domingo, 28 de julio de 2013

Oporto o el sosiego

Aunque fui a Oporto sin una idea preconcebida de la ciudad, como un turista cualquiera, necesitaba tener una imagen previa, un estereotipo que constatar al llegar allí. Miento: mis dos amigas portuguesas, las de la entrada de El Duende de Praga, me habían descrito Oporto con una ristra de fabulosos adjetivos, a cual más positivo. Pero, como iba diciendo, todo el mundo sabe que viajar es recordar, reencontrar. La terra incognita, especialmente si se viaja en el siglo XXI, no existe; sólo la reminiscencia platónica.

Los artistas son muy útiles para nutrir nuestro repositorio. Simplifican e imponen su imaginario a los lugares como nadie sabe hacerlo. ¿Acaso es Barcelona, por ejemplo, la bohemia y lujuriosa ciudad que Woody Allen inventó? En su defensa he de decir que, en parte, sí; pero también es la ciudad de Makinavaja, Eduardo Mendoza, Javier Mariscal, Plats Bruts, Peret, Gaudí, Manuel Vázquez Montalbán, por nombrar sólo a unos cuantos. El mérito —o el pecado— de Woody Allen es haber logrado que su imagen prevalezca sobre el resto, convirtiendo Barcelona en Vicky-Cristina-y-finalmente-Barcelona.

Así de rumiante andaba en el avión. El problema es que no iba a Barcelona, sino a Oporto, y mi background portuense era nulo; el portugués no era mucho mejor. Pero hice un pequeño esfuerzo sintetizador e imaginativo y, antes de aterrizar, ya tenía mi imagen previa de Oporto, la cual, además, me servía para cualquier otro sitio: crisis económica y literatura portuguesa. De este modo dejaba mucho de lado —la saudade, el vino, el fado, el fútbol, el Salazarismo, el colonialismo...— pero cuatro días en la ciudad no dan para tanto.

Empecé por lo que me pareció más fácil: la crisis. Y la encontré rápido: en las calles abundaban los vagabundos (siniestro vínculo poético entre abundar y vagabundo) y los carteles y grafitis reivindicativos; las conversaciones de la gente eran, como en España, monotemáticas. También los periódicos daban cuenta de ella. Incluso los museos: en el Centro Português de Fotografia, que exhibía las fotos ganadoras del Prémio de Fotojornalismo 2013, no era muy difícil imaginar cuál iba a ser el tema más habitual.

Oporto ya empezaba a parecerse un poco a lo que unas horas antes había imaginado. Satisfecho con mis hallazgos, me fui a comer, lentamente, unas sardinas acompañadas con vino; después de perderme por las empinadas calles de la ciudad, me monté en un tranvía, que me dio un moroso —y algo accidentado— paseo por la riba del Duero; finalmente me puse a buscar lo que más me interesaba. Y no empecé por Luís de Camoes ni por Eça de Queirós, por falta de interés y porque era demasiado fácil: bastaba con acudir al mapa. Pero vagar sin prisa y sin destino por la ciudad no me ayudaba a encontrar ni rastro de Fernando Pessoa, José Saramago o António Lobo Antunes; sólo me permitía disfrutar con cierta libertad de ella.

Como no topaba con lo esperado, decidí entrar en la Librería Lello, donde mis azarosos andares me habían conducido. Más que una librería es, tal y como ellos se definen, una catedral del libro. Debería ser solamente una catedral: ¿acaso alguien va allí por los libros? Sólo estorban a los visitantes, ansiosos de fotografías harrypottienses —prohibidas constantemente por los gritos de los empleados—. (Yo, por llevar la contraria, adquirí un libro: O Porquinho Pipo, pura vanguardia portuguesa.) Sin embargo, estaban todos los escritores que buscaba, incluso más —Miguel Torga, Gonçalo M. Tavares...—; pero no podía sino sentir que estaba haciendo trampa: yo no quería comprar libros, sino palpar autores.

