Aunque fui a Oporto sin una idea preconcebida de la ciudad, como un turista cualquiera, necesitaba tener una imagen previa, un estereotipo que constatar al llegar allí. Miento: mis dos amigas portuguesas, las de la entrada de El Duende de Praga, me habían descrito Oporto con una ristra de fabulosos adjetivos, a cual más positivo. Pero, como iba diciendo, todo el mundo sabe que viajar es recordar, reencontrar. La terra incognita, especialmente si se viaja en el siglo XXI, no existe; sólo la reminiscencia platónica.
Los artistas son muy útiles para nutrir nuestro repositorio. Simplifican e imponen su imaginario a los lugares como nadie sabe hacerlo. ¿Acaso es Barcelona, por ejemplo, la bohemia y lujuriosa ciudad que Woody Allen inventó? En su defensa he de decir que, en parte, sí; pero también es la ciudad de Makinavaja, Eduardo Mendoza, Javier Mariscal, Plats Bruts, Peret, Gaudí, Manuel Vázquez Montalbán, por nombrar sólo a unos cuantos. El mérito —o el pecado— de Woody Allen es haber logrado que su imagen prevalezca sobre el resto, convirtiendo Barcelona en Vicky-Cristina-y-finalmente-Barcelona.
Así de rumiante andaba en el avión. El problema es que no iba a Barcelona, sino a Oporto, y mi background portuense era nulo; el portugués no era mucho mejor. Pero hice un pequeño esfuerzo sintetizador e imaginativo y, antes de aterrizar, ya tenía mi imagen previa de Oporto, la cual, además, me servía para cualquier otro sitio: crisis económica y literatura portuguesa. De este modo dejaba mucho de lado —la saudade, el vino, el fado, el fútbol, el Salazarismo, el colonialismo...— pero cuatro días en la ciudad no dan para tanto.
Empecé por lo que me pareció más fácil: la crisis. Y la encontré rápido: en las calles abundaban los vagabundos (siniestro vínculo poético entre abundar y vagabundo) y los carteles y grafitis reivindicativos; las conversaciones de la gente eran, como en España, monotemáticas. También los periódicos daban cuenta de ella. Incluso los museos: en el Centro Português de Fotografia, que exhibía las fotos ganadoras del Prémio de Fotojornalismo 2013, no era muy difícil imaginar cuál iba a ser el tema más habitual.
Oporto ya empezaba a parecerse un poco a lo que unas horas antes había imaginado. Satisfecho con mis hallazgos, me fui a comer, lentamente, unas sardinas acompañadas con vino; después de perderme por las empinadas calles de la ciudad, me monté en un tranvía, que me dio un moroso —y algo accidentado— paseo por la riba del Duero; finalmente me puse a buscar lo que más me interesaba. Y no empecé por Luís de Camoes ni por Eça de Queirós, por falta de interés y porque era demasiado fácil: bastaba con acudir al mapa. Pero vagar sin prisa y sin destino por la ciudad no me ayudaba a encontrar ni rastro de Fernando Pessoa, José Saramago o António Lobo Antunes; sólo me permitía disfrutar con cierta libertad de ella.
Como no topaba con lo esperado, decidí entrar en la Librería Lello, donde mis azarosos andares me habían conducido. Más que una librería es, tal y como ellos se definen, una catedral del libro. Debería ser solamente una catedral: ¿acaso alguien va allí por los libros? Sólo estorban a los visitantes, ansiosos de fotografías harrypottienses —prohibidas constantemente por los gritos de los empleados—. (Yo, por llevar la contraria, adquirí un libro: O Porquinho Pipo, pura vanguardia portuguesa.) Sin embargo, estaban todos los escritores que buscaba, incluso más —Miguel Torga, Gonçalo M. Tavares...—; pero no podía sino sentir que estaba haciendo trampa: yo no quería comprar libros, sino palpar autores.
