"N'hi ha que no tenen res a dir, però s'entesten a dir-ho per escrit".
Paul Valéry.
Sin duda, después de medio año sin escribir nada aquí, debo empezar este texto agradeciendo los miles de correos electrónicos de apoyo que he recibido. ¡Qué arropado me he sentido! Y digo miles por no decir diezmiles: correos electrónicos que no sólo mostraban su soporte sentimental, moral y profesional, sino que también proponían soluciones a la sequía creativa. El ser humano, que además de extraordinario es empático y solidario, sabe que no hay nada peor que sufrir la sequedad de ideas en silencio.
Por ejemplo, he recibido correos con fotografías de hombres y mujeres desnudos, la mayoría de ellos fornicando o amándose de diversas maneras. ¿Para qué? Es evidente, para levantarme el ánimo, o quizá para que le dé un toque erótico a este blog tan mojigato. Otros, menos directos, me han recomendado que use páginas web de contactos; no sé si para que cambie mi vida sentimental o para que pesque historias más sabrosas que estas insulsas andanzas cracovianas. Los emails más desvergonzados me proponían tomar Viagra para vigorizar mi estilo, flácido y alicaído. Muchos sugerían que me fuera a descansar a algún lugar exótico y barato aprovechando los descuentos de esta o aquella compañía; la literatura de viajes es la literatura yéndose de vacaciones. Una gran cantidad de empresas se ha interesado profesionalmente por mí, no como escritor, por supuesto, sino como cualquier otra cosa —todos trabajos ideales, eso sí—; está claro que el de profesor español no es una fuente inagotable de anécdotas y situaciones pintorescas. Varios mensajes me pedían que firmara esta u otra petición, a favor de la ecología o del independentismo, contra la corrupción o la caza de especies protegidas: ¿acaso debería politizar estas páginas tan asépticas? Me han llegado ofertas de cursos de español, inglés, francés, alemán, catalán, chino e incluso polaco: ¿debería cambiar el idioma de expresión? ¿O, directamente, el país?
Al igual que los pornográficos, los emails con productos varios han sido los predominantes. Compra: ropa de verano y de invierno, Viagra, coches y motos, Viagra, aires acondicionados y ventiladores, Viagra, películas y series, Viagra, comida y bebida. Pruébalo gratis y, si no quedas satisfecho, te devolvemos tu dinero. Un poco de consumismo para despertar del letargo creativo, ¿no?
Me asaltaba la inspiración en cada correo electrónico, obviamente. Puedes imaginártelo: cualquiera se habría puesto a escribir tras leer cualquiera de esos emails. Sexo, política, viajes, relaciones de pareja, no importa de qué. Agradezco, de veras, la ayuda desinteresada. Pero uno tiene sus recursos personales. O, como dice Witold Gombrowicz en los primeros días de su Diario:
"Lunes. Yo.
Martes. Yo.
Miércoles. Yo.
Jueves. Yo."
Así, me puse a excavar en mi Yo en busca de algo que decir. Para variar un poco, no le pregunté al tal Yo qué escribir, sino por qué escribir. Yo ya conocía la respuesta a mi vanidosa pregunta, pero el susodicho Yo me ignoró completamente. Por qué escribir le importaba al Yo un comino, así que se volvió hacia el ordenador y siguió eliminando spam. Al leer uno de los emails, como si fuera Freud desayunando madalenas empapadas en té, rescató de la memoria una anécdota de nuestra más tierna infancia: aquella tarde remota de escuela en que sentí la satisfacción de la escritura, entonces sólo experimentada e intuida y muchos años después plenamente conocida y comprendida.
Estaba en 6º de EGB y toda la clase trabajaba en la confección de la revista de la escuela. La maestra y los alumnos más despiertos lo organizaban todo. Eran los editores. Otros escribían las noticias del curso escolar: las excursiones realizadas, las celebraciones y cualquier otro evento más o menos extraordinario. Recuerdo que un chaval redactó una espléndida crónica del día de su cumpleaños: los regalos que recibió, la comida de aquella jornada, la fiesta que hicimos por la tarde, incluso comentó su berrinche porque otro niño había sacado mejor nota que él en un examen; había que reconocérsele la objetividad, propia de un futuro periodista. Un grupo se encargaba de las entrevistas, a profesores, padres y otras desafortunadas víctimas. La sección más artística se dedicó a componer poemas, escribir cuentos o ilustrar la revista. Yo estaba en la panda de los indecisos, los que no sabíamos qué hacer o nada nos llamaba la atención. En realidad, no quería hacer lo mismo que los demás, yo quería ser original. Con once o doce años uno puede hacerse ya una buena idea de lo que es la originalidad. Por eso mismo, cualquier cosa que hiciera, todo lo que se me ocurría, ya había sido realizada antes. Poemas, cuentos, dibujos, noticias, entrevistas: nada era original. Yo quería algo diferente, ir más allá de esas burdas repeticiones de un patrón. Además, del mismo modo que ahora he preferido no hacer caso del spam con recetas creativas recibido, en aquel momento crear algo propio también me parecía mucho más importante que seguir los consejos de la profesora y los otros alumnos. Lo que no podía saber es que lo que me impedía decidirme tenía un nombre: la ansiedad de la influencia.
