Hay unos cuantos trastos que desde hace unos años arrastro conmigo allá donde voy. Estos trastos no son valiosos económicamente, ni estéticamente atractivos, tampoco especialmente útiles o inútiles, y voy a evitar la cursilería del valor sentimental. Los llamo trastos pero en verdad para mí no lo son. Me han seguido a pesar de los cambios de piso, de ciudad y de país, me han seguido incluso a través de los cambios de vida, de humor y de clima.
Estos trastos no son muchos y casi todos caben en una cajita de cartón azul que guardo a su vez dentro de otra caja, más grande y negra, rodeados de documentos, facturas, recibos y otras chorradas. Ahí no estorban y así, como buenos trastos, la mayor parte del tiempo los olvido. Solo dejo de olvidarlos cuando abro una caja, aparto la papelería y a renglón seguido abro la otra. Esta combinación de negro, blanco y azul suele darse durante una mudanza, ese examen de conciencia contemporáneo. Solo durante las mudanzas nos miramos en nuestros objetos, el verdadero espejo del alma. O al menos yo pongo a prueba todas mis pertenencias y muchas cosas terminan regaladas o en la basura, pero estos trastos siempre aprueban el examen y siguen siguiéndome.
Durante esta (por ahora) última mudanza, he vuelto a confrontar todos mis trastos. He ordenado, he vaciado, empaquetado, tirado y donado. He registrado y reseguido minuciosamente todos los rincones, pliegues, cajones y armarios de mi alma. Y en alguno de estos insignificantes momentos, en alguna de estas rutinarias inspecciones, abrí distraídamente la caja, descarté los papeles, abrí la cajita, metí la mano y se me estrujó el tiempo como una esponja empapada de semanas, días, horas, minutos, segundos.
Me quedo un rato mirando una especie de medallón de Carcassone, observando la ciudadela grabada y leyendo la inscripción: cité médiévale. Es un souvenir hecho a partir de una moneda de cinco céntimos que, aplastada en una máquina por el módico precio de un euro, se convirtió en medallón. Un recuerdo cutre, de mal gusto, que no le habría regalado a nadie ni en broma, pero que a mí me recuerda uno de mis primeros viajes solo. Fui a Francia con mi instituto, de intercambio, a algún pueblo cerca de la frontera; tendría catorce, quince o dieciséis años, quién sabe, y me acogió un francés rarito, más rarito que yo, y marginado por sus compañeros. No recuerdo su nombre, como tampoco recuerdo el nombre del pueblo; del viaje solo recuerdo que me lo pasé muy bien y que una noche el rarito y yo fuimos al cine a ver una película de acción y me quedé dormido. Y que al día siguiente fuimos de excursión a Carcasona, que no quedaría lejos.
Dejo el medallón en la mesa y saco un llavero de la cajita. Es plano y más bien amorfo, en un costado hay un ángulo recto y en otro un corte brusco que lo hace parecer un abrebotellas. Muchas veces lo he usado para abrir cervezas, pero en realidad el llavero es simplemente un mapa de Texas; los texanos deberían estar orgullosos de que sus fronteras abran, cuando menos, cervezas. Como la pintura está tan desgastada —las ciudades, divisiones administrativas y ríos han quedado arrasados por el blanco desgaste— es imposible darse cuenta de que el llavero es un mapa, excepto para los estadounidenses y algunos frikis de la geografía. Antes lo usaba siempre (como llavero) y cuando abría o cerraba la puerta de casa, fuera cual fuese, me acordaba de mi amigo Marc, que fue quien me lo regaló después de un viaje que hizo por los Estados Unidos; también me acordaba de él cuando lo usaba para abrir una botella, a menos que luego bebiera mucho, y cuando veo un partido del Barça, porque fue Marc quien me aficionó al fútbol. Sin embargo, en algún momento dejé de usarlo (como llavero) y lo metí en la cajita azul, con el resto de trastos. Pienso ahora que quizás pensé entonces que no me convenía abusar de los recuerdos: si recordaba demasiado, mis memorias acabarían tan desgastadas como el mapa del llavero.
Dejo el llavero-mapa en la mesa y saco más cosas. Un carné de la biblioteca, una tarjeta del metro de Barcelona caducada, un pendiente que hace mucho que no me pongo, un botón de la que era mi camisa favorita y otros trastos. Cada trasto acciona mi memoria, cada trasto tiene una historia. No merece la pena contarlas todas, porque todas son historias minúsculas, menos que anécdotas personales. Su valor —el de los objetos pero también el de sus respectivas historias— es nulo, porque es intransferible. Solo puede interesarme a mí.
