domingo, 19 de julio de 2015

Quinto encuentro con los Apocrifílicos (V)

Me dirigía a la reunión de los Apocrifílicos más contento de lo habitual: por fin habíamos recibido un email. (¡Y qué email!) Dentro del tranvía me encontré a Michalina, pero no le di la buena nueva. Tampoco le dije nada de lo que Stanisław me había contado en el último encuentro. Ella se encargó de ponerme al día de los últimos chismorreos de su salón de belleza; a cambio, yo le hablé de mi renuncia al gimnazjum y de mi trabajo en la escuela de idiomas.

—Adiós a los adolescentes, ¿no? Ya era hora, parecías un poco amargado. Tu cutis lo ha agradecido, sin duda. Mira, fíjate en estos edificios —señaló la ventana—. Qué fachadas tan desastradas. Qué suciedad, qué grisura de muros. El sol destaca aún más la inmundicia. ¿Quién aguantaría toda una vida rodeada de estos edificios churretosos? No me extraña que los polacos sean cerrados y depresivos. Aunque en Bucarest es lo mismo, ¿sabes? En eso no somos tan distintos. Si por mí fuera, los mandaría limpiar una vez al mes; es como las limpiezas faciales: sólo la insistencia compensa. Tú no te imaginas cómo cambia a las personas una limpieza de cutis: influye positivamente no sólo al que la disfruta, sino a todos los que lo miran, ¿sabes? La limpieza es felicidad epidérmica.

—Entonces —la corté—, la infelicidad o la tendencia a la depresión de los polacos no es por la falta de aseo de sus edificios sino de sus personas.

El silencioso vagón me daba la razón. Sólo hace falta pasar un par de días de verano en Cracovia para darte cuenta de que existe un problema higiénico y/o olfativo. Higiénico porque, además de los vagabundos que pasan día y noche dormitando en el transporte público, gran parte del resto de los pasajeros tampoco frecuenta en demasía el agua y el jabón. Olfativo porque, claro, narices que no huelen corazón que no siente.

—Por fin un poco de aire puro —dije cuando bajamos en Plac Wszystkich Świętych.

—Será puro en comparación con el tranvía. Porque es de los más contaminados de Europa, ¿sabes?

Subimos por la calle Bracka hacia Nowa Prowincja. Era una de las cafeterías más populares de la ciudad, también de las más literarias. Según los entendidos, uno podía encontrarse en sus mesas a la crème de la crème de la escena artística cracoviana. Para un profano como yo o el resto de los Apocrifílicos, todos parecían iguales: polacos con aspecto artístico y rebosantes de felicidad epidérmica. Sin embargo, a pesar de perdernos a las supuestas celebridades locales, Nowa Prowincja seguía siendo un lugar interesante. A mí me gustaba especialmente por su chocolate a la taza, denso y negro —sólo le faltaban los churros para ser como el español— y no un mero batido de chocolate, como en la mayoría de cafeterías.

Fuera, había un par de bancos con mesitas de madera para los más necesitados de su dosis de notoriedad o polución. Dentro, la descripción se complicaba. En la estancia principal, la madera predominaba: en las sillas, en las mesas, en el suelo, en la barra y en las escaleras que conducían al altillo, también de madera. La bóveda recordaba a una cueva artificial o a un templo. Las paredes estaban llenas de cuadros y carteles; en el altillo, de garabatos de los clientes. Subimos las crujientes escaleras, pero Stanisław y Honoriusz no estaban allí. La segunda sala de Nowa Prowincja también tenía el techo abovedado y abundaba la madera. En vez de un altillo había una tarima, coronada por un ajado piano que quizá tocara de vez en cuando la crème de la crème o algún turista despistado. Al lado, había un tipo solitario tocando silenciosamente la guitarra, todo de negro; parecía algún tipo de música mexicana, triste y festiva a la vez. En cada uno de los arranques de la bóveda, había una pizarra, llena de garabatos y de nombres polacos. Stanisław estaba sentado en el otro extremo de la habitación; nos saludó con la cabeza.

—Gienek, ya te dije que te mantuvieras alejado de mi chica. Parece que no me tomas muy en serio.

—Stanislau, amor, no seas pelma.  Nos hemos encontrado en el tranvía.

—Traigo buenas noticias —dije—. Nos han escrito un email a la cuenta apocrifilicos@gmail.com. ¡El primer email!

No mostraron demasiada emoción.

—Yo también tengo una noticia que daros —dijo Stanisław.

—El email contiene una falsa reseña —seguí—. Es un homenaje o parodia del "Examen de la obra de Herbert Quain" de Borges.

Entonces sí me escucharon. Michalina se había quedado de piedra. Stanisław, sin habla. Honoriusz regresó de la barra con una bandeja: un café y tres compotas.

—¿Qué os pasa? —preguntó—. ¿Se ha muerto alguien?

—Toma asiento, Honoriusz —ordenó Stanisław—. Gienek trae una nueva falsa reseña. Nos la han mandado al email de la Hermandad. Empecemos de una vez la vigésimo séptima reunión de la Hermandad de los Apocrifílicos. Procedo sin más dilación a la lectura del Manifiesto Apocrifílico para que luego Gienek nos lea la falsa reseña:
»Queridos hermanos y hermana de la Hermandad Apocrifílica: 
»No me interrumpáis mientras traigo a nuestra memoria los primeros pasos que dio esta Hermandad. Una noche de hace cinco años, Honoriusz regresaba en el autobús 502 a su piso de Nowa Huta, el otrora barrio socialista de Cracovia. Años ha, Nowa Huta, construida alrededor de la planta siderúrgica Vladimir Lenin, había sido el paradigma de la ciudad proletaria. En los días de Honoriusz, nuestros días, ese paraíso se ha convertido ya en un suburbio decadente y, en ciertos lugares y a determinadas horas, peligroso; la planta siderúrgica, que concentraba la mayoría de las protestas anticomunistas, ha sido privatizada.
»En el autobús 502, uno aún puede encontrarse con lo mejor de la fauna nowahutiana actual, especialmente de noche: los dres. En polaco, dres significa chándal, que es la prenda básica de esta tribu urbana. Aficionados al fútbol como los hooligan, rapados como los skinhead, hijos bastardos de la clase obrera como ambos: violentos, ignorantes, vagos y borrachos. Por ellos y otros especímenes, los nowahutianos dicen que el autobús 502 es un estado mental. 
»Aquella noche, en el autobús 502, un dres visiblemente borracho —no llevaba zapatos y jugueteaba con una botella de cerveza— empezó a preguntarles a los pasajeros si tenían tabaco; todos fueron contestando con un escueto "nie", incluido Honoriusz. Luego repitió la operación pidiendo si tenían algo de dinero, con igual resultado. La ronda de preguntas había comenzado en la Estación Central. Entonces, el dres se puso a consultar uno a uno los nombres de los pasajeros: Kasia, Paulina, Piotrek, Asia, Krzysztof, Paweł, Tomasz, Agata, Andżelika, Michał, Agnieszka, Bogumił, Marcin. Contestaban por pura inercia, era difícil entender la pronunciación borracha del dres. Honoriusz, el último, respondió con su nombre auténtico, preapocrifílico: Elmyr. El dres espetó un "putos gitanos", rompió la botella de cerveza contra el suelo y empezó a darle puñetazos. Elmyr se defendió y gritó que no era gitano. "Putos extranjeros", dijo el dres, y siguió arreándole. "Soy húngaro", dijo Elmyr; el dres, "Putos húngaros", y continuó propinándole la paliza. Ningún pasajero movió un músculo para ayudarlo, a pesar de que Elmyr gritaba sus nombres mientras el dres lo estaba zurrando; el conductor siguió su trayecto sin alterarse.
»El autobús llegó al final del trayecto, Plac Centralny, ahora llamada Plaza Ronald Reagan, el corazón de Nowa Huta. El dres bajó con lo único que pudo robarle a Honoriusz: un ejemplar de Ficciones en húngaro. Michalina y yo esperábamos nuestro autobús para salir por el centro cuando encontramos a aquel despojo sangrante tratando de bajar. Lo ayudamos y acompañamos al hospital. En la sala de espera se lamentó de su pérdida: aún no había podido leer todos los relatos de Borges. Así comenzó nuestra amistad y la Hermandad. Pocos meses más tarde nos mudaríamos a otros barrios más seguros. Tomamos la decisión de adoptar nombres polacos para evitar más agresiones. Honoriusz, más radical, resolvió hacerse el casi sordomudo.
»Brindemos con nuestras compotas o cafés y comencemos.
Honoriusz tenía los ojos levemente empañados. Me pareció que tenía algunas cicatrices a su alrededor.

—Cada vez me sorprende más vuestro Manifiesto —dije rompiendo el silencio—. Aunque debo admitir que yo nunca he tenido problemas de este tipo en Cracovia. Vale, no he vivido nunca en Nowa Huta, pero he estado varias veces. De cualquier modo, no es bueno generalizar: la mayoría de los cracovianos no es así, ni siquiera de los nowahutianos ni de los dres. Y no sé si cambiarse el nombre por uno polaco puede ayudar...

—No seas quedabien, Gienek —dijo tajantemente Stanisław—. No estamos diciendo que los polacos sean racistas o violentos. Cambiarse el nombre no es camuflaje, sino un gesto, un símbolo: sólo lo hacemos en las reuniones de la Hermandad y nos recuerda que en algún momento nos dio miedo ser diferentes. A nuestra manera, además, somos un poco polacos. En fin, léenos tu falsa reseña.

