Hace un año estuve por primera vez en Zagreb, pero fue una visita breve y nocturna: de ocho de la tarde a ocho de la mañana. Esta segunda vez he podido estar más tiempo y conocer la ciudad en profundidad y, sobre todo, de día. Las ventajas que da la luz solar son muchas: no sólo saber dónde pones los pies, sino también visitar tiendas, mercados, iglesias y, por qué no, museos. Así, tuve la oportunidad de conocer el extraño Museo de las relaciones rotas de Zagreb, que podría haber sido el título de una canción de Joaquín Sabina. Ahora, aprovecho para escribir esto y resucitar una sección que inauguré hace un año para hablar de los lugares que me gustan (la cual sólo tenía una triste y solitaria entrada).
La idea del Museo de las relaciones rotas (a partir de ahora, MRR) es sencilla y efectiva: expone breves textos escritos por personas que han pasado por una ruptura, acompañados de un objeto relacionado con la historia. El MRR fue inaugurado en 2010, pero su origen hace honor a su nombre y se remonta a una ruptura del año 2003. Una pareja de artistas que vivía en Zagreb, un escultor y una productora de cine, rompió. Por deformación profesional, ambos bromearon sobre la posibilidad de crear un museo con aquellas pertenencias personales que remitieran a su difunta relación, pero la cosa se quedó ahí. Sin embargo, entre broma y broma la verdad asoma: años más tarde, cuando, tal como exigen los tópicos amorosos, las heridas ya habían cicatrizado, decidieron llevar a cabo su idea. Les pidieron a sus amigos textos y objetos que hablaran de sus relaciones rotas. En 2006, presentaron la colección en Zagreb; en los próximos años, la exposición recorrió varios países, recaudando más objetos-textos hasta regresar a Croacia en 2010.
La motivación de los donantes no siempre es la misma, aunque en general puede deducirse de los textos y sus objetos: la simple y sana venganza, el arte terapéutico o el punto y final —o, a veces, el punto y seguido— del proceso de duelo. Las historias, pues, varían en extensión y en tono: de una frase demoledora a varias páginas serias, tristes o con sentido del humor, maduras o vengativas, tiernas o incluso pedagógicas. Los objetos están estrechamente relacionados con sus respectivos textos; de hecho, aunque cada pareja texto-objeto tiene su título, en realidad es el objeto el que adopta la función paratextual del título: introducir la historia, quizá darnos una pista para interpretarla o preverla, sorprender o despistar al lector. Como sucede al leer el título de un relato, una novela o una película, sólo viendo un objeto es difícil adivinar qué papel puede jugar en una ruptura amorosa. Por ejemplo, un ciempiés de peluche con varias patas rotas o una botella de agua bendita con la forma de la Virgen María.
A le regaló a B un ciempiés de peluche porque estaban en una relación a distancia: cada vez que se encontraran, romperían una pata; cuando no quedaran más, se casarían y vivirían juntos y serían felices y comerían perdices. Sólo siete u ocho patas del colorido bicho estaban rotas.
X era un turista peruano que viajaba por Europa en verano; se enamoraron locamente en una discoteca y X pasó dos meses viviendo en la casa de Y. Como si adivinara la sencilla y efectiva idea del futuro MRR, X dejó a Y con una nota escrita y una botella de agua bendita con la forma de la Virgen María. En la nota, X se despedía trágicamente y también le decía que había traído esta botella-estatua de Perú para encontrar un nuevo amor. Lo que X no sabía es que unas semanas antes, por casualidad, Y había encontrado en su equipaje una bolsa llena de botellas-estatuas con la forma de la Virgen María.
En definitiva, el MRR funciona como una antología de relatos amorosos repartidos por varias salas en vez de páginas. Es interesante leerlos y ver cómo va reaccionando la gente: con risas, cuando la historia es burlona; con sonrisas, cuando está teñida de melancolía, o con la seriedad respetuosa propia de las iglesias, cuando es trágica. Pero el ambiente del museo no es el de la iglesia, sino el de la biblioteca o el cine: cuando a alguno de los visitantes le sonaba el móvil, los demás reaccionaban con las miradas, suspiros y chasquidos ofendidos típicos de aquellos lugares.
El Museo de las relaciones rotas es, pues, un lugar híbrido: entre antología de relatos, sala de lectura y, por supuesto, museo. El objeto vinculado al texto aleja el MRR del libro y lo acerca al museo: el objeto le confiere al texto el mismo estatus que tienen otras obras de arte como la pintura, la escultura y la arquitectura: lo hace singular e irrepetible. O, como diría Walter Benjamin, el objeto le otorga al texto un aura de irreproductibilidad —que, de paso, le permite estar dentro de un museo y no en una librería o biblioteca—. Por supuesto que se pueden reproducir los ciempiés de peluche y las botellas de agua bendita con la forma de la Virgen María: es el papel que esos objetos tuvieron en la ruptura amorosa lo que no se puede duplicar. Pero este valor, el aura de Benjamin, es intangible, proviene de una realidad ya pasada y sólo el texto puede confirmarlo. De hecho, sólo la sinergia objeto-texto genera el aura: sin el texto, el objeto no explica nada; sin el objeto, el texto es una ficción más. Cuando el lector-visitante ve el objeto y lee el texto, firma un pacto tácito con la obra expuesta, la tasa como algo único y real. En la tienda del MRR se puede comprar la versión en papel del museo, es decir, un libro con todos los textos e imágenes de sus correspondientes objetos. Por supuesto, el aura se diluye. En definitiva, el MRR es otra demostración de que el ser humano es un pésimo lector: el pacto de ficción que aceptamos al empezar una novela (o película) no es suficiente para nosotros, sino que necesitamos saber de algún modo que la historia está basada en hechos reales.
Pero los amantes de la literatura y el cine tenemos un consuelo: si la historia es mala o está mal contada, poco importa si es real o ficticia. Los visitantes del Museo de las relaciones rotas no tienen que preocuparse, porque por lo general todas las historias están bien contadas. Sólo dos o tres no merecen ser leídas —casualmente, las más adornadas—. Sin embargo, los donantes del MRR tuvieron la ventaja de que había pasado algún tiempo desde sus rupturas. Así, lo más probable es que hubieran podido asimilarlas mejor y las hubieran ensayado antes con sus amigos. Además, como dice Luis Landero en Entre líneas: el cuento o la vida, no hay mejor narrador que la memoria de uno mismo, alejada de las minucias y accidentes del presente:
"La vida, con su tiempo lento y a menudo vulgar, se nos antoja a veces una suma de peripecias irrelevantes. Pero si uno mira el pasado entonces advierte una trama de episodios significativos. La vida, de pronto, tiene un argumento, y se parece mucho a una novela: el tiempo gris ha desaparecido, o hace las veces de un hilo que uniese las perlas de nuestras mejores o más intensas experiencias. La vida, en el presente, es como un tapiz visto muy de cerca: no vemos sino las minucias y accidentes del entramado; cuando nos alejamos, distinguimos nítidamente sus figuras".
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