabras de detrás del retrato; en cambio, Alemania quedó profundamente marcada tras descubrirse el lado más oscuro del nazismo, los campos de concentración, y ya no podemos contemplar impunemente al feliz matrimonio nazi.

Lo siento, pero no he podido evitar acordarme de mi querido Ecce Homo. Primeramente, porque ambas obras juegan a destruir literal y figuradamente el pasado: Cecilia lo hizo modificando el Ecce Homo de Elías García Martínez, mientras que el retratista intentó eliminar las hojas de la Torá. Y, en segundo lugar, porque ambas son obras de arte fruto del azar, o de intencionalidad distorsionadaCecilia no sabía lo que hacía, igual que el retratista mediocre desconocía que su obra iba a simbolizar el presente —la destrucción nazi— y el futuro —la supervivencia del pueblo judío—.

martes, 25 de septiembre de 2012

Crónica (retrasada, ajena y ficcional) de una mudanza

Aunque ya no esté en Barcelona, no me olvido de ella. Ni de Girona ni de Cataluña, y mucho menos en estos tiempos tan revueltos. Aunque entre el recuerdo, la melancolía y el extrañamiento hay unos cuantos trechos. Por contra, sí que echo de menos a ciertas personas y algunos momentos; como, por ejemplo, la mudanza del piso: una experiencia increíble.

Increíblemente agotadora, claro.

Y muy lubrificada. Subir cinco pisos sin ascensor provocó que los cuerpos se barnizaran de sudor al terminar el primer viaje; al acabar el segundo, las camisetas ya no cubrían nuestros torsos musculosos. Por suerte, no hubo incidentes: nadie resbaló entre tantas humedades.

Sí hubo, en cambio, algunas ausencias. Siempre justificadas, evidentemente. En cualquier caso, desde la distancia espacial y temporal quedan todas perdonadas. Algunas ausencias también han sido recientemente compensadas, como la de un amigo, llamémosle M. En este caso, con una crónica gráfica de la mudanza.


Lo curioso es que, como buen narrador, M recreó los hechos sin estar presente. Vaya, que se lo inventó todo. Como Dios manda. ¿A quién le importa lo que ocurrió si el cuadro, la foto, el relato, etc., merece la pena?

Aquí somos fervorosos defensores de las mentiras bien contadas; o de las infidelidades a la realidad, que viene a ser lo mismo. Sea lo que sea, a esta traicionera llamada realidad, su propia medicina.

domingo, 26 de agosto de 2012

Apología del "Ecce homo" de Borja


La restauración del eccehomo de Borja no solo es un acontecimiento social a escala mundial, también representa un hito en el ámbito artístico. Como les gusta afirmar a los historiadores del arte, esta obra supone un cambio de paradigma: nada volverá a ser lo que era, es un antes y un después, una ruptura con el pasado... y otras cosas tan extraordinarias como ordinariamente dichas. Palabrería publicitaria invadiendo el campo artístico, vaya.

Como toda obra maestra, la restauración de Cecilia Giménez permite múltiples interpretaciones. (Por eso está triunfando tanto, claro.) A los que la adoramos nos gusta porque sus varias lecturas dinamitan el arte como institución. Para empezar, porque su supuesto artífice, aquel a quien habitualmente llamamos artista, es una adorable viejecita que solo quería restaurar el cuadro movida por caridad cristiana. Aunque también es una reivindicación de un papel mucho más creativo y menos invisible para el restaurador, la verdad es que esto no es una restauración, ni siquiera una restauración fallida, pese a que Cecilia no quería hacer arte, sino restaurar.

Esto nos lleva a considerar otro mensaje crucial apuntado por la obra: Cecilia, a diferencia de Marcel Duchamp o John Cage, no hace arte con el azar, sino que ha hecho arte por azar, demostrando el poder de los errores y, de paso, meándose en la boca de todos los artistas contemporáneos. Sin querer, Cecilia se ha convertido en la persona más envidiada por los "artistas de verdad", precisamente porque ha llevado a cabo uno de los grandes sueños vanguardistas: hacer arte que no sea arte. El Ecce homo restaurado es una pieza magistral de arte sin ser arte, desde fuera del arte. De hecho, antes he dicho que Cecilia era la supuesta artífice del cuadro porque me parecería mucho más lógico que todo esto fuera un montaje de algún artista supermoderno y visionario con una tía en Borja. Si así fuera, sería la mejor performance artística posible, pero, si se llegara a saber, le restaría toda la sugestión que lo accidental le otorga al Ecce homo de Cecilia.

