domingo, 19 de julio de 2015

Quinto encuentro con los Apocrifílicos (V)

Me dirigía a la reunión de los Apocrifílicos más contento de lo habitual: por fin habíamos recibido un email. (¡Y qué email!) Dentro del tranvía me encontré a Michalina, pero no le di la buena nueva. Tampoco le dije nada de lo que Stanisław me había contado en el último encuentro. Ella se encargó de ponerme al día de los últimos chismorreos de su salón de belleza; a cambio, yo le hablé de mi renuncia al gimnazjum y de mi trabajo en la escuela de idiomas.

—Adiós a los adolescentes, ¿no? Ya era hora, parecías un poco amargado. Tu cutis lo ha agradecido, sin duda. Mira, fíjate en estos edificios —señaló la ventana—. Qué fachadas tan desastradas. Qué suciedad, qué grisura de muros. El sol destaca aún más la inmundicia. ¿Quién aguantaría toda una vida rodeada de estos edificios churretosos? No me extraña que los polacos sean cerrados y depresivos. Aunque en Bucarest es lo mismo, ¿sabes? En eso no somos tan distintos. Si por mí fuera, los mandaría limpiar una vez al mes; es como las limpiezas faciales: sólo la insistencia compensa. Tú no te imaginas cómo cambia a las personas una limpieza de cutis: influye positivamente no sólo al que la disfruta, sino a todos los que lo miran, ¿sabes? La limpieza es felicidad epidérmica.

—Entonces —la corté—, la infelicidad o la tendencia a la depresión de los polacos no es por la falta de aseo de sus edificios sino de sus personas.

El silencioso vagón me daba la razón. Sólo hace falta pasar un par de días de verano en Cracovia para darte cuenta de que existe un problema higiénico y/o olfativo. Higiénico porque, además de los vagabundos que pasan día y noche dormitando en el transporte público, gran parte del resto de los pasajeros tampoco frecuenta en demasía el agua y el jabón. Olfativo porque, claro, narices que no huelen corazón que no siente.

—Por fin un poco de aire puro —dije cuando bajamos en Plac Wszystkich Świętych.

—Será puro en comparación con el tranvía. Porque es de los más contaminados de Europa, ¿sabes?

Subimos por la calle Bracka hacia Nowa Prowincja. Era una de las cafeterías más populares de la ciudad, también de las más literarias. Según los entendidos, uno podía encontrarse en sus mesas a la crème de la crème de la escena artística cracoviana. Para un profano como yo o el resto de los Apocrifílicos, todos parecían iguales: polacos con aspecto artístico y rebosantes de felicidad epidérmica. Sin embargo, a pesar de perdernos a las supuestas celebridades locales, Nowa Prowincja seguía siendo un lugar interesante. A mí me gustaba especialmente por su chocolate a la taza, denso y negro —sólo le faltaban los churros para ser como el español— y no un mero batido de chocolate, como en la mayoría de cafeterías.

Fuera, había un par de bancos con mesitas de madera para los más necesitados de su dosis de notoriedad o polución. Dentro, la descripción se complicaba. En la estancia principal, la madera predominaba: en las sillas, en las mesas, en el suelo, en la barra y en las escaleras que conducían al altillo, también de madera. La bóveda recordaba a una cueva artificial o a un templo. Las paredes estaban llenas de cuadros y carteles; en el altillo, de garabatos de los clientes. Subimos las crujientes escaleras, pero Stanisław y Honoriusz no estaban allí. La segunda sala de Nowa Prowincja también tenía el techo abovedado y abundaba la madera. En vez de un altillo había una tarima, coronada por un ajado piano que quizá tocara de vez en cuando la crème de la crème o algún turista despistado. Al lado, había un tipo solitario tocando silenciosamente la guitarra, todo de negro; parecía algún tipo de música mexicana, triste y festiva a la vez. En cada uno de los arranques de la bóveda, había una pizarra, llena de garabatos y de nombres polacos. Stanisław estaba sentado en el otro extremo de la habitación; nos saludó con la cabeza.

—Gienek, ya te dije que te mantuvieras alejado de mi chica. Parece que no me tomas muy en serio.

—Stanislau, amor, no seas pelma.  Nos hemos encontrado en el tranvía.

