domingo, 22 de mayo de 2016

Un ateo en la JMJ (3)

3. Un ateo

—¿Si de verdad eres ateo, qué te importa un evento católico como la JMJ? Los ateos deberíais ocuparos de vuestros asuntos y dejar de meteros con los creyentes. En el fondo, no podéis vivir sin la religión. Sentís envidia de los cristianos y de la fortaleza de nuestros valores morales.

Más o menos esto me vino a decir un amigo de Facebook hace un par de días, a raíz de la primera crónica de Un ateo en la JMJ. No lo escribió en mi muro, públicamente, sino en el chat privado de la red social. De otro modo, quiero pensar que alguien le habría dicho que su concepción del ateísmo es más propia del siglo XIX que del XXI, siglos diferentes a pesar de contener las mismas letras. Yo lo dejé correr: le contesté con un smiley y sanseacabó.

Sin embargo, su comentario me puso a reflexionar. ¿Soy en realidad ateo? ¿Por qué? ¿Siempre lo he sido? ¿Por qué el ateo sigue teniendo mala reputación y el creyente es modélico? En fin, mi amigo de Facebook me dio un pretexto para empezar este tercer texto.

* * *

Las elecciones religiosas nunca son totalmente libres, pues toda elección está siempre condicionada, a veces incluso determinada. Y las creencias no son una excepción. Ser católico, protestante, musulmán, judío, budista, ateo, agnóstico o lo que sea depende de factores externos. Los condicionantes son muchos y muy variados: la época, el país y la cultura en la que hemos nacido, la educación que hemos recibido, la familia que nos ha criado, los amigos de los que nos hemos rodeado, nuestra experiencia vital, los libros leídos y los países visitados, etc. Por tanto, tan necio es el católico que cree ciegamente en el libre albedrío como el ateo que piensa que su elección es solo fruto del racionalismo, la lógica, el progreso o la ciencia. No niego la libertad, solo le devuelvo sus límites reales: existe, obviamente, pero es más reducida, más humana, de lo que imaginamos. Un ejemplo: nadie me dirá qué tengo que comer, pero la dieta que yo decida no será solamente mi elección personal sino consecuencia de los ingredientes de los que disponga, mi capacidad adquisitiva, las características de mi cuerpo, la cultura a la que pertenezca, etc. Lo mismo ocurre con la religión: depende de las circunstancias tanto o más que del individuo. Estas limitaciones no deberían hacernos sentir claustrofobia electiva, sino todavía más libertad, aquella que proporciona la verdadera consciencia de los borrosos límites del yo.

En primer lugar, pues, soy ateo por mi familia, gracias a mi familia. A su vez, mis padres rechazaron la religión porque sus respectivas familias no eran muy religiosas, pero sobre todo porque la España franquista que educó a su generación los saturó de catolicismo. ¿Quién se avendría a practicar la religión del régimen totalitario de Franco? Si leemos El florido pensil o Usos amorosos de la postguerra española, nos podemos hacer una idea de cómo era el sistema educativo del nacionalcatolicismo en el mejor de los casos; en las situaciones más extremas, La mala educación nos muestra los abusos sexuales que sufrieron los estudiantes por parte de sus piadosos profesores.

A pesar de todo, cuando nací mis padres decidieron bautizarme para evitar disputas familiares: prefirieron seguir a regañadientes la tradición a provocar discusiones innecesarias con la familia. Obviamente, el pragmatismo y la selección minuciosa de las batallas personales son algunos de los valores que me han inculcado. Porque, a pesar del ateísmo, mis padres me han transmitido muchos valores, demostrando con la práctica que hay vida civilizada tras la muerte de Dios.

Es evidente que no tuve libertad absoluta para escoger mis creencias religiosas, pues ya he dicho que no existe una libertad así. Sin embargo, mis padres hicieron todo cuanto pudieron para darme el mayor margen de elección posible. No solo en cuanto a religión: me permitieron elegir mis estudios universitarios (Ingeniería informática) y cambiarlos más adelante (Humanidades) cuando me arrepentí de mi elección. Además de la libertad, me ayudaron económicamente, pues es difícil ser libre sin dinero. A menudo me pregunto cómo aprendieron a confiar tanto en la libertad sin caer en sus excesos.

Recuerdo que, si les preguntaba si Dios existía, me contestaban que ellos pensaban que no, pero que yo podía creer lo que quisiera. Y durante muchos años lo hice: al margen de la Iglesia, me devoraba los sesos creyendo y dejando de creer en Dios, sopesando los argumentos a favor y en contra de Su existencia, las ventajas y desventajas de ser ateo o creyente, los posibles escenarios que se me presentarían tras la muerte, con arrebatos místicos incluidos. Se me secó el cerebro de tanto pensar en Él: así pasé la edad del pavo.