—De acuerdo. No sé quién es el autor, quien mandó el correo no dijo nada: sólo adjuntó un PDF con el archivo. Se titula "Examen de la obra de Javier Marías":
"Sólo diez años después de la trágica muerte de Javier Marías (1951-2005), su obra y su nombre han sido total e injustamente obliterados: de las tiendas, de la universidad, de la historia de la literatura. Sus libros no se encuentran ni en las librerías de viejo, que tanto le gustaba explorar; los ejemplares de las bibliotecas no son consultados más que por error; ni una calle, estatua o escuela lo recuerdan. Los críticos lo habían considerado el mejor novelista español contemporáneo, candidato eterno al Nobel; ahora tenemos otros mejores narradores, otros candidatos perennes. También en el Parnaso hay desahucios.
»Su espectacular muerte no aumentó su fama, y uno empieza por fin a explicarse por qué. Empedernido fumador, se quedó dormido sobre su cama con un cigarrillo encendido que quemó la sábana, primero, y devoró el resto de su hogar y cuerpo, después. Si los lectores de su obra no se hubieran extinguido, recordarían que algo parecido le sucede a un personaje de Corazón tan blanco, una de sus mejores novelas. Escalofriante coincidencia o predicción; tan escalofriante como su olvido. La colilla que quema unas sábanas es uno de los leitmotivs de la novela, una de las repeticiones tan frecuentes en el estilo de Marías. Como las melodías de Wagner, el miedo a descubrir algún horror oculto, los zapatos de tacón, una cita de Shakespeare, la susodicha colilla y otros motivos o imágenes van y vuelven a lo largo del texto para reaparecer en la conclusión en una intensa traca final.
»Otra obra fascinante de Marías, y una de sus favoritas según confesó en vida, es Todas las almas, autoficción de los años que pasó dando clases en la Universidad de Oxford. El narrador y protagonista innominado es y no es Javier Marías, es otro y además es Javier Marías, como él mismo lo/se definió. Así, cuando el protagonista se follaba a una gorda, el lector no sabía si Marías se la había follado realmente o no. Esto, junto a la falta de un argumento al uso, desconcertó al pobre lector, que interpretó la novela como una autobiografía o como un roman à clef. Los juegos realidad-ficción en Todas las almas iban más allá: el libro incluía una biografía y dos fotografías de John Gawsworth, escritor británico real pero olvidado, aventurero y rey de la diminuta y despoblada —pero real— isla de Redonda, al que casi todos los reseñadores consideraron un ente de ficción. (De nuevo, es escalofriante la coincidencia o predicción del olvido de John Gawsworth-Javier Marías.) En una antología de relatos ajenos que editó más tarde, Cuentos únicos, Marías incorporó un cuento de John Gawsworth, pero también otro de un autor inventado por él: James Denham. La crítica se volvió a equivocar: aceptó la autenticidad del falso James Denham como había rechazado la del auténtico John Gawsworth. 
»La relativa popularidad de Todas las almas —e impopularidad: no gustó que criticara a las gordas— hizo que la directora de cine Gracia Querejeta llevara a cabo una adaptación cinematográfica. Marías no quedó contento con el resultado, demasiado alejado de su novela, y se desligó del proyecto, finalmente titulado El último viaje de Robert Rylands. La polémica llegó a los periódicos, incluso a los tribunales. El nombre de Marías fue eliminado de los créditos, el novelista fue indemnizado. La película, como la obra de Marías y de Gawsworth, olvidada.
»Los problemas causados por la publicación de Todas las almas no acabaron aquí, así que Marías los aprovechó para darle otra vuelta de tuerca a sus malabares realidad-ficción. Publicó Negra espalda del tiempo, una obra 100% real o autobiográfica, según aseguraba el narrador y protagonista Javier Marías, en la que explicaba todos los contratiempos y malentendidos que la publicación de Todas las almas había causado. Esta vez, si el narrador y protagonista fumaba un cigarrillo, el lector podía respirar tranquilo: estaba seguro (en teoría) de que Marías había fumado un cigarrillo. Además del asunto de la película, Marías había tenido conflictos con sus excompañeros de trabajo en Oxford, le atribuyeron la falsa esposa y el falso hijo que tenía el narrador de Todas las almas, etc. Negra espalda del tiempo se dedicaba a desmentir todas las falsedades que habían ido surgiendo alrededor de la obra anterior. Asimismo aparecían, como en muchas de las novelas de Marías, diversas estrellas invitadas: el profesor Francisco Rico, el dictador Francisco Franco, el escritor John Gawsworth, así como la historia del Reino de Redonda, del que Marías termina siendo monarca. Esta era, es, la mejor novela de Marías, así como su novela menos novela.
»En una alabadora crítica que publiqué después de la aparición de Negra espalda del tiempo, comparé la tríada de Marías (Todas las almas-El último viaje de Robert Rylands-Negra espalda del tiempo) con el trío de Cervantes (1ª parte del Quijote-Quijote de Avellaneda-2ª parte del Quijote). Según mi analogía, Todas las almas, igual que la primera parte del Quijote, era una novela acabada que sólo tuvo una continuación cuando otros se interpusieron entre la creación y su legítimo creador: Gracia Querejeta y Avellaneda. Por ello existían, existen, Negra espalda del tiempo y la segunda parte del Quijote, que desmienten y desautorizan El último viaje de Robert Rylands y el Quijote de Avellaneda. Tendríamos que estarles doblemente agradecidos a Avellaneda y Gracia Querejeta, concluía mi artículo. Por supuesto, mis comparaciones entre Marías y Cervantes no tuvieron éxito. ¿Cómo se me ocurría comparar al gran Cervantes con Marías, el escritor que fumaba y se reía de las gordas? Mi alabadora crítica fue olvidada antes que la obra de Marías: sombra de una sombra. 
»Ahora que se cumplen diez años de la muerte de Javier Marías, ahora que mi muerte también se acerca, intento por última vez con este artículo recuperar la memoria del olvidado Marías. Me aventuro, de paso, a explicar el porqué de su desahucio parnasiano. Por un lado, los juegos realidad-ficción lo convirtieron en un novelista incómodo: a la mayoría de los lectores no le gusta dudar de lo que lee; por el otro, su pasión por el tabaco y, sobre todo, su crítica constante de las gordas —sí, de las mujeres gordas— despertaron la ira de la opinión pública. Diversas organizaciones ecologistas y feministas criticaron las novelas, cuentos, ensayos y artículos de Marías en los que abogaba por fumar y despotricaba contra las gordas, "gordas infames" las llamaba. Cito un fragmento ilustrativo de Todas las almas: "Recuerdo que [en la discoteca] abundaban más de lo lógico las gordas con minifalda y rizos artificiales: había mesas ocupadas enteramente por grupos nutridos de nutridas gordas (lo que se llama gordas infames)". A la crítica progresista no le hizo ninguna gracia la burla de las gordas infames, a pesar de que el protagonista de la novela acabara manteniendo relaciones sexuales con una de ellas. Diez años después de la trágica muerte de Javier Marías —merecida, diría la crítica progresista— debemos reconocer que su obra ha sido obliterada y que nunca obtuvo el Nobel porque le gustaba fumar y reírse de las gordas."

domingo, 12 de julio de 2015

Cuarto encuentro con los Apocrifílicos (IV)

—Bueno, ¿me dirás dónde se han metido los demás? —le pregunté a Stanisław.

Ya eran las 17:25 y sólo estábamos él y yo en la reunión, ni rastro de Michalina y Honoriusz. Tampoco Stanisław soltaba prenda: en vez de contestar mis repetidas preguntas, me había empezado a contar cómo se habían conocido él y Michalina, no en Rumanía sino en Cracovia. Él había venido a buscar trabajo con su hermano y ella ya estaba de Erasmus, pero aún tardaron un año en conocerse. Durante ese tiempo, Stanisław estuvo hartándose de polacas, poniéndose las botas, empuercándose o atiborrándose de polacas; no sé muy bien cómo traducir la expresión que usó, "drowning in Polish pussy": ¿ahogándose en coños polacos? Las —y los— tuvo de todos los colores, medidas y edades, me contó. Era un don Juan, un Richard Gere, afirmó: les decía un par de frases en rumano, dos más en polaco, les enseñaba el muñón y al bote, me dijo; el resto, ya lo hacían en inglés. Pero para casarse prefería a una rumana: las polacas sólo para jugar, concluyó.

Su imagen desaliñada y su manera de ser no concordaban con su historia de follador de videoclip reggaetonero. No me molesté en decirle nada, cada cual tiene sus mitos.

—Quédate aquí, Gienek, voy a pedir —dijo Stanisław yendo hacia la barra.

No estábamos ni en Massolit ni en Café Szafé, sino en Coffee Cargo. Como todos los locales apocrifílicos, aquel era demasiado sofisticado para nosotros. Café de importación a precios muy elevados, clientela alternativa pero selecta: jóvenes empresarios, expatriados, padres primerizos aún con ansias de hacerse ver. La cafetería era una antigua fábrica o almacén con varios contenedores de carga en vez de habitaciones. Además, estaba justo al frente del edificio donde vivo. Al inicio de cada mes, suelo venir un par de días a buscar un café para llevar, recién molido y con aroma a café; el resto del mes, voy al supermercado de al lado, donde la máquina expendedora escupe un pseudocafé mucho más asequible.

—Aquí está. Qué lentos son sirviendo, ¡madre mía! Pero merece la pena la espera —dijo Honoriusz poniendo dos cafés sobre la mesa—. ¿Habías estado aquí antes?

Cuando vi y olí las dos tazas humeantes me di cuenta de la incongruencia. Soplé la mía y di un sorbo para poder preguntar:

—¿Por qué no estamos bebiendo compota? ¿Qué ha pasado? ¿Es porque no están Michalina y Honoriusz? ¿Dónde están? Di, ¿por qué bebemos café? ¿He hecho algo mal?

Stanisław tomó su taza entre las manos, olió y sopló, pero todavía no bebió. La volvió a dejar sobre el platito:

—Mira, Gienek, no vamos a obligarte a beber compota si no te gusta, si sientes un "odio secreto" hacia ella. Para nosotros, es una manera de sentirnos cerca de casa: la compota es algo que compartimos los polacos, rumanos, húngaros y otros países de la Europa Central y del Este. Pero nosotros no somos unos "aguafiestas", como te gusta decir, no te obligaremos a tomar más compota, no te preocupes.

—Vaya, lo siento —contesté con sentimiento de culpa mezclado con orgullo—. Veo que sigues leyendo mi blog. Es todo un honor.

—Sí, pero no te preocupes, soy el único: ni a Michalina ni a Honoriusz les interesa. A él, porque no puede leer español; a ella, porque sólo usa el ordenador para ver películas y series y hablar con sus padres. De hecho, probablemente yo sea tu único lector, apocrifílico o no. ¿Me equivoco? Seguro que no mucho. Pero me gusta leerte, no te creas, así aprendo un poco de español. Y te agradezco mucho que mencionaras, por fin, mi muñón, otrora invisible. Es todo un honor. Como agradecimiento te he traído a Coffe Cargo: aquí no tienen compota. En parte por eso íbamos normalmente a Massolit y Café Szafé, que sí tienen compota, la bebida apocrifílica por excelencia. Por eso y porque son lugares con pedigrí literario. Massolit es el sindicato de escritores de El maestro y Margarita. En Café Szafé se grabaron algunas escenas de bar de la adaptación cinematográfica de Pod Mocnym Aniołem, o Casa del Ángel Fuerte, una novela autoficcional del polaco Jerzy Pilch. Bastante buena, la novela, aunque la autoficción sólo es una excusa para el tema principal: el alcoholismo.

—Vaya, vosotros también hacéis los deberes. Pero ¿por qué hemos venido exactamente a Coffe Cargo?

