martes, 23 de julio de 2013

Aeropuerto de Cracovia

—¡Odio que me manoseen entera en los controles!

—Ay, sí, chica, qué vergüenza.

—Y qué asco: hasta en las bragas me han registrado. Como si fuéramos terroristas o inmigrantes ilegales.

—Mujer, ya sabes que tienen que hacerlo, es su obligación.

—No sé qué decirte. ¿Acaso no nos ven? ¿No escanean nuestras maletas? ¿Qué se creen, que llevamos droga?

—Y ¿qué me decís de que no me hayan dejado entrar mi champú? ¿Sabéis lo que costaba aquel champú?

—Pero, mujer, si ya sabías que no podías embarcar más de 100ml....

—Sí, eso te lo dicen cuando compras el billete.

—No les hagas caso, chica. ¡No tenían por qué obligarte a tirar tu champú! Ha sido cruel...

—Pues sí. ¿Vosotros sabéis cuánto valía aquel champú? Y, además, cariño, ¡tú no me dijiste nada de los 100ml!

—Yo te dije...

—Tú sólo me dijiste que no se podía subir líquidos. ¡Pero esto era champú!

—Di que sí, nena. ¿Qué se creen estos de Ryanair, que no nos daremos un baño, estando de vacaciones? ¿Que somos unos guarros?

—Vete tú a saber. Son tan low cost... ¡Demasiado!

—En esto estoy de acuerdo, cariño. ¡Capaces son de no darnos de comer!

La cosa sigue, igual de insoportable, durante un buen rato —desde que ellos han llegado—. Dos matrimonios de mediana edad de vacaciones son peores que una guardería entera. A su lado, una chica sentada en posición de loto escucha música con unos cascos rojos. Desde que se han sentado junto a ella, han alterado su paz interior budista; desde entonces, puedo escuchar su música a todo volumen (Crystal Castles); desde que ha comenzado la odiosa conversación, su mirada llena de odio y de superioridad se posa sobre ellos; desde hace cinco minutos, ha sacado una libreta pequeña de su maleta y se ha puesto a dibujar, supongo que para descargar la tensión.

Me levanto y paso disimuladamente por detrás de ella: ha dibujado a dos gallinas conversando con dos asnos. Sonrío y me voy a dar una vuelta por el duty free.

* * *

—Hijo, escucha a esas personas hablar. Presta atención a todo lo que dicen. Compáralo con cómo hablan papá y sus amigos, y compáralo con cómo hablas tú con tus amigos. ¿A qué situación se parece más? Aún eres joven, pero también eres muy listo. La inteligencia puede suplir en parte la experiencia. Y, bueno, si no lo entiendes ahora, lo entenderás pronto, dentro de pocos años.

Me he sentado a dos filas de distancia de los dos matrimonios. Guardo una bolsa con tres botellas de vodka polaco en mi maleta (mi alijo de despedida). La chica de los cascos rojos todavía aguanta junto a ellos, con la mirada llena de desprecio y rabia, pero ya no dibuja. (El arte tiene sus límites terapéuticos.) Entiendo su mosqueo: desde mi sitio, yo también puedo oír la conversación de los dos matrimonios; sin embargo, no comprendo su tozudez. A mi lado, el padre sigue aleccionando a su hijo adolescente.