Tengo en casa, en mi nueva casa, otros trastos similares a los que conservo en la cajita azul, otros trastos sin valor con historias sin valor. Por ejemplo, la silla en la que ahora mismo estoy sentado: una silla de color negro. Si no es la silla más barata de Ikea, es la segunda más barata, es de madera y mi novia le pintó unos lunares de colores llamativos en el respaldo para darle un poco de vida. No es muy cómoda, pero la conservo porque me la regaló mi amigo Luis. Para ser más exacto, no me la regaló sino que me la dio: después de pasar unos meses viviendo en Cracovia, Luis regresó a España, y la silla negra no aprobó el examen de conciencia. Cuando me siento en la silla negra a topos de colores, me acuerdo de él: no tanto de sus meses cracovianos como de nuestros años barceloneses, los años que pasamos estudiando Humanidades y charlando de libros entre cafés y cervezas. O quizás me acuerdo de las conversaciones literarias que seguimos teniendo ahora y que, como mis trastos, siguen siguiéndome.
Hay otro trasto que metería en la cajita azul, si cupiera: una mesa. Esta mesa de cristal, en la que me apoyo para escribir estas líneas, es mi última adquisición. Me la dio mi amigo Alex (sin acento) cuando decidió irse de Cracovia y se dio cuenta de que la mesa tampoco le cabía en la maleta. Mientras estoy trabajando, escribiendo o perdiendo el tiempo en internet, algunas veces me quedo embobado mirando el cristal traslúcido y recuerdo a Alex, el mexicano. Las tardes que pasamos en la escuela de idiomas donde ambos trabajábamos, las noches de cervezas y vodkas, las conversaciones de libros y lengua: ¿y vosotros cómo decís cacahuete?, ¿y cómo se dice en España coger?, ¿y por qué vosotros no tenéis vosotros?, ¿y por qué decís se los dije y no se lo dije?, ¿y ustedes por qué suben arriba y bajan abajo?
Sentado en la silla de Luis escribo en la mesa de Alex, y como tanto Luis como Alex también escriben o son escritores, pienso supersticiosamente que los objetos que me legaron o se dejaron en Cracovia, sus cosas que ahora son mis trastos, me inspiran. Cuando me atasco, no invoco sus espíritus sino sus efluvios, porque soy muy materialista: pienso supersticiosamente que quizás haya algo de ellos en la silla y en la mesa, tres o cuatro partículas intangibles con menos entidad que las historias mínimas que los dos trastos me evocan. Y esta nonada me desbloquea y me pongo a teclear.
Vuelvo a meter el llavero, el medallón y el resto de trastos en la cajita azul, que cierro y vuelvo a meter en la caja negra, que cierro y dejo sobre la mesa de cristal. En Las mil y una noches, Scherezade le cuenta un cuento tras otro a su terrible esposo, el sultán Shrahiar. Un cuento lleva a otro cuento, una historia incluye la siguiente. Si Scherezade dejar de narrar o si la atención del sultán decae, este la matará: esta insana costumbre tenía su esposo. Por eso Scherezade nunca puede parar de contar, por eso dentro de un relato se abre otro relato, por eso en una caja hay otra caja con otros trastos.
¿Llegará el día que mis trastos no me digan nada, que abra una caja y no salga una historia?
Estos trastos no son muchos y casi todos caben en una cajita de cartón azul que guardo a su vez dentro de otra caja, más grande y negra, rodeados de documentos, facturas, recibos y otras chorradas. Ahí no estorban y así, como buenos trastos, la mayor parte del tiempo los olvido. Solo dejo de olvidarlos cuando abro una caja, aparto la papelería y a renglón seguido abro la otra. Esta combinación de negro, blanco y azul suele darse durante una mudanza, ese examen de conciencia contemporáneo. Solo durante las mudanzas nos miramos en nuestros objetos, el verdadero espejo del alma. O al menos yo pongo a prueba todas mis pertenencias y muchas cosas terminan regaladas o en la basura, pero estos trastos siempre aprueban el examen y siguen siguiéndome.
Durante esta (por ahora) última mudanza, he vuelto a confrontar todos mis trastos. He ordenado, he vaciado, empaquetado, tirado y donado. He registrado y reseguido minuciosamente todos los rincones, pliegues, cajones y armarios de mi alma. Y en alguno de estos insignificantes momentos, en alguna de estas rutinarias inspecciones, abrí distraídamente la caja, descarté los papeles, abrí la cajita, metí la mano y se me estrujó el tiempo como una esponja empapada de semanas, días, horas, minutos, segundos.
Me quedo un rato mirando una especie de medallón de Carcassone, observando la ciudadela grabada y leyendo la inscripción: cité médiévale. Es un souvenir hecho a partir de una moneda de cinco céntimos que, aplastada en una máquina por el módico precio de un euro, se convirtió en medallón. Un recuerdo cutre, de mal gusto, que no le habría regalado a nadie ni en broma, pero que a mí me recuerda uno de mis primeros viajes solo. Fui a Francia con mi instituto, de intercambio, a algún pueblo cerca de la frontera; tendría catorce, quince o dieciséis años, quién sabe, y me acogió un francés rarito, más rarito que yo, y marginado por sus compañeros. No recuerdo su nombre, como tampoco recuerdo el nombre del pueblo; del viaje solo recuerdo que me lo pasé muy bien y que una noche el rarito y yo fuimos al cine a ver una película de acción y me quedé dormido. Y que al día siguiente fuimos de excursión a Carcasona, que no quedaría lejos.
