Hace unos meses, me llamó por teléfono un antiguo compañero del Erasmus, Giovanni. Como su nombre indica, era italiano, y la última noticia que tenía de él era que había regresado a su ciudad —no sé cuál— a proseguir sus estudios —¿de qué?— después del paréntesis erasmista. Pero ni siquiera lo recordaba ya, pues apenas nos conocíamos ni llegamos a ser, por tanto, más que conocidos, al menos hasta que sonó mi móvil y vi su nombre.
Leyéndolo en la pantalla, "Giovanni Italia", volví a pensar en él antes de contestar, y mi memoria desempolvó un par de datos más. Tenía una novia cornuda que lo visitó una vez pero nunca una segunda. En una de las noches que ella pasó en la ciudad, apostamos con él cuán cornudo debía de ser él mismo: dijo, riendo pero con cierta decepción, que su novia era tan cateta que ni a uno se habría tirado. La única afición que le conocí, además, claro, de las polacas, era beber alcohol; decía que Nicolas Cage en Leaving Las Vegas no le habría durado ni un par de noches. Al pensar en esto recordé inevitablemente otro pasatiempo de Giovanni, conectado con el anterior aunque mucho más intrigante: cuando estaba borracho, odiaba con todas sus fuerzas a los catalanes, el catalán y todo lo que tuviera relación con Cataluña. Su odio sobrenatural, que sólo afloraba estando pedo, me llamó la atención de nuevo, como la reaparición de un misterio archivado en el olvido porque no había podido ser resuelto. Nunca llegué a comprender por qué un italiano le tenía tanta ojeriza a algo tan lejano para él como los catalanes —¿herencia atávica de las correrías almogávares?—, ni por qué surgía solamente cuando bebía, pero era una aversión tan intensa, tan sólida, que por alguna operación secreta devenía incuestionable. Tampoco le oí relatar ninguna experiencia personal con los catalanes, dudo incluso que hubiera puesto un pie en Cataluña. Pero su odio era tan auténtico que se contagiaba: casi todos los españoles que hablaban con él sacaban a relucir las pulsiones anticatalanas más irracionales, por muy reprimidas o aun inexistentes que fueran. Por suerte o por desgracia, Giovanni no hablaba muy bien inglés, pero sí español, así que sólo convertía a los que hablaban esta lengua. (A diferencia de él, los otros italianos del Erasmus no estaban demasiado interesados en el tema.) Creo que no supo que yo era catalán, al menos no por mí. Alguna noche me divertí acercándome a él y a sus interlocutores mientras despotricaban de su tema favorito: de golpe, los españoles se callaban y mudaban el semblante, como si hubieran visto un fantasma. Yo sonreía y soltaba alguna expresión acorde con el tono —estos catalanes, cómo son, o Jordi Pujol, maldito masón, o Mas y compañía hundirán España—, y Giovanni continuaba cagándose en, por ejemplo, la señera, la butifarra o los castellers, mientras los demás seguían mudos. Lamentablemente, no coincidí demasiado con Giovanni, sólo se quedó en Cracovia durante el primer semestre, el de invierno.
—¡Hombre, Guglielmo, cuánto tiempo!
Leyéndolo en la pantalla, "Giovanni Italia", volví a pensar en él antes de contestar, y mi memoria desempolvó un par de datos más. Tenía una novia cornuda que lo visitó una vez pero nunca una segunda. En una de las noches que ella pasó en la ciudad, apostamos con él cuán cornudo debía de ser él mismo: dijo, riendo pero con cierta decepción, que su novia era tan cateta que ni a uno se habría tirado. La única afición que le conocí, además, claro, de las polacas, era beber alcohol; decía que Nicolas Cage en Leaving Las Vegas no le habría durado ni un par de noches. Al pensar en esto recordé inevitablemente otro pasatiempo de Giovanni, conectado con el anterior aunque mucho más intrigante: cuando estaba borracho, odiaba con todas sus fuerzas a los catalanes, el catalán y todo lo que tuviera relación con Cataluña. Su odio sobrenatural, que sólo afloraba estando pedo, me llamó la atención de nuevo, como la reaparición de un misterio archivado en el olvido porque no había podido ser resuelto. Nunca llegué a comprender por qué un italiano le tenía tanta ojeriza a algo tan lejano para él como los catalanes —¿herencia atávica de las correrías almogávares?—, ni por qué surgía solamente cuando bebía, pero era una aversión tan intensa, tan sólida, que por alguna operación secreta devenía incuestionable. Tampoco le oí relatar ninguna experiencia personal con los catalanes, dudo incluso que hubiera puesto un pie en Cataluña. Pero su odio era tan auténtico que se contagiaba: casi todos los españoles que hablaban con él sacaban a relucir las pulsiones anticatalanas más irracionales, por muy reprimidas o aun inexistentes que fueran. Por suerte o por desgracia, Giovanni no hablaba muy bien inglés, pero sí español, así que sólo convertía a los que hablaban esta lengua. (A diferencia de él, los otros italianos del Erasmus no estaban demasiado interesados en el tema.) Creo que no supo que yo era catalán, al menos no por mí. Alguna noche me divertí acercándome a él y a sus interlocutores mientras despotricaban de su tema favorito: de golpe, los españoles se callaban y mudaban el semblante, como si hubieran visto un fantasma. Yo sonreía y soltaba alguna expresión acorde con el tono —estos catalanes, cómo son, o Jordi Pujol, maldito masón, o Mas y compañía hundirán España—, y Giovanni continuaba cagándose en, por ejemplo, la señera, la butifarra o los castellers, mientras los demás seguían mudos. Lamentablemente, no coincidí demasiado con Giovanni, sólo se quedó en Cracovia durante el primer semestre, el de invierno.
—¡Hombre, Guglielmo, cuánto tiempo!
Tomamos una cerveza la misma tarde que me llamó. Nos pusimos al día: aún estudiaba, aún estaba con la misma novia cornuda, ya no bebía tanto. Yo le conté que no había regresado a Barcelona sino que me había quedado en Cracovia por esto y por aquello; él me contestó que ya lo sabía, que si no no me habría llamado. Lo tenté un poco hablando de cuánto echaba de menos Cataluña, hablar catalán, la gente, etc., pero no surtió efecto. No sé si se mordió la lengua por mí, porque no tenía otros oyentes o porque no había bebido suficiente para dar rienda suelta a su intrigante afición. Acabamos hablando sin mucho interés de los amigos o conocidos que habíamos compartido en Cracovia. Nos despedimos sin tomar una segunda.