Por suerte, allí mismo recibí un empujón, una ayudita, que reconduciría mi búsqueda. La pista me la dio un artículo de Enrique Vila-Matas, "Pensando en Oporto" (otra mirada idealizada de la ciudad, evidentemente), imprimido en el piso superior de la librería y que habla, claro, sobre Oporto y sobre la Lello. También decía el artículo que lo que define Oporto es su lentitud. Así que se acabó lo de buscar indicios sobre literatura lusa: yo había venido a encontrarme con la lentitud. Oporto encarna, según Vila-Matas, la calma, la morosidad, la tranquilidad, la cachaza, el sosiego, la pachorra. Yo decidí estar de acuerdo. Aunque no se trata de una lentitud ridícula o que enmascara la pereza, sino de una lentitud antigua, elegante, como la de un viejo aristócrata o la de un papa.
Sólo entonces me di cuenta de que yo ya sabía todo esto. Ya lo había vivido: había andado durante todo el día por Oporto, la patria de la lentitud. Me había perdido por sus empinadas calles —que, con la ayuda de su empedrado, imponen a sus habitantes-escaladores el ritmo que define la ciudad— hasta que llegué a un restaurante de mi gusto. Ya un poco contagiado de la lentitud, tardé varios minutos en decidir qué comer (sardinas). Al viejo camarero le llevó otros tantos traerme el vino (blanco, Arrojo: elegido por el nombre, claro). Pero lo que introduce literalmente la lentitud en el cuerpo de los portuenses son las sardinas, o, más exactamente, el ritual de comer sardinas. Cuando por fin las tienes enfrente, las sardinas —en mi caso asadas sobre una piedra— hay que comerlas despacio, sin prisa, apartando laboriosamente las dichosas espinas, acompañándolas con patatas y un poco de ensalada de pimiento, paladeando cada bocado con un trago de vino blanco. Comer sardinas exige la parsimonia del comensal, quien al tragarlas asimila totalmente, a través del proceso digestivo, la lentitud.
Por suerte, allí mismo recibí un empujón, una ayudita, que reconduciría mi búsqueda. La pista me la dio un artículo de Enrique Vila-Matas, "Pensando en Oporto" (otra mirada idealizada de la ciudad, evidentemente), imprimido en el piso superior de la librería y que habla, claro, sobre Oporto y sobre la Lello. También decía el artículo que lo que define Oporto es su lentitud. Así que se acabó lo de buscar indicios sobre literatura lusa: yo había venido a encontrarme con la lentitud. Oporto encarna, según Vila-Matas, la calma, la morosidad, la tranquilidad, la cachaza, el sosiego, la pachorra. Yo decidí estar de acuerdo. Aunque no se trata de una lentitud ridícula o que enmascara la pereza, sino de una lentitud antigua, elegante, como la de un viejo aristócrata o la de un papa.
Sólo entonces me di cuenta de que yo ya sabía todo esto. Ya lo había vivido: había andado durante todo el día por Oporto, la patria de la lentitud. Me había perdido por sus empinadas calles —que, con la ayuda de su empedrado, imponen a sus habitantes-escaladores el ritmo que define la ciudad— hasta que llegué a un restaurante de mi gusto. Ya un poco contagiado de la lentitud, tardé varios minutos en decidir qué comer (sardinas). Al viejo camarero le llevó otros tantos traerme el vino (blanco, Arrojo: elegido por el nombre, claro). Pero lo que introduce literalmente la lentitud en el cuerpo de los portuenses son las sardinas, o, más exactamente, el ritual de comer sardinas. Cuando por fin las tienes enfrente, las sardinas —en mi caso asadas sobre una piedra— hay que comerlas despacio, sin prisa, apartando laboriosamente las dichosas espinas, acompañándolas con patatas y un poco de ensalada de pimiento, paladeando cada bocado con un trago de vino blanco. Comer sardinas exige la parsimonia del comensal, quien al tragarlas asimila totalmente, a través del proceso digestivo, la lentitud.