—Traigo buenas noticias —dije—. Nos han escrito un email a la cuenta apocrifilicos@gmail.com. ¡El primer email!

No mostraron demasiada emoción.

—Yo también tengo una noticia que daros —dijo Stanisław.

—El email contiene una falsa reseña —seguí—. Es un homenaje o parodia del "Examen de la obra de Herbert Quain" de Borges.

Entonces sí me escucharon. Michalina se había quedado de piedra. Stanisław, sin habla. Honoriusz regresó de la barra con una bandeja: un café y tres compotas.

—¿Qué os pasa? —preguntó—. ¿Se ha muerto alguien?

—Toma asiento, Honoriusz —ordenó Stanisław—. Gienek trae una nueva falsa reseña. Nos la han mandado al email de la Hermandad. Empecemos de una vez la vigésimo séptima reunión de la Hermandad de los Apocrifílicos. Procedo sin más dilación a la lectura del Manifiesto Apocrifílico para que luego Gienek nos lea la falsa reseña:
»Queridos hermanos y hermana de la Hermandad Apocrifílica: 
»No me interrumpáis mientras traigo a nuestra memoria los primeros pasos que dio esta Hermandad. Una noche de hace cinco años, Honoriusz regresaba en el autobús 502 a su piso de Nowa Huta, el otrora barrio socialista de Cracovia. Años ha, Nowa Huta, construida alrededor de la planta siderúrgica Vladimir Lenin, había sido el paradigma de la ciudad proletaria. En los días de Honoriusz, nuestros días, ese paraíso se ha convertido ya en un suburbio decadente y, en ciertos lugares y a determinadas horas, peligroso; la planta siderúrgica, que concentraba la mayoría de las protestas anticomunistas, ha sido privatizada.
»En el autobús 502, uno aún puede encontrarse con lo mejor de la fauna nowahutiana actual, especialmente de noche: los dres. En polaco, dres significa chándal, que es la prenda básica de esta tribu urbana. Aficionados al fútbol como los hooligan, rapados como los skinhead, hijos bastardos de la clase obrera como ambos: violentos, ignorantes, vagos y borrachos. Por ellos y otros especímenes, los nowahutianos dicen que el autobús 502 es un estado mental. 
»Aquella noche, en el autobús 502, un dres visiblemente borracho —no llevaba zapatos y jugueteaba con una botella de cerveza— empezó a preguntarles a los pasajeros si tenían tabaco; todos fueron contestando con un escueto "nie", incluido Honoriusz. Luego repitió la operación pidiendo si tenían algo de dinero, con igual resultado. La ronda de preguntas había comenzado en la Estación Central. Entonces, el dres se puso a consultar uno a uno los nombres de los pasajeros: Kasia, Paulina, Piotrek, Asia, Krzysztof, Paweł, Tomasz, Agata, Andżelika, Michał, Agnieszka, Bogumił, Marcin. Contestaban por pura inercia, era difícil entender la pronunciación borracha del dres. Honoriusz, el último, respondió con su nombre auténtico, preapocrifílico: Elmyr. El dres espetó un "putos gitanos", rompió la botella de cerveza contra el suelo y empezó a darle puñetazos. Elmyr se defendió y gritó que no era gitano. "Putos extranjeros", dijo el dres, y siguió arreándole. "Soy húngaro", dijo Elmyr; el dres, "Putos húngaros", y continuó propinándole la paliza. Ningún pasajero movió un músculo para ayudarlo, a pesar de que Elmyr gritaba sus nombres mientras el dres lo estaba zurrando; el conductor siguió su trayecto sin alterarse.
»El autobús llegó al final del trayecto, Plac Centralny, ahora llamada Plaza Ronald Reagan, el corazón de Nowa Huta. El dres bajó con lo único que pudo robarle a Honoriusz: un ejemplar de Ficciones en húngaro. Michalina y yo esperábamos nuestro autobús para salir por el centro cuando encontramos a aquel despojo sangrante tratando de bajar. Lo ayudamos y acompañamos al hospital. En la sala de espera se lamentó de su pérdida: aún no había podido leer todos los relatos de Borges. Así comenzó nuestra amistad y la Hermandad. Pocos meses más tarde nos mudaríamos a otros barrios más seguros. Tomamos la decisión de adoptar nombres polacos para evitar más agresiones. Honoriusz, más radical, resolvió hacerse el casi sordomudo.
»Brindemos con nuestras compotas o cafés y comencemos.
Honoriusz tenía los ojos levemente empañados. Me pareció que tenía algunas cicatrices a su alrededor.