Pese a la presión, finalmente tuve una auténtica idea reveladora. Recuerdo con lucidez la sensación que me invadió cuando la visualicé: todo mi cuerpo se hinchó de la felicidad del descubrimiento. Aquella emoción fue un auténtico hallazgo. Me parecía estar volando, era un zepelín indestructible. Haber sido capaz de imaginar aquello me daba las fuerzas necesarias para hacer todo cuanto me propusiera. Estaba radiante como un dios creador. Poco después, sentí una sensación más pragmática que se mezclaba con la anterior: el alivio por haber encontrado finalmente lo que necesitaba para salir del paso y, como el resto de alumnos, publicar algo en la revista. Esta tranquilidad mundana me permitió tener otra vez los pies en el suelo.
Me puse a trabajar en mi auténtica idea reveladora: copiar un artículo de otra revista. Copiarlo literalmente, línea a línea, palabra a palabra, letra a letra, coma a coma. O al menos intentarlo, porque se trataba de copiarlo a mano, y era posible que se me escapara algún acento u otro signo ortográfico. Mi lógica infantil era infalible: a nadie se le ocurriría copiar algo de otra revista. Copiando sería el más original, porque nadie lo estaba haciendo, enfrascados como estaban en crear de la nada. Qué inocente era: aquella idea ya la había tenido años atrás Borges en su "Pierre Menard, autor del Quijote". Sin saberlo, orgulloso de mí, se la conté a los otros compañeros indecisos y se sorprendieron: aquello estaba prohibido, me dijeron. No podía copiar, tenía que inventar. Los otros alumnos me dijeron lo mismo. Les dije que la originalidad de mi invento consistía precisamente en copiar; pero aquello no podía ser. Ni siquiera los editores, los más inteligentes de la clase, me supieron decir por qué, pero todos intuían que no estaba permitido, que copiar era ilegal. Yo no tenía aquella intuición, que parecía natural en todos menos en mí. Finalmente, le conté mi plan a la profesora. Me miró extrañada y un poco asustada; se dirigió a la pizarra, agarró una tiza y escribió aquella palabra que me quedó grabada incluso antes de saber qué significaba: plagio. Sin saber por qué, sin haber tenido una educación religiosa, deduje que tenía que meterla en el mismo cajón que palabras como pecado, robar, insultar, maltratar, violar, matar: la reacción de todos así me lo indicaba. La maestra nos dijo que copiar las palabras o las ideas de otro se llamaba así, plagio, y estaba mal. Un alumno le preguntó si plagio era lo mismo que estudiar, pero la profesora dijo que no: copiar las ideas en clase estaba bien. Tímidamente, levanté la mano. Sentí que todos mis compañeros me miraban y que me temblaba la voz:
—Señorita, yo pienso plagiar el artículo en clase, no en casa.
Seguimos unos segundos en silencio, porque la clase no sabía cómo reaccionar. Esperamos callados la respuesta de la profesora. Progresivamente, notamos que su cara enrojecía. Al cabo, dijo que no se podía plagiar un artículo de otra persona. ¿Cómo podía ser que no lo entendiera? Plagiar un artículo estaba mal, y punto. No pude decir nada más porque la clase empezó a reírse a carcajadas. Me llamaron plagiante, plagiarista, plagiador y plagiarizador, hasta que alguno encontró la palabra plagiario en el diccionario. Antes de copiar una sola letra, antes incluso de haber elegido qué artículo plagiaría, me había convertido en un plagiario.
