viernes, 1 de junio de 2012

"El hombre que inventó Manhattan": sueño y fracaso

Ya había avisado o amenazado en la entrada anterior: estaba leyendo El hombre que inventó Manhattan (2004), de Ray Loriga. Así que cumplo con lo prometido.

El hombre que inventó Manhattan es un rumano llamado Charlie que trabaja de chapuzas u hombre-para-todo en un edificio de la ciudad; Charlie se suicida en la quinta página. Es el hombre que inventó Manhattan porque, antes de abandonar Rumanía, sueña y fantasea con la metrópolis hasta su invención. Dice Chad, su amigo del alma:
"—Lo sabía todo [...]. Todo lo conocía. [...] No sólo las calles, sino la gente, los colores, las cosas grandes y las pequeñas, la forma de hablar y hasta esos absurdos apretones de manos que tanto gustan a los negros. De todo hablaba Charlie, con tal firmeza y seguridad que oyéndole se sentía uno allí, es decir, aquí, o sea, en Manhattan".
Es decir, uno puede inventarse cualquier cosa —una ciudad, una persona o un bodegón— y hacer que parezca real, darle vida; uno no puede hacer mucho más, pero esto ya es suficiente, ¿no?

A parte de la breve historia de Charlie, la novela está compuesta por varias historias breves entrelazadas, como un mosaico. (La idea es similar a Winnesburg, Ohio, de Sherwood Anderson, o Manhattan Transfer, de John Dos Passos, o La colmena, de Cela; pero en el siglo XXI.) En resumen, un libro de relatos con un marco espacial común (Manhattan) y unos personajes más o menos interrelacionados; los capítulos parecen no tener conexión entre ellos, pero, a medida que avanzamos, un personaje se cruza con otro de un episodio anterior, una resulta que es la hermana de otra, aquel se acuesta con aquella mientras otra estaba enamorada de aquel, etc.

No solo el espacio unifica las historias de la novela, también el fracaso empapa constantemente el ambiente. Los personajes pertenecen a estratos sociales distintos —desde un actor hollywoodiense a un asesino,  pasando por una octogenaria o un vagabundo—, pero comparten las mismas melancolía y decadencia. Son personas que venían por lo del sueño americano y toparon con la triste realidad. Se nos relatan sus existencias un poco anodinas, el gris día a día que conforma la rutina, tal y como sucede en los precedentes comentados (Anderson, Dos Passos y Cela):
"El vendedor de pianos abrió la verja de su tienda en la calle John a las siete treinta y cinco exactamente, tal y como había hecho todos los días laborables durante los últimos cuarenta años y no porque hubiera mucho o nada que hacer a esa hora, ni a ninguna otra ya que estamos, porque el negocio de compraventa de pianos es de por sí un negocio con poco movimiento, más aún en tiempos de recesión, sino porque Arnold Grumberg, como tantos otros hombres, había acabado encerrándose en una rutina intrascendente que le daba a su existencia, si no sentido, sí al menos algo de orden, un ritmo, una cadencia de gestos prefijados y luego cumplidos, un abecedario que llevase su vida suavemente de «a» a «b» y de «b» a «c» y así en adelante, sin tener que someterse al vértigo de la incertidumbre."
Son persona(je)s como nosotros, prisioneros de sus vidas:
"La vida se había dado la vuelta para Simonetta, como para otra mucha gente, atrapándola dentro, de la misma manera que los barcos hundidos son el ataúd de los marinos. Y como sucede también a menudo, no encontraba Simonetta nadie a quien echarle la culpa."
Afortunadamente, los tedios están contados sin causarle tedio al lector. Por un lado, gracias al estilo de Loriga, ameno, muy ágil, casi diría que cinematográfico; de vez en cuando, sorprende incluso con algún destello poético certero: por ejemplo, en las dos citas anteriores, o en esta: "Comenzó a tararear algo en el interior de su cabeza y le sonó como la música intrascendente que suena en el supermercado". Por otro lado, a causa del fragmentarismo: primero, porque los capítulos solo muestran escenas breves de la vida de cada personaje, pinceladas del día a día de cada uno; segundo, porque la alternación entre un personaje y otro evita que nos cansemos de los personajes: en vez de un solo gris monótono, tenemos un abanico de grises.

Pero la rutina del otro siempre acaba siendo aburrida para todos menos para ese otro, así que hay que salirse de ella un poco: se necesita una pizca de argumento. Además del suicidio de Charlie, presenciamos un asesinato y su investigación, un accidente automovilístico, adulterio, pervertidas persecuciones eróticas por la ciudad, etc. Sin embargo, no dejan de ser argumentos mundanos: cualquiera podría escribir una novela como esta a partir de su vida (esto es un piropo para la novela).

El fracaso, decía antes, es una constante en todos los personajes, pero a algunos los arrastra más que a otros. Cuidado con los sueños, pesan mucho y a veces quizá es mejor soltar la carga:
"Hay quien vive dentro de esos guardamuebles. Gente que pasa la noche fuera y el día dentro de su pequeña caja sin ventanas, junto a sus cosas amontonadas. Los vimos deambulando por los largos pasillos y escuchamos la música de sus transistores al otro lado de sus puertas metálicas. Supongo que es gente que no ha conseguido estar a la altura de sus sueños ni ha conseguido desprenderse de ellos."

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