No creo que su opinión sobre mí cambiara mucho, fuera la que fuera. La mía no cambió demasiado: un conocido más, es decir, un desconocido en potencia, o un fantasma memorable sólo por su afición intrigante. De hecho, habría vuelto a olvidar a Giovanni si un par de días más tarde no hubiera recibido una llamada muy parecida, pero muy diferente. En este caso quien me llamaba era Hans, un amigo alemán también del Erasmus. Cuando leí en la pantalla del teléfono "Hans Alemania", pensé en aquella extraña coincidencia: ¿por qué habían decidido llamarme precisamente aquellos días los dos exerasmus, ambos alejados de Cracovia y de mi recuerdo durante más de un año?
No creo que su opinión sobre mí cambiara mucho, fuera la que fuera. La mía no cambió demasiado: un conocido más, es decir, un desconocido en potencia, o un fantasma memorable sólo por su afición intrigante. De hecho, habría vuelto a olvidar a Giovanni si un par de días más tarde no hubiera recibido una llamada muy parecida, pero muy diferente. En este caso quien me llamaba era Hans, un amigo alemán también del Erasmus. Cuando leí en la pantalla del teléfono "Hans Alemania", pensé en aquella extraña coincidencia: ¿por qué habían decidido llamarme precisamente aquellos días los dos exerasmus, ambos alejados de Cracovia y de mi recuerdo durante más de un año?
—Hombre, Hans, no te imaginas quién ha estado en Cracovia hace una semana —lo informé al descolgar, incapaz de contener mis pensamientos—. ¡Giovanni, el borrachuzo italiano!
—¿Quién? ¿De qué me estás hablando?
—Sí, hombre, el italiano al que lo visitó la novia mientras estaba con una polaca...
—Mira, si no reconociera tu voz, pensaría que me he equivocado de número...
Al momento me di cuenta de mi error: Giovanni había estado en Cracovia durante el primer semestre, el de invierno, mientras que Hans había pasado aquí el segundo, el de verano. Giovanni y Hans eran dos fantasmas de mi pasado cracoviano regresados al presente, pero no se conocían entre sí. No sé si esto aumentaba o disminuía la magnitud de la coincidencia, quizá sólo la subrayaba. Le conté a Hans mi error y, desfacido el entuerto, decidimos vernos aquella misma tarde.
Quedamos a las cuatro en Rynek, al lado de la cabeza. Llegué cinco minutos tarde, sabiendo que Hans se retrasaría todavía más. La cabeza estaba, como siempre, rodeada de turistas; como era de esperar, no había ni rastro de Hans. Se trata de una cabeza de bronce enorme, de unos dos metros de largo, apaisada sobre una peana de piedra, con un par de vendajes y las cuencas de los ojos vacías, igual que el interior de la testa. A los turistas les encanta meterse dentro, asomar por las cuencas y sonreír a la cámara, sin ser conscientes de que cada noche la gente que necesita evacuar con urgencia encuentra en las profundidades de la cabeza un íntimo retrete. No los culpo —a los turistas—: yo hice lo mismo en mis primeros días —sacarme fotos sonriendo desde las cuencas—. A mí tampoco se me ocurrió que la gente pudiera mear dentro, pero desde entonces lo he visto y olido demasiadas veces. Otro compañero del Erasmus, Juan, me dijo que él no los culpaba —a los que evacuaban dentro—: lo hacían resentidos con el antiguo régimen comunista, decía Juan el español, porque aquella cabeza había pertenecido a una estatua de cuerpo completo de un soldado soviético, derrumbada y decapitada por el exaltado pueblo cuando Polonia se democratizó. La estatua del soldado de bronce, regalo de Stalin a Polonia, mediría, según las proporciones de Leonardo da Vinci, unos veinte metros de altura; la caída de aquel coloso habría hecho añicos el suelo de Rynek, pero este detalle no tenía lugar en las fabulaciones de Juan. Aquel inventivo español añadía a su historia que el resto del cuerpo lo fundieron para hacer las campanas de una iglesia, antes sustraídas por el gobierno socialista. Por inocente y por falta de interés, no puse en duda la veracidad de la historia, como no hicieron otros compañeros, hasta que busqué información por Internet: en realidad, la estatua estaba allí desde 2003 y era obra de un artista polaco, Igor Mitoraj; se llamaba Eros vendado y estaba inspirada u homenajeaba el arte griego antiguo. Es decir, nada tenía que ver con Stalin ni con la Unión Soviética. No me sorprendió demasiado aquel descubrimiento, porque entonces yo ya sabía que aquel español que me lo había contado tenía una capacidad de invención incontenible.
—¿Qué, quieres que te saque una foto en el orinal? —me dijo de sopetón Hans.
Hans tampoco conocía a Juan, el español que se había inventado la historia de la estatua de bronce decapitada, aunque este había estado en Cracovia todo el año. Sin embargo, mostró más interés por conocer a Giovanni. Después de describírselo, me sugirió que su intrigante afición no era para nada misteriosa:
—Giovanni es anticatalán simplemente porque es un fascista. Fascista de los de Mussolini o facha de los de Franco, o de ambos, no importa.
De Hans sí que recuerdo la ciudad: Berlín. Nació y estudiaba allí, Estudios Eslávicos e Historia. Su padre era alemán y su madre polaca, dos hippies que se habían conocido en el Berlín Oriental —ella estaba haciendo prácticas en una clínica veterinaria—, lo habían concebido y parido allí, y educado también, aunque ya en Berlín a secas, Oriental y Occidental a la vez.
—¿Y si no fuera facha sino nazi? —le pregunté.
—Podría ser. Cosas mucho más estúpidas que un italiano nazi he visto.