Pasadas las primeras burlas, me comenzó a gustar aquella palabra: me había concedido un aura que hasta entonces yo desconocía, la popularidad. Desde el punto de vista de la profesora y de los editores de la revista, el aura emanaba impopularidad. Pero, para los demás, que eran los que me interesaban, irradiaba popularidad. Yo estaba encantado con el poder que me había otorgado. Estaba convencido de que aquella popularidad estaba emparentada con el sentimiento que había tenido al idear mi proyecto de copiar un artículo ajeno. No era su prolongación, porque no era un sentimiento puro: la popularidad dependía de los demás, mientras que la creatividad dependía de mí, o al menos eso pensaba yo entonces. La popularidad era una recompensa material a mi esfuerzo creativo, del mismo modo que el placer que experimenté tras alumbrar aquella auténtica idea reveladora era la recompensa mental; eran las dos caras de la misma moneda. Convencido de que la profesora se equivocaba, aun sin saber por qué erraba, decidí seguir con mi proyecto. Me convertí en un plagiario de hecho. Encontré un artículo y lo empecé a copiar: era un reportaje sobre Joaquim Nadal, el alcalde de Girona. No recuerdo ni una palabra de aquel texto, tampoco el título. Debí de elegirlo para fastidiar a los que escribían noticias sobre insignificantes acontecimientos escolares. Sí recuerdo que tardé varias semanas en copiarlo, y que lo que experimenté mientras tanto no era ni bueno ni malo, ni siquiera un sentimiento. Era algo más convencional, una reacción fisiológica, mecánica. La sensación inicial, la pasión del descubrimiento, de la concepción de la auténtica idea reveladora, se había esfumado completamente; sólo quedaban la tozudez, el deseo de mantener mi aura de popularidad y las ganas de convertirme en plagiario e indignar a los necios que se habían conjurado contra mí.
Todos los textos de la revista estaban escritos a mano y ocupaban una o dos páginas como máximo. Aunque me había esforzado en no cometer ningún error y en escribir con la letra clara y bella de un escolar ejemplar, las cuatro páginas que ocupaba mi artículo plagiado estaban llenas de tachones, la letra empezaba más o menos elegante pero al cabo de unas frases se convertía en la escritura de un niño con profundos problemas psicomotrices, y las líneas horizontales se inclinaban hasta la diagonal. La maestra nos había dado una fecha límite para presentar nuestras obras, como las llamaba ella. Al igual que el resto de la clase, acabé en el último minuto. Cuando le entregué las cuatro páginas, yo ya sabía que no las publicaría, pero la profesora no dijo nada. Imprimieron la revista: en lugar del artículo plagiado había un dibujo de una moto que había hecho en clase de educación plástica. No comenté nada; tampoco me molestó. Me olvidé del asunto rápidamente, como todos.
Cuando empecé el instituto, quedé huérfano de mi aura de popularidad. Definitivamente, ya no era el plagiario del instituto. No sólo era un estudiante más, también era del primer curso. Me olvidé completamente de aquel placer ilimitado que me había invadido al concebir mi auténtica idea reveladora. Hice nuevos amigos, mantuve alguno de los anteriores, estudié nuevas y no tan nuevas materias y, en fin, fui un adolescente. No volví a pensar en el incidente del plagio hasta el tercer curso.
Nuestra maestra decidió que publicaríamos la revista del instituto. La historia se repite siempre, pero sólo unas pocas veces somos consciente de ello. En aquella ocasión fui consciente de la segunda oportunidad, así que no iba a cometer el mismo error: el mundo no estaba preparado para ideas tan vanguardistas como la originalidad de plagiar. Cambié mi estrategia: escribiría un poema para la revista. Como en aquella tarde entonces no tan remota de escuela en que sentí la satisfacción de la escritura, en aquel momento sólo experimentada e intuida y muchos años después plenamente reconocida y comprendida, me pareció que escribiendo un poema quizá podría volver a sentir aquella felicidad absoluta, aquel elevarse por encima de todo que se siente al tener una auténtica idea reveladora.
Si en aquella tarde de escuela no sabía qué hacer en la revista, en la tarde de instituto no sabía sobre qué escribir mi poema. ¿Sobre el amor? ¿Sobre el sexo? ¿Sobre los viajes? ¿Sobre la ciudad? ¿Sobre un paisaje bucólico? ¿Sobre el instituto? ¿Sobre política? ¿Sobre la historia? Terminé descartando todos estos temas, como muchos años después, ante el ordenador, descartaría el spam recibido: en su lugar, escribiría sobre mí. Pero no era una idea suficientemente original, aún no era definitiva, sino un embrión de idea, un territorio en el que deambular hasta encontrar algo. Sólo después de varios intentos fallidos, de unos cuantos primeros versos desechados, tuve una idea auténtica reveladora. Todo mi cuerpo se hinchó de la felicidad del descubrimiento. Me parecía estar volando, era un zepelín indestructible. Haber sido capaz de imaginar aquello me daba las fuerzas necesarias para hacer todo cuanto me propusiera. Estaba radiante como un dios creador. Poco después, sentí una sensación más pragmática que se mezclaba con la anterior: el alivio por haber encontrado finalmente lo que necesitaba para salir del paso y, como el resto de alumnos, publicar algo en la revista. Esta tranquilidad mundana me permitió tener otra vez los pies en el suelo.