—Este lugar no tiene ninguna relación con la literatura. Michalina y yo vivimos cerca, y nos gusta el café. Nada más.

—¡Qué casualidad, como yo!

—Sí, ya nos había dicho Honoriusz dónde vives. Recuerda que es el guarda de seguridad de tu gimnazjum.

—Bueno, ahora es exgimnazjum.

—Ah, sí, sí, ya lo leí. Por cierto, me pregunto si en España escribirías lo mismo. ¿Tendrías valor para criticar tu lugar de trabajo, sabiendo que tus compañeros y estudiantes podrían entender lo que escribes?

—No lo sé. Probablemente no. Pero alguna ventaja ha de tener ser un extranjero.

—Pero ya no podremos contactar contigo a través de Honoriusz.

—Bueno, para algo están los teléfonos, ¿no? Por suerte, esto no es un relato ambientado en la Cracovia decimonónica...

—¿Teléfonos? No me hables de ellos, te recuerdo que trabajo en un call center. Lo último que hago fuera del curro es prestarle atención a mi móvil.

—Qué exagerado eres. Que me manden un mensaje Honoriusz o Michalina. O mandadme un email a nuestro correo, apocrifilicos@gmail.com.

—Es verdad. ¿Y hemos recibido muchos emails?

—No, ni siquiera spam. Así de triste es nuestra no existencia. Pero he abierto un post en un foro sobre literatura, quizá nos echen una mano.

—A ver si funciona. Precisamente ahora, Honoriusz y Michalina están colgando los anuncios que hicimos hace un par o tres de encuentros. Por eso no están aquí. Como no apareciste en la segunda reunión y no habías dicho nada, desconfiamos de ti y no colgamos ninguno. No queremos traidores entre los Apocrifílicos.

—Entonces ¿hoy no hay reunión?

—Claro que sí, pero sólo estamos tú y yo.

—¿Y cuándo conoceré al tal Grezgorz?

—Gienek, no me interrumpas con tonterías. Tengamos la reunión en paz. Entonces, ¿comenzamos? ¿Leemos el Manifiesto? —hice un gesto indefinido con la cabeza—. Como quieras. Bueno, empecemos de una vez la vigésimo sexta reunión de la Hermandad de los Apocrifílicos. Procedo a la lectura del Manifiesto Apocrifílico:
»Queridos hermanos y hermana de la Hermandad Apocrifílica:
»No me interrumpáis mientras evoco de nuevo mi primera experiencia apocrifílica, la semilla de la Hermandad, el porqué de mi gusto por lo apocrifílico. Pasé mi infancia y adolescencia en un pueblecito llamado Albeni, a unos 100km de Bucarest. Era un chico retraído y fantasioso, con cierta tendencia a desconectarme de la realidad. Mi educación, muy deficiente, no logró sino aumentar mi aislamiento. Por suerte para mí, los contactos del hermano de mi padre, policía en Bucarest, me permitieron entrar en la universidad. Fue allí donde poco a poco empecé a hacerme una idea del mundo. En mi primer año de Derecho, tuve que realizar grandes esfuerzos para ponerme al nivel de los demás. Fue en la asignatura de Derecho Romano en la que descubrí el poder de lo apocrifílico. 
»El primer día de clase, la profesora nos dijo que, además del examen final, tendríamos que hacer un trabajo. No olvidaré nunca el tema: el sistema contractual durante los años de la República romana. Aún olvidaré menos aquellas palabras que pronunció con un tono diferente, envolviéndolas en un aura de solemnidad: "hay que utilizar bibliografía". ¿Bibliografía? ¿Qué sería aquello? Para el pardillo de pueblo que entonces yo era, esa palabra resultaba ciencia infusa. Me llevó varias semanas reunir el valor suficiente para preguntarle a un compañero de clase qué significaba. Pues bibliografía significa libros, contestó.
»Aquella profesora hablaba a menudo del Corpus iuris civilis de Justiniano o Triboniano, no recuerdo bien: ya tenía el primer título de mi bibliografía, a pesar de que nunca lo había visto ni, por supuesto, leído. Aunque sabía de la existencia de las bibliotecas, todavía no había comprendido su esencia. Todo el mundo hablaba de libros, pero para mí los libros no eran más que palabras en el viento, entes tan vaporosos y distantes como dios, el gobierno, la URSS o el papa. 
»Asumiendo que nuestra profesora se había inventado aquel Corpus iuris civilis, decidí imitarla e inventar yo mismo el resto de libros de mi bibliografía. Los recuerdo perfectamente. Sistema contractual y tal de Abogadiano. Derecho romano en rumano de Panfilinio. Contratos romanos para rumanos de Tiburcio. Compendio de romanos derecho de Catilinus. Los cité en rumano, inglés y latín. Nunca había trabajado ni trabajaría tan duro, ni siquiera cuando descubrí los libros de verdad. Mi esfuerzo era sincero, puro: infantil.
»Obtuve un 7.
»Unas semanas más tarde, un amigo me llevó a conocer la biblioteca. Meses más tarde, descubrí Solaris de Stanisław Lem. En el segundo capítulo, el narrador describe el planeta Solaris, no directamente, sino a través de los solaristas: los expertos en Solaris, creadores de una abundante bibliografía, que "no habría cabido en la habitación en la que se hallaba". De algún modo, yo había llegado a la misma conclusión: mis falsos libros honoraban el Derecho Romano, lo convertían en algo mayor y mejor, igual que la inmensa falsa bibliografía de Lem sobre Solaris. Antes de que acabara el curso, abandonaría Derecho.
»Brindemos con nuestras compotas y comencemos.
A falta de estas, chocamos nuestras tazas de café.

—Muy emotivo, Stanisław. No sé por qué, pero lo recordaba peor, este Manifiesto Apocrifílico —dije—. Bueno, ¿y qué hacemos ahora?

—Gracias. No sé, ¿tienes algún libro apocrifílico nuevo?

—Pues no —contesté, y noté su decepción.

—¿Nada? ¿Falsas reseñas? ¿Autoficción? ¿Falsas biografías? ¿Falsos documentales?

—Nada de nada. ¿Y tú, no tienes nada nuevo?

—Tampoco.

—Pues vaya. ¿Y qué hacéis entonces? ¿Qué hicisteis en las veintitantas reuniones que me perdí?

—Pues mucho. Hablar de literatura apocrifílica, descubrir libros y autores, escribir el Manifiesto, sentar las bases de la Hermandad... y luego, charlar, para conocernos o para pasar el tiempo, como todo el mundo. Por ejemplo: ¿qué haces en tu tiempo libre? O: ¿Tienes hermanos o hermanas? O: ¿Te gustó Jurassic World? ¿Y la comida polaca? ¿Y las polacas? ¿Has ido a Rumanía? ¿Sabes bailar flamenco? ¿Y sardanas? ¿Estás aprendiendo polaco? ¿Qué estás leyendo últimamente? ¿Aprobaste tus exámenes? ¿Qué planes tienes para el verano? ¿Practicas deporte? ¿Qué tipo de música escuchas?

Me acomodé en la silla y le di un sorbo al café; empezaba a enfriarse, pero conservaba el aroma. Todavía tardé un poco en responder.

—Uno de mis músicos favoritos es Albert Pla, un catalán que canta en español y en catalán. ¿Te suena? No es conocido fuera de España; dentro, la mayoría lo considera un pirado, un yonki y/o un polemista. Uno de sus mejores discos, o como mínimo uno de mis favoritos, es Veintegenarios en Albuquerque. Había sido censurado años antes por la canción "La dejo o no la dejo", un supuesto enaltecimiento del terrorismo. El disco es un falso directo o falso concierto: grabado en un estudio con la colaboración de varios amigotes que pretenden estar actuando sobre un escenario. Tan falso como la acusación de apología del terrorismo.


—Vaya, no está mal —dijo Stanisław, sorprendido, mientras escuchaba la canción en mi móvil—. Pensaba que no traías ninguna novedad. Es música, pero algo es algo. En la Hermandad Apocrifílica no le hacemos ascos a nada: literatura, cine, música, arte, lo que sea. Aunque tengamos nombres polacos, somos mucho más abiertos.

—Pues deberías escuchar esto también —le contesté poniendo otra canción en Youtube—. Es un grupo de indie pop de Barcelona.

—No me digas: ¿más catalanes? Pensaba que el eslogan era "Catalonia is not Spain", y no "Spain is only Catalonia".

—Se llaman Love of Lesbian y la canción, "Club de fans de John Boy", de su disco 1999. En ella se habla de un falso músico, John Boy, un dublinés boreal, ambiguo y de infancia gris; su falsa música es genial, hay que escucharla en vinilo y todo. El narrador de la canción lo odia, pero va a un concierto y acaba convirtiéndose al johnboyismo. Mira, fíjate en el videoclip: aquí están los dos modernos corriendo, vaqueros y Converse, el chico va diciendo que no es un fan y que sólo va al concierto por ella, pero se le nota que también le gusta John Boy. Y al final resulta que John Boy es Love of Lesbian.


—No está mal: un falso concierto y un falso músico. Por lo que veo, a los catalanes también os gusta lo apocrifílico. Pero no esto de acuerdo con la interpretación de la canción: yo pienso que al chico acaba gustándole John Boy por la chica. Si va al concierto es por ella, porque le gusta la chica y no la música. Pero, claro, si la chica pone la música a tope cuando comen y cuando se excusa para hacer pipí o popó, cuando se reconcilian y cuando follan, cuando se despiertan y cuando van a salir de fiesta, pues es normal que el pobre chico se confunda. Pura ley de contigüidad, condicionamiento pavloviano. Eso no significa, por supuesto, que después no pueda gustarle la banda como a cualquiera. De hecho, a mí me ocurrió algo similar con Aurelia.

—¿Con Michalina? —confirmé.

—Sí, sí, con Michalina. Aunque entonces sólo la llamaba Aurelia. Yo estaba todavía bañándome en jugos vaginales polacos, y no pensaba ni por asomo abandonar aquellos mares. Tenía un trabajo de mierda en un call center, aún peor que el actual, pero era por las tardes, lo que me dejaba las noches libres para seguir haciendo el gamberro como había hecho en Bucarest tras dejar Derecho. Una noche fui con mi hermano a un encuentro de expatriados, que era donde echábamos el anzuelo a las polacas que aparecían por allí, intentando asimismo ellas pescar a algún extranjero. Aquella noche no tuve mucha suerte: hablé con dos o tres, pero había muchos americanos e italianos. Pese a la competencia desleal, no tiramos la toalla sino que seguimos tirando la caña. Todos los que aún teníamos marcha, abandonamos el sitio de la reunión y fuimos a Carpe Diem.