Por suerte, allí mismo recibí un empujón, una ayudita, que reconduciría mi búsqueda. La pista me la dio un artículo de Enrique Vila-Matas, "Pensando en Oporto" (otra mirada idealizada de la ciudad, evidentemente), imprimido en el piso superior de la librería y que habla, claro, sobre Oporto y sobre la Lello. También decía el artículo que lo que define Oporto es su lentitud. Así que se acabó lo de buscar indicios sobre literatura lusa: yo había venido a encontrarme con la lentitud. Oporto encarna, según Vila-Matas, la calma, la morosidad, la tranquilidad, la cachaza, el sosiego, la pachorra. Yo decidí estar de acuerdo. Aunque no se trata de una lentitud ridícula o que enmascara la pereza, sino de una lentitud antigua, elegante, como la de un viejo aristócrata o la de un papa.

Sólo entonces me di cuenta de que yo ya sabía todo esto. Ya lo había vivido: había andado durante todo el día por Oporto, la patria de la lentitud. Me había perdido por sus empinadas calles —que, con la ayuda de su empedrado, imponen a sus habitantes-escaladores el ritmo que define la ciudad— hasta que llegué a un restaurante de mi gusto. Ya un poco contagiado de la lentitud, tardé varios minutos en decidir qué comer (sardinas). Al viejo camarero le llevó otros tantos traerme el vino (blanco, Arrojo: elegido por el nombre, claro). Pero lo que introduce literalmente la lentitud en el cuerpo de los portuenses son las sardinas, o, más exactamente, el ritual de comer sardinas. Cuando por fin las tienes enfrente, las sardinas —en mi caso asadas sobre una piedra— hay que comerlas despacio, sin prisa, apartando laboriosamente las dichosas espinas, acompañándolas con patatas y un poco de ensalada de pimiento, paladeando cada bocado con un trago de vino blanco. Comer sardinas exige la parsimonia del comensal, quien al tragarlas asimila totalmente, a través del proceso digestivo, la lentitud.

Recordar el incidente del tranvía sólo confirma, marcándola a fuego con una hipérbole, la idea preconcebida de la lentitud inherente a Oporto. Aquella mañana subí a un viejo tranvía, de las primeras décadas del siglo XX, con un grupo de guiris como yo. Avanzábamos lentamente junto al Duero, a velocidad de turista, bajo un cielo de mediodía que estaba muy nublado para ser verano. Pero la brisa alegraba y amansaba a los pasajeros, quienes sacábamos fotos a cada metro recorrido.

El tranvía se detenía a menudo: en un cruce, en un semáforo, en una parada para que subiera más gente. Uno de aquellos descansos se alargaba más de la cuenta. Acostumbrados inconscientemente al ritmo portuense, nadie se extrañó, para nada, hasta que, tras unos cuantos minutos, el conductor tocó la bocina. Una, dos, tres veces. Miraba un poco preocupado hacia adelante y hacia los lados mientras la hacía sonar una cuarta y una quinta vez. Volvió la mirada hacia nosotros, los pasajeros, y se bajó, para nuestro asombro, del tranvía, dejándonos solos.

Entonces saqué la cabeza por la ventana y pude ver cómo un coche mal aparcado impedía, por unos pocos centímetros, el avance del vetusto tranvía. Afortunadamente, nos habíamos detenido a algo menos de un metro del obstáculo. De haber colisionado, el tranvía hubiera salido peor parado que el coche, sin duda. Nuestro conductor intentó abrir la puerta del coche, vacío; luego dio una vuelta alrededor, como buscando una entrada escondida. Volvió a subir con nosotros y tocó la bocina. Bajó otra vez y, con la misma tranquilidad que hasta ahora, se alejó del tranvía hablando con los transeúntes, dejándonos de nuevo allí tirados.

—¿Bueno, qué, lo movemos?

Algunos pasajeros, viendo que el espectáculo no daba ya para más y hartos de esperar (nuestra impaciencia nos delataba como no portugueses), se habían bajado y sacaban fotos del coche. El que hizo la sonada propuesta era, por supuesto, español.

—Venga, ¡que bajen todos los hombres! ¡Vamos a mover el coche!

Lo sorprendente no fue la proposición, sino que la gente empezó a bajarse del tranvía y a tomarlo en serio. No sólo españoles: también naciones algo más civilizadas, como franceses, ingleses, alemanes, italianos, etc.

—¡No seáis cagados! ¡Bajad! ¡Hay que mover el coche si queremos continuar la ruta!

La satisfacción del tipo había ido in crescendo. Se podía notar que estaba orgulloso de que su idea fuera secundada por las demás naciones, más evolucionadas y europeas. Yo también bajé, forzado por las circunstancias.

