—Lo más absurdo de las clases del profesor Mrożek —dice alguien, durante el descanso— es que no se dé cuenta de la atmósfera absurda que envuelve sus clases.
Todos asentimos admirados. Sea como sea, no hay nada tan absurdo como las clases del profesor Mrożek.
—¿Y si el profesor Mrożek realmente se percatara de ese absurdo? —propone otro—. Esto sí que es absurdo: nadar consciente y tranquilamente en las turbias aguas del absurdo.
Antes de que podamos asentir admiradamente, el primero contraataca:
—Abrazar el absurdo es un acto indudablemente camusiano —dice, a lo que todos asentimos más que admirados, claro, pues no hay nada tan elegante como soltar una referencia filosófica adjetivada—. Además, no podemos olvidar que, zambullidos en el absurdo, lo más lógico es abrazarlo, apretujarlo, hasta sobarlo.
—Yo aún diría más —vuelve a responder el segundo—: es un problema de punto de vista. Lo que para nosotros resulta un sinsentido, para el profesor Mrożek es mera obviedad. Chapoteando en la normalidad del absurdo, la fauna a nuestro alrededor nos parece de lo más lógica.
—Yo aún le sacaría más jugo a la metáfora acuática: el profesor Mrożek se mueve en el absurdo como pez en el agua —sentencia el primero.
No podemos hacer otra cosa que asentir con admiración. Alguno incluso siente la tentación de aplaudir; pero estamos entre filósofos, así que recibe un codazo que se lo impide. Se hace un silencio incómodo, durante el cual seguimos asintiendo tímidamente, pero el fin de la pausa acaba con él. Volvemos a entrar en la clase.
Nada revitaliza más al alumnado que burlarse de sus profesores mientras fuma o se toma un café. Pero en nuestros chismorreos sobre el profesor Mrożek, carentes de malicia, hay algo más que pitorreo: hay una pizca de admiración y un mucho de curiosidad antropológica. Un algo que es mucho más que la suma de burla, admiración y curiosidad. Sin ser conscientes de ello, con nuestras conversaciones sobre el profesor Mrożek estamos creando algo. Algo más que un burdo mito o una triste leyenda. Lo que nuestros comentarios —pretenciosos, estúpidos, ociosos comentarios— están engendrando es un alguien. Sin comerlo ni beberlo, nuestras tonterías, nuestros chismes y nuestros chistes han dado a luz a un personaje.
El profesor Mrożek no se apellida Mrożek. Sławomir Mrożek es un escritor polaco muy divertido, muy aficionado a la sátira y a lo absurdo, que no creo que tenga nada que ver con el auténtico profesor Mrożek.
Todos asentimos admirados. Sea como sea, no hay nada tan absurdo como las clases del profesor Mrożek.
—¿Y si el profesor Mrożek realmente se percatara de ese absurdo? —propone otro—. Esto sí que es absurdo: nadar consciente y tranquilamente en las turbias aguas del absurdo.
Antes de que podamos asentir admiradamente, el primero contraataca:
—Abrazar el absurdo es un acto indudablemente camusiano —dice, a lo que todos asentimos más que admirados, claro, pues no hay nada tan elegante como soltar una referencia filosófica adjetivada—. Además, no podemos olvidar que, zambullidos en el absurdo, lo más lógico es abrazarlo, apretujarlo, hasta sobarlo.
—Yo aún diría más —vuelve a responder el segundo—: es un problema de punto de vista. Lo que para nosotros resulta un sinsentido, para el profesor Mrożek es mera obviedad. Chapoteando en la normalidad del absurdo, la fauna a nuestro alrededor nos parece de lo más lógica.
—Yo aún le sacaría más jugo a la metáfora acuática: el profesor Mrożek se mueve en el absurdo como pez en el agua —sentencia el primero.
No podemos hacer otra cosa que asentir con admiración. Alguno incluso siente la tentación de aplaudir; pero estamos entre filósofos, así que recibe un codazo que se lo impide. Se hace un silencio incómodo, durante el cual seguimos asintiendo tímidamente, pero el fin de la pausa acaba con él. Volvemos a entrar en la clase.
