viernes, 30 de noviembre de 2012

Trenes hacia trenes

No es el traqueteo ni la lentitud del tren, sino nuestras carcajadas y alaridos lo que molesta a nuestras compañeras de vagón. Son cuatro mujeres polacas entre los cincuenta y los setenta. Nos miran embebidas de un odio completamente justificado: nosotros también somos cuatro, pero armamos un escándalo considerable, un alboroto que, a sus ojos, adopta la forma de una bacanal, como si hubieran descorrido la cortina que las separa de la clase turista y se asomaran desde la business class: son cuatro jóvenes mediterráneos malolientes, semidesnudos y peludos que pasan el rato comiendo, bebiendo, riendo, cantando, tocándose y rascándose, gritando, saltando, copulando, bostezando, escupiendo, leyendo, vomitando...

—Disculpen, apreciadas señoras, ¿quieren cambiar sus asientos con nuestros compañeros de viaje? Están en el siguiente vagón.

Tras la interrupción del vocerío, un silencio tenso e inevitable sobreviene. Una de las mujeres murmura algo en incomprensible polaco; quizá una respuesta, seguramente una imprecación.

—Insisto, distinguidas damas: no queremos obligarlas, pero llevamos un rato molestándolas y no quisiera....

Las mujeres se levantan y, con los ojos cargados de odio racial, desaparecen tras la puerta corredera. Poco después aparecen los cuatro demonios restantes; junto a ellos, las voces victoriosas en inglés, en castellano, en rumano, en catalán, en portugués hacen resurgir el clima occidental.

—La mujer ha dicho —traduce alguien del polaco— que no comprende por qué ha de recibir órdenes de unos extranjeros. Que ella, en su país, no recibe órdenes de salvajes que no respetan a los mayores.

Celebramos el triunfo descorchando una bolsa de patatas, nuestra única fuente de alimento. Jugamos a las películas. Comentamos las ciudades que visitaremos e intercambiamos fútiles observaciones sobre nuestras culturas. Mientras jugamos a adivinar-el-personaje-que-llevas-escrito-en-la-frente, una chica intenta dormir con su reproductor de música a todo volumen.

—¿Por qué van tan lentos los trenes polacos?

—¿Qué prisa tienes?

—¿Acaso te gusta pasar el rato aquí encerrado?

Unos pies, apoyados sobre la tapicería de cuero rojo, contaminan el ambiente. Alguien saca fotos del paisaje, de uno que se ha quedado dormido, de otra que pone caras raras, etc. El tren se detiene en una estación y reanuda la marcha en el sentido opuesto, hacia atrás.

—¿Por qué estamos regresando?

—El tren está cogiendo carrerilla.

—Para ir luego más rápido, ¿no?

—¡Claro!

Pero el tren sigue yendo hacia atrás, con la misma velocidad de antes. 

—¿Alguien tiene agua?

—No queda.

—Deberíamos haber comprado...

—"En el tren, lo que más echábamos de menos era el agua. Los víveres, teniendo en cuenta la situación, parecían ser suficientes para un período sustancial de tiempo; pero luego no teníamos nada que beber con ellos, lo cual era desagradable, eso está claro".

—¿Qué dices?

—Estoy leyendo Fatelesness, de Imre Kertész, el Nobel de Literatura húngaro. Sigo traduciendo: "Los del tren declararon inmediatamente que los espasmos de hambre iniciales pasarían pronto. Finalmente casi los olvidaríamos, después de lo cual reaparecerían, y para entonces no permitirían que nadie los olvidara, nos explicaron. El período de tiempo que alguien puede sobrevivir, si fuera necesario, teniendo en cuenta el calor y asumiendo que uno está sano, que no pierde mucha agua al sudar, y no come carne o comida picante, si todo esto es posible, es de seis o siete días, según dicen los que saben. Tal y como estaban las cosas, nos tranquilizaron, aún faltaba tiempo; todo dependía de cuánto fuera a durar el viaje, añadieron".

Dormimos y despertamos. Intentamos dormir y, al no conseguirlo, miramos por la ventana, observamos los rostros vecinos, todos contagiados por el mismo aburrimiento, reflejos todos del mismo agotamiento. No nos apetece ya hablar mucho: demasiadas horas aquí. En un viaje, el período de tiempo que se pasa dentro de un tren, lo que dura el transporte, no suele ser más que un paréntesis del viaje en sí, un método para conectar dos puntos. El viaje es lo que sucede en los puntos, no en lo que los une; en el viaje se usan los verbos visitar, conocer, hablar..., y no esperar. Y, sin embargo, nosotros tenemos la sensación de llevar demasiado tiempo entre paréntesis, de que el paso del tiempo ha acaparado toda nuestra atención, de que el tiempo se ha adensado y endurecido como solo ocurre en las salas de espera.

En el vagón contiguo, tras la puerta corredera, las cuatro mujeres polacas parecen dormir. Solo una de ellas mueve la cabeza y abre perezosamente un ojo. Se retoca un poco el pelo y se hace la dormida.

En el próximo vagón, el mismo silencio. Todo el mundo duerme y es oscuro afuera. Un chico acomoda la cabeza sobre el hombro de la chica de al lado.

En el tercer vagón, hay una familia con niños. Más atrás, una pareja se besa con pasión. Entrelazan sus manos sobre un libro, de título y autor incomprensibles.

En el siguiente párrafo, solo hay un viajero. Sus pies, apoyados sobre la tapicería de cuero rojo, apestan. Está despierto y escucha música con la mirada perdida. Es norteamericano: la gruesa guía de Europa sobre su regazo lo delata. En algún lugar de Estados Unidos, en Mineápolis o en Milwaukee, un californiano (de Sacramento, no de Los Ángeles ni de San Francisco) mira con cierto desprecio a un europeo que pasea con una gruesa guía de Estados Unidos; le tienta la idea de decirle que es imposible inocente, casi imprudente comprender un país tan grande y diverso en un solo tomo, por grueso que este sea; luego desiste y piensa que él, en su lugar, actuaría igual.

En el vagón sucesivo, el revisor pide los tiques. Saluda a cada viajero y, si no despierta, le da unos golpes en el brazo. No enciende la luz, sino que usa una linterna para enfocar a los viajeros y sus tiques.

Otro vagón más: como un remedo de nuestro compartimento, como un reflejo de nuestro comportamiento, un grupo de turistas llena el espacio. Botellas de vodka, latas de cerveza, bocadillos, bolsas de patatas, galletas... Huele a tabaco y a humanidad, y a algo más.

Por fin, se abre la puerta y mi reflejo aparece en el espejo. Cierro la puerta del lavabo, bebo agua como un animal —la necesidad contra la potabilidad y me miro de nuevo. Tras las gafas, unos ojos sombreados de azul e inyectados de sangre te devuelven una mirada cargada de fatiga. Los ojos se fijan en la barba de tres o cuatro días, áspera y oscura, y saltan hacia el pelo, espeso, corto y despeinado. Los labios sonríen irónicamente, con una mueca protectora. Las mejillas enrojecidas denotan el gusto polaco por las estufas y las temperaturas extremas. Abres el grifo de nuevo y sumerges la cara en el chorro de agua fría. El agua corre por la frente hasta posarse en la mandíbula y las orejas; algunas gotas resbalan por el cuello hasta que notas un leve cosquilleo en el pecho. Te secas como puedes y echas una última mirada al espejo. Abro la puerta: el tren me espera.

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