domingo, 15 de septiembre de 2013

Nuevos primeros días polacos

"Sabio es aquel que monotoniza su existencia, 
pues así cada pequeño incidente tiene para él el privilegio de la maravilla."
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego.


Día primero: martes 3 de septiembre

Al regresar hace unos días a Cracovia, choqué inesperadamente con el carácter de los polacos. Esta vez me parecieron aún más serios, distantes, ensimismados, enfadados, tristes, callados, que hace un año. Incluso sus ropas me parecieron más grises, beiges, ocres, negras, que hace un año; hasta cuando vestían colores cálidos o vivos, su combinación me parecía más oscura que hace un año.

En el aeropuerto, ayudé a un grupo de catalanes que iba a pasar una semana a Cracovia: cómo comprar los billetes de autobús, dónde comer, dónde salir, etc. Supongo que pillé desprevenido a mi cerebro cuando súbitamente empecé a desempolvar aquellos nombres que parecían condenados, si no al olvido, sí a la mera conmemoración eventual. Lentamente y con dificultad, iban volviendo a mi memoria decenas de bares, calles y monumentos; sin yo haberlas invocado, cientos de anécdotas personales dotaban de un valor incomunicable cada sintagma nominal recuperado. Mientras los catalanes confeccionaban una lista, yo entretejía una historia.

Fue en el autobús donde percibí la —por llamarla de algún modo— distancia cultural con los polacos. Mientras recitaba lugares y consejos al grupo de catalanes, en el autobús reinaba el silencio. Curiosamente, los únicos extranjeros éramos nosotros; todo el resto era polaco. Nuestro tono de voz y el volumen que utilizábamos irritaban visiblemente a los demás, acostumbrados al silencio público; para los oyentes polacos, cuando nos reíamos, nos reíamos de ellos.

Pero ¿por qué me sorprendía una diferencia cultural que ya conocía? Supongo que esta vez ni la emoción ni el miedo de lo nuevo me enturbiaban la mirada, sino que era la nostalgia la que condicionaba mis expectativas. Yo esperaba ser recibido por una Polonia con los brazos abiertos, pero topé, simplemente, con Polonia.

Al menos esta vez no tuve que pedir ayuda para llegar al hostal, sino que me limité a prestarla. Me despedí de los catalanes sin darles mi contacto, pues no quería ni hacer de guía ni, de rebote, tener que compartir mis vivencias pasadas con ellos. A la llegada al hostal no salí a descubrir aquellas calles que ya no eran nuevas: el reencuentro podía esperar hasta el día siguiente. Me instalé en el comedor y aproveché las últimas horas de sol para realizar las primeras llamadas.

Allí estaba, en el mismo hostal que hacía un año, buscando piso como hacía un año, cuando un tipo se sentó frente a mí y empezó a skypear en portugués. Yo seguía a lo mío: casi todos los anuncios estaban caducados o no respondían a mis llamadas. Pero la hiperactividad del portugués me distraía: comía, hablaba por Skype, se levantaba, volvía, bebía, masticaba, hablaba con otros huéspedes, etc. Se hizo tarde para llamar a más pisos, así que me relajé y tomé nota de todo lo que hacía aquel portugués multitarea. Sin embargo, cambiaba de actividad tan rápido que mi cerebro y mi bolígrafo no podían seguir su ritmo; la acción precede al verbo, claramente. Por suerte, recibió una llamada al móvil, contestó y salió de la habitación corriendo.

La calma y la tranquilidad lo cubrieron todo tímidamente, atemorizadas por el posible regreso del terremoto. Oí entonces a una pareja cuchicheando, surgida de la nada que el seísmo portugués había dejado tras de sí; una familia de turcos comía ruidosamente a su lado. Mi atención había quedado huérfana, la normalidad reinaba de nuevo. A falta de entretenimiento, me puse a escribir correos electrónicos para buscar trabajo como profesor de español.