De nuevo, me puse a trabajar en mi auténtica idea reveladora: escribir sobre no poder escribir. Afortunadamente, la juventud lo protege a uno de las despiadadas restricciones de la angustia de la influencia: mi originalísima idea no era tan original. Escritura sobre el proceso de escribir, escribir sobre el writer's block, en fin, la metaficción, no eran temas precisamente originales. Ignorando lo que aún no necesitaba saber, me puse manos a la obra. En unos días, con la ayuda del diccionario y la de mis padres, acabé el poema. El poema es el siguiente. (Para el lector que no entienda el catalán, he maltraducido el poema, pero quizá debería hacer un esfuerzo para intentar comprender la versión original de esta obra maestra de la poesía contemporánea.)
En esta ocasión, el poema sí fue publicado. Recibió algunos elogios, pero esta vez no fui coronado con un aura de popularidad. Hablé de él con mis compañeros de clase e intenté que me concedieran lo que yo creía merecer. No tuve suerte. Había escrito un poema más, nada especial para un chaval de trece o catorce años y, definitivamente, nada especial para los otros. Me costó asumir que todo lo que había sentido hubiera tenido aquella acogida tan fría. ¿Cómo podía aquel sentimiento tan noble dentro de mí causar indiferencia en los demás? La recompensa del esfuerzo creativo pasó a ser una moneda con una sola cara; la popularidad, definitivamente, no tenía nada que ver con el esfuerzo creativo. No lo entendía, pero me callé. Me olvidé del asunto rápidamente, como ya habían hecho todos, como ya había hecho yo antes.
Cuando lo he releído, he pensado que el único destinatario real del "Poema resfriado" no era sino Yo mismo. Ese Yo amante del buceo y de las excavaciones. Había olvidado por completo que lo había escrito, así que releerlo catorce años después ha sido como leerlo por primera vez. Pero ahora sé que su finalidad era esa: que Yo lo leyera.
Al hacerlo, no he podido sino sonreír por lo inocente que era y los errores que había cometido. Me ha divertido ver cómo solicitaba tímidamente la inspiración de las musas. Cuando me he dado cuenta del tema tratado, me he sorprendido. Aquello, definitivamente, lo había escrito yo: hablaba sobre la duda, sobre los problemas para elegir, sobre las dificultades de escribir. Incluso he reconocido mi tono, cierto sentido del humor y una autocrítica incipiente —o falsa modestia—.
Pero la gran sorpresa de la relectura ha sido descubrir la relación entre el dolor físico y la no escritura. Escribir es vida, no escribir es muerte, el proceso de escribir es una dolorosa lucha entre la vida y la muerte. El texto así lo confirma: el poema está resfriado y dolorido —siente mareo y dolor en la rodilla, el brazo, el cuello—, pero sólo mientras lo escribimos: cuando llegamos a la última línea, está curado. Escribir es vivir, no escribir es morir, estar escribiendo es sufrir para vivir. Hete aquí una cita de autoridad para reforzar este argumento y, de paso, demostrar que mi auténtica idea reveladora no era tan original: en su página web, Enrique Vila-Matas comenta su libro Bartleby y compañía, que trata sobre escritores que dejan de escribir: "Contrariamente a lo que se cree, no hablo exactamente en este libro de escritores que dejaron de escribir sino de personas que viven y luego dejan de hacerlo".
Quizá todo esto suene disparatado: una mera interpretación impuesta a la fuerza para aparentar ingenio. Muy posiblemente lo sea. Pero cuando, hace un par de semanas, eliminaba el spam recibido y encontré un email de un amigo del instituto con aquel "Poema resfriado" escaneado, sentí que tenía una auténtica idea reveladora. Todo mi cuerpo se hinchó de la felicidad del descubrimiento. Me parecía estar volando, era un zepelín indestructible. Haber sido capaz de imaginar aquello me daba las fuerzas necesarias para hacer todo cuanto me propusiera. Estaba radiante como un dios creador. Poco después, sentí una sensación más pragmática que se mezclaba con la anterior: el alivio por haber encontrado finalmente lo que necesitaba para salir del paso y publicar algo de una vez en el blog. Esta tranquilidad mundana me permitió tener otra vez los pies en el suelo.
De nuevo, me puse a trabajar en mi auténtica idea reveladora.