—¿Cuál de ellos? Hay dos Carpe Diem en Cracovia.

—¿Acaso importa? Era el de la calle Sławkowska, creo. Mi hermano y yo íbamos allí cada lunes: una pinta de cerveza valía 3.5zł, menos de 1€. Imagino que tú también ibas cuando eras estudiante de Erasmus: estaba siempre lleno de españoles, otra dura competencia. Solíamos rondar por la barra y las mesas, en busca de ganado polaco; cuando echábamos el lazo, las llevábamos a la pista de baile. Pero aquella noche, aquel lunes ya martes, no tenía suerte. Mi hermano se fue a casa y me quedé sin wingman. A partir de cierta hora es bueno aceptar la derrota y retirarse. Me tomé algunos vodkas más de la cuenta y persistí. Apenas era capaz de hablar inglés con las que me parecían polacas. Fui al lavabo a vomitar, dando tumbos como un loco que regresa a su celda. Tuvo que venir el segurata a sacarme de allí, me había quedado dormido, abrazado a la taza del váter. El portero me obligó a enfilar el pasillo que llevaba a las escaleras que conducían a la calle, pero de fondo oí una canción, venía de la pista de baile: "Rock and Roll" de Led Zeppelin, mi canción favorita, me zafé del gorila y me escabullí de nuevo hacia el pasillo y desaparecí en la pista entre la poca gente que quedaba en pie, moviéndose más que bailando. Supongo que el segurata no me siguió o me perdió el rastro, nadie impidió que me pusiera a bailar como un loco, importándome un comino si me follaba o no a una polaca, bailoteando en medio de aquellos maniquíes, sin pensar que el día después debería enjuagar la garganta antes de coger cada llamada, "It's been a long time, been a long time", para que no se me notara la voz resacosa, "Carry me back, carry me back", acabé en el suelo pataleando y dando vueltas como una tortuga boca arriba, "Open your arms, open your arms", todo el mundo piensa que cuando vives en el extranjero vives como un rey, tenía los ojos cerrados, gritaba la canción como un poseso, tres minutos de furor, hasta que alguien tiró de mi brazo, el brazo del muñón. 

»"Oye, borracho, levanta, que vienen a por ti", me dijo la chica. Me habló en rumano, no la había visto nunca. Salimos de Carpe Diem antes de que el segurata me alcanzara. Ya fuera, me dijo: "También es mi canción favorita, ¿sabes?", me soltó el brazo del muñón y se fue. Acababa de conocer a Aurelia, a Michalina.

sábado, 4 de julio de 2015

Bib(L)iografía

Mi único rito o vicio en Cracovia es peregrinar a la biblioteca. Cada dos o tres semanas, me doy una vuelta yo solo por Rynek, tomo la calle Grodzka y me acerco al Instituto Cervantes a devolver los tres libros que dejan sacar. Aunque la Biblioteca Eduardo Mendoza es pequeñita, me basta: literatura española, hispanoamericana, polaca e incluso catalana, además de otros géneros.

No voy a ponerme romántico diciendo que paseo absorto entre las estanterías de anaqueles combados, ni que mis manos acarician los lomos de los libros antes de desnudarlos, ni que mientras los hojeo las yemas de mis dedos subrayan en la celusosa lo leído. No: los preliminares literarios no son lo mío. Además, este es un lugar funcional y casi aséptico, blanco y rojo Ikea; las polvorientas páginas no sugieren nada más que el alarmante déficit de lectores. No es una biblioteca-templo sino una biblioteca-dentista. ¿Hay algún sitio mejor para leer que una tranquila sala de espera? La amable dentista-bibliotecaria no te da una piruleta, sino tres libros; de propina, puedes hojearlos en una cafetería cercana.

Cuando me fui a vivir a Barcelona, la primera biblioteca que pisé fue la de la Universitat Pompeu Fabra. No por nada en particular: estudiaba Humanidades allí. Situada debajo del patio de Jaume I, era una auténtica biblioteca-guardería: ruidosa, llena de postadolescentes o preadultos, yo incluido. Imposible estudiar o leer, especialmente en verano, por el ruido y las hormonas. Pero, si la cruzabas y dejabas atrás las mundanales impurezas de la vida universitaria, llegabas al Dipòsit de les Aigües, la verdadera biblioteca-templo, solo al alcance de los que habían logrado posponer la impostergable tentación de la carne. Tenía la ambientación monacal necesaria para que los estudiantes respetaran el silencio, aunque aquel edificio no había sido sino un depósito de agua.

Cuando empecé a explorar la ciudad y, sobre todo, a hartarme de la biblioteca de mi universidad, fui descubriendo las municipales. La que más cerca me quedaba de mi piso de l'Eixample era la Joan Miró, situada en el parque homónimo. Nunca leí nada dentro, pero pasé muchas horas fuera, sentado en algún banco de aquel oasis barcelonés. Me distraía viendo a los niños jugar, los perros correr y las jóvenes pasar. Cuando me cansaba, me volvía a meter en l'Eixample y tomaba una cerveza en algún bar —aún sigo pensando que los de l'Eixample son los mejores de Barcelona—, donde continuaba leyendo. Este es, supongo, el origen de mi rito o vicio de peregrinar a las bibliotecas, a pesar de que la Joan Miró me quedaba a apenas diez minutos andando, quince si me perdía por la laberíntica retícula de Cerdà.

Pero, como todo, aquella biblioteca tenía sus límites. Afortunadamente, claro. Los límites de mi biblioteca son los límites de mi mundo, y, si no se ensanchan aquellos, estos tampoco. Poco a poco, fui descubriendo realmente las bibliotecas y los barrios de Barcelona. En l'Eixample aún me quedaban las futuristas Agustí Centelles y Sagrada Família. Con la bici comencé a investigar Sants: en la Vapor Vell empecé a leer el insufrible Don Segundo Sombra. Y, claro, Ciutat Vella: al lado de la carca Biblioteca Nacional de Catalunya estaba la municipal de Santa Pau-Santa Creu, mucho más humana, donde descubrí a Michel Houellebecq y su Plataforma. Quizá fue la influencia de esta biblioteca lo que me llevó a vivir en el Raval, desde donde pedalearía a la Andreu Nin (Mortal y rosa) y a la Francesca Bonnemaison (Entrevistas breves con hombres repulsivos), con el 15-M como música de fondo. Cuando tomaba clases de polaco en Gràcia, frecuenté la Jaume Fuster y la Vila de Gràcia. Mi trabajo en una tienda de la Zona Franca me llevó a la Francesc Candel, donde su aire acondicionado me refrescaba antes o después de trabajar. Dejé muchos recuerdos en aquellas bibliotecas barcelonesas, pero también muchas sin visitar; son el anzuelo para volver algún día.

Sin embargo, la biblioteca más importante de mi etapa en Barcelona estaba en Badalona. En la biblioteca de la Escuela Oficial de Idiomas de la ciudad, trabajé como bibliotecario durante un curso, el último antes del Erasmus. Era una biblioteca muy pequeña, del tamaño de la de Cracovia, pero también me bastaba: literatura en inglés, francés, alemán e italiano. No era una biblioteca-dentista sino una biblioteca escolar. Mi función era igualmente muy distinta: ordenar, prestar y recibir libros, dar los nuevos de alta, abrir y cerrar la biblioteca, exigir silencio y poco más. En resumen, el mejor trabajo que nunca he tenido: pasaba la mayor parte del rato leyendo, estudiando, escribiendo y/o navegando por Internet. Hablo de esto como si hiciera una eternidad, pero apenas hace tres años; aunque el cambio de residencia y de profesión y la vida en pareja los multiplican por dos. Pero, de hecho, escribí en este blog sobre el silencio y la metafísica bibliotecarios, sobre la fauna bibliotecaria y un último post de despedida bibliotecaria. Los releo con nostalgia y algo de vergüenza ajena, como si fueran fotos de la adolescencia.

Y hablando de la adolescencia, si salto en el tiempo y en el espacio a los años anteriores, no encuentro ninguna biblioteca relevante en mi vida en Girona. Ya he dicho que mi rito o vicio comenzó más tarde en Barcelona. En Girona, en cambio, tenía otros ritos o vicios, aparentemente ajenos a la literatura: los videojuegos, la música, los cómics. En la mayoría de ellos fui pasivo y activo, es decir, vi, leí o escuché pero también quise crear. Así como ahora leo y quiero escribir, antes también escuchaba música y trataba de hacerla, leía cómics e intentaba dibujarlos, incluso hice alguna tímida incursión en el mundo de los gráficos de videojuegos. Con los años he ido abandonando totalmente lo activo, no completamente lo pasivo. Mi cuarto en Girona sigue lleno de tebeos, juegos de ordenador y discos de música.

Después de esta arqueología memorística, me parece haber desentrañado la semilla de mi rito o vicio bibliotecario. Aunque en aquella época le tenía una alergia crónica a las bibliotecas, cada semana visitaba, sin saberlo, una. Con mi padre, pasábamos una hora o más todos los viernes por la tarde en una tienda de cómics de Girona, Còmics 22. Con la propina semanal que mis padres me daban —200, 300, 500 pesetas—, compraba un tebeo de Spiderman, X-Men o Bola de Drac, preferiblemente. Pero, como me sucede hoy en día, me tiraba una eternidad hojeando todos los que podía, mientras mi padre esperaba estoicamente a que el niño se decidiera. La elección no era fácil: ahora puedo llevarme tres, entonces solo uno. El cómic que eligiera debía tener un argumento interesante y estar bien dibujado; en general, había mucha sangre, muertes y conspiraciones. En alguna escapada a Barcelona, mi padre me había llevado al Saló del Còmic y al Mercat de Sant Antoni. El presupuesto entonces era algo mayor, pero también la oferta. Había que mantener el equilibrio entre el rito y el vicio.

En Cracovia, he conocido a bastantes inmigrantes —o expatriados, que suena mejor— y cada cual tiene su estrategia para combatir el desarraigo. Muchos recursos arraigantes están relacionadas con la comida: comerse un buen asado, los argentinos; los mexicanos, echarle chile a cualquier alimento; un poco de baklava para los turcos. Otros, con la lengua: un grupo de españoles creó un grupo (Mówimy po Hiszpańsku) para encontrarse con españoles y polacos que quisieran practicar la lengua; no acabo de entenderlo, los españoles en el extranjero sienten una potente atracción natural, innata, por juntarse solo con otros españoles, sin la necesidad de grupos ni otras gaitas. Las reivindicaciones políticas unen a los ucranianos, los catalanes o los griegos. El fútbol es otra fuerza aglutinadora y patrificante, sea la Copa América, la Eurocopa o el Mundial. La religión, siempre presente, no podía ser menos.