Hans hablaba alemán y polaco, el primero perfectamente y el segundo casi. Cuando lo conocí, me llamó la atención saber que hablaba en alemán con su padre y en polaco con su madre, que una lengua no había predominado sobre la otra sino que convivían: en mi familia sucede lo mismo con el catalán y el castellano, algo que nunca habría entendido Giovanni, el fascista o nazi borrachuzo. Como yo, Hans tenía dos lenguas maternas, o, mejor, una lengua materna y otra paterna. ¿Por qué podemos tener familia materna y paterna, pero sólo una lengua materna? Pero, a diferencia de mí, Hans decía siempre que tenía una lengua materna, el alemán, y una segunda lengua, el polaco. Es decir, que no se consideraba bilingüe sino diglósico. No porque amara más a su padre o a Alemania, sino porque cometía más errores hablando en polaco que en alemán, ya que antes de la universidad nunca lo había estudiado (yo le decía en vano que lo determinante no era la corrección con la que se hablaban, sino la pasión que ambos despertaban); de todos modos, tampoco podía notarle los errores, incluso le agradecía que me hablara en polaco, con un acento mucho más comprensible que el de los nativos. Pero él prefería hablarme en inglés, no demasiado bueno, puesto que quería mejorarlo y mi polaco era —y sigue siendo— limitado y malo, aunque él dijera —y siga diciendo— amablemente lo contrario.
—Oye ¿y qué haces en Cracovia? —le pregunté, pues, en inglés, cuando llevábamos un rato ya hablando y paseando por los alrededores de Rynek.
—No te lo creerás, me ha pasado algo bastante raro. Llevo ya unos días en Polonia, de hecho podríamos haber coincidido con Giovanni en Cracovia, pero venir aquí no entraba en mis planes. Te cuento. Como otros años, decidí trabajar de monitor en unas colonias de verano. Ya había currado alguna vez en campamentos en Alemania, pero este verano quería probar en Polonia. Estaba preocupado por el idioma, por si iba a lograr adaptarme y hacerme respetar (mínimamente) por los chavales, pero al final no fue un problema: el único trabajo que encontré fue en inglés, en unas colonias internacionales, con polacos, alemanes, checos y otras nacionalidades. Aquello no era exactamente lo que yo buscaba, pero tenía otras ventajas: practicaría el inglés, conocería gente polaca y de fuera, y, sobre todo, eran unas colonias temáticas.
Hans seguía igual que cuando lo había conocido. Y no sólo físicamente: como entonces, cuando se ponía a contar alguna anécdota no importaba que lo interrumpieras: las preguntas que uno le hiciera, estuvieran o no relacionadas con su historia, eran ignoradas por el bien de su discurso. No creo que lo hiciera por malicia —no hay persona más abierta y democrática que él—, quizá era sólo la tópica rigidez alemana. Por eso me ignoró cuando le pregunté:
—¿Y el tema de las colonias era...?
—Los campamentos iban a tener lugar en Oświęcim, aunque también haríamos algunas excursiones a Cracovia, y los asistentes tendrían de 16 a 18 años. El tema de las colonias era lo más interesante, por eso habían decidido hacerlas en Oświęcim y no en otro sitio, y por eso los chavales habían de ser algo mayores. Esto también me asustaba un poco, porque yo tengo sólo 24 años y ya sabes que si tus alumnos no son mucho más jóvenes que tú a veces cuesta que la cosa funcione.
Como siempre sucedía cuando Hans me contaba algo, decidí tomar el mando de nuestro paseo sin rumbo. Nos metimos en un bar del centro, Nowa Prowincja.
—Pero como conocía bastante bien el tema de las colonias lo que me preocupaba más era que la cosa se pudiera desmadrar. Aunque ya estuve trabajando en unas colonias en Berlín sobre los derechos de LGBT y no hubo ningún problema. Y en un campamento de Múnich sobre la inmigración turca en Alemania y todos los chavales, inmigrantes y nativos, se llevaron la mar de bien.
Cuando nos acodamos en la barra, dos cervezas, aproveché para insistirle:
—Vale, pero ¿cuál era el tema de las colonias?
—Ah, sí, claro. Pensaba que ya lo habías deducido por su localización —dijo Hans, mientras nos sentábamos junto a la ventana—. El tema era el Holocausto. Por eso Oświęcim, claro, para poder ir a Auschwitz a hacer algunas visitas y actividades. La idea era que los asistentes se fueran de allí con una idea general de lo que había sucedido, pero sobre todo de los porqués. Te sorprendería lo poco que saben los jóvenes sobre el nazismo. Yo creo que es porque ya no lo ven como un tema tabú, y eso le resta atractivo. A los organizadores les interesaba que los alumnos se hicieran las preguntas y que ellos discutieran, intentando conectar el Holocausto con el presente: consecuencias para los afectados, claro, pero también que trataran de, cómo te lo diría, que conocieran la ideología nazi para desarmarla y poder rastrearla en la actualidad. Mi jefe me había dicho que algunos asistentes eran chavales ya bastante sensibilizados, originarios de familias más o menos afectadas, quizá judíos, o de carácter progresista. Pero siempre había una mayoría menos interesada o poco informada, los obligados a apuntarse, así que el debate se generaba fácilmente. La finalidad era, principalmente, que los chavales aprendieran a debatir, respetándose mutuamente y todo eso.
»El Holocausto y el nazismo —continuó Hans— parecían dos temas suculentos, casi sensacionalistas, pensé que habría un montón de asistentes. Pero sólo se apuntaron nueve. Por poco me quedé sin trabajo antes de empezar... Gajes del oficio. Luego le di más vueltas y vi que quizá no era la mejor manera de pasar las vacaciones de verano si tenías 16 años: a esta edad, ¿quién quiere pasarse dos semanas hablando de historia y ética cuando puedes ir a la playa o salir con tus amigos? Temí, entonces, que todos los asistentes fueran unos raritos marginados, vi fracasar cada una de nuestras actividades y debates a causa de sus problemas para socializarse... Mi jefe, de nuevo, me tranquilizó: era el quinto año que celebraban aquellas colonias, todo seguía según lo planificado, no había nada de lo que preocuparse. Además, la otra monitora había participado en otras ediciones: el campamento iría sobre ruedas.