Por ejemplo, he recibido correos con fotografías de hombres y mujeres desnudos, la mayoría de ellos fornicando o amándose de diversas maneras. ¿Para qué? Es evidente, para levantarme el ánimo, o quizá para que le dé un toque erótico a este blog tan mojigato. Otros, menos directos, me han recomendado que use páginas web de contactos; no sé si para que cambie mi vida sentimental o para que pesque historias más sabrosas que estas insulsas andanzas cracovianas. Los emails más desvergonzados me proponían tomar Viagra para vigorizar mi estilo, flácido y alicaído. Muchos sugerían que me fuera a descansar a algún lugar exótico y barato aprovechando los descuentos de esta o aquella compañía; la literatura de viajes es la literatura yéndose de vacaciones. Una gran cantidad de empresas se ha interesado profesionalmente por mí, no como escritor, por supuesto, sino como cualquier otra cosa —todos trabajos ideales, eso sí—; está claro que el de profesor español no es una fuente inagotable de anécdotas y situaciones pintorescas. Varios mensajes me pedían que firmara esta u otra petición, a favor de la ecología o del independentismo, contra la corrupción o la caza de especies protegidas: ¿acaso debería politizar estas páginas tan asépticas? Me han llegado ofertas de cursos de español, inglés, francés, alemán, catalán, chino e incluso polaco: ¿debería cambiar el idioma de expresión? ¿O, directamente, el país?
Al igual que los pornográficos, los emails con productos varios han sido los predominantes. Compra: ropa de verano y de invierno, Viagra, coches y motos, Viagra, aires acondicionados y ventiladores, Viagra, películas y series, Viagra, comida y bebida. Pruébalo gratis y, si no quedas satisfecho, te devolvemos tu dinero. Un poco de consumismo para despertar del letargo creativo, ¿no?
Me asaltaba la inspiración en cada correo electrónico, obviamente. Puedes imaginártelo: cualquiera se habría puesto a escribir tras leer cualquiera de esos emails. Sexo, política, viajes, relaciones de pareja, no importa de qué. Agradezco, de veras, la ayuda desinteresada. Pero uno tiene sus recursos personales. O, como dice Witold Gombrowicz en los primeros días de su Diario:
"Lunes. Yo.
Martes. Yo.
Miércoles. Yo.
Jueves. Yo."
Así, me puse a excavar en mi Yo en busca de algo que decir. Para variar un poco, no le pregunté al tal Yo qué escribir, sino por qué escribir. Yo ya conocía la respuesta a mi vanidosa pregunta, pero el susodicho Yo me ignoró completamente. Por qué escribir le importaba al Yo un comino, así que se volvió hacia el ordenador y siguió eliminando spam. Al leer uno de los emails, como si fuera Freud desayunando madalenas empapadas en té, rescató de la memoria una anécdota de nuestra más tierna infancia: aquella tarde remota de escuela en que sentí la satisfacción de la escritura, entonces sólo experimentada e intuida y muchos años después plenamente conocida y comprendida.
* * *
Estaba en 6º de EGB y toda la clase trabajaba en la confección de la revista de la escuela. La maestra y los alumnos más despiertos lo organizaban todo. Eran los editores. Otros escribían las noticias del curso escolar: las excursiones realizadas, las celebraciones y cualquier otro evento más o menos extraordinario. Recuerdo que un chaval redactó una espléndida crónica del día de su cumpleaños: los regalos que recibió, la comida de aquella jornada, la fiesta que hicimos por la tarde, incluso comentó su berrinche porque otro niño había sacado mejor nota que él en un examen; había que reconocérsele la objetividad, propia de un futuro periodista. Un grupo se encargaba de las entrevistas, a profesores, padres y otras desafortunadas víctimas. La sección más artística se dedicó a componer poemas, escribir cuentos o ilustrar la revista. Yo estaba en la panda de los indecisos, los que no sabíamos qué hacer o nada nos llamaba la atención. En realidad, no quería hacer lo mismo que los demás, yo quería ser original. Con once o doce años uno puede hacerse ya una buena idea de lo que es la originalidad. Por eso mismo, cualquier cosa que hiciera, todo lo que se me ocurría, ya había sido realizada antes. Poemas, cuentos, dibujos, noticias, entrevistas: nada era original. Yo quería algo diferente, ir más allá de esas burdas repeticiones de un patrón. Además, del mismo modo que ahora he preferido no hacer caso del spam con recetas creativas recibido, en aquel momento crear algo propio también me parecía mucho más importante que seguir los consejos de la profesora y los otros alumnos. Lo que no podía saber es que lo que me impedía decidirme tenía un nombre: la ansiedad de la influencia.