Recordar el incidente del tranvía sólo confirma, marcándola a fuego con una hipérbole, la idea preconcebida de la lentitud inherente a Oporto. Aquella mañana subí a un viejo tranvía, de las primeras décadas del siglo XX, con un grupo de guiris como yo. Avanzábamos lentamente junto al Duero, a velocidad de turista, bajo un cielo de mediodía que estaba muy nublado para ser verano. Pero la brisa alegraba y amansaba a los pasajeros, quienes sacábamos fotos a cada metro recorrido.
El tranvía se detenía a menudo: en un cruce, en un semáforo, en una parada para que subiera más gente. Uno de aquellos descansos se alargaba más de la cuenta. Acostumbrados inconscientemente al ritmo portuense, nadie se extrañó, para nada, hasta que, tras unos cuantos minutos, el conductor tocó la bocina. Una, dos, tres veces. Miraba un poco preocupado hacia adelante y hacia los lados mientras la hacía sonar una cuarta y una quinta vez. Volvió la mirada hacia nosotros, los pasajeros, y se bajó, para nuestro asombro, del tranvía, dejándonos solos.
Entonces saqué la cabeza por la ventana y pude ver cómo un coche mal aparcado impedía, por unos pocos centímetros, el avance del vetusto tranvía. Afortunadamente, nos habíamos detenido a algo menos de un metro del obstáculo. De haber colisionado, el tranvía hubiera salido peor parado que el coche, sin duda. Nuestro conductor intentó abrir la puerta del coche, vacío; luego dio una vuelta alrededor, como buscando una entrada escondida. Volvió a subir con nosotros y tocó la bocina. Bajó otra vez y, con la misma tranquilidad que hasta ahora, se alejó del tranvía hablando con los transeúntes, dejándonos de nuevo allí tirados.
—¿Bueno, qué, lo movemos?
Algunos pasajeros, viendo que el espectáculo no daba ya para más y hartos de esperar (nuestra impaciencia nos delataba como no portugueses), se habían bajado y sacaban fotos del coche. El que hizo la sonada propuesta era, por supuesto, español.
—Venga, ¡que bajen todos los hombres! ¡Vamos a mover el coche!
Lo sorprendente no fue la proposición, sino que la gente empezó a bajarse del tranvía y a tomarlo en serio. No sólo españoles: también naciones algo más civilizadas, como franceses, ingleses, alemanes, italianos, etc.
—¡No seáis cagados! ¡Bajad! ¡Hay que mover el coche si queremos continuar la ruta!
La satisfacción del tipo había ido in crescendo. Se podía notar que estaba orgulloso de que su idea fuera secundada por las demás naciones, más evolucionadas y europeas. Yo también bajé, forzado por las circunstancias.
—No podemos empujarlo porque tiene el freno de mano puesto. Habrá que levantarlo. Pero eso es pan comido para unos hombres como nosotros. ¿Somos hombres o somos niñas? ¿Qué somos, joder?
—¡Hombres! ¡Hombres! —gritamos todos, emocionados. No se podía negar que era un buen orador.
Nos repartimos alrededor del coche. Nos arremangamos las camisas. Las mujeres se arremolinaron excitadas a nuestro entorno, sacándonos fotos. Nos agachamos, manteniendo las espaldas rectas para no dañarnos la espalda.
—¡Vamos, contaré hasta cinco! ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco!
Los intermitentes del coche se encendieron cuando estábamos a punto de levantarlo. Nos giramos y el conductor del tranvía se acercaba, sin prisa, con el presunto conductor del coche. Charlaban con naturalidad de fútbol o de política, no pude entender todo lo que decían. El del coche nos sonrió y nos pidió disculpas. Subimos al tranvía cabizbajos, como niños a los que no han dejado salir al recreo. El coche se puso en marcha, maniobró un poco y dejó la vía totalmente libre. Nuestro conductor intercambió unas cuantas palabras con el del coche; ahora sin duda hablaban del tiempo: no hace demasiado bueno, para ser verano. Finalmente subió de nuevo al tranvía y tocó por última vez la bocina. Se giró y nos sonrió pacíficamente. Nos volvíamos a poner en marcha. Desde fuera, el conductor del coche agitaba la mano a nuestro paso, lento pero decidido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario