martes, 26 de junio de 2012

Entrevista breve con V

Tendría que haber escrito esta entrada la semana pasada para no olvidar lo que quería decir, para ser (más) fiel a la realidad.

Por desgracia, ahora corro el riesgo de confundir el orden de los acontecimientos o de falsearlos sin querer, o de contaminar el ambiente post-Sónar en que sucedió mi historia —ambiente árido, polvoriento y de resaca general— con el que he vivido hasta hace un par de días —la de Sant Joan es una atmósfera bélico-carnavalesca, de niños endemoniados tirando petardos en las claustrofóbicas calles del Raval, entre gritos y carcajadas—, o de no presentar al protagonista de esta historia tal y como era, sino en función de esta última semana. 

(Sin embargo, creo que el mayor peligro es que la historia se me alargue demasiado. En una semana, la capacidad de fabulación puede dar mucho de sí. Esto es un aviso y una disculpa.)

Pero los exámenes me han impedido, hasta ahora, escribir —y hacer otras cosas de índole más bien ociosa—. En verdad, solo un examen y un trabajo me lo han impedido. De hecho, tampoco me lo han impedido el examen y el trabajo, sino la necesidad de estudiar y la obligación de escribir (académicamente, no lúdicamente). Y sin olvidar mi nuevo trabajo, claro, que me ocupa las tardes sin clemencia.

Sí, lo sé, podría haberme ahorrado este circunloquio. Hubiera ido más rápido diciendo, simplemente, que me había retrasado por falta de tiempo. U omitiendo mi retraso (¿a quién le importa?), simulando que lo que voy a contar me había pasado, por ejemplo, ayer. O presentándolo de un modo indeterminado, situándolo en una fecha cualquiera, sin los referentes a la realidad que quería otorgarle (el fin de semana enturbiado del Sónar, un poco irreal también). Pero cuando uno hace de la verdad su bandera ya sabe a lo que se atiene: lo fastidioso de la verdad, en comparación con la mentira, es que siempre es más complicada. A la verdad nos acercamos con rodeos, recorriendo recovecos y caminos secundarios, alumbrando los escondrijos húmedos y malolientes donde tiende a esconderse lo cierto; a la mentira llegamos en línea recta porque siempre está ahí, no se oculta.

En fin, se acabó el prólogo.

* * *

Ese domingo 17 de junio, pues, tras aguantar los maullidos de mi gata durante horas, me decidí a bajar a la calle para comprarle la comida que me exigía. Maullar hasta la tortura es su manera de decirme que la responsabilidad, por minúscula que sea, nunca es compatible con la resaca dominical.


Al salir de la tienda con mi bolsa de comida para gatos, pasé frente a una hilera de vagabundos, sentados en el suelo, delante del escaparate de una panadería; el Sónar, con sus conciertos en la plaza del MACBA y alrededores, los había desplazado de su residencia habitual. Dos mendigos, uno con el pelo rizado a lo Harpo y otro con un sombrero con una pluma, jugaban al ajedrez, y otros tantos los contemplaban. Me quedé mirando al más joven, situado detrás del del sombrero.

—¿Me invitas a unos Friskies? —me dijo. Me sonaba de algo.

—Hombre... si quieres —le respondí, por decir algo, desconcertado.

—¿No te acuerdas de mí, no? —me dijo, leyéndome el pensamiento, sonriendo y levantándose—. Si me invitas a un café te refresco la memoria.

Desde el interior de la panadería, a través del vapor de nuestros cafés con leche, podíamos ver los cogotes de los ajedrecistas.

—¡Qué memoria la tuya! ¡Soy V, tío!

—¡Coño! ¡Es verdad! —respondí, y al fin lo reconocí, más o menos. Íbamos juntos al instituto. V quería ser mecánico—. ¿Qué tal todo?

—Pues bien, he estado el fin de semana en Barcelona.

—No nos vemos desde que acabamos la ESO... ¿Qué estás haciendo? ¿Trabajas? ¿Estudias?

—Bueno... todavía hago de mecánico con mi tío. Ah, y también empecé a estudiar Filología Clásica...

—¿Cómo?

—Como lo oyes. Vueltas que da la vida.

—¿Y por qué filología clásica?

El recuerdo de V, la imagen que de él tenía, iba tomando forma de nuevo en mi cabeza: un quinqui apasionado de las motos y, por extensión, de la mecánica, con una novia que, junto a la moto, era una prolongación de V y, a la vez, conformaba su mundo: él, su moto y su jai. La filología no encajaba en esas piezas.

—¿Que por qué? Pues no sé. Bueno, pasó algo, y desde entonces quise entender lo que pasaba, ¿sabes?, el mundo y tal. Y la mecánica como que no. Me dije, o me dijeron, ya no me acuerdo, que si entendía el principio de todo, la Antigüedad, entendería el resto. Y, no sé, filología me sonaba mejor que historia o filosofía.

—¿Y qué tal te ha ido?

—Bueno, he descubierto varias cosas. Por ejemplo, que Grecia y Roma no fueron el principio de nada, que el inicio estaba mucho más lejos. También que, por mucho que conozcamos los principios de las historias, no tenemos por qué entenderlas. Yo entiendo el motor de un coche sin entender el principio del mundo o el principio de la termodinámica. Al final me harté de Grecia, de Roma y de todos los putos comienzos. Son momentos muy turbios, peores que los finales. Y cuando descubrí que antes del cero había algo, que venían los números negativos, que antes de la infinitud de los cojones, al otro lado del cero, había infinitos números rojos... ¡mejor no te cuento!

—Pues vaya —le dije.

Me quedé un rato callado, sopesando el próximo movimiento y engullendo un cuerno de cruasán embebido de café con leche. Unos de los vagabundos ajedrecistas al otro lado del cristal, el del pelo rizado, se rascaba enérgicamente el cuero cabelludo mientras planificaba la jugada siguiente.

—¿Sabes? —continué—, yo en una semana tengo examen de Literatura Griega.

—Bueno, ¡la literatura griega sí que me gusta!

—Pues ¡si a ti te gusta a mí me encanta! ¿Cuál es tu autor favorito? —le interrogué.

—Sófocles, ¡por supuesto!

—¿Y tu dios favorito?

—Proteo, ¡claro!, el dios que cambiaba de forma.

—¿Y el héroe?

—Ulises. Era un buen cabrón, siempre disfrazando sus palabras y sus actos. ¡El más moderno de los héroes griegos!

—Vaya, vaya. ¿Y tu obra preferida? ¿Antígona?

—¿Cómo va a ser Antígona? Antígona es una zorra, tozuda y gilipollas. Mi obra favorita es Edipo rey. Edipo, al menos, no sabía a quién mataba ni en qué cama se metía. El destino se la jugó, como a todos.

—Ah. ¿Y sabes griego o qué?

—Vete a la mierda. Bueno, sé palabras sueltas, lo justo para ligar con las que van de intelectuales, y poco más. Epojé, telos y tonterías de estas.

—¿Y cuál es tu palabra favorita?

—Anagnórisis.

—¿Y tu filósofo favorito?

—¿Platón? ¿Aristóteles? No sé, tronco. Y para el carro, que ya cargas.

—Claro, claro, perdóname. ¿Vienes del Sónar, por cierto? —le dije, cambiando de tema, y señalando hacia la calle.

Mi pregunta era más que pertinente: no solo nos habíamos encontrado al lado del Sónar, sino que V iba tan sucio, maloliente y andrajoso, tan vagabundo en definitiva, como habría que esperar de alguien que lleva tres días de festival.

—¡Qué va! El Sónar es una mierda. He estado por ahí, de fiesta... y no te creerás lo que me ha pasado.

Más que su cara, que su ropa, que su nombre, que sus gestos, mucho más que su voz o su mirada, aún más que sus tonterías sobre Grecia, esta frase me recordó quién era V: V era esta frase. A V le pasaban cosas que no te podías creer, así que todas sus historias comenzaban así:

—Macho, no te creerás lo que me ha pasado. Yo estaba ayer de fiesta, en una rave, y necesitaba tomar el aire, así que fui al bar a tomar algo. Y allí estaba aquella tía, con el pelo rubio y largo, el flequillo cortado, pantalones militares, camiseta gris, apretada y sin mangas, etc. Un pibón. Así que me acerco y le digo: "¿qué tal te va, W?" Y W, la chorba: "¿cómo sabes mi nombre?" No me jodas, ¿no se acuerda? En fin, yo a lo mío: "soy Calcante, nena, ¿te acuerdas ahora?, el adivino de la Guerra de Troya; que sepas que sé muchas cosas sobre ti".