(Un paréntesis: ¿por qué nos atraen tanto las casualidades? Mi hipótesis: el morbo del azar proviene de que nos sentimos identificados con él. Tal identificación la explica que seamos hijos del azar: en versión cristiana, qué casualidad que Dios fuera tan bondadoso como para crearnos; desde la óptica determinista o evolucionista, que seamos así, o que seamos en vez de no ser, tampoco podía ser más fortuito.)

Pero, sobre todo, lo que esta obra expresa mejor que nada es que, en general, a la gente el arte se la suda (como siempre ha sido, por cierto). El pueblo no quiere alta cultura de ningún tipo, "el pueblo quiere drogas, el pueblo quiere alcohol, el pueblo quiere sexo, sin pagar mucho mejor", como dijo algún sabio. En realidad, el único arte que nos interesa a los normales es el cine, las series, la música, el fútbol, el disparate, los memes... y el "arte" que engendra memes, claro, como el Ecce homo restaurado.


Otro elemento clave para entender el éxito del Ecce homo es que sea una obra original y a la vez tenga en cuenta la herencia artística que ha recibido. La restauración se inscribe, a su manera y sin quererlo, en la tradición de versiones de cuadros de otros artistas, como Las meninas de Picasso o la Reminiscencia arqueológica de El Angelus de Millet, de Dalí.


Sin embargo, hay dos diferencias claras: primeramente, mientras que Picasso hizo sus meninas, desde su propio punto de vista, Cecilia interpreta el Ecce homo de su desconocido autor, Elías García Martínez, sin punto de vista alguno —o desde el punto de vista sin punto de vista del restaurador. No es un ejercicio de estilo de Cecilia, no es una obra pasada por el tamiz de su individualidad y su genialidad indiscutibles, porque no fue esa su intención inicial. El resultado final es tan inesperado que no puede responder a ningún propósito sino a la combinación imposible de casualidades, y, si todo esto acabara siendo obra de algún artista (ins)pirado, no tendría tanto valor porque perdería su espíritu azaroso. Como mucho, yo diría que Cecilia ha versionado el eccehomo original al estilo de Botero, pero esto es mentira igualmente Botero también era muy dado a representar hinchadamente la realidad y otras obras.


La segunda diferencia es la más revolucionaria: las versiones tradicionales mantienen cierta distancia respecto de la obra original, pero el eccehomo restaurado elimina toda distancia; tanto, que obra original y versión comparten el mismo espacio físico, el mismo lienzo o pared: la versión modifica, actualiza, el original. No hay nada tan transgresor como pasar revista a una obra invadiéndola, uniéndose a ella. O destruyéndola, como hizo Robert Rauschenberg, artista norteamericano, con su Erased de Kooning drawing, un dibujo de Willem de Kooning borrado.


Esta transgresión simbolizó un portazo al expresionismo abstracto por parte del incipiente Pop art; así se mata a los padres no deseados: borrándolos, haciendo tabla rasa. Ambas obras pueden reivindicar también el palimpsesto como forma de arte: toda obra contiene en sí misma, físicamente en estos casos, huellas de su pasado, de sus influencias, de un modo más o menos manifiesto. El Ecce homo de Cecilia no borra las huellas, no las esconde ni las cancela, solo las modifica in situ, con espíritu cristiano y con mucho arte, eso sí.

(Casualmente, otra noticia de estos días parece responder al mismo mecanismo: la sentencia contra Lance Armstrong que le quitará sus siete Tours de Francia hablo del ciclista, no del astronauta fallecido ayer, también casualmente. En ambos casos, el presente se rebela contra un pasado supuestamente ya pasado y lo modifica, pintando un monigote donde había un Cristo o alterando el orden de siete podios apeando a su ganador. Nadie recordará a Elías García Martínez si no es como una sombra de Cecilia Giménez, como nadie recordará que Armstrong ganó siete Tours sino que se los quitaron por tramposo, como nadie recordará a los nuevos y justos ganadores (Olano, Zülle, Beloki, Vinokúrov...) más que como derrotados por las injustas circunstancias. Una victoria ciclista es como una teoría científica y como la presunción de inocencia: se acepta hasta que se demuestra su falsedad.)