—No podemos empujarlo porque tiene el freno de mano puesto. Habrá que levantarlo. Pero eso es pan comido para unos hombres como nosotros. ¿Somos hombres o somos niñas? ¿Qué somos, joder?

—¡Hombres! ¡Hombres! —gritamos todos, emocionados. No se podía negar que era un buen orador.

Nos repartimos alrededor del coche. Nos arremangamos las camisas. Las mujeres se arremolinaron excitadas a nuestro entorno, sacándonos fotos. Nos agachamos, manteniendo las espaldas rectas para no dañarnos la espalda.

—¡Vamos, contaré hasta cinco! ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco!

Los intermitentes del coche se encendieron cuando estábamos a punto de levantarlo. Nos giramos y el conductor del tranvía se acercaba, sin prisa, con el presunto conductor del coche. Charlaban con naturalidad de fútbol o de política, no pude entender todo lo que decían. El del coche nos sonrió y nos pidió disculpas. Subimos al tranvía cabizbajos, como niños a los que no han dejado salir al recreo. El coche se puso en marcha, maniobró un poco y dejó la vía totalmente libre. Nuestro conductor intercambió unas cuantas palabras con el del coche; ahora sin duda hablaban del tiempo: no hace demasiado bueno, para ser verano. Finalmente subió de nuevo al tranvía y tocó por última vez la bocina. Se giró y nos sonrió pacíficamente. Nos volvíamos a poner en marcha. Desde fuera, el conductor del coche agitaba la mano a nuestro paso, lento pero decidido.

martes, 23 de julio de 2013

Aeropuerto de Cracovia

—¡Odio que me manoseen entera en los controles!

—Ay, sí, chica, qué vergüenza.

—Y qué asco: hasta en las bragas me han registrado. Como si fuéramos terroristas o inmigrantes ilegales.

—Mujer, ya sabes que tienen que hacerlo, es su obligación.

—No sé qué decirte. ¿Acaso no nos ven? ¿No escanean nuestras maletas? ¿Qué se creen, que llevamos droga?

—Y ¿qué me decís de que no me hayan dejado entrar mi champú? ¿Sabéis lo que costaba aquel champú?

—Pero, mujer, si ya sabías que no podías embarcar más de 100ml....

—Sí, eso te lo dicen cuando compras el billete.

—No les hagas caso, chica. ¡No tenían por qué obligarte a tirar tu champú! Ha sido cruel...

—Pues sí. ¿Vosotros sabéis cuánto valía aquel champú? Y, además, cariño, ¡tú no me dijiste nada de los 100ml!

—Yo te dije...

—Tú sólo me dijiste que no se podía subir líquidos. ¡Pero esto era champú!

—Di que sí, nena. ¿Qué se creen estos de Ryanair, que no nos daremos un baño, estando de vacaciones? ¿Que somos unos guarros?

—Vete tú a saber. Son tan low cost... ¡Demasiado!

—En esto estoy de acuerdo, cariño. ¡Capaces son de no darnos de comer!

La cosa sigue, igual de insoportable, durante un buen rato —desde que ellos han llegado—. Dos matrimonios de mediana edad de vacaciones son peores que una guardería entera. A su lado, una chica sentada en posición de loto escucha música con unos cascos rojos. Desde que se han sentado junto a ella, han alterado su paz interior budista; desde entonces, puedo escuchar su música a todo volumen (Crystal Castles); desde que ha comenzado la odiosa conversación, su mirada llena de odio y de superioridad se posa sobre ellos; desde hace cinco minutos, ha sacado una libreta pequeña de su maleta y se ha puesto a dibujar, supongo que para descargar la tensión.

Me levanto y paso disimuladamente por detrás de ella: ha dibujado a dos gallinas conversando con dos asnos. Sonrío y me voy a dar una vuelta por el duty free.

* * *

—Hijo, escucha a esas personas hablar. Presta atención a todo lo que dicen. Compáralo con cómo hablan papá y sus amigos, y compáralo con cómo hablas tú con tus amigos. ¿A qué situación se parece más? Aún eres joven, pero también eres muy listo. La inteligencia puede suplir en parte la experiencia. Y, bueno, si no lo entiendes ahora, lo entenderás pronto, dentro de pocos años.