—Cada vez me sorprende más vuestro Manifiesto —dije rompiendo el silencio—. Aunque debo admitir que yo nunca he tenido problemas de este tipo en Cracovia. Vale, no he vivido nunca en Nowa Huta, pero he estado varias veces. De cualquier modo, no es bueno generalizar: la mayoría de los cracovianos no es así, ni siquiera de los nowahutianos ni de los dres. Y no sé si cambiarse el nombre por uno polaco puede ayudar...

—No seas quedabien, Gienek —dijo tajantemente Stanisław—. No estamos diciendo que los polacos sean racistas o violentos. Cambiarse el nombre no es camuflaje, sino un gesto, un símbolo: sólo lo hacemos en las reuniones de la Hermandad y nos recuerda que en algún momento nos dio miedo ser diferentes. A nuestra manera, además, somos un poco polacos. En fin, léenos tu falsa reseña.

—De acuerdo. No sé quién es el autor, quien mandó el correo no dijo nada: sólo adjuntó un PDF con el archivo. Se titula "Examen de la obra de Javier Marías":
"Sólo diez años después de la trágica muerte de Javier Marías (1951-2005), su obra y su nombre han sido total e injustamente obliterados: de las tiendas, de la universidad, de la historia de la literatura. Sus libros no se encuentran ni en las librerías de viejo, que tanto le gustaba explorar; los ejemplares de las bibliotecas no son consultados más que por error; ni una calle, estatua o escuela lo recuerdan. Los críticos lo habían considerado el mejor novelista español contemporáneo, candidato eterno al Nobel; ahora tenemos otros mejores narradores, otros candidatos perennes. También en el Parnaso hay desahucios.
»Su espectacular muerte no aumentó su fama, y uno empieza por fin a explicarse por qué. Empedernido fumador, se quedó dormido sobre su cama con un cigarrillo encendido que quemó la sábana, primero, y devoró el resto de su hogar y cuerpo, después. Si los lectores de su obra no se hubieran extinguido, recordarían que algo parecido le sucede a un personaje de Corazón tan blanco, una de sus mejores novelas. Escalofriante coincidencia o predicción; tan escalofriante como su olvido. La colilla que quema unas sábanas es uno de los leitmotivs de la novela, una de las repeticiones tan frecuentes en el estilo de Marías. Como las melodías de Wagner, el miedo a descubrir algún horror oculto, los zapatos de tacón, una cita de Shakespeare, la susodicha colilla y otros motivos o imágenes van y vuelven a lo largo del texto para reaparecer en la conclusión en una intensa traca final.
»Otra obra fascinante de Marías, y una de sus favoritas según confesó en vida, es Todas las almas, autoficción de los años que pasó dando clases en la Universidad de Oxford. El narrador y protagonista innominado es y no es Javier Marías, es otro y además es Javier Marías, como él mismo lo/se definió. Así, cuando el protagonista se follaba a una gorda, el lector no sabía si Marías se la había follado realmente o no. Esto, junto a la falta de un argumento al uso, desconcertó al pobre lector, que interpretó la novela como una autobiografía o como un roman à clef. Los juegos realidad-ficción en Todas las almas iban más allá: el libro incluía una biografía y dos fotografías de John Gawsworth, escritor británico real pero olvidado, aventurero y rey de la diminuta y despoblada —pero real— isla de Redonda, al que casi todos los reseñadores consideraron un ente de ficción. (De nuevo, es escalofriante la coincidencia o predicción del olvido de John Gawsworth-Javier Marías.) En una antología de relatos ajenos que editó más tarde, Cuentos únicos, Marías incorporó un cuento de John Gawsworth, pero también otro de un autor inventado por él: James Denham. La crítica se volvió a equivocar: aceptó la autenticidad del falso James Denham como había rechazado la del auténtico John Gawsworth. 
»La relativa popularidad de Todas las almas —e impopularidad: no gustó que criticara a las gordas— hizo que la directora de cine Gracia Querejeta llevara a cabo una adaptación cinematográfica. Marías no quedó contento con el resultado, demasiado alejado de su novela, y se desligó del proyecto, finalmente titulado El último viaje de Robert Rylands. La polémica llegó a los periódicos, incluso a los tribunales. El nombre de Marías fue eliminado de los créditos, el novelista fue indemnizado. La película, como la obra de Marías y de Gawsworth, olvidada.