Nada revitaliza más al alumnado que burlarse de sus profesores mientras fuma o se toma un café. Pero en nuestros chismorreos sobre el profesor Mrożek, carentes de malicia, hay algo más que pitorreo: hay una pizca de admiración y un mucho de curiosidad antropológica. Un algo que es mucho más que la suma de burla, admiración y curiosidad. Sin ser conscientes de ello, con nuestras conversaciones sobre el profesor Mrożek estamos creando algo. Algo más que un burdo mito o una triste leyenda. Lo que nuestros comentarios —pretenciosos, estúpidos, ociosos comentarios— están engendrando es un alguien. Sin comerlo ni beberlo, nuestras tonterías, nuestros chismes y nuestros chistes han dado a luz a un personaje.
* * *
El profesor Mrożek no se apellida Mrożek. Sławomir Mrożek es un escritor polaco muy divertido, muy aficionado a la sátira y a lo absurdo, que no creo que tenga nada que ver con el auténtico profesor Mrożek.
El profesor Mrożek es nuestro profesor de filosofía. Aunque, tras pensarlo mejor, nos dice que, como es un auténtico filósofo, no es profesor de filosofía, sino solamente profesor. Después de batirse de nuevo con su pensamiento por unos segundos, vuelve al mundo y concluye que ni siquiera es un profesor.
—Vosotros —nos contó el profesor Mrożek en la primera clase—, vosotros no sois mis alumnos, igual que yo no soy vuestro profesor. Aquí somos todos alumnos o todos profesores. Supongo que os habéis dado cuenta ya de que yo no soy un profesor cualquiera. Yo, como buen filósofo, como auténtico filósofo, no creo en este sistema educativo. De hecho, yo no creo en casi ningún sistema. El único sistema en el que creo un poco es en la fenomenología. Ni las barbas de Freud o Marx ni el grueso bigote de Nietzsche: ¡la de Edmund Husserl sí que era una buena barba! ¡Una barba filosófica! Aunque he de reconocer que algunos días no le hago ascos al psicoanálisis y al existencialismo. Es una pena que Heidegger sólo tuviera un triste bigote. Eso, y que fuera un nazi. Pero, bueno, dejemos la fisionomía filosófica a un lado. Volvamos a la pedagogía. Yo, como decía, no creo en ella. No creo, por tanto, en los exámenes. La vida, es decir, la obra, es la única materia digna de examen, lo demás es pasto del olvido. Y sólo el tiempo la juzgará, condenando a los mediocres. Además, a falta de obra, pues aún sois muy jóvenes, buenas son las conversaciones filosóficas que aquí tendremos. Yo soy, os lo repito por si no os habéis percatado aún, un auténtico filósofo. ¡Ah! ¡Triste mundo, éste, donde sólo la repetición hace la verdad! —el profesor Mrożek se sumerge por unos segundos en sus pensamientos—. Es una pena que el aula no permita los paseos que una buena conversación filosófica merece, ¿verdad? Quizá deberíamos pasear por los pasillos de la facultad...
—Disculpe, profesor, sin exámenes, ¿cómo nos va a evaluar? —lo interrumpió algún incauto, ignorando lo absurdo de su pregunta.
—Yo no creo en las evaluaciones. No creo en las notas. ¡Que evalúe el tiempo! Ni siquiera creo en estos estúpidos aparatos —dice el profesor Mrożek señalando con desdén mi ordenador portátil. No sabe, por suerte, que estoy anotando letra por letra su alegato en este estúpido aparato—. Estas máquinas del diablo sólo son contingencia histórica. Cuánto daño hacen a nuestra inteligencia... El ser humano está por encima de todo esto. O al menos el filósofo tiene que estarlo. O al menos el auténtico filósofo. Ya lo decía Heidegger en sus conferencias sobre tecnología, como ya sabrán ustedes. Aunque era un nazi, a veces tenía razón.
Un lector cualquiera diría que en las clases del profesor Mrożek no aprendemos nada. Ni siquiera filosofía. Sólo leyendo lo que he escrito, se podría suponer que esto es consecuencia de su concepto de educación: los alumnos, por lo general, respondemos con la más desvergonzada de las perezas a la más mínima señal de libertad o relajación por parte del profesor. Y su idealizado concepto de la pedagogía entraña, evidentemente, cantidades insanas de libertad.
Ahora lo afirmo: en las clases del profesor Mrożek no aprendemos nada. Ni siquiera filosofía.