Yo, en las situaciones de extrema nostalgia, por ejemplo tras escribir un texto como este, peregrino a una biblioteca.

domingo, 28 de junio de 2015

Fin de curso

La pasada fue mi última semana trabajando en el gimnazjum. Rubén Darío adquiere ahora un nuevo significado, quizá el auténtico: "Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!". No hay serie numérica más infernal que los 13, 14 y 15 años.

Como en la secundaria española, la última semana del calendario escolar en Polonia es algo especial. El lunes, tuvimos una competición deportiva entre tres gimnazjums cracovianos. De 9:00 a 13:00, los profesores y los alumnos pudimos disfrutar de soporíferos partidos de fútbol, ping-pong y voleibol. Cuatro aburridas horas que sólo se amenizaron cuando tuve que hacer guardia en la entrada del polideportivo para evitar que los alumnos se escaparan. Razonar con ellos —en polaco, en inglés y en español— sobre los porqués de su obligatoria permanencia en el recinto agudizó mi adormecido ingenio. Es necesaria una alta dosis de paciencia e hipocresía para defender lo que uno no cree, pero tuve éxito: cualquier cosa antes que regresar a aquel campo de batalla del sopor, colmado de cadáveres de profesores y alumnos sobre los bancos, hermanados por el aburrimiento. No era la primera vez que una actividad escolar era una tortura para el profesorado y el alumnado, incluidas las clases. Pero aquello tampoco consolaba a nadie.

El martes tuve que ir a ver Jurassic World en 3D. Dinosaurios y humanos contra un superdinosaurio modificado genéticamente. Fue, sin duda ni ironía, el mejor día de la semana. El miércoles me tocó asistir a un espectáculo de baile realizado por los estudiantes. El jueves, a la entrega de premios y diplomas, amenizada con música, teatro y poesía. Prefiero evitar las descripciones.

El viernes, por fin, se dieron las notas. Me despedí emocionado de los estudiantes, aunque no creo que interpretaran bien mis sentimientos. No me sentía triste ni exactamente feliz por decirles adiós, sino sólo aliviado. ¿Sólo aliviado? Cuánta dicha en estas dos palabras. Honoriusz se hizo el despistado cuando le dije que hasta pronto, pero vi cierta envidia en sus ojos: la misma de ciertos casados hacia el divorciado.

Salí a la calle pletórico, rejuvenecido. Se habían acabado los muros, las banderas y los dictados vengativos, ya no tendría más pesadillas protagonizadas por los estudiantes

Hace tiempo, un amigo me criticó que lloriqueara tanto por mi curro de profesor de instituto  polaco, tanto en persona como en este blog. "Quejarse de un trabajo durante la crisis es como escribir poesía después de Auschwitz", dijo exactamente. Qué suerte la mía, que nunca entendí a Adorno pero sí a Darío. Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!

sábado, 20 de junio de 2015

Tercer encuentro con los Apocrifílicos (III)

Llegué a Café Szafé puntual —a las cinco en punto— esperando que Honoriusz estuviera allí fumando, pero el chaflán que ocupaba el bar estaba desierto. Café Szafé está en la misma calle que Massolit Books, por lo que supuse que quizá él o Stanisław y Michalina vivían por aquella zona. La puerta de entrada remeda un armario azul, el motivo del local: szafa significa armario en polaco, y en el interior uno se puede sentar dentro de varios armarios azules con las puertas abiertas. Sobre esta puerta-armario hay un ojo vigilante que recuerda al ojo masónico, que también todo lo ve, muy apropiado para una reunión apocrifílica. Esperé un minuto y entré a buscarlos.

La atmósfera del local es muy Massolit, es decir, muy Kazimierz, o sea, bohemia, romántica, hipster, alternativa, etc. Sin embargo, está algo enrarecida por aquellos armarios abiertos con sillas dentro, que parecen más bien confesionarios públicos, contrarios al sigilo sacramental. Una tímida metáfora de esta chismosa ciudad: cuidado con lo que cuentas, a quién y dónde se lo dices: en la pequeña Cracovia todo se sabe.

Tras pasar la barra, me encontré a los tres apocrifílicos encajonados en un sofá. A la izquierda, Honoriusz, con un polo negro y unos tejanos sucios, sin su uniforme azul, fumaba —ahora sí— tenazmente; en el centro estaba Stanisław serio y silencioso, hosco como su jersey marrón; a la derecha, Michalina, la única que sonreía, vestía una ceñida camiseta que le marcaba sus gráciles michelines y rezaba "Everyone loves a Polish girl".

—Esta vez llegas tú tarde —me dijo Michalina; Honoriusz se levantó y fue a la barra.

—Siéntate, Gienek, y deja de observarnos —me soltó Stanisław—. No somos tus conejillos de Indias literarios. Aquí, ya deberías saberlo, venimos a hablar de literatura apocrifílica. No somos los modelos de tus pajas mentales o textuales.

—Vaya, ¿has leído mi blog?

—¿Que si ha leído tu blog? —intervino irónica Michalina—. En realidad, sólo ha leído (y releído y releído) lo que le interesaba: los dos relatos sobre nosotros, los Apocrifílicos.

—¿Sobre nosotros? ¿Nosotros? Dirás sobre Honoriusz, y un poco sobre ti, Michalina. Yo, el líder de los Apocrifílicos, Stanisław, no soy más que "el del bigote", "el del mostacho", el... —leyó un papel que había sobre la mesa—, ah, sí, "el mostachudo", "el abigotado", "el bigotudo". Recuerda que soy rumano: el español, con un poco de traductor de Google, no es tan difícil. En fin: ¿le dedicas párrafos enteros a Honoriusz, que parece un santo más que un segurata, y yo me quedo en un bigotes cualquiera? Soy un puto personaje plano. Me podrías haber comparado con Lech Wałęsa, como mínimo, porque bigotudos rumanos imagino que no conoces a ninguno, Ceausescu no llevaba.

—Hombre, Stanisław, no te pongas así —me defendí—. En aquella entrada tú llevabas la batuta de la conversación. Yo simplemente escribí lo que había visto: a Honoriusz en el gimnazjum, cada día, y a vosotros sólo una tarde...

—Hombre, Gienek —dijo Honoriusz, mientras dejaba las compotas sobre la mesa—. Eso de que escribiste lo que viste...

Stanisław dio un golpe con ambas palmas sobre la mesa. Temblaron las cuatro compotas. Le miré las manos: temblé yo también.

—Sí, mírame bien las manos, escritorzuelo —bramó enfadado, y con motivo—. Es decir, mírame la mano. ¿A qué escritor de medio pelo se le podría pasar algo así?

La mano derecha señalaba el muñón izquierdo. Miré a Michalina y a Honoriusz para acabar de convencerme. Era un muñón: ausencia de mano izquierda, de la mano izquierda de Stanisław. Era una ausencia redondeada y carnosa, armónica.

—Joder, no sé cómo se me pudo pasar. Lo siento, no me fijé...

Mi orgullo de escritorzuelo estaba más herido que nunca. Pero ¿acaso no era mejor que estuviera herido por una crítica que por la pasividad y el desinterés habituales? ¿Acaso no era mejor romperse un dedo que perder toda la mano?

—Stanislau, amor, no te quejes tanto. Ya te había dicho que no montaras una escena. ¿Si la escondes todo el rato, cómo la van a ver?

—Sí, jefe —lo intentó pacificar Honoriusz—. Como mínimo, alguien quizá lea ese blog y se entere de nuestras investigaciones apocrifílicas.

—Bueno, acerca de eso... —intenté excusarme.

—No me interrumpáis, carajo —dio otro golpetazo sobre la mesa y me apuntó con el muñón—. ¿Qué me dices de que nos llamaras gitanos? ¿Es que te crees, Gienek, que todos los rumanos somos gitanos? Por mucho que te excuses con que es un sueño, a mí no me engañas. Y tampoco digas que era un pretexto para hablar de Cervantes o de tus estudios, que a nadie le interesan. Ah, y hablando de tus estudios, sí, no me interrumpas, Gienek. No nos ha gustado nada tu falta de seriedad. Si tenías que ir a España, podrías habérselo comunicado a Honoriusz. Por algo trabajáis juntos, ¿no? La Hermandad de los Apocrifílicos no es ningún juego. Espero que no te diéramos esa impresión, aunque vete tú a saber qué conclusiones sacaste. La literatura apocrifílica es nuestra pasión y con las pasiones no se juega. Nos tomamos muy en serio nuestro quehacer; mucho más que nuestros trabajos, y esperamos lo mismo de ti.

—Sí, a veces demasiado en serio —lo cortó Michalina—. No hay nada malo en disfrutar con el trabajo, ¿sabes? A mí me encanta el salón de belleza. Colgué uno de nuestros anuncios apocrifílicos y todo. A las otras chicas les encantó la idea, una conocía a Lem, fíjate tú, incluso quería venir, aunque no entendía muy bien lo de las falsas reseñas. Qué se puede esperar de una peluquera, y polaca, ¿sabes? En fin, Stanislau, amor, no seas pelma. Gienek acaba de entrar en nuestra Hermandad y con él somos sólo cinco miembros. Eso si contamos a Grzegorz, claro, que lleva varios meses fuera de Cracovia y ya veremos si vuelve, porque hace la tira que no da señales de vida....

—Claro que volverá —confirmó Stanisław—. Cuando esté preparado, volverá. Por ahora, nosotros cuatro nos bastamos. Bueno, empecemos de una vez la vigésimo quinta reunión de la Hermandad de los Apocrifílicos. Procedo a la lectura del Manifiesto Apocrifílico:

»Queridos hermanos y hermana de la Hermandad Apocrifílica: 
»No me interrumpáis mientras invoco de nuevo a la Santísima Trinidad Apocrifílica: Borges-padre, Lem-espíritu santo y Bolaño-hijo, para que siga ayudándonos en nuestras pesquisas apocrifílicas. Bajo su amparo lograremos reunir todas las piezas de esa literatura marginal que tanto nos fascina. Con su impulso, nuestra Breve y parcial pero verdadera historia de la falsa reseña pasará a ser extensa y completa sin dejar de ser verdadera y falsa. Y entonces, cuando ya no debamos ser ayudados, amparados ni impulsados, llegará el día en el que podremos reunirnos de nuevo y disfrutar de su lectura: nuestros dedos recorrerán el índice para detenerse en alguna falsa reseña y, en pocas páginas, el reseñador esbozará un mundo imposible, mucho más grande y complejo y falso que cualquier mundo literario o real, que nos saciará intelectualmente como nuestras compotas nos colman físicamente. 
»Porque, recordemos, el Apocrifílico no es un ser incapacitado para el placer; todo lo contrario. El Apocrifílico ha catado ya las aguas de muchos ríos, por lo que ahora su paladar necesita otros jugos: no más selectos ni más finos sino más allá. Más marginales y más oblicuos, como las falsas reseñas. Con ellas el Apocrifílico se encuentra con la vida, pero no de una manera directa, como en la literatura ordinaria, sino indirectamente: a través de un falso libro que es reseñado. La literatura apocrifílica, no lo olvidemos, no es más que una perversión literaria, la sublimación literaria del placer literario, que a su vez es la sublimación literaria de la experiencia del mundo. 
»Brindemos con nuestras compotas y comencemos.