Cuando la puerta se abrió de repente, entró, como un vendaval, el portugués. Toda la habitación fijó los ojos en él, esperando otra ráfaga de hiperactividad. El portugués se sentó al ordenador y se quedó quieto, sin hacer nada más. El movimiento que antes rebosaba ahora escaseaba. Estaba casi inmóvil frente a su portátil: toda su actividad se reducía a mover los ojos y utilizar el mouse. Pero el anterior frenetismo estaba concentrado en el índice de la mano derecha: presionaba el ratón como un poseso. Me levanté para, disimuladamente, confirmar lo que estaba haciendo: jugar al World of Warcraft.

Me fui a dormir admirando el poder de los videojuegos. ¡Con qué facilidad consiguen la atención de todos, incluso de los casos con más déficit de atención! Dejan en ridículo a la publicidad, el arte, la literatura, los políticos, los educadores... Y, por supuesto, a los blogs de cualquier tipo.

Y atardeció y amaneció: día primero. Todavía no: antes de amanecer, fui despertado. Fueron mis compañeros de habitación, unos americanos graciosetes y risueños, borrachos y felices por estar en Cracovia. Me contuve, como buen cristiano: no solté ni una imprecación. Finalmente logré dormirme y, ahora sí, atardeció y amaneció: día primero.


Día segundo: miércoles 4 de septiembre

Me levanté pronto y estruendosamente, para fastidiar en vano a los americanos graciosetes y risueños, que dormían, y quedé con una amiga polaca, casi la única conocida que me quedaba en Cracovia. Me echó una mano y llamó, en perfecto polaco, a varios pisos que me interesaban. Conseguí dos visitas para el jueves y cuatro para el viernes.

Quizá haberme socializado un poco fue lo que hizo que mejorara mi actitud. Cracovia ya no me parecía tan hostil como el día anterior. Sin embargo, el panorama en el hostal era el mismo: el trajín de la familia de turcos, el escándalo del portugués. Así que me fui pronto a la cama.

Atardeció y, sin más complicaciones, amaneció: día segundo.


Tercer día: jueves 5 de septiembre

Anunciar pisos de 20 m^2 es más difícil de lo que parece. Es un arte, y las inmobiliarias lo dominan bien, en Polonia, en España o donde sea. Un ejemplo en tres pasos: al entrar, un hall-cocina (nevera, fogones, lavadora); a la derecha, conecta con el baño; al fondo, con el comedor-habitación (mesa, sofá-cama, armario, ventana). Puro minimalismo.

Otro ejemplo, esta vez en dos tiempos y medio: al entrar, un vestíbulo-cocina comunitario (compartido entre cuatro habitaciones); al frente, el comedor-habitación (cama, armario) con baño anejo. Aquí pasamos del less is more al compartir es vivir.

En el hostal, las cosas no habían cambiado demasiado. En mi lugar habitual estaba sentada una añosa familia: los padres —ya en edad de ser abuelos— y el hijo —bastante mayor que yo—. Agucé el oído para intentar saber de qué hablaban, pero no comprendí nada. Ni siquiera logré identificar el idioma que utilizaban. ¿Por qué no iba y les preguntaba directamente por su lengua? Aquella era una excusa tan buena como cualquiera para entablar conversación. Pero la verdad es que lo último que me apetecía era hablar con un extraño. No es que no quisiera hablar, sino que no quería hablar con un extraño. ¡Qué pereza pasar otra vez por aquel engorroso ritual de conocer a un desconocido!

Sin embargo, cuando la familia se fue, me sentí culpable. Mi conciencia me recriminó no haberlos interpelado. Así que decidí salir a tomar una cerveza, aunque fuera solo: a alguien encontraría con quien hablar. Me fui a la Pijalnia de Kazimierz, el barrio judío. (Más lecciones de polaco: Pijalnia signifca algo así como bebedero, lugar donde beber.) Tras pedir la cerveza miré a mi alrededor: hasta el más borracho del bar estaba acompañado. Iba bebiendo mi cerveza tranquilamente pero no encontraba a ninguna víctima para mis ansias de conversación —aquellos estaban muy acaramelados, los otros muy borrachos, los de más allá sólo hablaban en polaco—. No bastaba con haber salido, tenía que hablar con alguien. Pero cuanto más tiempo pasaba, cuanto más bajaba la cerveza, menos me apetecía hablar con nadie.