Pero su utópica noción de la enseñanza no es el peor de los males. Lo que convierte sus lecciones en una celebración del absurdo, en una bacanal surrealista, son los problemas de comunicación. De hecho, creo que la palabra comunicación no puede aplicarse a lo que sucede en las clases del profesor Mrożek.
En primer lugar, el profesor habla y el alumno escucha, pero éste a menudo no entiende nada. Suele deberse a la resaca y/o a la falta de interés del alumno (provocada, quizá, por la libertad con la que el profesor Mrożek enfoca sus clases, o, mejor dicho, sus charlas filosóficas). Las cosas se ponen interesantes, es decir, más complicadas, en el sentido opuesto del canal comunicativo. El alumno habla y el profesor escucha, pero éste no entiende nunca nada. Nadie sabe por qué el profesor Mrożek no nos entiende. Pero las cosas son así. Es como si nuestro inglés fuera un inglés distinto del que habla él. Sin embargo, nos esforzamos, nos ayudamos mutuamente. Mezclamos acentos: español, alemán, polaco, eslovaco, americano, etc., usamos sinónimos y gestos, incluso probamos con palabras del alemán, español, polaco y francés. En definitiva, traducimos el inglés de uno al inglés de otro y, otra vez, al inglés de otro. (¿Es el inglés del otro otro inglés?) Si tenemos suerte, logramos una versión más o menos comprensible para el profesor Mrożek, mezcla de todos nuestros ingleses y nuestras lenguas maternas, fruto de nuestros esfuerzos traductores y, sobre todo, repetidores. Las clases se convierten en un disparatado y agotador ejercicio para posibilitar la comunicación.
Primum vivere deinde philosophari.
—Permítame que lo interrumpa un momento —le dice el profesor Mrożek a un alumno francés, que estaba hablando sobre Sartre, si no recuerdo mal. Aunque el francés, llamémosle Albert, habla en inglés, es un inglés que, de tan francés, resulta incomprensible. Incluso nosotros, los alumnos, tenemos problemas para entender a Albert. Incluso los franceses tienen dificultades con su inglés. El profesor Mrożek, claro, no ha comprendido nada. ¡Qué frustración, para un auténtico filósofo, ser un desterrado de la lengua oral!—. Déjeme que le cuente una historia que le será muy útil para su formación y su vida futura —continúa el profesor Mrożek—. Cuando yo tenía su edad, Albert, y estudiaba en la universidad, aquí en Cracovia, teníamos que aprender al menos una segunda lengua, además de ruso. Como ya sabrán, sólo podíamos aprender idiomas de la órbita soviética: checo, eslovaco, rumano, alemán, lituano, ucraniano, húngaro, búlgaro... Por aquel entonces, yo era un pillo que se guiaba por la ley del mínimo esfuerzo. Como ustedes, vaya. Así que me presenté frente al decano y le dije que quería aprender mongol. Por poco que le gustara mi decisión, el sistema estaba conmigo.
—Oiga, profesor Mrożek —lo interrumpe Albert. La interrupción, evidentemente, es uno de los mecanismos didácticos favoritos del profesor Mrożek—. ¿Dónde quiere usted llegar?
—¡Qué ocurrencias tiene usted, Albert! —dice el profesor Mrożek, soltando una carcajada enigmática—. Al final de aquel curso, como iba diciendo, me presenté frente al decano con el único mongol que habría entonces en Polonia. El decano le hizo varias preguntas al mongol: ¿ha sido usted el profesor de este chico?, ¿cuánto hace que asiste a sus clases?, ¿qué nivel tiene?, ¿ha hecho un examen?, ¿qué nota se merece? Por suerte, no le preguntó cuántas botellas de vodka ni cuántos discos de jazz me costó convencerlo. Tras el interrogatorio, nos pidió que mantuviéramos una conversación. Nos sugirió un par de temas: por qué nunca habitaríamos en un país capitalista y por qué amamos tanto a la Unión Soviética. Hablamos de los dos temas a la vez: así de relacionados estaban y así de seguro estaba yo de mi nivel de mongol. El decano admiró mi atrevimiento. El mongol se puso a hablar, y yo a contestarle. Imité su entonación y sus sonidos lo mejor que pude, dudé como duda un alumno poco avezado, gesticulé, hice pausas para pensar lo que decía. Departimos durante más de media hora. En algunos momentos llegamos a encendernos, quizá cuando hablábamos de la falta de compromiso del intelectual occidental, de las injusticias intrínsecas del capitalismo o de la felicidad que comporta darlo todo, incluso la vida, por el partido, es decir, por el estado, es decir, por la madre Rusia. Al acabar, el mongol le tradujo grosso modo lo que habíamos dicho. Añadí algunos matices, pues su polaco no era lo bastante bueno como para hablar, por ejemplo, de la imposibilidad del occidental para imaginarse la vida tras el telón de acero o para comprender la eventualidad de todos los sistemas políticos excepto el comunismo. El decano, orgulloso de tener un alumno que hablara mongol, me aprobó. Y con buena nota.