»Los problemas causados por la publicación de Todas las almas no acabaron aquí, así que Marías los aprovechó para darle otra vuelta de tuerca a sus malabares realidad-ficción. Publicó Negra espalda del tiempo, una obra 100% real o autobiográfica, según aseguraba el narrador y protagonista Javier Marías, en la que explicaba todos los contratiempos y malentendidos que la publicación de Todas las almas había causado. Esta vez, si el narrador y protagonista fumaba un cigarrillo, el lector podía respirar tranquilo: estaba seguro (en teoría) de que Marías había fumado un cigarrillo. Además del asunto de la película, Marías había tenido conflictos con sus excompañeros de trabajo en Oxford, le atribuyeron la falsa esposa y el falso hijo que tenía el narrador de Todas las almas, etc. Negra espalda del tiempo se dedicaba a desmentir todas las falsedades que habían ido surgiendo alrededor de la obra anterior. Asimismo aparecían, como en muchas de las novelas de Marías, diversas estrellas invitadas: el profesor Francisco Rico, el dictador Francisco Franco, el escritor John Gawsworth, así como la historia del Reino de Redonda, del que Marías termina siendo monarca. Esta era, es, la mejor novela de Marías, así como su novela menos novela.
»En una alabadora crítica que publiqué después de la aparición de Negra espalda del tiempo, comparé la tríada de Marías (Todas las almas-El último viaje de Robert Rylands-Negra espalda del tiempo) con el trío de Cervantes (1ª parte del Quijote-Quijote de Avellaneda-2ª parte del Quijote). Según mi analogía, Todas las almas, igual que la primera parte del Quijote, era una novela acabada que sólo tuvo una continuación cuando otros se interpusieron entre la creación y su legítimo creador: Gracia Querejeta y Avellaneda. Por ello existían, existen, Negra espalda del tiempo y la segunda parte del Quijote, que desmienten y desautorizan El último viaje de Robert Rylands y el Quijote de Avellaneda. Tendríamos que estarles doblemente agradecidos a Avellaneda y Gracia Querejeta, concluía mi artículo. Por supuesto, mis comparaciones entre Marías y Cervantes no tuvieron éxito. ¿Cómo se me ocurría comparar al gran Cervantes con Marías, el escritor que fumaba y se reía de las gordas? Mi alabadora crítica fue olvidada antes que la obra de Marías: sombra de una sombra. 
»Ahora que se cumplen diez años de la muerte de Javier Marías, ahora que mi muerte también se acerca, intento por última vez con este artículo recuperar la memoria del olvidado Marías. Me aventuro, de paso, a explicar el porqué de su desahucio parnasiano. Por un lado, los juegos realidad-ficción lo convirtieron en un novelista incómodo: a la mayoría de los lectores no le gusta dudar de lo que lee; por el otro, su pasión por el tabaco y, sobre todo, su crítica constante de las gordas —sí, de las mujeres gordas— despertaron la ira de la opinión pública. Diversas organizaciones ecologistas y feministas criticaron las novelas, cuentos, ensayos y artículos de Marías en los que abogaba por fumar y despotricaba contra las gordas, "gordas infames" las llamaba. Cito un fragmento ilustrativo de Todas las almas: "Recuerdo que [en la discoteca] abundaban más de lo lógico las gordas con minifalda y rizos artificiales: había mesas ocupadas enteramente por grupos nutridos de nutridas gordas (lo que se llama gordas infames)". A la crítica progresista no le hizo ninguna gracia la burla de las gordas infames, a pesar de que el protagonista de la novela acabara manteniendo relaciones sexuales con una de ellas. Diez años después de la trágica muerte de Javier Marías —merecida, diría la crítica progresista— debemos reconocer que su obra ha sido obliterada y que nunca obtuvo el Nobel porque le gustaba fumar y reírse de las gordas."

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