—¡Bravo! ¡Qué bien nos quedó el Manifiesto! —dijo Michalina, exaltada.

—¡Olé! ¡Amén!

—¡Honoriusz! —le replicó Stanisław—. No digas barbaridades.

—Lo siento, jefe. Como siempre, me he dejado llevar. Es la inercia: predica usted mejor que el cura de mi pueblo.

—Honoriusz tiene razón —dije, harto de guardar silencio—. Esto parece más bien un sermón que un manifiesto.

—Novato —dijo Stanisław—, no te metas con nuestro Manifiesto. Y recuerda que si te hemos perdonado tu ausencia es porque Stanisław nos dijo que habías ido a Barcelona a recaudar información sobre literatura apocrifílica.

—Bueno —contesté—, en realidad fui a hacer unos exámenes. Y aproveché para ver a mi familia y amigos...

—Claro que sí —me interrumpió Stanisław—. Ya hemos leído el blog. Luego si quieres nos cuentas más y nos enseñas el álbum de fotos. Ahora, al meollo.

—Pero también recabé alguna información —continué—. En primer lugar, acabé de leer Vacío perfecto de Lem. Y tengo la teoría de que el libro de Roberto Bolaño, La literatura nazi en América, está emparentado con aquel. Recordaréis que en Vacío perfecto hay una falsa reseña de Lem llamada "Alfred Zellermann: Gruppenfürer Louis XVI". La falsa novela (dos tomos de 670 páginas) del falso Zellermann relata las peripecias del Gruppenfürer Siegfried Taudlitz, un general del Tercer Reich que tras la guerra huye a Argentina junto a otros fugitivos nazis. En un lugar apartado de la civilización funda Parisia, una recreación de la Francia de Luis XVI, del que se cree una reencarnación.

—Sí, ya conocemos la obra de Lem-espíritu santo. Ve al grano, Gienek.

—Claro, claro. Sin embargo, ¿os habíais fijado en que el falso reseñador habla a menudo de la Francia del siglo XVII pero Luis XVI reinó a finales del XVIII? No es lo mismo XVI que XVII, XVIII o XIX: precisamente, si Luis XVI no llegó al siglo XIX fue precisamente porque la Revolución Francesa lo guillotinó. Por ejemplo, el reseñador ridiculiza los conocimientos franceses del Gruppenfürer, el general nazi que se cree Luis XVI: "En su cabeza se agolpan no tanto unos retazos de la historia de la Francia del siglo XVII, como la quincalla que la llenó cuando, niño todavía, leía con avidez las novelas de Dumas". O, en el falso prólogo que encabeza Vacío perfecto, el mismo Lem dice de su falsa reseña: "Un grupo de nazis escapan a Sudamérica, donde crean una sociedad idéntica a la de la Francia del siglo XVII". Hay otras referencias erróneas, por ejemplo al cardenal Richelieu, primer ministro de Luis XIII. Por tanto, lo más probable es que el del texto no sea Luis XVI sino Luis XIII o quizá XIV, el Rey Sol. Será por Luises monarcas. Entonces, ¿se trata de un gazapo de Lem? ¿O es un error del falso reseñador? ¿O quizá estemos frente a una errata del falso novelista Alfred Zellermann, "conocido historiador de la literatura, casi sexagenario, doctor en antropología", según el reseñador?


—No creo que Lem se equivocara así —dijo rápidamente Honoriusz—. Lo más probable es, sin duda, que se trate de una broma más. Es decir, que la errata (decir Luis XVI en vez de Luis XIII o XIV) debe ser atribuida al falso novelista o al falso reseñador.

—Estoy de acuerdo —intervino Michalina—. Pero hay que recordar que el falso reseñador no existe, sino que es el mismo Lem. Así lo reconoce en el falso prólogo que ya ha citado Gienek: "El lector termina con la sensación de que los quince libros que comenta Stanisław Lem no sólo existen realmente, sino que él o ella los ha leído atentamente página por página". Por lo que el gazapo sólo puede ser de Lem o del falso novelista. Y yo me inclino por el falso novelista, el tal Alfred Zellermann.

—Vale, sólo hay falsas novelas y falsos autores, y no existe más reseñador que Lem —acepté—. Pero si es un error del falso novelista y Lem es consciente de él, ¿por qué no lo ridiculiza en su falsa reseña? ¿Lo olvidó? ¿Quería ponerse en ridículo, autoparodiarse?

—¿No son suficientes las referencias erróneas para darse cuenta de que es una broma? —continuó Michalina.

—Mucha fe tienes en los conocimientos históricos del lector. Yo tuve que buscar en la Wikipedia, y vosotros ni siquiera visteis el error...

—Haya paz, chicos —nos tranquilizó Stanisław—. Bueno, novato, buen trabajo. Veo que has hecho los deberes. Nos has descubierto un matiz de la obra de Lem que nos había pasado desapercibido. Honoriusz, toma nota en el acta de la reunión. Pero antes has mencionado una relación entre Lem y Bolaño: ¿qué vínculo hay entre este supuesto gazapo y La literatura nazi en América?

—En realidad ninguna —contesté—. Me he ido por las ramas, disculpa. Mi teoría es que el libro de Bolaño, una colección de falsas biografías y falsas reseñas de falsos escritores filonazis americanos, tiene su origen en esta falsa reseña de Lem.

—De hecho, se puede abstraer la teoría un poco más y decir que el nazismo, los totalitarismos y las distopías son un tema muy habitual de las falsas reseñas, ¿sabes?

—Es verdad, Michalina —dijo Stanisław—. En One Human Minute (1986), otro de los libros de Lem con falsas reseñas, hay una llamada "The Upside-Down Evolution". Allí resume un falso libro de historia militar del siglo XXI de lo más apocalíptico. No sólo predice que los robots o drones deshumanizarán aún más la guerra, sino que el desarme nuclear es imposible y la escalada militar una carrera hacia el suicidio colectivo.

—Aunque no acierta en la premisa principal de la falsa obra reseñada: que la Guerra Fría continúa en el siglo XXI. Se le escapó a Lem la posibilidad de la caída del Muro de Berlín, ¿sabes?, un pequeño detalle.

—Eso habría que discutirlo. ¿Acaso no seguimos en una Guerra Fría sin ideologías que la justifiquen?

—Yo aún diría más: ¿no es toda paz una guerra fría?

—O todavía mejor: ¿no es la guerra fría la única posible en el Occidente del siglo XXI?

—Bueno, dejadme que continúe con Lem-Bolaño —los interrumpí—. Como decía, Lem escribió "Alfred Zellermann: Gruppenfürer Louis XVI": una falsa reseña cuya novela tiene lugar en Parisia, una colonia nazi-absolutista en Argentina. Bolaño, por su parte, tiene en su libro la falsa biografía de Willy Schürholz, un poeta nazi chileno que nació en la Colonia Renacer. Esta colonia, como la de Lem, está aislada del mundo y poblada sólo por alemanes y su descendencia. La Colonia Renacer es, en suma, otra colonia nazi en Latinoamérica, otro islote distópico, como Parisia.

—Piensas, pues, que Bolaño escribió esta falsa biografía a partir de la falsa reseña de Lem, ¿no?

—Sí, pero no sólo eso —continué—. Lo más probable es que todo el libro, a partir de esta falsa biografía, sea deudor del libro de Lem.

—Interesante —dijo Honoriusz—. Y muy probable. De hecho, es habitual que las falsas reseñas estén conectadas entre sí: son textos con mucha consciencia de clase. El mismo Lem se refiere en One Human Minute a falsos libros reseñados en otros libros.

—Y en el falso prólogo de Vacío perfecto Lem se refiere a "Examen de la obra de Herbert Quain" explícitamente, ¿sabes?

—Y tiene otra falsa reseña, "Alistar Waynewright: Being Inc.", que es una clara referencia a otro texto de Borges. En la falsa novela de Waynewright, la gran empresa Being Inc. y otras similares, evoluciones de las primitivas agencias matrimoniales, les ofrecen a sus clientes la satisfacción de todo tipo de placeres no materiales: desde el placer de torturar al de matar, pegar, o castigar, pero también seducir o asustar a alguien. Con el paso del tiempo, todo en la vida está controlado por las computadoras de estas compañías y el azar y la autenticidad parecen haber quedado abolidos completamente. Algo similar sucede en el relato "La lotería en Babilonia" de Borges. Un babilonio cuenta la evolución de la lotería tradicional hasta la forma más perversa —y borgiana—: todos los babilonios participan en ella y cualquiera puede ganar o perder cualquier cosa, desde dinero hasta un accidente, un trabajo, un amor, etc. Como en las compañías de la falsa reseña de Lem, los sorteos de esta lotería acaban controlándolo casi todo y es imposible saber qué es fruto del azar y qué de la manipulación loteril.

—Pues es verdad, no había caído —contesté—. Por cierto, esta red de relaciones Bolaño-Lem-Borges me recuerda que en Barcelona descubrí a otro autor apocrifílico hispanohablante, español para ser concretos, barcelonés exactamente. No es muy conocido fuera de España; y dentro tampoco demasiado, la verdad. Se llama Luis Goytisolo y su libro apocrifílico, Investigaciones y conjeturas de Claudio Mendoza (1985).

—Oh, muy interesante —dijo Honoriusz—. No conozco al tal Goytisolo, pero sí a ese Mendoza. También es un escritor español, ¿no? El de Sin noticias de Gurb y La verdad sobre el caso Savolta.

—¡Aún más interesante! —dijo Michalina—. Escribir falsas reseñas de un autor verdadero. A veces los españoles pueden tener buenas ideas también.

—No, no —los corté—. Os estáis confundiendo. Os estáis refiriendo a Eduardo Mendoza, escritor español real. Este es Claudio Mendoza, un personaje ficticio, creado por Luis Goytisolo.

—Pues vaya.