La clase se queda en silencio. Si había que extraer una enseñanza de su anécdota juvenil, necesitamos una pista. Sin que sirva de precedente, el profesor Mrożek se percata de la incomprensión y la sorpresa que impregnan nuestras caras.
—Queridos y jóvenes amigos, de esta historia hay que sacar no una, sino dos moralejas —dice el profesor Mrożek—. La primera es que, cuando hablas un idioma que no es el tuyo, debe parecer que realmente estás hablando ese idioma. Incluso si no lo hablas en absoluto, como en mi caso el mongol. O si a duras penas lo hablas, como sucede con el inglés de Albert. Entiéndame: usted debería sonar inglés, no francés. Siempre que resultar comprensible sea su objetivo, como suele ser habitual. La segunda moraleja nada tiene que ver con la situación actual. Pero quizá les sirva en el futuro. Si el sistema es estúpido, y no sé por qué pero todos los sistemas suelen ser estúpidos, sumérjanse en su estupidez. Sean más estúpidos que él. Sólo así podrán aprovecharse de él y evitar que se aproveche de ustedes.
—¡Seamos mongoles! —sugiere Albert, emocionado, tras captar ambas moralejas.
—¡Eso es! Hable lo que hable el sistema, ustedes háblenle mongol.
Quizá esta recomendación llega tarde (aunque quizá transcriba nuevas andanzas del profesor Mrożek en el futuro): hay que imaginarse al profesor Mrożek como a un personaje de tebeo o de dibujos animados. Panzudo, con mofletes colorados, un poco calvo y barbudo, con una americana de pana oscura y manchada de tiza blanca en los lugares más insospechados, con pantalones de pana oscuros y camisa clara y arrugada, con gafas de Rompetechos o Mortadelo, etc. Lo imagino recibiendo un martillazo en la cabeza; en la siguiente viñeta, un enorme chichón que contiene una brillante reflexión brota de su calva. En la página siguiente, entabla una pelea con un filósofo rival: se tiran de las barbas, se acusan mutuamente de demagogos, de falta de autenticidad, etc. En otro capítulo, el profesor Mrożek reflexiona, sentado en el retrete o frente al espejo, sobre el espíritu polaco, el francés, el británico... Como a todo filósofo de cierta edad, nada le gusta más que especular acerca del carácter de los pueblos. En la introducción a sus dibujos animados, sus alumnos cantan durante el recreo una canción sobre sus alocadas ideas y sus extravagantes comentarios. Etcétera.
¿Quién dijo que no aprendemos nada con el profesor Mrożek? El proximó mes, quizás, más.
—Vosotros —nos contó el profesor Mrożek en la primera clase—, vosotros no sois mis alumnos, igual que yo no soy vuestro profesor. Aquí somos todos alumnos o todos profesores. Supongo que os habéis dado cuenta ya de que yo no soy un profesor cualquiera. Yo, como buen filósofo, como auténtico filósofo, no creo en este sistema educativo. De hecho, yo no creo en casi ningún sistema. El único sistema en el que creo un poco es en la fenomenología. Ni las barbas de Freud o Marx ni el grueso bigote de Nietzsche: ¡la de Edmund Husserl sí que era una buena barba! ¡Una barba filosófica! Aunque he de reconocer que algunos días no le hago ascos al psicoanálisis y al existencialismo. Es una pena que Heidegger sólo tuviera un triste bigote. Eso, y que fuera un nazi. Pero, bueno, dejemos la fisionomía filosófica a un lado. Volvamos a la pedagogía. Yo, como decía, no creo en ella. No creo, por tanto, en los exámenes. La vida, es decir, la obra, es la única materia digna de examen, lo demás es pasto del olvido. Y sólo el tiempo la juzgará, condenando a los mediocres. Además, a falta de obra, pues aún sois muy jóvenes, buenas son las conversaciones filosóficas que aquí tendremos. Yo soy, os lo repito por si no os habéis percatado aún, un auténtico filósofo. ¡Ah! ¡Triste mundo, éste, donde sólo la repetición hace la verdad! —el profesor Mrożek se sumerge por unos segundos en sus pensamientos—. Es una pena que el aula no permita los paseos que una buena conversación filosófica merece, ¿verdad? Quizá deberíamos pasear por los pasillos de la facultad...
