Cuando
mueran los Rolling Stones, no acabará una época sino dos o tres. La
libertad de expresión, la socialdemocracia, el hedonismo hippy, la
Guerra Fría, la descolonización, el auge del neoliberalismo, la
caída del Muro de Berlín, el 11-S, la Crisis de los refugiados: los
Rolling Stones enterrarán a varias generaciones y unas cuantas
mentalidades, terminarán el siglo XX y parte del XXI. Estas Piedras
han rodado tanto para llegar hasta esta última gira de
su carrera, No Filter.
Algo
así intentaba pensar yo durante el concierto de los Rolling Stones
en Spielberg, Austria, el pasado sábado 16 de septiembre. A mi
alrededor había miles, diezmiles de personas de todas las edades:
grupos de amigos más bien entrados en años, parejas puretas de fans
incondicionales desde tiempos inmemoriales, familias de dos e incluso
tres generaciones: adultos, viejos, jóvenes y niños, abuelos,
padres, hermanos, hijos y quién sabe si nietos. También el espectro
socioeconómico quedaba bastante cubierto a mi alrededor: por un
lado, los que solo habíamos pagado cien euros por la entrada,
apretujados en una platea de centenares de metros cuadrados que no
era sino un prado extensísimo embarrado; por el otro, los que se
sentaban en las gradas laterales y los más pudientes, delante del
escenario, de pie en espacios semicirculares compartimentados y cada
vez más cercanos a sus Satánicas Majestades. El arquitecto del Red
Bull Ring de Spielberg había leído la Divina Comedia de
Dante, sin duda. A mi alrededor había austríacos y alemanes, pero
también croatas y eslovenos, eslovacos, húngaros, polacos e
italianos y algún que otro español y francés, en fin, un buen
muestreo europeo con unas cuantas excepciones extracomunitarias. A mi
alrededor había fans verdaderos, groupies auténticos desde
siempre, y también los que solo venían por el especáculo o por el
renombre del espectáculo; seguramente yo pertenecía a este
subgrupo, porque en vez de prestar atención a la música iba
pensando en estas cosas. Sin embargo, más que el sueldo, el coste de las
entradas o las nacionalidades nos diferenciaba el suelo: los que
estábamos en el área de general admission no teníamos bajo
nuestros pies más que el barro de lo que horas antes había sido
mullido césped. La lluvia y los cientos de miles de pisadas habían
convertido la pradera en un lodazal. La suciedad en los zapatos o en
los pantalones, la altura donde se detenía el marrón: esta era la
marca distintiva. Y a más de cien metros de nosotros, alejados del barro,
estaban ellos, impecables, intocables: Mick Jagger, Keith Richards,
Charlie Watts, Ron Wood y quienes los acompañaran. Arriba, las
piedras rodantes; abajo y alrededor, el barro.
Y yo
seguía sin concentrarme demasiado en la música ni en sus
intérpretes, no importaba si tocaban “Simpathy for the Devil”,
“Paint it Black” o cualquiera de sus clásicos, ni siquiera las
canciones que no conocía conseguían captar mi atención. Debía
agradecerles a los Rolling Stones que tocaran estos temas y no los
nuevos, por todos desconocidos, pero no podía dejar de preguntarme
cómo eran capaces de interpretar una y otra vez la misma canción
desde hacía tantos años. ¿Cómo eran capaces de salir a tocar
motivados después de tantos conciertos exactamente iguales? ¿Cuál
era su secreto para no hartarse de ser los Rolling Stones? Porque su
interpretación de los Rolling era impecable, musical y
performativamente, a pesar de su vejez. No solo eran los Rolling
auténticos sino que los imitaban al pie de la letra: Mick Jagger
bailaba y se contoneaba como Mick Jagger, corría por el escenario
como Mick Jagger y sacudía extático los brazos en cruz como Mick
Jagger. Era una actuación perfecta incluso en su imperfección: en
la primera canción los volúmenes de los instrumentos estuvieron
descompensados, en otra Mick Jagger saltó al estribillo demasiado
pronto y la banda tuvo que adaptarse para seguirlo y durante un par
de temas Keith Richards acaparó excesivamente la atención,
aburriendo al público. Era un espectáculo calcado a los conciertos
que yo había visto en vídeo; no creo que hicieran ningún gesto
nuevo ni que improvisaran una nota que no hubieran improvisado antes.
