Hola, Marc:
Te escribo una carta aunque no escribo cartas, ya casi ni siquiera escribo emails. Parece que ahora los correos electrónicos solo valen para facturas y burocracia, les están robando a las pobres cartas el poco trabajo que tenían. Pero como recibí una de Enrique de la Cruz, ahora es mi turno de participar en esta cadena epistolar bloguera, pues temo que si la rompo me pasará como con aquellas cadenas de correos de hace años: "Si no reenvías este email a 30 contactos, el fantasma de la chica del estercolero digital se te aparecerá en la papelera de Hotmail y morirás de una infección vaginal". Qué mal rollo noventero me ha entrado, procedo a escribir la carta.
En realidad no es una carta, es una postal. Una instantánea de un viaje, un souvenir de un momento. A las postales les han robado el trabajo los móviles: primero los SMS, luego los chats y finalmente WhatsApp. La edad y el mercado no perdonan, pero voy a intentar escribir una.
Esta es, pues, una postal de Atenas, donde me encuentro de vacaciones con mi querida esposa. En concreto estamos en una taberna del mercado central de Atenas. El camarero es simpático, dos músicos tocan cosas folclóricas con acordeón y bouzouki, la mesa tiene mantel de papel y nosotros engullimos pescado a la brasa y pimplamos vino blanco de la casa. El mundo arde —cambio climático, guerra en Ucrania, crisis energética, fascismo en Italia, revolución en Irán—, pero entre las cuatro privilegiadas paredes de esta postal dos guiris lo pasan bien ajenos a todo.
No hay solo extranjeros en la taberna, una señora griega se acaba de levantar y se está moviendo al ritmo de una canción que a mí, ignorante de la música local, me recuerda al famoso baile de Zorba, el griego. Como mi mujer y yo no hemos bebido tanto vino, seguimos sentados. Ya hay dos hombres bailando con la señora, pero nosotros hablamos sobre comida griega. ¿Hay algo mejor que hablar de comida comiendo? Discutir qué cenarás mientras te llenas el estómago, qué gran placer mediterráneo. También elogiamos las ensaladas griegas, sus quesos, sus dolmades de arroz, sus panes, su agua gratis, su musaka y en general sus berenjenas con cosas, sus carnes, pescados y mariscos a la brasa, sus vinos y sus licores, sus yogures, sus postres, sus cafés y la cuenta, por favor.
Mi esposa es croata y yo soy catalán, de modo que nuestras cocinas nacionales se parecen bastante a la griega. Así, en esta taberna nos sentimos como en casa, pero nuestra casa de verdad está ahora en Austria y antes en Polonia, cuyas cocinas centroeuropeas nos son más ajenas. También nos gustan la cerveza, las patatas, el Schnitzel/schabowy/escalopa y la mantequilla, pero preferimos el vino, la pasta, el pisto/ratatouille/samfaina y el aceite de oliva. Lo único malo del Mediterráneo, concluimos mientras la taberna entera aplaude a los bailarines espontáneos, es que no se nos da muy bien lo de la política.
Toda conversación con mi esposa, que estudió Ciencias políticas, termina siendo sobre política, también si hablamos de comida. Y ahora que los músicos folclóricos hacen una pausa, nosotros fantaseamos con la idea de crear una comunidad gastronómica mediterránea, como la Unión Europea pero incluyendo países de África y Asia de la cuenca del Mediterráneo y centrándose en la comida. Porque si Mediterráneo significa "en medio de las tierras", ¿no debería ser este mar una fuente de unión y no una frontera o un escenario de tragedias? ¿Por qué no plantar una mesa flotante en medio del mar con comensales procedentes de todas sus costas? ¿Qué habría pasado si Europa no se hubiera encerrado en sí misma y se hubiera abierto a sus vecinos mediterráneos? Por obvias cuestiones geográficas (y con cierto afán vengativo), nuestra organización supranacional excluiría a países del norte de Europa como Alemania y Holanda, pero además también partiría por la mitad otros como Francia, Turquía o España. Ah, no sé qué placer es más grande: el de romper España o el de excluir a Madrid. Pero, centrémonos, aquí lo importante es la comida.
Que la comida es política se sabe desde siempre, aunque no siempre nos queramos acordar. En alemán, lengua sin pelos en la lengua, una palabra muy usada para referirse a la comida es Lebensmittel, o sea, "medio de vida". ¿Hay una forma más básica y fría de llamar a la comida? Pero no se puede negar lo evidente: la comida es, además de cultura y placer y amor y arte y mil cosas más, sustento vital; o, como decía Dwight en The Office, "no es verdad que all you need is love, las necesidades básicas del ser humano son cuatro: aire, agua, comida y refugio". Algo así venía a decir también Piotr Kropotkin en La conquista del pan: para tener éxito, toda revolución debe garantizar el pan de la gente. Y con pan se refería, más que a comida, a todo tipo de Lebensmittel: aire, agua, ropa, refugio, etc. Por desgracia, las necesidades básicas del ser humano han llevado a los mismos humanos a luchar por otra palabrota parecida: el Lebensraum, el espacio vital, que nos garantizaría lo necesario para vivir.
Nuestra hipotética "Unión Mediterránea", sin embargo, garantizaría que todos sus habitantes pudieran comer lo que quieran sin violentar a otros humanos, porque la gobernaría el Principio Gastronómico: la comida primero, la política luego, la violencia nunca. Con comida para todas y sin violencias de ningún tipo, ¿quién no querría dedicarse a la política? Cuando nos traen a la mesa los cafés, me dice mi esposa que, tal vez, para no sonar tan neofascistas, sería mejor llamar a nuestra entidad de otra manera. Buscamos, pues, algo más pacifista, como la Federación Unida de Planetas de Star Trek pero con un toque hedonista, quizás funcione "Ágape Mediterráneo" (AM) o "Federación de Orgías Mediterráneas" (FOM).
Así, en esta AM o FOM todo el mundo comería tan bien como hemos comido nosotros en esta taberna del mercado central de Atenas. O comerían otra cosa en su casa, con su familia o amigos, da igual, la cuestión es que cada cual comería bien, y comería cuanto y cuando quisiera. Pero aún es más importante cómo comeríamos. El supuesto estilo de vida mediterráneo, reflejo de su clima clemente, se puede sintetizar en la Santísima Mediterraneidad: amabilidad, gregarismo y epicureísmo, valores que haríamos extensivos a todos los rincones de la unión.
Y para celebrar nuestra creación político-gastronómica, pedimos dos metaxas y, ahora sí, la cuenta, por favor.
—Pero... ¿y si en la Federación queremos comer tacos o un pad thai? —pregunta mi esposa, que a pesar de tener la barriga llena sigue pensando en comida.
Pues podemos invitar a México o a Tailandia a unirse a nosotros, digo yo, porque, como en la Federación de Star Trek, aquí se trata también de eliminar las fronteras y fomentar la cooperación. Cualquier país que implemente en su territorio el Principio Gastronómico tendrá, pues, las puertas de la Federación abiertas. Está claro que acabaremos aceptando a alemanes y holandeses e ingleses, al final incluso Madrid podrá formar parte de nuestra Federación, que ya no será solo mediterránea, y la gente será libre de comerse un Schnitzel con patatas y chucrut o de freírse unas salchichas en mantequilla.
Resueltos los problemas del mundo, nosotros dos vamos saliendo de esta postal y entramos de nuevo en este mundo que arde, a ver si paseando un poco por Atenas digerimos lo comido y lo discutido. No rompas la cadena, Marc, no invoques a la chica del estercolero digital, que las cosas ya están bastante mal.
Un abrazo,
Guillem