—Disculpe, profesor, sin exámenes, ¿cómo nos va a evaluar? —lo interrumpió algún incauto, ignorando lo absurdo de su pregunta.
—Yo no creo en las evaluaciones. No creo en las notas. ¡Que evalúe el tiempo! Ni siquiera creo en estos estúpidos aparatos —dice el profesor Mrożek señalando con desdén mi ordenador portátil. No sabe, por suerte, que estoy anotando letra por letra su alegato en este estúpido aparato—. Estas máquinas del diablo sólo son contingencia histórica. Cuánto daño hacen a nuestra inteligencia... El ser humano está por encima de todo esto. O al menos el filósofo tiene que estarlo. O al menos el auténtico filósofo. Ya lo decía Heidegger en sus conferencias sobre tecnología, como ya sabrán ustedes. Aunque era un nazi, a veces tenía razón.
* * *
Un lector cualquiera diría que en las clases del profesor Mrożek no aprendemos nada. Ni siquiera filosofía. Sólo leyendo lo que he escrito, se podría suponer que esto es consecuencia de su concepto de educación: los alumnos, por lo general, respondemos con la más desvergonzada de las perezas a la más mínima señal de libertad o relajación por parte del profesor. Y su idealizado concepto de la pedagogía entraña, evidentemente, cantidades insanas de libertad.
Ahora lo afirmo: en las clases del profesor Mrożek no aprendemos nada. Ni siquiera filosofía.
Pero su utópica noción de la enseñanza no es el peor de los males. Lo que convierte sus lecciones en una celebración del absurdo, en una bacanal surrealista, son los problemas de comunicación. De hecho, creo que la palabra comunicación no puede aplicarse a lo que sucede en las clases del profesor Mrożek.
En primer lugar, el profesor habla y el alumno escucha, pero éste a menudo no entiende nada. Suele deberse a la resaca y/o a la falta de interés del alumno (provocada, quizá, por la libertad con la que el profesor Mrożek enfoca sus clases, o, mejor dicho, sus charlas filosóficas). Las cosas se ponen interesantes, es decir, más complicadas, en el sentido opuesto del canal comunicativo. El alumno habla y el profesor escucha, pero éste no entiende nunca nada. Nadie sabe por qué el profesor Mrożek no nos entiende. Pero las cosas son así. Es como si nuestro inglés fuera un inglés distinto del que habla él. Sin embargo, nos esforzamos, nos ayudamos mutuamente. Mezclamos acentos: español, alemán, polaco, eslovaco, americano, etc., usamos sinónimos y gestos, incluso probamos con palabras del alemán, español, polaco y francés. En definitiva, traducimos el inglés de uno al inglés de otro y, otra vez, al inglés de otro. (¿Es el inglés del otro otro inglés?) Si tenemos suerte, logramos una versión más o menos comprensible para el profesor Mrożek, mezcla de todos nuestros ingleses y nuestras lenguas maternas, fruto de nuestros esfuerzos traductores y, sobre todo, repetidores. Las clases se convierten en un disparatado y agotador ejercicio para posibilitar la comunicación.
Primum vivere deinde philosophari.
* * *
—Permítame que lo interrumpa un momento —le dice el profesor Mrożek a un alumno francés, que estaba hablando sobre Sartre, si no recuerdo mal. Aunque el francés, llamémosle Albert, habla en inglés, es un inglés que, de tan francés, resulta incomprensible. Incluso nosotros, los alumnos, tenemos problemas para entender a Albert. Incluso los franceses tienen dificultades con su inglés. El profesor Mrożek, claro, no ha comprendido nada. ¡Qué frustración, para un auténtico filósofo, ser un desterrado de la lengua oral!—. Déjeme que le cuente una historia que le será muy útil para su formación y su vida futura —continúa el profesor Mrożek—. Cuando yo tenía su edad, Albert, y estudiaba en la universidad, aquí en Cracovia, teníamos que aprender al menos una segunda lengua, además de ruso. Como ya sabrán, sólo podíamos aprender idiomas de la órbita soviética: checo, eslovaco, rumano, alemán, lituano, ucraniano, húngaro, búlgaro... Por aquel entonces, yo era un pillo que se guiaba por la ley del mínimo esfuerzo. Como ustedes, vaya. Así que me presenté frente al decano y le dije que quería aprender mongol. Por poco que le gustara mi decisión, el sistema estaba conmigo.