Pese a la presión, finalmente tuve una auténtica idea reveladora. Recuerdo con lucidez la sensación que me invadió cuando la visualicé: todo mi cuerpo se hinchó de la felicidad del descubrimiento. Aquella emoción fue un auténtico hallazgo. Me parecía estar volando, era un zepelín indestructible. Haber sido capaz de imaginar aquello me daba las fuerzas necesarias para hacer todo cuanto me propusiera. Estaba radiante como un dios creador. Poco después, sentí una sensación más pragmática que se mezclaba con la anterior: el alivio por haber encontrado finalmente lo que necesitaba para salir del paso y, como el resto de alumnos, publicar algo en la revista. Esta tranquilidad mundana me permitió tener otra vez los pies en el suelo.
Me puse a trabajar en mi auténtica idea reveladora: copiar un artículo de otra revista. Copiarlo literalmente, línea a línea, palabra a palabra, letra a letra, coma a coma. O al menos intentarlo, porque se trataba de copiarlo a mano, y era posible que se me escapara algún acento u otro signo ortográfico. Mi lógica infantil era infalible: a nadie se le ocurriría copiar algo de otra revista. Copiando sería el más original, porque nadie lo estaba haciendo, enfrascados como estaban en crear de la nada. Qué inocente era: aquella idea ya la había tenido años atrás Borges en su "Pierre Menard, autor del Quijote". Sin saberlo, orgulloso de mí, se la conté a los otros compañeros indecisos y se sorprendieron: aquello estaba prohibido, me dijeron. No podía copiar, tenía que inventar. Los otros alumnos me dijeron lo mismo. Les dije que la originalidad de mi invento consistía precisamente en copiar; pero aquello no podía ser. Ni siquiera los editores, los más inteligentes de la clase, me supieron decir por qué, pero todos intuían que no estaba permitido, que copiar era ilegal. Yo no tenía aquella intuición, que parecía natural en todos menos en mí. Finalmente, le conté mi plan a la profesora. Me miró extrañada y un poco asustada; se dirigió a la pizarra, agarró una tiza y escribió aquella palabra que me quedó grabada incluso antes de saber qué significaba: plagio. Sin saber por qué, sin haber tenido una educación religiosa, deduje que tenía que meterla en el mismo cajón que palabras como pecado, robar, insultar, maltratar, violar, matar: la reacción de todos así me lo indicaba. La maestra nos dijo que copiar las palabras o las ideas de otro se llamaba así, plagio, y estaba mal. Un alumno le preguntó si plagio era lo mismo que estudiar, pero la profesora dijo que no: copiar las ideas en clase estaba bien. Tímidamente, levanté la mano. Sentí que todos mis compañeros me miraban y que me temblaba la voz:
—Señorita, yo pienso plagiar el artículo en clase, no en casa.
Seguimos unos segundos en silencio, porque la clase no sabía cómo reaccionar. Esperamos callados la respuesta de la profesora. Progresivamente, notamos que su cara enrojecía. Al cabo, dijo que no se podía plagiar un artículo de otra persona. ¿Cómo podía ser que no lo entendiera? Plagiar un artículo estaba mal, y punto. No pude decir nada más porque la clase empezó a reírse a carcajadas. Me llamaron plagiante, plagiarista, plagiador y plagiarizador, hasta que alguno encontró la palabra plagiario en el diccionario. Antes de copiar una sola letra, antes incluso de haber elegido qué artículo plagiaría, me había convertido en un plagiario.
Pasadas las primeras burlas, me comenzó a gustar aquella palabra: me había concedido un aura que hasta entonces yo desconocía, la popularidad. Desde el punto de vista de la profesora y de los editores de la revista, el aura emanaba impopularidad. Pero, para los demás, que eran los que me interesaban, irradiaba popularidad. Yo estaba encantado con el poder que me había otorgado. Estaba convencido de que aquella popularidad estaba emparentada con el sentimiento que había tenido al idear mi proyecto de copiar un artículo ajeno. No era su prolongación, porque no era un sentimiento puro: la popularidad dependía de los demás, mientras que la creatividad dependía de mí, o al menos eso pensaba yo entonces. La popularidad era una recompensa material a mi esfuerzo creativo, del mismo modo que el placer que experimenté tras alumbrar aquella auténtica idea reveladora era la recompensa mental; eran las dos caras de la misma moneda. Convencido de que la profesora se equivocaba, aun sin saber por qué erraba, decidí seguir con mi proyecto. Me convertí en un plagiario de hecho. Encontré un artículo y lo empecé a copiar: era un reportaje sobre Joaquim Nadal, el alcalde de Girona. No recuerdo ni una palabra de aquel texto, tampoco el título. Debí de elegirlo para fastidiar a los que escribían noticias sobre insignificantes acontecimientos escolares. Sí recuerdo que tardé varias semanas en copiarlo, y que lo que experimenté mientras tanto no era ni bueno ni malo, ni siquiera un sentimiento. Era algo más convencional, una reacción fisiológica, mecánica. La sensación inicial, la pasión del descubrimiento, de la concepción de la auténtica idea reveladora, se había esfumado completamente; sólo quedaban la tozudez, el deseo de mantener mi aura de popularidad y las ganas de convertirme en plagiario e indignar a los necios que se habían conjurado contra mí.