—¿Lo de ligar con Grecia iba en serio? —lo interrumpo.

—Ya te lo he dicho, siempre les cuento cosas sobre Grecia, para dármelas de culto, pero sin pasarme, no vayan a sentirse muy tontas. A las modernas les suele encantar. "¿Y qué más sabes de mí?", me dice ella, haciéndose la traviesa. "Sé que te gusta el ron cola, el M, The Prodigy y Die Antwoord, el Drum & Bass, el rap, yo qué sé. Ah, sí, se me olvidaba, sé que besas de muerte", le suelto, y se pone a reír. Está bastante puesta, la tipa: las pupilas dilatadas, la mirada perdida como si flotara y todo eso. Además, balancea peligrosamente su cubata, está varias veces a punto de tirármelo por encima, y de hecho tiene unos cuantos manchurrones en la camiseta, la misma que llevaba el otro día. W está cada vez más cariñosa: se me va arrimando y me roza como una gata en celo.

—¿Había de conocerte? —lo corto, de nuevo.

—Espérate, tío. Total, que señalo su vientre y le digo: "también sé que tienes ahí". La tía se queda flipando, pero al final se ríe porque está muy pasada. "¿Qué tengo, adivino?", me dice. "Tienes una mariposa, un tatuaje. Ah, y también tienes cosquillas", le digo, y le acaricio el costado y voy bajando lentamente hacia la cadera. Ella ignora mis toqueteos y su mirada se pone seria, lúcida, por primera vez. Entonces la beso. Me coge de la mano y nos largamos. W vive allí mismo, en el segundo piso de aquella okupa. "Cuidado con el escalón", le digo, mientras subimos las escaleras. Ella se gira, alucinada; le pone el misterio, como a todas, así que la vuelvo a besar en la escalera. Subimos más rápido aún. "Tu habitación es esa, ¿verdad", le digo. "Muy bien, adivino", me dice ella, mientras me quita los pantalones. La habitación está todavía más sucia que la semana pasada. Llena de pósters medio rotos, ropa y libros desparramados por el suelo, etc. "Así que no te suena, no la recuerdas?", le pregunto, cuando la tiene en la boca. Ella me mira extrañada y sigue a lo suyo: no se acuerda, no, y no le importa.

—¿No te reconoce?

—Qué va. Al cabo de unas horas me despierto por segunda vez en su habitación, por segunda semana consecutiva. No espero a que se despierte, cojo las cosas y me largo, no vaya a ser que me asalte a preguntas con la luz del día.

—Pues vaya.

—Pues sí. Imagínate que hubiera sido al revés, que a un tío se le olvida quién es la tía y lo que han hecho, imagínate la que le montaría ella cuando se enterara.

—Pero tú no le dijiste nada.

—Claro que no, ¿y quedarme sin un polvo?, ¿tú estás bien? ¿Y qué iba a preguntarle: tú tienes una hermana gemela o problemas de memoria? —me dijo, levantándose—. En fin, me largo, tío. Tengo que coger el bus. Gracias por el desayuno y suerte con el examen.

Y V se fue, saludando con la mano a sus amigos vagabundos. Así son las cosas.

7 comentarios:

  1. Yo no diría tanto de Antígona pero, quizá sea verdad y Edipo sea mejor. Ser Antígona es fácil, está de moda. La ley moral, lo que de verdad está bien, por encima de la ley de la polis. Lo vemos cada día. Lo que de verdad echamos de menos es que cada uno de los hijos de puta que han arruinado Tebas se saquen los ojos con unas agujas de tejer.

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    1. Eh que a mí Antígona me gusta mucho :P

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    2. Yo no he dicho que no me guste, de hecho, creo que no he opinado nada sobre las obras. Sólo he hecho como V y he hablado de los personajes. Preciso, si hace falta: Antígona es una tía guay, de ahí el "yo no diría tanto" pero me parece mucho más hardcore la actitud de Edipo. Enfrentarse a la muerte es bueno, un final. Te despides de todo, no volverás. Decidir vivir ciego de por vida, joder, eso sí es un autocastigo de cojones.

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  2. Tu amigo si que es Proteo el cabrón!!! (perdón por el taco, pero me ha salido del alma) Y tu dale de comer a tu gata que no me entere yo que pasa hambre!!! ;)

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