—Oiga, profesor Mrożek —lo interrumpe Albert. La interrupción, evidentemente, es uno de los mecanismos didácticos favoritos del profesor Mrożek—. ¿Dónde quiere usted llegar?
—¡Qué ocurrencias tiene usted, Albert! —dice el profesor Mrożek, soltando una carcajada enigmática—. Al final de aquel curso, como iba diciendo, me presenté frente al decano con el único mongol que habría entonces en Polonia. El decano le hizo varias preguntas al mongol: ¿ha sido usted el profesor de este chico?, ¿cuánto hace que asiste a sus clases?, ¿qué nivel tiene?, ¿ha hecho un examen?, ¿qué nota se merece? Por suerte, no le preguntó cuántas botellas de vodka ni cuántos discos de jazz me costó convencerlo. Tras el interrogatorio, nos pidió que mantuviéramos una conversación. Nos sugirió un par de temas: por qué nunca habitaríamos en un país capitalista y por qué amamos tanto a la Unión Soviética. Hablamos de los dos temas a la vez: así de relacionados estaban y así de seguro estaba yo de mi nivel de mongol. El decano admiró mi atrevimiento. El mongol se puso a hablar, y yo a contestarle. Imité su entonación y sus sonidos lo mejor que pude, dudé como duda un alumno poco avezado, gesticulé, hice pausas para pensar lo que decía. Departimos durante más de media hora. En algunos momentos llegamos a encendernos, quizá cuando hablábamos de la falta de compromiso del intelectual occidental, de las injusticias intrínsecas del capitalismo o de la felicidad que comporta darlo todo, incluso la vida, por el partido, es decir, por el estado, es decir, por la madre Rusia. Al acabar, el mongol le tradujo grosso modo lo que habíamos dicho. Añadí algunos matices, pues su polaco no era lo bastante bueno como para hablar, por ejemplo, de la imposibilidad del occidental para imaginarse la vida tras el telón de acero o para comprender la eventualidad de todos los sistemas políticos excepto el comunismo. El decano, orgulloso de tener un alumno que hablara mongol, me aprobó. Y con buena nota.
La clase se queda en silencio. Si había que extraer una enseñanza de su anécdota juvenil, necesitamos una pista. Sin que sirva de precedente, el profesor Mrożek se percata de la incomprensión y la sorpresa que impregnan nuestras caras.
—Queridos y jóvenes amigos, de esta historia hay que sacar no una, sino dos moralejas —dice el profesor Mrożek—. La primera es que, cuando hablas un idioma que no es el tuyo, debe parecer que realmente estás hablando ese idioma. Incluso si no lo hablas en absoluto, como en mi caso el mongol. O si a duras penas lo hablas, como sucede con el inglés de Albert. Entiéndame: usted debería sonar inglés, no francés. Siempre que resultar comprensible sea su objetivo, como suele ser habitual. La segunda moraleja nada tiene que ver con la situación actual. Pero quizá les sirva en el futuro. Si el sistema es estúpido, y no sé por qué pero todos los sistemas suelen ser estúpidos, sumérjanse en su estupidez. Sean más estúpidos que él. Sólo así podrán aprovecharse de él y evitar que se aproveche de ustedes.
—¡Seamos mongoles! —sugiere Albert, emocionado, tras captar ambas moralejas.
—¡Eso es! Hable lo que hable el sistema, ustedes háblenle mongol.
* * *
* * *
¿Quién dijo que no aprendemos nada con el profesor Mrożek? El proximó mes, quizás, más.
Joder, joder, Guillem!! Me quedo con los "capítulos" III y IV. El III me ha recordado a Wittgenstein, ¡home!. "Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo", agradecerle al caricaturizado Mrożek la expansión de vuestro "mundo inglés" ;)!
ResponderEliminarUn abrazo transcontinental!