»Se llamaba Joanna, Asia, en diminutivo, para los amigos; era polaca, algo mayor que yo. Había estudiado Filosofía y acababa de empezar un máster en Estudios Culturales Alemanes. Lo primero que me dijo es que ya tenía el tema de su tesina de máster: una investigación psicoanalítica de la estética nazi. Estaba convencida no sólo de que se podían hallar rastros de la ideología nazi en la ropa y el peinado, o sea, que la ética y la estética nazis estaban íntimamente interconectadas, sino también de que el nazismo tenía una explicación psicoanalítica hasta ahora desconocida y que sólo era alcanzable a través del análisis de su estética. En su investigación, indagaría en las biografías de los creadores de la estética nazi, desde Goebbels hasta arquitectos como Albert Speer, pasando por los diseñadores de la indumentaria oficial. Para Asia, la casi equiparación entre arte y poder propia del nazismo era patológica y, por tanto, se podía aislar algún factor común a todos los amantes de la estética nazi, de Hitler a cualquier mindundi. Esto nos conduciría a una aplicación contemporánea práctica: ser capaces de detectar neonazis ocultos o en potencia. En futuras investigaciones, especulaba, se podría hacer lo mismo con otras ideologías: fascismo, comunismo, neoliberalismo, democracia, nacionalismo, feminismo, ecologismo... Le comenté a Asia que me parecía una idea muy buena y ambiciosa, aunque quizá un poco obsesiva y excesiva. ¿Acaso aquello no era lo mismo que los nazis habían hecho con los judíos, estudiarlos minuciosamente para reconocerlos, aislarlos y luego exterminarlos? Asia no me hizo caso y siguió hablando de sus avances en la investigación. Me dijo que ella veía el nazismo como un grano infectado: cuando se encontraba dónde apretar, empezaba a salir a chorro el pus velado. En fin, era un poco rara, pero controlaba mucho sobre el nazismo, que era lo importante.
Me acerqué a la barra a pedir un par de chupitos de vodka y dos cervezas. Hans hablaba con soltura: aunque su inglés seguía siendo imperfecto, había mejorado algo, quizá gracias al alcohol. El primer día de las colonias quedaron en Cracovia con los asistentes y sus padres, no porque la localización en Oświęcim fuera secreta, sino porque las familias extranjeras se habrían perdido intentando llegar. Cuando los padres se fueron, Asia y Hans se presentaron a los nueve asistentes y empezaron a conocerse un poco. Subieron al autobús y Asia les puso un documental sobre el Holocausto, porque les esperaba más de una hora hasta Oświęcim. Había elegido uno que hablaba sobre la situación de los judíos al acabar la Segunda Guerra Mundial: la continuación del antisemitismo allí por donde pasaran los refugiados al intentar regresar a sus hogares, la emigración a la Palestina Británica, la formación de Israel, etc.
—Durante el trayecto —siguió Hans—, Asia me explicó las actividades que había preparado, así que no le presté demasiada atención al documental. Parecía interesante, aunque una elección un poco extraña para un primer contacto con el Holocausto. Había preparado varias visitas a Auschwitz-Birkenau, excursiones de un día a Cracovia a la fábrica de Schindler y el campo de concentración de Płaszów, etc. Pero también había planeado juegos, rutas a pie y en bici, deportes de aventura, talleres de manualidades, en fin, actividades a priori más alejadas del tema principal, para evitar que los quince días se hicieran demasiado pesados, o para relajar el ambiente si algún debate era demasiado para alguien. Asimismo, me contó otras actividades que en ediciones anteriores de las colonias habían sido problemáticas por una u otra razón. El verano pasado, por ejemplo, un juego de roles terminó siendo demasiado realista para una de las alumnas: a una chica le había tocado interpretar el papel de judía durante el desalojo de un edificio por parte de los nazis, es decir sus compañeros, con tan mala suerte que resultó que ella misma era judía y su familia una de las pocas que había sobrevivido en Polonia. Ni Asia ni el otro monitor lo sabían. Aunque aquello estuvo a punto de acabar como el rosario de la aurora, la familia no presentó cargos: los abuelos habían muerto ya, y los padres tenían otras preocupaciones. Pero, desde entonces, en el formulario que los padres deben rellenar para inscribir a sus hijos se incluye la casilla "Tercera generación". Por suerte, aquel año nadie la había marcado, y Asia se había dedicado a modificar o eliminar las actividades que, como el juego de roles, pudieran resultar más duras para los asistentes.
Acabamos las cervezas y le hice un movimiento a Hans para que cambiáramos de lugar. Se levantó sin rechistar, dócilmente. Del mismo modo que yo había aceptado sus monólogos ininterrumpibles, él había aceptado que no me gustara pasar mucho tiempo en el mismo bar. Salimos fuera; refrescaba agradablemente.
—Después de llegar a la casa de colonias, nos reunimos todos en el patio y Asia les pidió que comentaran qué les había parecido el documental sobre el Holocausto. Como es normal, nadie se atrevía a hablar, así que tuvimos que romper el hielo e ir preguntando; poco a poco, algún chaval se fue animando. Aquella fue la primera vez que le presté atención: era rubio como una espiga de trigo y llevaba una camiseta negra de Sabaton con un soldado y la palabra "Uprising" en letras doradas, la misma camiseta que tenía mi excompañero de piso en Cracovia. Gracias a este conocí a Sabaton, un grupo sueco de heavy metal que cantaba en inglés y se había ganado a muchos polacos porque varias de sus canciones hablaban de la historia de Polonia. La canción de la camiseta trataba, claro, del Alzamiento de Varsovia en 1944: "Women, men and children fight, they were dying side by side. And the blood they shed upon the streets was a sacrifice willingly paid", decía. Mi excompañero de piso insistía en ponérmelas una y otra vez, pensando quizá que así me gustaría más Polonia, hasta que le dije que no me gustaba mucho el heavy metal, y menos uno tan casposo y bélico como el de aquel grupo, y que lo único que conseguiría era lo contrario, que yo le cogiera tirria a Polonia, por mucho que me uniera al país, como mínimo, mi familia y mi lengua. Lógicamente, al final sólo terminé cogiéndole manía a mi compañero de piso.
