miércoles, 6 de mayo de 2015

Segundo encuentro con los Apocrifílicos (II)

No pude asistir a la vigésimo cuarta reunión de la Hermandad de los Apocrífilicos, mi segundo encuentro con ellos, porque tuve que ir a Barcelona. No fue un viaje por placer —aunque también lo hubo— sino para hacer los exámenes del máster de literatura española que empecé el año pasado. De todos modos, no había vuelto a cruzar palabra con Honoriusz en el gimnazjum, así que fui olvidándome de Honoriusz-Elmyr, de Michalina-Aurelia y de Stanisław-Stanislau. La hermética sordomudez de Honoriusz no dejaba lugar a dudas: aquel primer encuentro había sido un sueño, uno especialmente surrealista, sí, pero sueño aun así. ¿Por qué habrían de reunirse dos rumanos y un húngaro en un bar de Cracovia para hablar de literatura —apocrifílica, apócrifa o simple literatura, qué más da— y para brindar con compota? Como, con los años, mi escepticismo ha llegado a ser una fe incuestionable precisamente por no cuestionarlo, no le di más vueltas al asunto. ¿Qué supone un solo sábado surrealista frente a un mar de sábados realistas?

Así, aproveché los siguientes tres sábados realistas para centrarme en mi educación. Como es sabido, la UNED ofrece una educación a distancia variable: durante varios meses, tuve que educarme yo solo en Cracovia, a unos 2.000 km, para luego ser evaluado a distancia corta, casi cuerpo a cuerpo, aunque también solo. Durante aquel último mes, pues, me sumergí en mis estudios y repasé las diferentes etapas y movimientos de la literatura española, la métrica, la historia del arte escénico, la teoría de la literatura y la narrativa contemporánea, entre otras materias que no sé si tildar de realistas o surrealistas. Pero el cuarto sábado, el día de mi supuesto segundo encuentro con los Apocrifílicos, cuando me dirigía soñoliento en tranvía a la estación de tren de Cracovia para tomar un tren a Varsovia para tomar un autobús al aeropuerto Varsovia-Modlin para tomar un avión hacia Barcelona para hacer mis exámenes, el supuesto sábado surrealista, me acordé inevitablemente de la Hermandad. ¿Habrían colgado Michalina y Stanisław los anuncios que escribimos para encontrar nuevos miembros, autores y textos apocrifílicos? Ni siquiera había comprobado si alguien nos había escrito a apocrifilicos@gmail.com, aunque lo dudaba bastante. Además, tampoco se me había ocurrido decirle a Honoriusz que no podría asistir a la reunión. De nuevo, mi escepticismo inquebrantable no me permitió darle muchas vueltas, así que durante el viaje alterné el sueño con el estudio y con la lectura de "La gitanilla" de Miguel de Cervantes.

La gitanilla se llama Preciosa, una bailarina gitana más honesta y más preciosa que cualquier gitana e incluso cualquier paya, pero al final resulta que no es gitana sino hija de nobles. Final doblemente feliz, porque se casa con un noble que se había enamorado de ella siendo aún gitana y se había comprometido a vivir como un gitano más. Aunque no supe decir si la visión que Cervantes tiene de los gitanos (el otro) es revolucionaria o tradicional, sí está claro que aprovecha la historia para hablar de su tema favorito: el engaño y la simulación. En el avión, soñé que Aurelia-Michalina era Preciosa y que se hacía pasar por polaca para casarse con otro falso polaco, Stanislau-Stanisław; se acababa descubriendo que ambos eran gitanos pero contraían nupcias igualmente, sustituyendo su identidad gitana por la polaca. Desperté con el sudor frío de lo políticamente incorrecto: Michalina-Aurelia y Stanisław-Stanislau eran rumanos, pero no gitanos.

Ya en Barcelona, traté de concentrarme en mis exámenes. El lunes tenía mi primera prueba: teoría de la literatura. Llegué al edificio de la UNED algo antes de las nueve para poder recoger mi carné de estudiante. Había una larga hilera serpentina de gente ansiosa por entrar: la mandíbula junto a las escaleras hacia el aula del examen, el cuerpo escamoso delante de la recepción del edificio y la cola saliendo por la puerta principal a la calle. Más de cien personas nerviosas repasando a última hora, tomando un último café, conociendo sin interés al vecino, solucionando sus problemas domésticos o laborales por teléfono. Cuando conseguí mi carné, pude prestarle atención a aquel ofidio humano. A diferencia de en la mayoría de las universidades, allí la edad media rondaría los treinta y tantos. Había padres y madres de familia, solteros y solterones, ociosos y parados, embarazadas y menopáusicas, abuelos y jubilados, extranjeros y expatriados, empresarios y emprendedores, empleados y empleadores, minusválidos físicos y mentales. Y entre ellos había alguna (aparente) anomalía: unos pocos veinteañeros sin atributos, de marca blanca, inclasificables, es decir, unos universitarios normales. Pero estaban tan confundidos por estar entre aquella gente que ni siquiera llamaban la atención. A pesar de ellos, éramos todos una panda de anormales: físicos, mentales o sociales, poco importa. Y, sin embargo, no había nada más normal ni más precioso que aquellas cien personas; éramos la muestra perfecta de la sociedad, la colección de nuestras bellas taras. La UNED es la universidad de los tarados, el coche escoba de las universidades. La verdadera universidad cristiana.