Me he sentado a dos filas de distancia de los dos matrimonios. Guardo una bolsa con tres botellas de vodka polaco en mi maleta (mi alijo de despedida). La chica de los cascos rojos todavía aguanta junto a ellos, con la mirada llena de desprecio y rabia, pero ya no dibuja. (El arte tiene sus límites terapéuticos.) Entiendo su mosqueo: desde mi sitio, yo también puedo oír la conversación de los dos matrimonios; sin embargo, no comprendo su tozudez. A mi lado, el padre sigue aleccionando a su hijo adolescente.

—Esos dos matrimonios, hijo, esas cuatro personas —continúa—, tienen la misma edad que tu padre. Deben rondar los cincuenta años, como yo. Pero ¡fíjate en cómo hablan! No es sólo de qué hablan, sino cómo lo hacen. Quizá es pronto para ti, puede ser, pero debes empezar a acostumbrarte. Seguro que, en el avión, se sienta cerca de nosotros alguna pareja parecida. O en el autobús, después de aterrizar. El mundo está lleno de ellos, hijo. Son los idiotas. ¿Cómo se llamaba aquel amigo tuyo al que llamabais "tonto del culo"? Pues un idiota es lo mismo que un tonto. Pero estos cuatro son mucho peores que tu amigo. Porque estos cuatro no tienen trece o catorce años. Tu amigo es inocuo, hijo, sólo puede haceros daño a ti y a tus amigos, y ya está. Tu amigo solamente es triste; estos cuatro, en cambio, son idiotas adultos: ellos son peligrosos. No hay nada peor que la vejez ignorante; además, todo el mundo cree que la edad garantiza experiencia y sabiduría, ¡pero en su caso sólo tienen vejez y, como mucho, ilusión de experiencia y de sabiduría! Estas personas son las que toman las decisiones más importantes, hijo, las que gobiernan el mundo, y ¡mira cómo hablan! Se creen inteligentes, elegantes, sabios, pero al hablar emanan estupidez a chorros. Son unos ignorantes, como tu amigo, pero la ignorancia en la vida adulta no tiene perdón. Un adulto idiota es el peor de los criminales, porque la idiotez es impredecible. Pero, si te fijas bien, y si, sobre todo, no eres uno de ellos, se puede detectar. Yo ya no soy un idealista, así que no creo que tenga solución (y sólo otro tonto pensaría que la tontería se puede remediar). Tú aún tienes derecho a ser un utopista, al menos por un tiempo. Mas déjame darte un consejo: ante un tonto y su tontería sólo se puede huir. Un idiota y un listo son dos tontos, a menos que se separen.

La megafonía interrumpe la lección. Nuestra puerta de embarque está abierta. Me vuelvo a levantar y me sitúo delante de los dos matrimonios y de la chica de los cascos rojos, para cambiar de emisora.

* * *

—¡Mira a estos tontos! ¡Llevan casi una hora haciendo cola!

—Sí, vaya pardillos.

—Pues quizá deberíamos ponernos nosotros también.

—Eso, o nos tocará ala.

—O, peor, separados.

—Pero ¿no están numerados los asientos?

—...

—¿Cómo puede ser?

—...

Los cuatro se levantan y se ponen en la cola. La chica de los cascos rojos aún los mira con desprecio.

—¿Por qué no me lo habéis dicho antes?

Están un poco lejos, así que nos quedamos sin escuchar su conversación, aunque hablan a gritos, como buenos turistas españoles. El padre y el hijo ya estaban en la cola, delante de los matrimonios. Miro el reloj: faltan veinticinco minutos para que cierren las puertas. No tengo nada que leer, nada que escuchar, en fin, nada que hacer. Intento escuchar la música de la chica de los cascos rojos, pero el volumen ahora está mucho más bajo. Sin duda, pienso, es una pena que la chica de los cascos rojos no haya podido escuchar el discurso del padre. Se hubieran caído bien. Miro de nuevo hacia la cola: los dos matrimonios ya no son los últimos de la fila: tienen a cuatro o cinco personas detrás.

Al cabo de un rato, aburrido, me levanto y me uno a ellos.

* * *

Llevamos veinte minutos esperando y aún no han dejado embarcar a nadie. La cola es larguísima y ya tengo a tres personas detrás. El hijo se queja a su padre: está harto de esperar. ¿Por qué no subimos ya?, ¿por qué no nos sentamos? Los dos matrimonios discuten: están hasta la coronilla de la espera. ¿Quiénes se han creído que son?, ¿por qué no nos dicen qué pasa?, ¡vamos a llegar a Girona con retraso!, ¡con mucho retraso!, ¡esto es una vergüenza!