Subimos a un tranvía que nos acercaba a Kazimierz, el barrio judío. Hans no se había olvidado de su historia de las colonias. El chaval rubio de la camiseta de Sabaton se llamaba Janek y era polaco. Lo relacionó con su excompañero de piso y lo aborreció al instante, aunque hizo lo que pudo para evitarlo. Hans dijo que, durante la conversación sobre el documental, Janek dijo que no comprendía cómo, después de haber sufrido tanto, los judíos tuvieron las fuerzas para organizar un estado, aunque quizá se estaban aprovechando de la situación para beneficio propio, y que estaba claro que las crisis afectan de forma diversa a cada individuo o comunidad y que algunos saben sacar partido de ellas mejor que otros. Janek no podía tener más de 18 años, pero su voz transmitía seguridad y energía, igual que sus azules ojos, afilados y transparentes como un carámbano: las guindas azules de su carisma, o sus faros. La intervención de Janek generó más debate del que Asia y Hans habían esperado y más del que habían logrado ellos mismos, pero se alegraron de que los chavales discutieran un poco. Hans no siguió la conversación, se quedó embobado hasta que Asia intervino: al parecer, alguien había dicho que los israelíes estaban tratando a los palestinos igual que Hitler los había tratado a ellos, con la única diferencia de que el Holocausto les había otorgado una impunidad de la que los nazis nunca disfrutaron. La discusión se descontroló, pero Asia levantó los brazos y empezó a mover las manos en círculos: era la señal acordada, poco a poco todos se callaron. Os agradezco este interesante debate, dijo Hans que dijo Asia, pero ya es hora de que conozcáis vuestras habitaciones y descanséis un poco. ¡Cenaremos en una hora!
—Aproveché aquella hora de descanso para ducharme y conectarme a Internet —continuó Hans—. Por suerte, aquella casa de colonias tenía conexión para alumnos y monitores. Después de hablar con mi familia y algunos amigos, me di cuenta de que tenía diez nuevas solicitudes de amistad en Facebook: las de Asia y los nueve alumnos de las colonias. No acepté ninguna, no me apetecía tener como amigos a todos los alumnos del campamento. Asia, sin embargo, me dijo durante la cena que los había agregado a todos: había que demostrar apertura y confianza en cada situación, sólo así se podía ejercer el rol de educador.
»Aquella noche, les habíamos preparado algunas actividades rompehielo en el comedor, para que se conocieran mejor. Lo único mínimamente relacionado con el tema de las colonias era la primera pregunta: ¿por qué os habéis apuntado al campamento de Oświęcim? Porque nuestros padres quisieron, porque estaba castigada, porque eran baratas, porque mi amigo se había apuntado. Janek, que se había cambiado la camiseta de Sabaton, era de los pocos realmente interesados: hay que mantener cerca a tus amigos, pero aún más a los enemigos, dijo orgulloso. Aquella frase, pronunciada por el carismático Janek, despertó la aprobación de los demás, que hasta entonces no parecían muy entusiasmados por las colonias. Yo, no sé muy bien por qué, no me la tragué ni logré contenerme: me levanté y le dije: ¿eso no es una frase de Spiderman?, creo que se la dijo su tío Ben a Peter Parker. A lo que él contestó: probablemente Stan Lee se la copiaría a Sun Tzu, que la dijo en El arte de la guerra. Jodido Janek, pensé, me intenta quitar autoridad con citas de más autoridad y antigüedad. A Asia no le hizo mucha gracia mi ataque repentino, ni cómo me contestó y humilló Janek, así que zanjó la discusión: chicos, esta frase es muy interesante, pero la original no es ni de Spiderman ni de El arte de la guerra: se la dijo su padre a Michael Corleone en El padrino. Además, continuó Asia, lo importante aquí es que, como dice Janek, somos un grupo de amigos estudiando a nuestros enemigos. Así es, dijimos Janek y yo, observándonos risueños. Pero dejemos de lado el Holocausto y el nazismo, esta noche tenemos que conocernos, dijo Asia, mirándome. Había que crear buen ambiente, así que pusimos algo de música mientras dividimos el grupo en dos: Asia se quedó con uno y yo con el otro, y continuamos charlando y haciendo alguna actividad muy relajada. Ella tenía a Janek, ya habría intuido que a mí no me gustaba mucho. En algún momento de la noche, Asia levantó los brazos y empezó a mover las manos en círculos.
Hans se levantó de la silla. No había acabado la historia, ni mucho menos, pero tenía que ir al baño. Regresó con un par de cervezas más. Lo miré un poco enfadado: tocaba cambiar de bar.
—No seas tan pesado, yendo de bar en bar todo el día —me dijo Hans—. Vamos a quedarnos aquí un rato y acabo de contarte la historia de una vez. Como te decía, Asia había dado la señal de silencio. Mi grupo se calló y se giró hacia ella. Yo pensaba que daría por concluida la noche. Pero, en cambio, dijo: en mi grupo, alguien ha hecho un comentario que merece nuestra atención. Ese alguien ha dicho que recompensar a una empresa por contratar a minusválidos es lo mismo que hacía Hitler, sólo que al revés. Supongo que todos sabéis lo que es la discriminación positiva, ¿verdad? No vamos a comentarla ahora, lo interesante aquí es la Ley de Godwin. ¿Alguien la conoce?, preguntó Asia. Yo, claro, no tenía ni idea, pero me puse a su lado e interrogué con mirada inquisidora a los alumnos. Sus miradas y su silencio manifestaban a la vez ignorancia e interés: Asia sabía lo que hacía.
»Antes de que decayera la atención, continuó: la Ley de Godwin dice que a medida que una discusión avanza, la probabilidad de que aparezca una comparación con los nazis o Hitler aumenta exponencialmente. Lo malo del asunto es hacer una comparación fuera de lugar sólo para denigrar la opinión del contrario, en este caso, la discriminación positiva. La Ley de Godwin dice también que el tertuliano que mencione innecesariamente a Hitler o el nazismo perderá inmediatamente la discusión. Esta ley debe concienciarnos, dijo Asia, debe abrirnos los ojos y recordarnos que el nazismo fue algo muy serio, una desgracia a nivel mundial, y que no es un asunto que se pueda tratar de forma banal. Recordad, chicos, la lección de la Ley de Godwin: no uséis el nombre de Hitler en vano. Dicho esto, se ha acabado por hoy nuestra discusión. Buenas noches, dijo Asia, y se retiró. Los demás nos quedamos en el comedor un poco sorprendidos. Poco a poco se fue vaciando, yo también me fui a dormir.
