sábado, 9 de enero de 2016

Abecedario Orgasmus (F, G, H, I, J)

(Continuación de "Abecedario Orgasmus (A, B, C, D, E)", publicado el lunes pasado, 04-01-2016.)

Faruk era turco, estudiaba ingeniería industrial y ganó por goleada el premio de Míster Erasmus 2012-2013. Las mujeres lo deseaban con fervor religioso: como un dios pagano, Faruk señalaba con el dedo y la elegida lo acompañaba a la cama. Sus compañeros de piso envidiaban el harén de Faruk; por su cuarto pasaban más nacionalidades que en una gala de Eurovisión. Pero como todo buen donjuán, en realidad Faruk era terrible y secretamente infeliz: por más que se esforzara, por muy fea que fuera la chica, el pobre diablo se corría siempre en unos segundos. Lo había probado todo, pero todo fracasaba; no había nada que hacer, sus fugaces cópulas no estaban a la altura de su belleza apolínea. La primera —y única— vez que se acostó con Ania (polaca), tuvo que mostrarle el preservativo lleno para que ella admitiera la verdad, más sorprendida que frustrada; aquel semidiós turco fue más rápido que el principiante polaco con quien perdió la virginidad. La vergonzosa eyaculación precoz persiguió a Faruk como a un apestado, de Istanbul a Cracovia, hasta que conoció a Courtney. Al desenmascarar a la irlandesa, Faruk pudo sincerarse, por fin. Con ella no tuvo que esforzarse ni avergonzarse más; Courtney no tuvo que simular más orgasmos. La compenetración era perfecta, incluso sin penetración. Pero cuando el novio de Courtney la visitó en Cracovia y descubrió el pastel, ella decidió volver humillada a Cork. Faruk, por su parte, volvió a la triste rutina de Míster Erasmus 2012-2013: su cama se convirtió de nuevo en un mestizaje de decepciones, un auténtico festival de Eurovisión.

Giulia era italiana, estudiaba enfermería y era más cristiana que una polaca devota. Pasó los primeros meses de su Erasmus recorriendo iglesias, sacándose fotos con las estatuas de Juan Pablo II y asistiendo a misas en un idioma que no lograba comprender; un sábado visitó la Virgen Negra de Częstochowa con un autobús organizado por la ESN. Si no fuera por el frío y la antipatía de las polacas, pensaba Giulia, aquel sería el país ideal. Una tarde en que charlaban sobre compromiso y futuros matrimonios frente a un té, sus amigas, casi tan castas y puras como ella, le hablaron de Téo (portugués): era un buen cristiano, lo vieron algún día en la iglesia y no se había follado a ninguna durante el Erasmus. Todas tenían novios estables en sus respectivos países —excepto Giulia, claro, más pía que ninguna—, por lo que ejercieron de celestinas. Parecían una tertulia de revolucionarias conspirando contra el estado, el sistema o la burguesía; no mecionaban a Stalin o a Kennedy, sino a Giulia y a Téo. Después de unas intensas semanas de té y maquinaciones, en la fiesta de Nochevieja, antes de cenar, estalló de súbito la Revolución de Octubre, cayó el Muro de Berlín, Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando, etc. Estas mediocres metáforas históricas pretenden expresar que Giulia se metió en el lavabo y se folló a Téo. Fue un polvo rápido pero intenso, un fogonazo de lujuria. La italiana salió plisándose la falda; el portugués se quedó unos minutos sentado en la taza del váter. Después de medianoche, Giulia les confesó a sus amigas lo que había hecho: todas brindaron con champán. Sin embargo, no les dijo que no era la primera vez que perdía la virginidad; también se calló que llevaba exactamente 366 días de revirginización: 2012 fue año bisiesto. Se sentía un poco culpable, pero ¿qué es la salvación sin el pecado? Aquella noche del 1 de enero de 2013, Téo estuvo exultante; no podía imaginar que la primera proposición de año nuevo de Giulia era volver a revirginizarse. Si hubiera que comparar aquel polvo con un acontecimiento histórico, quizá lo más adecuado sería el 23-F.

Hanna era alemana, estudiaba teatro, ciencias políticas y estudios culturales orientales, todo a la vez, y todavía le quedaba tiempo para actuar, tener novio, salir, beber, el rollo de siempre. Además, en Berlín colaboraba con un CSO y una ONG y asistía a seminarios de budismo zen y a clases de introducción a la acupuntura. Cuando llegó a Cracovia, aunque no se saltaba ni una de sus clases y cada día salía y conocía gente nueva, sintió un vacío doloroso, un vértigo existencial inédito. Se apuntó a clases de yoga y de polaco, aprendió a cocinar y a tejer, incluso fue un par de veces de excursión con la infame ESN; pero nada ni nadie le devolvían el bienestar perdido. Unos días después del viaje a Częstochowa, mientras cenaba con Ania (polaca), dándole el segundo bocado a su hamburguesa vegana, Hanna no podía imaginar que sería aquella polaca teñida de negro, guapísima pero tontita, quien llenaría su vacío espiritual; el material se lo estaba llenando, mordisco a mordisco, la hamburguesa de tofu. En la cama de su habitación cracoviana, Ania le proporcionó un primer orgasmo delicioso, sanativo: Hanna se sintió fundirse con el universo, era una con el todo, especialmente con la juguetona lengua de Ania. Cuando despertó, le pareció que había resucitado. Por fin todo vuelve a tener sentido, pensó. Por la tarde, dejó a su novio por Skype. Las sábanas aún conservaban el aroma de Ania; tuvieron que pasar varios días para que desapareciera completamente. Pero, afortunadamente, Hanna no lograría deshacerse nunca de aquel fantástico olor: con cada nuevo orgasmo, su sistema olfativo se impregnaría otra vez de aquella mezcla de pepinillo en escabeche y falafel.