Todos los textos de la revista estaban escritos a mano y ocupaban una o dos páginas como máximo. Aunque me había esforzado en no cometer ningún error y en escribir con la letra clara y bella de un escolar ejemplar, las cuatro páginas que ocupaba mi artículo plagiado estaban llenas de tachones, la letra empezaba más o menos elegante pero al cabo de unas frases se convertía en la escritura de un niño con profundos problemas psicomotrices, y las líneas horizontales se inclinaban hasta la diagonal. La maestra nos había dado una fecha límite para presentar nuestras obras, como las llamaba ella. Al igual que el resto de la clase, acabé en el último minuto. Cuando le entregué las cuatro páginas, yo ya sabía que no las publicaría, pero la profesora no dijo nada. Imprimieron la revista: en lugar del artículo plagiado había un dibujo de una moto que había hecho en clase de educación plástica. No comenté nada; tampoco me molestó. Me olvidé del asunto rápidamente, como todos.
Cuando empecé el instituto, quedé huérfano de mi aura de popularidad. Definitivamente, ya no era el plagiario del instituto. No sólo era un estudiante más, también era del primer curso. Me olvidé completamente de aquel placer ilimitado que me había invadido al concebir mi auténtica idea reveladora. Hice nuevos amigos, mantuve alguno de los anteriores, estudié nuevas y no tan nuevas materias y, en fin, fui un adolescente. No volví a pensar en el incidente del plagio hasta el tercer curso.
Nuestra maestra decidió que publicaríamos la revista del instituto. La historia se repite siempre, pero sólo unas pocas veces somos consciente de ello. En aquella ocasión fui consciente de la segunda oportunidad, así que no iba a cometer el mismo error: el mundo no estaba preparado para ideas tan vanguardistas como la originalidad de plagiar. Cambié mi estrategia: escribiría un poema para la revista. Como en aquella tarde entonces no tan remota de escuela en que sentí la satisfacción de la escritura, en aquel momento sólo experimentada e intuida y muchos años después plenamente reconocida y comprendida, me pareció que escribiendo un poema quizá podría volver a sentir aquella felicidad absoluta, aquel elevarse por encima de todo que se siente al tener una auténtica idea reveladora.
Si en aquella tarde de escuela no sabía qué hacer en la revista, en la tarde de instituto no sabía sobre qué escribir mi poema. ¿Sobre el amor? ¿Sobre el sexo? ¿Sobre los viajes? ¿Sobre la ciudad? ¿Sobre un paisaje bucólico? ¿Sobre el instituto? ¿Sobre política? ¿Sobre la historia? Terminé descartando todos estos temas, como muchos años después, ante el ordenador, descartaría el spam recibido: en su lugar, escribiría sobre mí. Pero no era una idea suficientemente original, aún no era definitiva, sino un embrión de idea, un territorio en el que deambular hasta encontrar algo. Sólo después de varios intentos fallidos, de unos cuantos primeros versos desechados, tuve una idea auténtica reveladora. Todo mi cuerpo se hinchó de la felicidad del descubrimiento. Me parecía estar volando, era un zepelín indestructible. Haber sido capaz de imaginar aquello me daba las fuerzas necesarias para hacer todo cuanto me propusiera. Estaba radiante como un dios creador. Poco después, sentí una sensación más pragmática que se mezclaba con la anterior: el alivio por haber encontrado finalmente lo que necesitaba para salir del paso y, como el resto de alumnos, publicar algo en la revista. Esta tranquilidad mundana me permitió tener otra vez los pies en el suelo.