Dejo el medallón en la mesa y saco un llavero de la cajita. Es plano y más bien amorfo, en un costado hay un ángulo recto y en otro un corte brusco que lo hace parecer un abrebotellas. Muchas veces lo he usado para abrir cervezas, pero en realidad el llavero es simplemente un mapa de Texas; los texanos deberían estar orgullosos de que sus fronteras abran, cuando menos, cervezas. Como la pintura está tan desgastada —las ciudades, divisiones administrativas y ríos han quedado arrasados por el blanco desgaste— es imposible darse cuenta de que el llavero es un mapa, excepto para los estadounidenses y algunos frikis de la geografía. Antes lo usaba siempre (como llavero) y cuando abría o cerraba la puerta de casa, fuera cual fuese, me acordaba de mi amigo Marc, que fue quien me lo regaló después de un viaje que hizo por los Estados Unidos; también me acordaba de él cuando lo usaba para abrir una botella, a menos que luego bebiera mucho, y cuando veo un partido del Barça, porque fue Marc quien me aficionó al fútbol. Sin embargo, en algún momento dejé de usarlo (como llavero) y lo metí en la cajita azul, con el resto de trastos. Pienso ahora que quizás pensé entonces que no me convenía abusar de los recuerdos: si recordaba demasiado, mis memorias acabarían tan desgastadas como el mapa del llavero.
Dejo el llavero-mapa en la mesa y saco más cosas. Un carné de la biblioteca, una tarjeta del metro de Barcelona caducada, un pendiente que hace mucho que no me pongo, un botón de la que era mi camisa favorita y otros trastos. Cada trasto acciona mi memoria, cada trasto tiene una historia. No merece la pena contarlas todas, porque todas son historias minúsculas, menos que anécdotas personales. Su valor —el de los objetos pero también el de sus respectivas historias— es nulo, porque es intransferible. Solo puede interesarme a mí.
Tengo en casa, en mi nueva casa, otros trastos similares a los que conservo en la cajita azul, otros trastos sin valor con historias sin valor. Por ejemplo, la silla en la que ahora mismo estoy sentado: una silla de color negro. Si no es la silla más barata de Ikea, es la segunda más barata, es de madera y mi novia le pintó unos lunares de colores llamativos en el respaldo para darle un poco de vida. No es muy cómoda, pero la conservo porque me la regaló mi amigo Luis. Para ser más exacto, no me la regaló sino que me la dio: después de pasar unos meses viviendo en Cracovia, Luis regresó a España, y la silla negra no aprobó el examen de conciencia. Cuando me siento en la silla negra a topos de colores, me acuerdo de él: no tanto de sus meses cracovianos como de nuestros años barceloneses, los años que pasamos estudiando Humanidades y charlando de libros entre cafés y cervezas. O quizás me acuerdo de las conversaciones literarias que seguimos teniendo ahora y que, como mis trastos, siguen siguiéndome.
Hay otro trasto que metería en la cajita azul, si cupiera: una mesa. Esta mesa de cristal, en la que me apoyo para escribir estas líneas, es mi última adquisición. Me la dio mi amigo Alex (sin acento) cuando decidió irse de Cracovia y se dio cuenta de que la mesa tampoco le cabía en la maleta. Mientras estoy trabajando, escribiendo o perdiendo el tiempo en internet, algunas veces me quedo embobado mirando el cristal traslúcido y recuerdo a Alex, el mexicano. Las tardes que pasamos en la escuela de idiomas donde ambos trabajábamos, las noches de cervezas y vodkas, las conversaciones de libros y lengua: ¿y vosotros cómo decís cacahuete?, ¿y cómo se dice en España coger?, ¿y por qué vosotros no tenéis vosotros?, ¿y por qué decís se los dije y no se lo dije?, ¿y ustedes por qué suben arriba y bajan abajo?
Sentado en la silla de Luis escribo en la mesa de Alex, y como tanto Luis como Alex también escriben o son escritores, pienso supersticiosamente que los objetos que me legaron o se dejaron en Cracovia, sus cosas que ahora son mis trastos, me inspiran. Cuando me atasco, no invoco sus espíritus sino sus efluvios, porque soy muy materialista: pienso supersticiosamente que quizás haya algo de ellos en la silla y en la mesa, tres o cuatro partículas intangibles con menos entidad que las historias mínimas que los dos trastos me evocan. Y esta nonada me desbloquea y me pongo a teclear.
Vuelvo a meter el llavero, el medallón y el resto de trastos en la cajita azul, que cierro y vuelvo a meter en la caja negra, que cierro y dejo sobre la mesa de cristal. En Las mil y una noches, Scherezade le cuenta un cuento tras otro a su terrible esposo, el sultán Shrahiar. Un cuento lleva a otro cuento, una historia incluye la siguiente. Si Scherezade dejar de narrar o si la atención del sultán decae, este la matará: esta insana costumbre tenía su esposo. Por eso Scherezade nunca puede parar de contar, por eso dentro de un relato se abre otro relato, por eso en una caja hay otra caja con otros trastos.
¿Llegará el día que mis trastos no me digan nada, que abra una caja y no salga una historia?
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