»El día siguiente transcurrió sin incidentes. Pero el tercer día Janek dijo que no se encontraba bien, que tenía un dolor de muela horrible. No quiso ir de excursión con los demás, ni que llamáramos a sus padres, ni que lo lleváramos al médico; sólo necesitaba quedarse en la casa de colonias descansando. Me tocó un poco las narices, porque tuve que quedarme con él: Asia mandaba y quería, además, que Janek y yo nos aviniéramos. Ella y los demás siguieron con el plan acordado, una salida a Cracovia para visitar el Nuevo Cementerio Judío y la Fábrica de Schindler. Si no hubiera sido por Janek, nos podríamos haber visto antes, ¡quizá incluso habría conocido a Giovanni! Janek pasó casi toda la mañana en su habitación, yo fui a verle sólo un par de veces. No parecía que se encontrara muy mal, la verdad; más bien parecía que no tenía ganas de encontrarse conmigo. Aproveché para vaguear un poco, a los alemanes a veces también nos apetece, ¿sabes?
—Me quedé de piedra, sin saber qué decir —dijo Hans, estrenando su vodka—. El compañero de habitación nos miraba un poco extrañado, no había entendido lo que le había dicho pero intuía que no era muy bueno. Por suerte, Asia pasaba por allí y nos llamó a todos a cenar. Cuando el ucraniano hubo salido, hablé con Janek a solas. Le dije en inglés que no estaba bien lo que había dicho y que tenía que disculparse, aunque no lo hubiera entendido. Me respondió en polaco, fijando en mí sus azules ojos, cortantes y diáfanos como un carámbano:
—¿No hemos venido a estas colonias a discutir, a expresar nuestra opinión y a respetar la de los demás? Pues eso es lo que he hecho y espero que hagas lo mismo: soy libre de expresar mi opinión, como tú y como el ucraniano. Otra cosa es que no os guste. Como dijo George Orwell, "Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír". Pero si no te gusta lo que digo e insistes en coartar mi libertad de expresión, siempre puedo hablar con Asia.
—Dicho esto, se dio la vuelta y se fue a cenar —dijo Hans.
Hizo una pausa, no sé si teatral o para coger aire. Apuré mi vaso, lo miré en ademán de cambiar de bar y me levanté. Cansados ya de ambientes más o menos bohemios o elegantes, fuimos a Pijalnia. Pedimos dos chupitos de vodka, dos cervezas y dos żurek, una sopa polaca con huevos, patatas y salchichas flotando.
—Aquella misma noche hablé con Asia. Me dijo que me tranquilizara y que examinara la situación: ¿acaso no era aquello, respetar la opinión ajena, lo que queríamos enseñarles a los chicos? No sabíamos cómo había empezado la discusión, así que no podíamos juzgarlo. Añadió que quizá todo había sido un malentendido lingüístico: a fin de cuentas, el polaco no era mi lengua materna. O tal vez era una rabieta causada por el dolor de muela de Janek o por algo que le había dicho o hecho el ucraniano. Además, me dijo Asia, reconoce que Janek no te cae muy bien; a mí, en cambio, me parece un chico muy inteligente y despierto, con las ideas muy claras y una capacidad para comunicarse con los demás envidiable; recuerda lo que dijo el otro día: hay que mantener cerca a tus amigos, pero aún más a los enemigos. En fin, lo mejor era dejarlo correr, mañana sería otro día. Le hice caso: Asia les puso una película y yo me fui a mi habitación; estuve un rato chateando, navegando por Internet, y me acosté sin ninguna preocupación.
»El día siguiente, el cuarto ya, transcurrió sin incidentes, al menos hasta la hora de cenar. Tan pedagógica y conciliadora como siempre, Asia había decidido desde el primer día que comeríamos los once en la misma mesa. Yo me sentaba a su lado; Janek estaba en el otro extremo de la mesa. Antes de empezar, se puso de pie y nos miró a Asia y a mí con sus azules ojos, aguzados y límpidos como un carámbano:
—Queridos compañeros, y ahora también comensales, espero que me permitáis expresarme libremente. Si le echáis un vistazo al plato que tenéis frente a vosotros quizá sólo veáis garbanzos con acelgas y zanahorias; de segundo, os lo adelanto, hay macarrones con salsa de champiñones. ¿No os parece sospechoso este menú? Quizá no: la finalidad de la manipulación es presentar la mentira como si fuera una certeza. Pero recordad lo que hemos comido este mediodía: ensalada verde y burritos vegetarianos. ¿Y ahora, qué? ¿Todavía no os parece sospechoso? A lo mejor no: la manipulación también suele disfrazarse de coincidencia azarosa. Pero sigo: hasta hoy habíamos tenido una dieta equilibrada, con verdura, carne, pescado, pasta, en fin, de todo. Pero uno de nosotros empezó no comiendo carne ni pescado; luego, se le prepararon platos especiales sólo para él, y hoy, ya sabéis lo que todos vamos a comer. Hemos pasado de una dieta omnívora y libre a otra dieta vegetariana y totalitaria. ¿Aún no os parece sospechoso? Tal vez no: la manipulación logra que quien destapa la escandalosa verdad sea llamado alborotador, loco, follonero. Pero, como dijo el poeta, "pues amarga la verdad quiero echarla de la boca": en estas colonias, queridos comensales, la mayoría omnívora tiene que adaptarse desde hoy a la minoría vegetariana. Se pretende que aprendamos a respetar la opinión de los demás pero se nos imponen otras opiniones sin consultárnoslas. Uno de nosotros es diferente, es vegetariano, e intenta cambiarnos, violar nuestra libertad de expresión. Las minorías siempre actúan así: consideran que sus diferencias les son impuestas por la mayoría, se muestran como víctimas para legitimizar su abyecto comportamiento. No debe temblarnos la mano al decir no: no queremos ser como vosotros, no proyectéis en nosotros vuestra debilidad, no abuséis de la benévola y maltrecha libertad. Muchas gracias por vuestra atención, disfrutad de esta comida con sabor a manipulación, a cobardía, a totalitarismo. Espero haberla aliñado con un poco de libertad de expresión.
—Mientras Janek acababa su discurso —dijo Hans—, abrió un salero y lo vació triunfalmente dentro de su plato. Sonrió y se fue del comedor sin decir nada más. Toda la mesa se quedó boquiabierta. Miramos al chico vegetariano, especialmente avergonzado. Ni siquiera Asia sabía cómo reaccionar. Aún sentado, les dije que no se preocuparan, que hablaría con él, seguramente todo aquello era un malentendido producto del dolor de muela.