—Oye —me dijo alguien en inglés—, tú estás en nuestra habitación, ¿no?

Reconocí aquella voz, gracioseta y risueña, al instante: eran los americanos escandalosos que me habían despertado hacía dos días. Me fui de cañas con ellos y pasé por el aro: me llamo de este modo y de este otro, el año pasado estuve estudiando y trabajando en Cracovia, regreso para trabajar, estoy buscando piso para vivir con mi pareja, que llegará en unos días, etc. Su entusiasmado interés —probablemente circunstancial y falso— contrastaba con mi absoluto desinterés, tanto por su historia como, sobre todo, por la mía. Hablar de mí me aburre, pues ya conozco mi historia. Repetirla es sólo arriesgarse a escuchar los mismos comentarios, las mismas sugerencias. Sólo merece la pena, quizá, escribirla; es decir, trocearla, falsearla, adornarla.

Y así estuvimos hasta que atardeció y amaneció: día tercero.


Día cuarto: viernes 6 de septiembre

También el viernes sucedieron cosas reseñables, cómo no. Entre otras, encontré piso. ¿Cómo, dónde, cuándo? No es realmente interesante...

Y, qué cosas, atardeció y amaneció: día cuarto.


Día quinto: sábado 7 de septiembre

¿Qué haría aquel nuevo primer sábado polaco? ¿Saldría a tomar algo? ¿O me quedaría en mi nuevo piso limpiando? ¿Y no me ocurrieron, como los otros días, anécdotas igualmente dignas de mención? Seguro que mil fruslerías pasaron por delante de mis narices o por dentro de mi cabeza...

Y atardeció y amaneció: día quinto.


Día enésimo: domingo 15 de septiembre

Pero ¿hasta cuándo seguiré contando —numerando y relatando— los días? ¿Cuándo se diluirán, primero en semanas, luego en meses, como los segundos en minutos y los minutos en horas, entrando por fin en el ciclo de la rutina? ¿Cuándo surtirá efecto la píldora de la monotonía, que convierte los días en meros números? ¿Cuándo logrará la repetición —levantarse, cagar, ducharse, desayunar, trabajar, comer, trabajar, ir al gimnasio, cenar, dormir— pulir las aristas que los diferencian, facilitando el necesario olvido de aquellos nuevos primeros días polacos?

Supongo que el tope es variable, pero será sin duda digital: cuando no pueda contar los días con los dedos de las manos, empezará a rodar la rutina. Quizá la rutina empiece a los siete días, como es el caso de Dios; quizá a los diez, o a las dos semanas. ¿Y cuándo volveré a hartarme de ella, de la repetición de los días? ¿Cuándo se amontonarán tantos días iguales hasta necesitar un cambio, un recomenzar a contar?

La rutina es el tiempo circular de la naturaleza a escala humana. Sólo en la rutina pueden existir la felicidad y su reverso tenebroso, el tedio. Y sólo la ilusión del tiempo lineal, la huida hacia adelante en busca de lo nuevo y lo único, puede detener el tedio y permitirnos disfrutar —temporalmente, ilusamente— otra vez de la felicidad.

No sé tú, pero yo necesito combinar los dos ritmos para ir tirando: un período de rutina, otro de cambio, rutina, cambio, rutina-cambio, trabajo-vacaciones, invierno-verano, ciudad-playa, circular-lineal, realidad-ficción...

* * *

Ahora que ya estamos instalados en el piso me parece una aberración escribir sobre aquellos días. Aunque ha pasado sólo una semana, volver a ellos es una infidelidad al olvido.

Y atardeció y amaneció...

No hay comentarios:

Publicar un comentario