Iva era checa, estudiaba criminología y era la mejor alumna de su promoción. Dos semanas antes de ir a Cracovia, se enamoró: ni más ni menos que de un turista eslovaco. ¿Cómo se le ocurre a una checa enamorarse de un eslovaco?, se reían sus amigas. ¿Cómo se me ocurre enamorarme sin haber terminado la carrera?, se recriminaba Iva. Nadie tiene la respuesta: el laberinto del amor es así de intrincado; qué sencillo es, en comparación, el camino del sexo. En Cracovia, Iva no descuidó los estudios —siguió siendo la mejor estudiante— pero tampoco se enclaustró como una monja laica: salía a menudo, bebía y bailaba, viajó, hizo nuevas amistades, etc. No obstante, se mantuvo fiel a la ardorosa llama de su amor a distancia. Por suerte, pasó las Navidades con el eslovaco: fueron los mejores días de su Erasmus cracoviano —a pesar de estar en Bratislava— y el mejor sexo de su vida: buen sexo con amor, ¿qué más se puede pedir? De nuevo en Cracovia, continuó estudiando y rechazando a todos los candidatos, incluido el bello Faruk (turco), que no estaba acostumbrando a aquellos desplantes. Con sorna y envidia, la llamaban santa Iva; a Giulia (italiana) le molestaba no tener un mote así. Sus amigas —las checas y las de Cracovia— la animaban a que se olvidara del eslovaco, pero Iva no les hizo caso. Al acabar el Erasmus, Iva y su novio terminaron con la relación a distancia: se fueron a un pisito de Praga, donde todavía viven juntos. Creo que tienen un gato.

Javier era español (valenciano), estudiaba relaciones públicas y no hablaba ni pizca de inglés. Lo poco que sabía lo había sacado de estribillos de canciones pop y de películas porno. La tragedia de Javier era que, a diferencia de otros erasmus españoles, él quería intimar con extranjeras; la maldita barrera idiomática se lo impedía. Una noche, abatido y un poco borracho, siguió su instinto y llevó su carencia al paroxismo: eso es, sí, ligaré con extranjeras sin hablar ningún idioma, se dijo Javier, ni español ni pseudoinglés ni nada, me quedaré mudo como en una película de Buster Keaton. El primer sujeto en quien probó su estrategia, un par de chupitos más tarde, fue Daria (ucraniana). El experimento tuvo un éxito rotundo. La ucraniana, muy avispada, entendió desde el principio lo que pretendía aquel español apuesto y con barba de tres días: no era tímido ni tonto —no más que otros españoles—, sino que quería follar sin decir nada. ¿Qué más se le podía pedir a un español?, pensó Daria. Más que un experimento, fue una experiencia: la risa nerviosa les erizaba la piel y, dentro del piso de Daria, la caída de la ropa al suelo fue un estallido de gozo sonoro, las caricias y los jadeos sustituyeron las palabras guarras, el silencio aumentó la intensidad del resto de sentidos. Tuvo el primer orgasmo muy pronto y fue tan brutal que no le importó que Javier terminara en su boca —era la primera vez que probaba el semen—; aquel sabor la retuvo unos segundos en el paraíso; poco después, como una autómata del placer, se dejó desvirgar por detrás, guiada por el lenguaje corporal del mudito; ascendió unos peldaños más, hasta entonces también desconocidos, en la escala del goce. Al acabar, agotados e impresionados, no necesitaron —tampoco podían— hablar; la situación no se hizo rara, ni siquiera cuando desayunaron callados. Los días siguientes fueron perfectos; el único problema era contactar con Javier, pero la inteligente Daria halló en seguida una solución: se mandaban un mensaje con la hora exacta en que querían verse, así de sencillo; él solía llegar tarde, pero a ella no le importaba, la espera era parte del ritual. Repitieron muchas veces, pero Javier se cansó pronto y encontró otras voluntarias para seguir experimentando. Cuando días después se enteró por su amiga Ania (polaca) de que el silent fucker se había acostado con la misma Ania, Olga (rumana), Kasia (polaca), Yvonne (noruega) e incluso con María (española), a quien hizo creer que era canadiense y mudo, Daria no tuvo más remedio que desenterrar el odio que sentía por los españoles. Además de creídos, ignorantes, etnocéntricos y ruidosos eran unos putos cerdos; una versión bárbara de los franceses.

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