—Pero sigue siendo interesante —seguí—. Claudio Mendoza escribe el prólogo ("Tres hallazgos") y el epílogo ("Un Jehová del siglo XX") del libro de Goytisolo. Es un investigador de textos religiosos del mundo romano que dice que conoce a Goytisolo, y por eso un tal profesor Rico Manrique le ha pedido que escriba un breve ensayo sobre Luis Goytisolo. Francisco Rico (Manrique) es uno de los más importantes filólogos de España, y casualmente ha aparecido como personaje en novelas como El vientre de la ballenaLos enamoramientosNegra espalda del tiempo, etc. Llegó a escribir un artículo al respecto: "Ficticio novelista verdadero".

—Bueno, no está mal —me cortó Honoriusz—. Un falso académico que comenta a instancias de un académico real. ¿Y qué comenta?

—Bueno, no mucho. Habla de su relación con Luis Goytisolo, menos estrecha de lo que parecía. Y también de los textos que componen el libro. Sobre todo justifica su autenticidad, a pesar de que son evidentemente tan falsos como él mismo.

—Son falsas reseñas, ¿no?

—Ese es el problema —dije—. No exactamente, no todos los textos lo son. "El encuentro Marx-Lenin" son las cartas que se intercambian Léon Trotski y Luise Kautsky, testimonios del falso encuentro entre Marx, Engels, Trotski y Lenin en Londres. Marx y Lenin, por supuesto, se llevan como el perro y el gato.

»El segundo texto, "Diario de un gentleman", es un falso diario escrito por un tal Pachá, conocido de Luis Goytisolo y Claudio Mendoza; por tanto, probablemente otro personaje ficticio. En el fragmento del diario que podemos leer, Pachá conoce a una inglesa en una playa de Sitges y sale a cenar con ella. Tras unas copas y unos cuantos toqueteos, van a casa de la chica. Y cuando parece que el tal Pachá ha tenido suerte, se encuentran con el padre, que estaba despierto y esperándolos. Hablan un rato y, antes de que Pachá se vaya, decepcionado y con los huevos azules, el padre le dice que es un gentleman.

—¡Eh! ¡Menudo spoiler! Eso no se hace, ¿sabes? Deberíamos incluir esta norma en nuestro Manifiesto...

—Tienes razón, Aurelia. Anótalo en el acta, Honoriusz.

—Bueno, no es para tanto —me excusé—. La historia es bastante mala, sin duda lo peor del libro. El tercer texto, en cambio, os gustará mucho mas. "Joyce al fin superado" es una falsa reseña, pero no de un libro cualquiera, sino de Gigamesh, la falsa novela de Patrick Hannahan reseñada por Lem en Vacío perfecto.

—¡Vaya! No está mal. Una falsa reseña de Luis Goytisolo de un falso libro de Lem. Falsedad al cuadrado.

—Sí. Pero no de uno cualquiera, ¿sabes? La reseña de Gigamesh es una parodia de las novelas más experimentales y ambiciosas, es decir casi ilegibles, especialmente Ulises Finnegan's Wake. El falso autor, Hannahan, quería escribir una novela total mejor y mayor que las de Joyce. Y lo consiguió, ¿sabes?: la novela, de 395 páginas, constaba con una introducción de 847. En ella, se lleva a cabo la exégesis de la misma novela, ahorrándoles el trabajo a los críticos. Lem define el libro de Hannahan como "una patología de la cultura, y no un producto del sano desarrollo de la misma".

—Exacto —continué—. Pues Luis Goytisolo empieza así su falsa reseña: "Confío en que nadie vaya a interpretar el presente texto como un ataque a Stanisław Lem, un escritor que merece todos mis respetos y al que, en definitiva, debo el descubrimiento de la obra de Hannahan". Después del elogio llega el gran pero: Luis Goytisolo considera insuficiente el comentario hecho por Hannahan a su propia obra, así como el de Lem. Entonces procede a analizar todas las omisiones, inventando de paso a otros falsos exégetas, como H. G. Wilson y su antihannahania obra Defensa de Joyce contra sus discípulos.

—¡Hereje! —gritó Honoriusz, levantándose—. Cómo se atreve este Goytisolo a mancillar la obra de Lem. Jefe, esto hay que censurarlo.

—Cálmate, Honoriusz —lo apaciguó Stanisław—. Lem atacó a Joyce en su falsa reseña, ¿por qué no habría de ser él mismo atacado?

—Es verdad —dije—. El ataque de Goytisolo también va dirigido al autor irlandés. Al final, ambos vienen a decir lo mismo: es mejor leer la falsa reseña de una obra imposible que la obra imposible en sí misma.

—Eso es —dijo Michalina—. Parece que el texto de Goytisolo no va contra Lem, sino a su favor. Según sus falsas reseñas, no creo que Lem fuera un gran fan de Joyce. Tampoco lo era Borges, ¿sabes? ¿Para qué escribir un tocho ilegible si puedes hacer su falsa reseña, breve y legible además de sarcástica?

—¡Precisamente! —dije, contento—. Es el texto más apocrifílico del libro, aunque todo él tiene un tono más o menos similar. La única excepción es el quinto texto, "Acotaciones". Es un comentario de Luis Goytisolo a las memorias de su hermano Juan Goytisolo, Coto vedado.

—¿Luis Goytisolo tiene un hermano? ¿Estás seguro de que no es un falso escritor? Quizá Claudio Mendoza no sea el personaje, sino el creador de Luis y Juan Goytisolo...

—Y Coto vetado es una falsa novela, o unas falsas memorias, del mismo Claudio Mendoza, ¿no?

—No, no —aclaré—. Luis tiene dos hermanos, Juan y José Agustín, todos escritores, el último ya muerto. Y Coto vetado es un libro de memorias real de Juan Goytisolo, que ganó el Premio Cervantes hace nada, por cierto. Luis Goytisolo comenta algunas desavenencias como "lector privilegiado" de las memorias de su hermano Juan. Dice: "En la medida en que Coto vedado no es una obra de ficción sino un texto autobiográfico y en la medida en que la casa de Juan es en definitiva mi casa, su familia mi familia y su infancia se corresponde parcialmente con la mía, me ha parecido necesario exponer aquí las principales discrepancias interpretativas respecto a determinados hechos". Sí, no me miréis con esas caras: a mí también me parece que no tiene sentido poner este texto verdadero entre textos apócrifos.


—No, no tiene mucho sentido aquí esta rencilla familiar —secundó Michalina—. Y eso que a mí también me gusta el cotilleo. En un salón de belleza una no puede evitarlo...

—Bueno, Gienek, debo felicitarte por tu trabajo —dijo Stanisław sonriendo y blandiendo pacíficamente el muñón—. Queda perdonada tu anterior ausencia. Y la bigotización literaria a la que me sometiste, también.

—¡Viva! —gritó Michalina.

—¡Amén, jefe! Después de esto, nos merecemos una segunda compota, ¿verdad? —propuso Honoriusz mientras ya se levantaba.

Decidí no decirles nada y posponer hasta la siguiente reunión mi odio secreto hacia la compota. No iba a ser un aguafiestas: en la pequeña Cracovia no es tan fácil hacer amigos.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Segundo encuentro con los Apocrifílicos (II)

No pude asistir a la vigésimo cuarta reunión de la Hermandad de los Apocrífilicos, mi segundo encuentro con ellos, porque tuve que ir a Barcelona. No fue un viaje por placer —aunque también lo hubo— sino para hacer los exámenes del máster de literatura española que empecé el año pasado. De todos modos, no había vuelto a cruzar palabra con Honoriusz en el gimnazjum, así que fui olvidándome de Honoriusz-Elmyr, de Michalina-Aurelia y de Stanisław-Stanislau. La hermética sordomudez de Honoriusz no dejaba lugar a dudas: aquel primer encuentro había sido un sueño, uno especialmente surrealista, sí, pero sueño aun así. ¿Por qué habrían de reunirse dos rumanos y un húngaro en un bar de Cracovia para hablar de literatura —apocrifílica, apócrifa o simple literatura, qué más da— y para brindar con compota? Como, con los años, mi escepticismo ha llegado a ser una fe incuestionable precisamente por no cuestionarlo, no le di más vueltas al asunto. ¿Qué supone un solo sábado surrealista frente a un mar de sábados realistas?

Así, aproveché los siguientes tres sábados realistas para centrarme en mi educación. Como es sabido, la UNED ofrece una educación a distancia variable: durante varios meses, tuve que educarme yo solo en Cracovia, a unos 2.000 km, para luego ser evaluado a distancia corta, casi cuerpo a cuerpo, aunque también solo. Durante aquel último mes, pues, me sumergí en mis estudios y repasé las diferentes etapas y movimientos de la literatura española, la métrica, la historia del arte escénico, la teoría de la literatura y la narrativa contemporánea, entre otras materias que no sé si tildar de realistas o surrealistas. Pero el cuarto sábado, el día de mi supuesto segundo encuentro con los Apocrifílicos, cuando me dirigía soñoliento en tranvía a la estación de tren de Cracovia para tomar un tren a Varsovia para tomar un autobús al aeropuerto Varsovia-Modlin para tomar un avión hacia Barcelona para hacer mis exámenes, el supuesto sábado surrealista, me acordé inevitablemente de la Hermandad. ¿Habrían colgado Michalina y Stanisław los anuncios que escribimos para encontrar nuevos miembros, autores y textos apocrifílicos? Ni siquiera había comprobado si alguien nos había escrito a apocrifilicos@gmail.com, aunque lo dudaba bastante. Además, tampoco se me había ocurrido decirle a Honoriusz que no podría asistir a la reunión. De nuevo, mi escepticismo inquebrantable no me permitió darle muchas vueltas, así que durante el viaje alterné el sueño con el estudio y con la lectura de "La gitanilla" de Miguel de Cervantes.

La gitanilla se llama Preciosa, una bailarina gitana más honesta y más preciosa que cualquier gitana e incluso cualquier paya, pero al final resulta que no es gitana sino hija de nobles. Final doblemente feliz, porque se casa con un noble que se había enamorado de ella siendo aún gitana y se había comprometido a vivir como un gitano más. Aunque no supe decir si la visión que Cervantes tiene de los gitanos (el otro) es revolucionaria o tradicional, sí está claro que aprovecha la historia para hablar de su tema favorito: el engaño y la simulación. En el avión, soñé que Aurelia-Michalina era Preciosa y que se hacía pasar por polaca para casarse con otro falso polaco, Stanislau-Stanisław; se acababa descubriendo que ambos eran gitanos pero contraían nupcias igualmente, sustituyendo su identidad gitana por la polaca. Desperté con el sudor frío de lo políticamente incorrecto: Michalina-Aurelia y Stanisław-Stanislau eran rumanos, pero no gitanos.