La chica de los cascos rojos sigue en el mismo banco en posición de loto. Ahora mira con desprecio a todos los que estamos esperando. La cola entera es algo aborrecible para ella. El aeropuerto al completo le produce vergüenza ajena. Antes oscilaba entre el odio (activo) y la indiferencia (pasiva). Ahora, con la distancia, puede permitirse el lujo de la indiferencia. Tiene una sonrisa felina y parece que sigue escuchando música. Si su mirada no estuviera tan llena de autocomplacencia y de inquina, parecería un Buda.

Cuando me toca embarcar, miro hacia su sitio: ya no está. Espera al final de la cola, a punto de embarcar. Ella es, claro, la última. Avanza victoriosa, sin ninguna prisa, sin perder la compostura. Apenas ha estado de pie, entre nosotros, uno o dos minutos.

Afuera, hago como que me ato los zapatos para quedar el último, justo antes de las azafatas. La chica de los cascos rojos se dirige hacia el avión. Yo voy detrás. Allí nos esperan ya todos. En tres horas estaremos en Girona.

martes, 9 de julio de 2013

Más adioses

1. Balanza

Creo que Polonia no ha dejado una huella lo suficiente grande en estas páginas. No es sólo que no haya escrito bastante, sino que me he dejado muchas cosas por contar.

En un platillo de la balanza están las cosas por contar; en el otro, el derecho, donde pone "archivo del blog", las cosas contadas (esto es, estas entradas). Si la relación entre las cosas por contar y las contadas fuera directa, si fuera tan fácil contar —1, 2, 3, 4, 5...—, si fuera una mera operación verbal —de contar a contado—, la balanza estaría en perfecto equilibrio. Oséase: tantas cosas por contar, tantas cosas contadas: la balanza equilibrada. Quicir: lo que tengo por contar, lo cuento, ya está contado: la balanza equilibrada.

Pero la balanza, por algún motivo —la pereza, la calidad del material por contar, la falta de tiempo, las digresiones, la escasez de talento: aquí nos sobran los motivos—, se inclina hacia la izquierda. Y no levemente, sino totalmente. A este lado, varios quilos por contar; a la derecha, unos pocos gramos contados. Menudo balance.


2. Escoba

Me percaté de este desequilibrio tan trascendental —entre lo contado y lo por contar— hace cosa de un mes, cuando me robaron otro paraguas.

Durante mi estancia en Cracovia, perdí tres paraguas. El primero se extravió en septiembre u octubre de 2012, cuando apenas llevaba unas semanas allí. Era un paraguas pequeño, de apertura automática. Lo compré en un chino, así que no estoy seguro de su nacionalidad: ¿china o polaca? Tampoco sé exactamente cuándo ni dónde lo olvidé, y no importa. La cuestión es que no me di cuenta de ello hasta la próxima vez que lo necesité, a finales de noviembre. Desde aquel momento, el mal tiempo, siempre presente, me acompañó fielmente: ¡qué felicidad, poder prolongar la utilidad del paraguas!

Del segundo paraguas sé más cosas que del primero. Para empezar, sé que lo adquirí algunos días después del solsticio de invierno de 2012. Era un paraguas, pues, posterior al fin del mundo. Era un paraguas posapocalíptico, aunque las doctrinas del fin del mundo poco tengan que ver con el cristianismo. Lo que está claro es que era un paraguas escorpio; esto es, según Google, un paraguas emocional, decidido, poderoso y apasionado. En lo que concierne a su aspecto, era igual que el primer paraguas: pequeño, automático y —añado ahora— de color negro. Su nacionalidad era igualmente problemática. Junto a este paraguas tan peculiar, uno de mis objetos cracovianos favoritos era mi taza del papa Juan Pablo II, que, a diferencia de los paraguas, me la regalaron mis compañeros de piso y era tauro (el papa, no la taza). Tanto la taza de Juan Pablo II como el segundo paraguas fueron buenos taza y paraguas, pero este sólo fue bueno hasta que me lo robaron. De hecho, la taza de Juan Pablo II sigue siendo buena taza y todavía es uno de mis objetos cracovianos favoritos, aunque ya no estemos en Cracovia. El robo del paraguas —circunstancia que terminó abruptamente con nuestra relación— carece de cualquier interés. (Lo dejé en la barra de un bar y, al volver del váter, había desaparecido.)