Y la universidad ideal para los Apocrifílicos, añadí mentalmente mientras subía las escaleras.

* * *

Al regresar a Cracovia, intenté contactar con ellos. Por desgracia, no se me había ocurrido intercambiar el número de móvil con ninguno. Consulté nuestra cuenta de correo electrónico, pero no habían escrito nada: ni los Apocrifílicos ni nadie dispuesto a ser miembro de nuestra Hermandad, ni siquiera a colaborar en nuestra búsqueda —nuestra: ya la había hecho mía— de la literatura apocrifílica. El sábado siguiente, pese a no ser el primero del mes, me acerqué a Massolit Books y al bar mleczny en el que había tenido lugar nuestra reunión, pero no encontré a nadie. Visité otras cafeterías cercanas, incluso pasé por los lugares donde se suponía que debían haber colgado nuestros anuncios, pero nada. Aquel no era más que otro sábado realista. Los Apocrifílicos habían desaparecido como lo había hecho mi ejemplar de Vacío perfecto.

La única oportunidad era intentar hablar de nuevo con Honoriusz, mi único vínculo con los Apocrifílicos y el que logró hallar mi libro de Stanisław Lem. Sin embargo, se trataba de un vínculo roto, sordomudo. Durante varios días, llegué un poco antes al instituto para estar a solas con él, pero no reaccionaba más que saludándome: las manos recogidas tras la espalda, las piernas juntas y el torso erguido sin rigidez, como se cuadraría un botones algo bobo, sonriendo durante el instante en el que inclinaba la cabeza. Si lo probaba por la mañana, obtenía una reverencia; durante el resto del día, una sonrisa y el mutismo más impenetrable. Le hablé, le mostré el libro de Lem, el libro apocrifílico que estaba leyendo —Investigaciones y conjeturas de Claudio Mendoza de Luis Goytisolo— y el anuncio que habíamos diseñado, pero nada surtía efecto. Al cabo de unos días ya había tirado la toalla. Mi escepticismo inamovible, otra vez, se salía con la suya: de lo que no se puede hablar es mejor callar; o sea, mejor no darle vueltas. Y pasé (otra) página.

Mientras tanto, en el gimnazjum tuvimos la semana de exámenes finales. Los alumnos del tercer (y último) curso escribieron entonces los exámenes que condicionarían su acceso al liceum (bachillerato), es decir, los siguientes tres años de su enseñanza secundaria. La directora del centro ya me había avisado:

—Novato, este año no te libras: el martes formarás parte de un tribunal de examinación y el miércoles te tocará vigilar el pasillo.

No exagero si digo que hacer exámenes es un gran acontecimiento en Polonia. En una de mis asignaturas como erasmus experimenté por primera vez esta fiesta de los exámenes. En "Religión en Gombrowicz y Miłosz" éramos diez estudiantes, cinco extranjeros y cinco polacos. La premisa del curso era de lo más conceptista: Gombrowicz, ateo declarado, sufría como un cristiano, mientras que Miłosz, abiertamente cristiano, se dolía como un ateo. O quizá era al revés, qué se yo. Ahí empecé a (no) comprender la complejidad de la relación de los polacos con la religión. Además de un par de trabajos, el curso tenía un examen final oral. Cuando llegué a la universidad el día del examen, los cinco polacos ya estaban allí, todos de traje y corbata. Les pregunté si se había muerto alguien; otro erasmus dijo que nadie lo había invitado a la comunión. No les hicieron mucha gracia nuestras bromas y nos contestaron que era de mala educación llevar ropa ordinaria en un examen.

—Los profesores de la vieja escuela no te examinan sin corbata —advirtió uno.