De nuevo, me puse a trabajar en mi auténtica idea reveladora: escribir sobre no poder escribir. Afortunadamente, la juventud lo protege a uno de las despiadadas restricciones de la angustia de la influencia: mi originalísima idea no era tan original. Escritura sobre el proceso de escribir, escribir sobre el writer's block, en fin, la metaficción, no eran temas precisamente originales. Ignorando lo que aún no necesitaba saber, me puse manos a la obra. En unos días, con la ayuda del diccionario y la de mis padres, acabé el poema. El poema es el siguiente. (Para el lector que no entienda el catalán, he maltraducido el poema, pero quizá debería hacer un esfuerzo para intentar comprender la versión original de esta obra maestra de la poesía contemporánea.)
Poema resfriado
Yo no sé qué escribir,
y lo estoy pensando,
¿un cuento? ¿Un poema?
Ha de ser genial.
Si alguien me inspirara...
¡Tengo la mente en blanco!
y la barriga me pesa,
estoy mareado.
¡Por favor! Una medicina.
¡Qué dolor en la rodilla!
¡Uy! ¿Y en el brazo?
También tengo un cuello...
que siempre que lo giro,
¡válgame Dios, qué chirrido!
¡Oh! ¡Un poema!
No me he dado cuenta
y he hecho un poema
bien pergeñado.
Es un poema...
¡Sin resfriado!
En esta ocasión, el poema sí fue publicado. Recibió algunos elogios, pero esta vez no fui coronado con un aura de popularidad. Hablé de él con mis compañeros de clase e intenté que me concedieran lo que yo creía merecer. No tuve suerte. Había escrito un poema más, nada especial para un chaval de trece o catorce años y, definitivamente, nada especial para los otros. Me costó asumir que todo lo que había sentido hubiera tenido aquella acogida tan fría. ¿Cómo podía aquel sentimiento tan noble dentro de mí causar indiferencia en los demás? La recompensa del esfuerzo creativo pasó a ser una moneda con una sola cara; la popularidad, definitivamente, no tenía nada que ver con el esfuerzo creativo. No lo entendía, pero me callé. Me olvidé del asunto rápidamente, como ya habían hecho todos, como ya había hecho yo antes.
* * *
Cuando lo he releído, he pensado que el único destinatario real del "Poema resfriado" no era sino Yo mismo. Ese Yo amante del buceo y de las excavaciones. Había olvidado por completo que lo había escrito, así que releerlo catorce años después ha sido como leerlo por primera vez. Pero ahora sé que su finalidad era esa: que Yo lo leyera.
Al hacerlo, no he podido sino sonreír por lo inocente que era y los errores que había cometido. Me ha divertido ver cómo solicitaba tímidamente la inspiración de las musas. Cuando me he dado cuenta del tema tratado, me he sorprendido. Aquello, definitivamente, lo había escrito yo: hablaba sobre la duda, sobre los problemas para elegir, sobre las dificultades de escribir. Incluso he reconocido mi tono, cierto sentido del humor y una autocrítica incipiente —o falsa modestia—.
Pero la gran sorpresa de la relectura ha sido descubrir la relación entre el dolor físico y la no escritura. Escribir es vida, no escribir es muerte, el proceso de escribir es una dolorosa lucha entre la vida y la muerte. El texto así lo confirma: el poema está resfriado y dolorido —siente mareo y dolor en la rodilla, el brazo, el cuello—, pero sólo mientras lo escribimos: cuando llegamos a la última línea, está curado. Escribir es vivir, no escribir es morir, estar escribiendo es sufrir para vivir. Hete aquí una cita de autoridad para reforzar este argumento y, de paso, demostrar que mi auténtica idea reveladora no era tan original: en su página web, Enrique Vila-Matas comenta su libro Bartleby y compañía, que trata sobre escritores que dejan de escribir: "Contrariamente a lo que se cree, no hablo exactamente en este libro de escritores que dejaron de escribir sino de personas que viven y luego dejan de hacerlo".
Quizá todo esto suene disparatado: una mera interpretación impuesta a la fuerza para aparentar ingenio. Muy posiblemente lo sea. Pero cuando, hace un par de semanas, eliminaba el spam recibido y encontré un email de un amigo del instituto con aquel "Poema resfriado" escaneado, sentí que tenía una auténtica idea reveladora. Todo mi cuerpo se hinchó de la felicidad del descubrimiento. Me parecía estar volando, era un zepelín indestructible. Haber sido capaz de imaginar aquello me daba las fuerzas necesarias para hacer todo cuanto me propusiera. Estaba radiante como un dios creador. Poco después, sentí una sensación más pragmática que se mezclaba con la anterior: el alivio por haber encontrado finalmente lo que necesitaba para salir del paso y publicar algo de una vez en el blog. Esta tranquilidad mundana me permitió tener otra vez los pies en el suelo.
De nuevo, me puse a trabajar en mi auténtica idea reveladora.
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