El robo del tercer paraguas es algo más digno de mención. Fue, además, el desencadenante de esta desequilibrada historia de balanzas, paraguas, tazas y lo que sigue. Voy a obviar su descripción, porque era esencialmente igual a sus predecesores: pequeño, automático, negro, chino/polaco y —añado ahora— insignificante. El robo sucedió tal que así. Hace cosa de un mes, como decía más arriba, dejé el paraguas empapado fuera de casa, junto a la puerta. Volviendo de la universidad me había sorprendido una lluvia de película, entre el diluvio y la tromba; una lluvia, en fin, de metáfora. Entonces desde mi habitación, mientras me cambiaba la ropa mojada, oí cómo unos chavales reían, correteaban y gamberreaban por fuera. Más tarde, cuando preparaba la merienda, curioseaban desde el patio a través de la ventana de mi cocina. Me refugié en mi cuarto para comer y vaguear por Internet; alguno de los chicos golpeó el cristal de mi ventana y luego los oí a todos salir corriendo. Me olvidé de ellos hasta que alguien llamó al timbre. Cuando abrí la puerta, había una escoba; es decir, había una escoba en lugar del paraguas. Era una escoba de bruja: un palo de madera con ramas secas como cepillo.

Aquello era obra de Dobra.


3. Casa

Creo que seremos los últimos inquilinos que habremos vivido en este piso tal y como está ahora. El propietario nos dijo que, al irnos, lo reformaría de arriba a abajo; al piso, con más de cincuenta años de edad, no le vendría mal. Sin embargo, aunque no tiene nada de especial, es una pena que ya nadie lo vuelva a ver jamás. O, mejor dicho, que nadie lo vea como lo hemos visto nosotros. El siguiente intento de descripción —intento fracasado, mejor lo avanzo ya— también puede resultar útil para enmarcar a Dobra.

En nuestro piso reinaba la cochambre. A la cocina, sinécdoque del hogar, centro neurálgico del piso y de la suciedad, la llamábamos cochina. (Aludiendo a ella inconscientemente, mis alumnos de español pronunciaban cochina cuando querían decir cocina. ¡Qué duro resultaba corregir este tierno error!) Los platos sucios, apilados en la pila, sobre la mesa o tirados por la encimera, junto a los grasientos fogones y la basura, siempre hasta arriba, le daban su olor habitual. ¡Cómo echaré de menos las botellas vacías de vodka y de cerveza que el paso de los días sedimentaba!

Lógicamente, no podía ser menos, siempre faltaba de todo, incluso lo más básico. Y la ausencia siempre salía a relucir en el peor momento: no hay papel de váter cuando ya has cagado, no tenemos sal porque ya has puesto el agua a hervir, no falta champú hasta que no estás bajo la ducha, al calentarse la leche desaparecen las galletas...

No me interpretes mal: no era por pereza, sino por costumbre. ¡Qué difícil nos parecía volver a comprar y a limpiar!

Los obreros que habían de arreglar el patio también eran seres de costumbres. Uno se acostumbra rápidamente, y bien acostumbrado todo pasa más rápido: de octubre de 2012 a julio de 2013 con el patio hecho unos zorros, ruinoso y lleno de porquería. (Pero no puedo criticarles: yo también tengo todavía muchas cosas por contar.) Además, ¿cómo hubiera lucido un patio pulcro y ordenado a través de la ventana de nuestra cochina? Era un placer de la coherencia sentarse a desayunar mientras se contemplaba el paisaje: un columpio oxidado y una hormigonera entre escombros, rodeados por hoyos de dos metros de profundidad. ¿Y qué haría Dobra sin este patio-campo de batalla? ¿Dónde pasearía a su perro? ¿Dónde planearía sus trastadas?

La armonía entre el interior y el exterior, entre cochina y patio, iba todavía más allá: los basureros, encargados de vaciar semanalmente los tres contenedores del patio, hacían huelgas esporádicas pero de hasta dos o tres semanas. Creo que protestaban porque había demasiada suciedad. Así que la basura —incluida la nuestra, cuando la sacábamos— se mezclaba con los escombros. Las palomas, moscas, arañas, mosquitos, ratas y otros animales se sentían como en casa. Dobra encontraba todos los objetos que necesitaba para sus diabluras. Las barreras entre cochina y patio se difuminaban o, en otras palabras, la cochina, eufórica y prosopopéyica, invadía el patio. Y nosotros, encantados, por qué no, la seguíamos: ¡qué suerte poder hacer una barbacoa o tomar una cerveza en nuestro patio!