Por suerte, el nuestro estaba al corriente de las diferencias culturales y no nos exigió etiqueta para la prueba oral. En cambio, la directora de mi instituto fue taxativa: me gustara o no, debía ir elegante. Sin embargo, lo peor de la fiesta de los exámenes no es la oficialidad en el vestir, sino en el obrar. Mi tribunal estaba compuesto por tres profesores: dos polacos y yo. La responsable del tribunal nos ordenó que distribuyéramos a los quince estudiantes por la clase según el protocolo, les leyó en voz alta las indicaciones del examen-ritual, les deseó suerte formulariamente y los chavales, bien emperifollados, empezaron a escribir. Durante una hora y media, los miembros del tribunal estuvimos sentados en sendas sillas sin hablar, sin leer y, ¡ay!, sin móvil. Nuestra única ocupación oficial era evitar que copiaran; oficiosamente, debíamos luchar contra el sueño y nuestros demonios internos. No era fácil. De hecho, es muy probable que en algún momento me adormilara, igual que mis dos compañeros. Tras una hora de descanso —por fin hablar, andar, cagar, pasear, chatear—, empezó la segunda ronda de exámenes y de nuevo noventa minutos de lucha contra el silencio y la soledad. Fue una de las experiencias más desgarradoramente aburridas de mi vida; la fiesta de los exámenes resultaba ser más tediosa que una reunión de profesores polaca, sólo comparable a las maratonianas sesiones de dentista de mi adolescencia. Al acabar la segunda prueba, los tres profesores nos estrechamos las manos, nos dimos unas desganadas gracias y nos fuimos.

El miércoles, afortunadamente, sólo tuve que estar en el pasillo. Estuve solo durante tres horas, pero esta vez podía andar y usar de extranjis el móvil. Debía controlar que los estudiantes que salieran de las aulas se dirigieran en silencio a las salas de espera. Era el amo del pasillo del primer piso. Pasear por aquel corredor, habitualmente lleno de estudiantes, daba vértigo, como montar en bici por una autopista desierta, como cruzar el Mar Rojo recién abierto por Moisés. Pronto me senté y me puse a leer el periódico en el teléfono.

—Oye, tú, ¿no sabes que hoy los profesores no podéis usar el móvil? Menudo ejemplo les vas a dar a los chavales que salgan de la clase...

Era Honoriusz: ¡qué felicidad volver a escuchar su macarrónico inglés húngaro!

—No te emociones tanto. Vengo sólo como mensajero: la directora quiere verte. Te está esperando en su despacho, y no parece estar de buen humor. Ay, ¿qué habrás hecho? ¿Le has puesto mala nota al hijo de un pez gordo? ¿Les has enseñado palabrotas? ¿Te has metido con su Dios intocable? ¿Te quedaste dormido en los exámenes de ayer? —dijo, con retintín, y se alejó escaleras abajo dejándome con la palabra en la boca.

Por fin, Honoriusz había vuelto a hablar, aunque sólo fuera para darme una mala noticia. ¿Qué querría la directora? ¿Qué habría hecho yo? En un acto reflejo, me miré en el espejo para comprobar que mi ropaje fuera lo bastante elegante. Evidentemente, no lo era; pero no dejaba de ser extraño que la directora u otra persona se hubiera fijado en mí: en el instituto yo no era más que un fantasma, una sombra o un mueble. Mi escepticismo inalterable, junto al aburrimiento, hizo que no le diera más vueltas al asunto, así que bajé a la secretaría casi despreocupado.

—Dígame, qué quiere —me dijo la directora cuando entré en su despacho.

—Yo, nada... Usted me ha mandado llamar —contesté—. ¿Quería usted algo?

—¿Pero qué dice? Yo no he mandado llamar a nadie. ¿Quién le ha dicho eso?

—Oh, bueno, no sé, nadie. Creo que lo habré entendido mal.

—Mi queridísimo profesor de español, el protocolo indica dónde debe estar situado cada docente en este mismo instante: en las aulas de examinación, en las salas de espera o en los pasillos. Sólo la directora del centro puede estar en su despacho. Excepto usted, todos están en su sitio. Si no quiere nada, regrese a su posición, haga el favor. Con el protocolo no se juega.

Balbucí una disculpa, salí y subí las escaleras. Antes de que comenzara a buscarlo, Honoriusz me había encontrado:

—Estás muy mono cuando te exaltas —me dijo, desde donde antes me había hablado—. Se te queda la boca abierta como un besugo y, aunque intentas mantener la compostura, estás más tieso que una escoba. Relájate, que sólo era una broma. Bueno, también quería comprobar si me delatarías o no. Como no te presentaste a la última reunión, no sabíamos si eras de fiar. Stanisław se puso hecho un basilisco. Empezó a hablar de expulsarte, de las purgas, del Gulag... Yo le dije que se te habría olvidado o que simplemente pasabas del tema. Pero él prefirió desconfiar; por eso no colgamos ni un solo anuncio. Y eso que saqué más de cien copias, aquí, en la escuela, arriesgando mi coartada. En fin, no tenemos mucho tiempo, así que dime: ¿sigues con los Apocrifílicos o qué?

—¡Claro!

—Bien, entonces nos vemos este sábado a las 17:00 en Café Szafé; el jefe no quiere saber nada ni de Massolit ni de aquel bar mleczny mugriento, ya debiste de ver cómo es. Pero recuerda que sólo nos encontramos el primero de cada mes. No hace falta que vayas a buscarnos otros sábados: no nos encontrarás. Ah, y espero que nos hayas traído alguna noticia apocrifílica de España. Si no, para qué fuiste...

Se puso la máscara, sonrió, se dio la vuelta y se fue paseando.