De Pijalnia nos fuimos a Bania Luka, pero estaba abarrotado. Aquello trastocaba un poco mis planes, pero tomé una decisión rápida y fuimos a Singer. También estaba hasta arriba, literalmente: la gente bailaba incluso sobre las mesas, rozando las lámparas con las manos. Encontramos un hueco más o menos libre y a salvo de pisotones.
—Hacía un montón que no venía a Singer —le dije a Hans—. Ya no recordaba que la gente suele bailar sobre la mesa.
—Como puedes imaginar, aquella noche, después del monólogo de Janek, no tuvimos actividades conciliadoras —siguió contándome Hans—. Asia y yo hablamos con él. Nos recibió tan cordial como siempre. Insistió en que tan sólo había expresado su opinión. Y ¿acaso no era verdad que habéis cambiado el menú sin consultárnoslo, sin respetar nuestra opinión?, nos preguntó en polaco. Le dijimos que tenía razón, incluso nos disculpamos por ello, pero añadimos que no podía expresar unas opiniones tan fuertes sobre las minorías, y aún menos sobre sus compañeros. ¿No estábamos aquí para aprender a respetarnos?, preguntó Janek. ¿Por qué voy a callarme mi opinión, entonces? ¿Es que los demás no quieren respetarla? ¿Quién respetó mi derecho a no ser vegetariano? Era difícil razonar con él, tan tozudo pero tan respetuoso. Nos despedimos sin lograr que cambiara de parecer. Me acosté un poco cansado.
»Asia me despertó a las siete de la mañana, una hora antes de lo acordado. Entró en mi habitación al abrir la puerta: llevaba aún el pijama y la melena un poco alborotada. Puso su portátil sobre mi mesa y lo encendió. Se la veía cansada, no había dormido mucho. Ven, mira, me dijo. Fue a la página de Facebook, entró en su perfil, abrió sus contactos, eligió el de Janek. Mira, mira, dijo, mira su perfil. ¿Es que no lo ves?, decía ella. Entonces señaló con el dedo algún punto de la lista de sus "likes". ¿Lo ves o no? Aquí, mira, aquí. ¿Pero tú sabes qué es el KNP? ¿El Congreso de la Nueva Derecha? ¿No te dice nada el nombre de Janusz Korwin-Mikke? Le volví a explicar que yo no era exactamente polaco, que había vivido toda mi vida en Berlín. Asia suspiró profundamente. Me enseñó sus fotos: Janek en una contramanifestación el Día del Orgullo Gay, Janek en una manifestación contra grupos ecologistas, Janek en otra contra la UE y en otra contra la inmigración y contra el matrimonio gay y el aborto... Pero no pienses que no está a favor de nada, mira estas: Janek encabezando una manifestación a favor de la disolución del Estado del Bienestar, en otra a favor de la reducción de impuestos, a favor de las privatizaciones... Con las fotos, empecé a entender. Asia me dijo que el KNP es un partido político polaco, conservador moralmente y libertario económicamente. Su líder, Korwin-Mikke, es muy controvertido; dijo, por ejemplo, que las mujeres no deberían votar, que la diferencia entre violación y sexo consentido es muy sutil, o que no hay pruebas de que Hitler estuviera al tanto del Holocausto. Además, el KNP acaba de obtener cuatro escaños en el Parlamento Europeo, pese a ser euroescéptico. Pues Janek es miembro de su sección juvenil, continuó Asia, y ya ves que es bastante activo.
—Bueno, Janek no os mintió —le dije a Hans—. Sólo dijo que hay que mantener cerca a tus amigos, pero aún más a los enemigos, ¿no?
—Ya. Lo que más nos jodió fue eso mismo: que se hubiera reído de nosotros —siguió Hans—. Asia decidió que seguiríamos con el campamento como si no pasara nada, intentando evitar cualquier problema con Hans. Al día siguiente teníamos otra salida, esta vez a Auschwitz. No la suspendimos, pensando que Janek volvería a excusarse con su dolor de muela. Nos equivocamos: fue el chico vegetariano el que se dijo que encontraba mal. Le dolía la barriga, como podría haberle dolido una muela. No nos fiábamos ni un pelo de Janek, así que dejamos solo al vegetariano en la casa de colonias, bueno, con otro grupo que se hospedaba allí.
—Ahora llega lo interesante: Janek en Auschwitz —lo interrumpí y aprovechamos para salir de Singer. Cruzamos el Vístula por un refrescante puente y nos metimos en Drukarnia: dos vodkas y dos cervezas—. ¿Hizo apología del nazismo frente a todos los visitantes? ¿Atacó a los judíos y al resto de las víctimas? ¿Intentó negar la Solución final? ¿Acosó a los otros turistas? ¿Pintó grafitis ofensivos en las paredes de la cámara de gas? ¿Trazó esvásticas en el suelo?
—Nada de eso —me cortó Hans—. Sorprendentemente, no hubo ningún incidente en el campo de concentración. La visita guiada, que duró cinco o seis horas, marchó con normalidad. Primero fuimos a Auschwitz y luego a Birkenau. Janek se mostró tan respetuoso o desinteresado como el resto de sus compañeros. Pero Asia y yo sabíamos que aquello estaba a punto de estallar de nuevo. Aquello era un grano de pus enorme, un forúnculo-iceberg que aún no se había vaciado del todo.