Si los Beatles tienen una legión de músicos fans que los reproducen
a la perfección, los Rolling se tienen a sí mismos: son la
auténtica copia de la copia.
Pero
quizás esta impresión de falsificaciones ultrarreales me la dieran
las pantallas. Porque yo estuve en el concierto de los Rolling Stones
en Spielberg, Austria, el pasado sábado 16 de septiembre, pero a los
Rolling Stones casi ni los vi. Casi no los vi en persona, porque
estarían a cien o doscientos metros de mí: entre las cabezas del
público, asomaban fragmentos de minúsculas figuras que debían de
corresponder a tal o cual miembro de la banda. Lo que yo vi eran las
cuatro pantallas monumentales que desde detrás del escenario
reproducían lo que ahí estaba sucediendo, cuatro macropantallas
verticales, cuatro grandes smartphones,
que hacían de altavoces visuales: gracias a ellas todos podíamos
ver el espectáculo de los músicos. Mick Jagger era un coloso mítico
de quince metros de altura a quien las pantallas hacían omnivisible.
A veces los cuatro miembros principales aparecían simultáneamente,
repartidos uno en cada pantalla; otras veces, solo uno de ellos
copaba las cuatro, repetido desde diferentes ángulos; de vez en
cuanto mostraban a otros músicos, a los secundarios, si
tenían un papel importante en ese instante. Los privilegiados que
estaban delante del escenario podían contemplar lo real, casi tocarlo; los menos
privilegiados se conformaban con el simulacro. Pero el montaje del
simulacro era espectacular: las cámaras captaban la acción desde
varios puntos de vista, compenetraban música y músicos y lo sazonaban todo
con efectos especiales: blanco y negro o color, formas, animaciones,
imágenes, textos y vídeos. La edición era más impresionante que
el concierto grabado por Martin Scorcese en Shine a Light (2008),
pero el trabajo de los técnicos en Austria era en directo. La
gira No Filter ofrecía el espectáculo doble y simultáneo del
concierto y de su grabación. Además
del barro que cubría nuestros zapatos y pantalones, aquello solo tenía un defecto: el desfase.
Había un segundo de retraso entre el audio y el vídeo, quizás
incluso menos tiempo, pero suficiente para dar la molesta sensación
de que estaban haciendo playback o para recordarte que el
concierto real solo sucedía en el escenario.
Mientras
veía y escuchaba a los Rolling Stones en sus macropantallas y los
intuía en el escenario, recordé “Del rigor en la ciencia”, el
relato de Jorge Luis Borges en el que unos cartógrafos realizan un
mapa a escala 1:1, es decir, un mapa del mismo tamaño que el
territorio y que, por tanto, lo recubre y sustituye. Recordé que
Jean Baudrillard dice que en nuestras sociedades de la información
hipertecnificadas el simulacro (el mapa) es más real que la realidad
(el territorio). Recordé El mapa y el territorio, la novela
de Michel Houellebecq donde un artista titula su exposición El
mapa es más interesante que el territorio. Recordé al filósofo
polaco-estadounidense Alfred Korzybski, que decía que “el mapa
no es el territorio”. Borges, Baudrillard y Houellebecq lo
confirman a su manera: el mapa no es el territorio sino superior al territorio, las
pantallas de los Rolling Stones son muy superiores a los Rolling
Stones. Los Rolling Stones son los viejos dioses de American Gods
digitalizados por los nuevos dioses, convertidos en un producto
de masas reproductible instantáneamente y a gran escala.
La
última canción que tocaron en Spielberg, Austria, fue “Gimme Shelter”, que habla de la
guerra, de la violencia y de su cercanía; fue compuesta en 1969, en
los últimos años de la Guerra de Vietnam, cuando la oposición a
esta era total. La letra manda un claro mensaje de paz y amor: la
guerra está a solo un disparo de distancia y el amor está a solo un
beso de distancia. Mientras los Rolling Stones tocaban, las
macropantallas mostraban imágenes de represión policial y guerra,
protestas y manifestaciones, hombres y mujeres, blancos y negros,
todos en armonía. Pensé que la canción hablaba del presente, de
los refugiados en busca de refugio (shelter), de otra guerra
mundial a punto de desatarse a causa de nuestros disparatados
políticos y del amor como único antídoto contra todo. Luego pensé que
aquello era ridículamente infantil: mis pensamientos y las pantallas
mostrando esas imágenes. Para acabar, pensé que aquella canción
debería llamarse No Shelter y aquella gira, Gimme Filter.
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