Recuerdo que en la escuela primaria quise dejar de asistir a clase de Ética por curiosidad espiritual y porque la profesora solo nos enseñaba modales e higiene —cómo portarse en la mesa, cómo contestar educadamente, cómo cortarse las uñas—, mientras que el de Religión era un cura-estrella de rock que había llamado hijo de puta a uno de sus estudiantes. Mis padres no se opusieron y me apuntaron a la clase de Religión, donde aprendí un par de oraciones y lo poco que sé sobre la liturgia católica, pero al curso siguiente me permitieron regresar a Ética. Aunque no las siga, no olvidaré jamás las lecciones de aquella profesora: hay que dejar el pan a la izquierda del tenedor, ponerse la servilleta en el regazo y no apoyar nunca los codos sobre la mesa.

Recuerdo que una vez convencí a mi abuela de que me llevara a misa con ella: pese a que me parecía un mundo incomprensible, aburrido y poco atractivo, quería probar una hostia, el cuerpo de Jesucristo. ¿Qué sentiría uno al practicar la teofagia? Cuando me dijo que teníamos que aguantar hasta el final de aquella tediosa ceremonia y que sería el sacerdote quien me pondría la hostia en la boca, le dije que quería irme. Espero poder probar algún día el pan ácimo consagrado.

Recuerdo que en la época en que mis amigos empezaron a hacer la primera comunión y a recibir regalos —un reloj digital, una bici, una videoconsola, una tele—, yo también se lo pedí a mis padres. Cuando seas mayor de edad podrás hacerla si quieres, me dijeron, pero por entonces había dejado de interesarme tanto la religión. Y es que a los dieciocho hay cosas más golosas en la viña del señor.

En fin, aunque crecí en un ambiente laico, no me cerraron nunca las puertas de la religión, pero tampoco me invitaron a cruzarlas: haz lo que quieras, esta era la consigna. En realidad, la religión nunca ha sido una gran preocupación en mi casa. En una de mis últimas visitas a Barcelona, mi tía me contó una anécdota que refleja perfectamente el lugar que para nosotros ocupa la religión. Mi prima, de niña, le hizo una pregunta al pasar delante de una iglesia:

—Mamá, ¿por qué no entramos nunca en esta tienda? ¿Es muy cara?

El mensaje de mis padres estaba claro: la iglesia no es una tienda muy cara, simplemente no nos gusta lo que vende. Eso sí, si quieres entrar, allá tú.

A causa de esta actitud tan laxa, hasta hace poco mi relación con la religión era ambigua: oscilaba entre el deísmo, el agnosticismo, la irreligiosidad y el ateísmo. Cuando me preguntaban qué era yo, me gustaba contestar que era ateo los viernes, sábados y domingos, pero agnóstico entre semana. Esta broma escondía el miedo a escoger completamente una postura u otra.

Una de las causas de este miedo era, sin duda, la mala reputación del ateísmo. Desde siempre, la oposición al ateísmo se ha encargado de componerle un largo historial de mala fama. Por culpa de la difamación por parte de las religiones, el ateísmo es asociado al anarquismo y al comunismo más agresivos, a la violencia quemaconventos, a la falta de valores nihilista y al "todo está permitido si no hay Dios", al hedonismo y al materialismo mal entendidos, etc. En el cine y la literatura, los personajes ateos son descreídos, desgraciados unas veces y amorales otras, repletos de dudas existenciales incomodísimas y jamás a gusto con sus creencias, dependientes de la religión, muchas veces terminan convirtiéndose para lograr un final feliz, etc. Por contra, apenas hay ficciones con un personaje ateo cuyo problema no sea precisamente el ateísmo; pienso en el profesor de La lengua de las mariposas, pero no se me ocurren más ateos felices. Hay que desproblematizar el ateísmo.

* * *

Hace cinco años, precisamente durante ese 2011 en que llegaron los bárbaros a Barcelona, tuvo lugar una escena cotidiana que me obligó a escoger y verbalizar mi posición, a salir definitivamente del armario religioso. Un amigo que me visitó en mi piso del Raval estaba ojeando los desordenados libros de mi estantería. Le llamó la atención que al lado de la Biblia estuviera El malestar en la cultura de Freud. Le sacó una foto con su móvil a aquel supuesto oxímoron literario y me la mostró. En seguida reconocí los lomos de mis libros y el estante en el que se encontraban.

—¿A quién prefieres: a Dios o a Freud? —me preguntó.

La elección es obvia, para mí. Sin embargo, la misma curiosidad que me hizo escoger el ateísmo es mucho más fuerte que este. Por eso me importa esta JMJ.

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