—Esos dos matrimonios, hijo, esas cuatro personas —continúa—, tienen la misma edad que tu padre. Deben rondar los cincuenta años, como yo. Pero ¡fíjate en cómo hablan! No es sólo de qué hablan, sino cómo lo hacen. Quizá es pronto para ti, puede ser, pero debes empezar a acostumbrarte. Seguro que, en el avión, se sienta cerca de nosotros alguna pareja parecida. O en el autobús, después de aterrizar. El mundo está lleno de ellos, hijo. Son los idiotas. ¿Cómo se llamaba aquel amigo tuyo al que llamabais "tonto del culo"? Pues un idiota es lo mismo que un tonto. Pero estos cuatro son mucho peores que tu amigo. Porque estos cuatro no tienen trece o catorce años. Tu amigo es inocuo, hijo, sólo puede haceros daño a ti y a tus amigos, y ya está. Tu amigo solamente es triste; estos cuatro, en cambio, son idiotas adultos: ellos son peligrosos. No hay nada peor que la vejez ignorante; además, todo el mundo cree que la edad garantiza experiencia y sabiduría, ¡pero en su caso sólo tienen vejez y, como mucho, ilusión de experiencia y de sabiduría! Estas personas son las que toman las decisiones más importantes, hijo, las que gobiernan el mundo, y ¡mira cómo hablan! Se creen inteligentes, elegantes, sabios, pero al hablar emanan estupidez a chorros. Son unos ignorantes, como tu amigo, pero la ignorancia en la vida adulta no tiene perdón. Un adulto idiota es el peor de los criminales, porque la idiotez es impredecible. Pero, si te fijas bien, y si, sobre todo, no eres uno de ellos, se puede detectar. Yo ya no soy un idealista, así que no creo que tenga solución (y sólo otro tonto pensaría que la tontería se puede remediar). Tú aún tienes derecho a ser un utopista, al menos por un tiempo. Mas déjame darte un consejo: ante un tonto y su tontería sólo se puede huir. Un idiota y un listo son dos tontos, a menos que se separen.

La megafonía interrumpe la lección. Nuestra puerta de embarque está abierta. Me vuelvo a levantar y me sitúo delante de los dos matrimonios y de la chica de los cascos rojos, para cambiar de emisora.

* * *

—¡Mira a estos tontos! ¡Llevan casi una hora haciendo cola!

—Sí, vaya pardillos.

—Pues quizá deberíamos ponernos nosotros también.

—Eso, o nos tocará ala.

—O, peor, separados.

—Pero ¿no están numerados los asientos?

—...

—¿Cómo puede ser?

—...

Los cuatro se levantan y se ponen en la cola. La chica de los cascos rojos aún los mira con desprecio.

—¿Por qué no me lo habéis dicho antes?

Están un poco lejos, así que nos quedamos sin escuchar su conversación, aunque hablan a gritos, como buenos turistas españoles. El padre y el hijo ya estaban en la cola, delante de los matrimonios. Miro el reloj: faltan veinticinco minutos para que cierren las puertas. No tengo nada que leer, nada que escuchar, en fin, nada que hacer. Intento escuchar la música de la chica de los cascos rojos, pero el volumen ahora está mucho más bajo. Sin duda, pienso, es una pena que la chica de los cascos rojos no haya podido escuchar el discurso del padre. Se hubieran caído bien. Miro de nuevo hacia la cola: los dos matrimonios ya no son los últimos de la fila: tienen a cuatro o cinco personas detrás.

Al cabo de un rato, aburrido, me levanto y me uno a ellos.

* * *

Llevamos veinte minutos esperando y aún no han dejado embarcar a nadie. La cola es larguísima y ya tengo a tres personas detrás. El hijo se queja a su padre: está harto de esperar. ¿Por qué no subimos ya?, ¿por qué no nos sentamos? Los dos matrimonios discuten: están hasta la coronilla de la espera. ¿Quiénes se han creído que son?, ¿por qué no nos dicen qué pasa?, ¡vamos a llegar a Girona con retraso!, ¡con mucho retraso!, ¡esto es una vergüenza!

La chica de los cascos rojos sigue en el mismo banco en posición de loto. Ahora mira con desprecio a todos los que estamos esperando. La cola entera es algo aborrecible para ella. El aeropuerto al completo le produce vergüenza ajena. Antes oscilaba entre el odio (activo) y la indiferencia (pasiva). Ahora, con la distancia, puede permitirse el lujo de la indiferencia. Tiene una sonrisa felina y parece que sigue escuchando música. Si su mirada no estuviera tan llena de autocomplacencia y de inquina, parecería un Buda.

Cuando me toca embarcar, miro hacia su sitio: ya no está. Espera al final de la cola, a punto de embarcar. Ella es, claro, la última. Avanza victoriosa, sin ninguna prisa, sin perder la compostura. Apenas ha estado de pie, entre nosotros, uno o dos minutos.

Afuera, hago como que me ato los zapatos para quedar el último, justo antes de las azafatas. La chica de los cascos rojos se dirige hacia el avión. Yo voy detrás. Allí nos esperan ya todos. En tres horas estaremos en Girona.

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