»El géiser de pus volvió a supurar durante la noche. Les pusimos una película de Agnieszka Holland, Europa Europa. ¿La has visto? Está basada en la autobiografía de Solomon Perel, un judío que sobrevivió al Holocausto en Alemania. ¿No la conoces? El protagonista y su familia abandonan Alemania cuando estalla la Noche de los cristales rotos. Van a Łódź, Polonia, pero allí los coge la invasión nazi. Solomon y su hermano huyen hacia el Este del país, pero entonces la Unión Soviética invade su trozo del pastel. El protagonista se queda solo con los soviéticos por un par de años, hasta que los nazis inician la Operación Barbarroja. Entonces Solomon es capturado por los nazis, pero se hace pasar por alemán para evitar el campo de concentración. Los nazis se lo tragan y lo admiten en su ejército, al que sirve gracias a sus dotes lingüísticas: habla, entre otros idiomas, ruso. Uno de los oficiales decide adopatarlo y llevarlo a Berlín. De nuevo en Alemania, ingresa en una escuela de élite de las juventudes hitlerianas, donde todavía tiene que pretender más. Uno de los temas de la película es, pues, el falseamiento de la identidad para sobrevivir. No acaba aquí, pero tampoco quiero hacerte más spoilers. De todos modos, nosotros no llegamos tan lejos: nos quedamos en la secuencia anterior, cuando Solomon es parte del ejército nazi. Allí, otro soldado descubre su identidad secreta: mientras el protagonista está bañándose teóricamente en solitario, su compañero ve que está circuncidado. Pero lo interesante del asunto es que el otro soldado es homosexual: por eso había querido sorprenderlo en paños menores. Ambos se ven obligados a conservar el peligroso secreto del otro, cosa que refuerza su amistad. Pero esta no dura mucho, porque el amigo de Solomon muere en el campo de batalla. En fin, en este momento de la película Janek se levantó de la silla. Vi su cogote y supe que era el fin de las colonias, anticipado como el de la película:
—Se lo merece —dijo Janek—. Me gusta esta película. Los que encubren a los judíos mentirosos reciben su castigo. Y más aún si son maricas. Todos somos libres de hacer lo que queramos con nuestros cuerpos, por supuesto. Pero ¿espiar e intentar abusar de un compañero? Por muy amigos que fueran, yo en el lugar de Solomon lo habría matado en el acto. El que no respeta la libertad no respeta la vida, ergo tampoco la merece. El maricón, al paredón.
—Ahí fue cuando empezó a salir todo el pus —dijo Hans—. Litros y litros de pus. Una chica se levantó y lo llamó antisemita, homófobo, nacionalsocialista de mierda. Janek se levantó y le dijo que respetara su libertad de su expresión y que recordara la Ley de Godwin: nada de mentar a los nazis sin venir a cuento. El de Janek no era un pus maloliente, sino educado, pulcro. La chica empezó a chillar: a la mierda Godwin, tú eres un nazi, un hijo de puta, cómo puedes pedir la muerte de una persona sólo por ser homosexual. Janek le contestó: no tergiverses mis palabras, el homosexual de la película debe morir porque intentó abusar de un amigo, no por ser homosexual; pero, ahora que lo dices, se puede elevar el dictamen a regla general: en mi opinión, dijo Janek, los homosexuales, igual que los judíos, deben ser erradicados. Quizá el sacrificio sea una solución excesiva, continuó Janek, y sean preferibles en primer lugar el internamiento, la expulsión, la conversión o la cura. El de Janek era un pus empaquetado dentro de un envoltorio rojo y dorado, oculto dentro de un delicioso, delicado bombón de chocolate y avellanas. La chica se puso a llorar y se abalanzó sobre Janek, que la sujetó muy tranquilo, exigiendo a la vez que se respetara su libertad de opinión. El pus educado, pulcro, empaquetado. La chica se desembarazó de Janek y salió de la habitación.
»Otro chico se levantó y le dijo a Janek que era un cabrón insensible. Era el ucraniano, su compañero de habitación. Ni Asia ni yo sabíamos qué hacer; pedimos calma un par de veces, pero no lográbamos imponernos. Otro chaval se levantó y le dijo a Janek que él era homosexual, que si pensaba internarlo, expulsarlo, convertirlo, curarlo o sacrificarlo; era el vegetariano. Al ver que Janek no respondía sino que sonreía, embistió contra él, pero logré sujetarlo. Lo insultó, le escupió, pero Janek no se movía, seguía sonriendo. Asia estaba de pie, pero inmóvil como los demás. Janek me miró con sus azules ojos, punzantes y claros como un carámbano, sin rastro de pus:
—Quitadme de encima a este... canalla, vegetariano y homosexual. Sacadlo de aquí, expulsadlo de las colonias. A él y a todos los que me han insultado. Los que no respetan la libertad no merecen estar entre nosotros. Alan Dershowitz, un jurista judío norteamericano, dijo que ser ofendido por la libertad de expresión nunca debería considerarse una justificación de la violencia. Espero que tú y Asia toméis cartas en el asunto. Nadie ha respetado mi libertad de opinión. He recibido tres ataques públicos, y otros privados que he preferido mantener en secreto. Todo porque defiendo mis ideas con convicción. Sólo se me puede acusar de haber interrumpido la película: sólo por esto pido perdón.
—Hablamos con él un poco más tarde, cuando la situación se hubo calmado —dijo Hans—. Le propusimos que abandonara las colonias, porque uno no podía expresar posturas cercanas al nazismo en aquel lugar. Janek no quiso, y añadió que él no era nazi: sólo un ignorante podía ser polaco y nazi al mismo tiempo, pero añadió que había que ser un ignorante para condenar toda la doctrina nazi. Además, dijo que eran los otros los que debían irse, que él había participado en otros campamentos de temática política y que nunca había tenido problemas. No insistimos. Hablamos con nuestro jefe, es decir, el organizador de las colonias; llamamos a los padres, les expusimos la situación y dos días después no quedaba nadie allí: todos se habían ido a sus casas. Bueno, debería decir hablé, llamé, expuse, porque Asia estaba fuera de juego desde la escena de Europa Europa, absolutamente derrotada. Fue bastante engorroso contarles la misma historia a todos los padres. Algunos se enfadaron y quisieron hablar con Janek, tuve que esconderlo porque insistió en ser el último en abandonar la casa. No bajó del burro en ningún momento, ni siquiera cuando hablamos a solas: él sólo había ejercido su libertad de expresión, en sintonía con la idiosincracia de las colonias, etc. Creo que no he conocido nunca a una persona tan inteligente y tan fuerte pero tan equivocada como él —dijo Hans, acabándose su cerveza—. Se fue solo en autobús; no llegamos a conocer a sus padres. Asia y yo tomamos el siguiente. Pues ahora ya sabes por qué estoy en Cracovia.
Llegamos andando a Plac Bohaterów Getta, la plaza de los héroes del gueto. La plaza fue convertida hace unos años en un memorial a las víctimas del gueto: unas 70 sillas de metal que simbolizan la ausencia de sus dueños. Estábamos bastante borrachos y cansados. No había nadie, ni un turista. Nos sentamos en dos sillas y disfrutamos de la tranquilidad de la noche sin decir nada más por un largo rato.
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