4. Dudas

¿Te ha gustado, lector, esta completísima descripción de mi antiguo hogar? Te preguntarás: ¿acaso sólo recuerdo de mi piso su suciedad? O: ¿tenía yo una habitación propia? ¿Con quién vivía? Etcétera.

Pero no hay más tiempo que perder en nimiedades: ya ha llegado el turno de Dobra.

Mas aún tengo un resquemor que me lo impide. Hace sólo tres o cuatro días que no estoy en Cracovia y sigo hablando, o escribiendo, sobre la ciudad, sus habitantes o los objetos que la invocan. Pienso: ¿no es un poco triste, y un poco exagerada, la melancolía que subyace esta súbita ansia de contar? Sigo reflexionando: ¿no es un poco cliché, y un tanto histriónico y/o histérico, el típico síndrome posErasmus que —imagino— está en la raíz de esta languidez? Y dale con las cavilaciones: ¿no es deshonesto escribir sobre allí pero desde aquí? Etc., etc.

No sé. Dejemos que los expertos opinen sobre el tema y, de momento, vamos a seguir echando peso sobre el platillo derecho.


5. Dobra

Dobra era nuestra vecina, una chica de unos doce o trece años. Medía casi 1,70m y estaba rolliza; tenía unos mofletes prominentes y el pelo rubio recogido —o más bien escondido— en una coleta. Aunque todos los miembros de su pandilla eran chicos, ella era la líder. Ninguno de sus amigos tenía más ovarios que ella. Sus actividades favoritas eran hacer travesuras, ir en monopatín, jugar entre los escombros del patio de nuestro piso, fumar a escondidas, pegar a niños, hacer pellas, incordiar a los vecinos y pasear a su perro. A menudo hacía dos cosas a la vez: pellizcar a niños mientras hacía pellas, robar dulces en la tienda del barrio mientras hacía pellas, incordiar a los vecinos mientras hacía pellas, etc.

La llamábamos Dobra porque una noche, al entrar en el portal de casa, su rostro emergió de la oscuridad de la puerta del patio y habló: ¡Dobry!, dijo, que es algo así como buenas en español. Su blanca cara de pan, como la luna sobre las tinieblas, aquella cara de anciana enloquecida que yo aún no asociaba con la traviesa vecinita, me heló la sangre. Dobra captó mi miedo, se rió y desapareció en el patio. Sólo entonces reaccioné: ¡Dzien dobry!, ¡buenos días!, contesté, como para espantar un mal espíritu. Desde entonces, siempre que nos veía, a mí o a mis compañeros de piso, nos saludaba con un efusivo ¡dobry!, haciendo honor al nombre que le habíamos puesto.

Imagínate a Dobra como una pícara en toda regla. De aquí para allá constantemente, sin amo alguno pero no por eso menos granuja. Además, con un séquito de jóvenes pillos, maleantes en potencia. Imagínatela también dotada de una imaginación desbordante, viviendo aventuras en mundos fantásticos entre los escombros del patio. Algo así como una mezcla de picardía e imaginación, una especie de Alfanhuí en versión femenina.

Pero, a diferencia de Alfanhuí, Dobra tenía un poco de maldad. Elegía las noches de lluvia para asustarnos. Cuando estábamos todos reunidos en la cocina y la música, al acabar la canción, se detenía, unos nudillos llamaban a la puerta. Toc, toc. Entonces la siguiente canción sonaba y nadie decía nada. Cuando se volvía a interrumpir la música, volvían a llamar: toc, toc, toc. Un escalofrío recorría nuestras nucas. Al final alguien se levantaba e iba a la puerta. La abría y no había nadie. Se oían carcajadas y correteos escaleras arriba. En el pasillo, frente a la puerta, había siempre un regalo de Dobra: una escoba, un muñeco de peluche, una silla rota, una bandera de Polonia, o cualquier chorrada robada a algún vecino.

Esta vez había un paraguas pequeño, automático, negro, insignificante y —añado ahora— roto.