Ya en Barcelona, traté de concentrarme en mis exámenes. El lunes tenía mi primera prueba: teoría de la literatura. Llegué al edificio de la UNED algo antes de las nueve para poder recoger mi carné de estudiante. Había una larga hilera serpentina de gente ansiosa por entrar: la mandíbula junto a las escaleras hacia el aula del examen, el cuerpo escamoso delante de la recepción del edificio y la cola saliendo por la puerta principal a la calle. Más de cien personas nerviosas repasando a última hora, tomando un último café, conociendo sin interés al vecino, solucionando sus problemas domésticos o laborales por teléfono. Cuando conseguí mi carné, pude prestarle atención a aquel ofidio humano. A diferencia de en la mayoría de las universidades, allí la edad media rondaría los treinta y tantos. Había padres y madres de familia, solteros y solterones, ociosos y parados, embarazadas y menopáusicas, abuelos y jubilados, extranjeros y expatriados, empresarios y emprendedores, empleados y empleadores, minusválidos físicos y mentales. Y entre ellos había alguna (aparente) anomalía: unos pocos veinteañeros sin atributos, de marca blanca, inclasificables, es decir, unos universitarios normales. Pero estaban tan confundidos por estar entre aquella gente que ni siquiera llamaban la atención. A pesar de ellos, éramos todos una panda de anormales: físicos, mentales o sociales, poco importa. Y, sin embargo, no había nada más normal ni más precioso que aquellas cien personas; éramos la muestra perfecta de la sociedad, la colección de nuestras bellas taras. La UNED es la universidad de los tarados, el coche escoba de las universidades. La verdadera universidad cristiana.

Y la universidad ideal para los Apocrifílicos, añadí mentalmente mientras subía las escaleras.

* * *

Al regresar a Cracovia, intenté contactar con ellos. Por desgracia, no se me había ocurrido intercambiar el número de móvil con ninguno. Consulté nuestra cuenta de correo electrónico, pero no habían escrito nada: ni los Apocrifílicos ni nadie dispuesto a ser miembro de nuestra Hermandad, ni siquiera a colaborar en nuestra búsqueda —nuestra: ya la había hecho mía— de la literatura apocrifílica. El sábado siguiente, pese a no ser el primero del mes, me acerqué a Massolit Books y al bar mleczny en el que había tenido lugar nuestra reunión, pero no encontré a nadie. Visité otras cafeterías cercanas, incluso pasé por los lugares donde se suponía que debían haber colgado nuestros anuncios, pero nada. Aquel no era más que otro sábado realista. Los Apocrifílicos habían desaparecido como lo había hecho mi ejemplar de Vacío perfecto.

La única oportunidad era intentar hablar de nuevo con Honoriusz, mi único vínculo con los Apocrifílicos y el que logró hallar mi libro de Stanisław Lem. Sin embargo, se trataba de un vínculo roto, sordomudo. Durante varios días, llegué un poco antes al instituto para estar a solas con él, pero no reaccionaba más que saludándome: las manos recogidas tras la espalda, las piernas juntas y el torso erguido sin rigidez, como se cuadraría un botones algo bobo, sonriendo durante el instante en el que inclinaba la cabeza. Si lo probaba por la mañana, obtenía una reverencia; durante el resto del día, una sonrisa y el mutismo más impenetrable. Le hablé, le mostré el libro de Lem, el libro apocrifílico que estaba leyendo —Investigaciones y conjeturas de Claudio Mendoza de Luis Goytisolo— y el anuncio que habíamos diseñado, pero nada surtía efecto. Al cabo de unos días ya había tirado la toalla. Mi escepticismo inamovible, otra vez, se salía con la suya: de lo que no se puede hablar es mejor callar; o sea, mejor no darle vueltas. Y pasé (otra) página.

Mientras tanto, en el gimnazjum tuvimos la semana de exámenes finales. Los alumnos del tercer (y último) curso escribieron entonces los exámenes que condicionarían su acceso al liceum (bachillerato), es decir, los siguientes tres años de su enseñanza secundaria. La directora del centro ya me había avisado:

—Novato, este año no te libras: el martes formarás parte de un tribunal de examinación y el miércoles te tocará vigilar el pasillo.

No exagero si digo que hacer exámenes es un gran acontecimiento en Polonia. En una de mis asignaturas como erasmus experimenté por primera vez esta fiesta de los exámenes. En "Religión en Gombrowicz y Miłosz" éramos diez estudiantes, cinco extranjeros y cinco polacos. La premisa del curso era de lo más conceptista: Gombrowicz, ateo declarado, sufría como un cristiano, mientras que Miłosz, abiertamente cristiano, se dolía como un ateo. O quizá era al revés, qué se yo. Ahí empecé a (no) comprender la complejidad de la relación de los polacos con la religión. Además de un par de trabajos, el curso tenía un examen final oral. Cuando llegué a la universidad el día del examen, los cinco polacos ya estaban allí, todos de traje y corbata. Les pregunté si se había muerto alguien; otro erasmus dijo que nadie lo había invitado a la comunión. No les hicieron mucha gracia nuestras bromas y nos contestaron que era de mala educación llevar ropa ordinaria en un examen.

—Los profesores de la vieja escuela no te examinan sin corbata —advirtió uno.

Por suerte, el nuestro estaba al corriente de las diferencias culturales y no nos exigió etiqueta para la prueba oral. En cambio, la directora de mi instituto fue taxativa: me gustara o no, debía ir elegante. Sin embargo, lo peor de la fiesta de los exámenes no es la oficialidad en el vestir, sino en el obrar. Mi tribunal estaba compuesto por tres profesores: dos polacos y yo. La responsable del tribunal nos ordenó que distribuyéramos a los quince estudiantes por la clase según el protocolo, les leyó en voz alta las indicaciones del examen-ritual, les deseó suerte formulariamente y los chavales, bien emperifollados, empezaron a escribir. Durante una hora y media, los miembros del tribunal estuvimos sentados en sendas sillas sin hablar, sin leer y, ¡ay!, sin móvil. Nuestra única ocupación oficial era evitar que copiaran; oficiosamente, debíamos luchar contra el sueño y nuestros demonios internos. No era fácil. De hecho, es muy probable que en algún momento me adormilara, igual que mis dos compañeros. Tras una hora de descanso —por fin hablar, andar, cagar, pasear, chatear—, empezó la segunda ronda de exámenes y de nuevo noventa minutos de lucha contra el silencio y la soledad. Fue una de las experiencias más desgarradoramente aburridas de mi vida; la fiesta de los exámenes resultaba ser más tediosa que una reunión de profesores polaca, sólo comparable a las maratonianas sesiones de dentista de mi adolescencia. Al acabar la segunda prueba, los tres profesores nos estrechamos las manos, nos dimos unas desganadas gracias y nos fuimos.

El miércoles, afortunadamente, sólo tuve que estar en el pasillo. Estuve solo durante tres horas, pero esta vez podía andar y usar de extranjis el móvil. Debía controlar que los estudiantes que salieran de las aulas se dirigieran en silencio a las salas de espera. Era el amo del pasillo del primer piso. Pasear por aquel corredor, habitualmente lleno de estudiantes, daba vértigo, como montar en bici por una autopista desierta, como cruzar el Mar Rojo recién abierto por Moisés. Pronto me senté y me puse a leer el periódico en el teléfono.

—Oye, tú, ¿no sabes que hoy los profesores no podéis usar el móvil? Menudo ejemplo les vas a dar a los chavales que salgan de la clase...

Era Honoriusz: ¡qué felicidad volver a escuchar su macarrónico inglés húngaro!

—No te emociones tanto. Vengo sólo como mensajero: la directora quiere verte. Te está esperando en su despacho, y no parece estar de buen humor. Ay, ¿qué habrás hecho? ¿Le has puesto mala nota al hijo de un pez gordo? ¿Les has enseñado palabrotas? ¿Te has metido con su Dios intocable? ¿Te quedaste dormido en los exámenes de ayer? —dijo, con retintín, y se alejó escaleras abajo dejándome con la palabra en la boca.

Por fin, Honoriusz había vuelto a hablar, aunque sólo fuera para darme una mala noticia. ¿Qué querría la directora? ¿Qué habría hecho yo? En un acto reflejo, me miré en el espejo para comprobar que mi ropaje fuera lo bastante elegante. Evidentemente, no lo era; pero no dejaba de ser extraño que la directora u otra persona se hubiera fijado en mí: en el instituto yo no era más que un fantasma, una sombra o un mueble. Mi escepticismo inalterable, junto al aburrimiento, hizo que no le diera más vueltas al asunto, así que bajé a la secretaría casi despreocupado.

—Dígame, qué quiere —me dijo la directora cuando entré en su despacho.

—Yo, nada... Usted me ha mandado llamar —contesté—. ¿Quería usted algo?

—¿Pero qué dice? Yo no he mandado llamar a nadie. ¿Quién le ha dicho eso?

—Oh, bueno, no sé, nadie. Creo que lo habré entendido mal.

—Mi queridísimo profesor de español, el protocolo indica dónde debe estar situado cada docente en este mismo instante: en las aulas de examinación, en las salas de espera o en los pasillos. Sólo la directora del centro puede estar en su despacho. Excepto usted, todos están en su sitio. Si no quiere nada, regrese a su posición, haga el favor. Con el protocolo no se juega.

Balbucí una disculpa, salí y subí las escaleras. Antes de que comenzara a buscarlo, Honoriusz me había encontrado:

—Estás muy mono cuando te exaltas —me dijo, desde donde antes me había hablado—. Se te queda la boca abierta como un besugo y, aunque intentas mantener la compostura, estás más tieso que una escoba. Relájate, que sólo era una broma. Bueno, también quería comprobar si me delatarías o no. Como no te presentaste a la última reunión, no sabíamos si eras de fiar. Stanisław se puso hecho un basilisco. Empezó a hablar de expulsarte, de las purgas, del Gulag... Yo le dije que se te habría olvidado o que simplemente pasabas del tema. Pero él prefirió desconfiar; por eso no colgamos ni un solo anuncio. Y eso que saqué más de cien copias, aquí, en la escuela, arriesgando mi coartada. En fin, no tenemos mucho tiempo, así que dime: ¿sigues con los Apocrifílicos o qué?

—¡Claro!

—Bien, entonces nos vemos este sábado a las 17:00 en Café Szafé; el jefe no quiere saber nada ni de Massolit ni de aquel bar mleczny mugriento, ya debiste de ver cómo es. Pero recuerda que sólo nos encontramos el primero de cada mes. No hace falta que vayas a buscarnos otros sábados: no nos encontrarás. Ah, y espero que nos hayas traído alguna noticia apocrifílica de España. Si no, para qué fuiste...

Se puso la máscara, sonrió, se dio la vuelta y se fue paseando.