viernes, 4 de mayo de 2012

3 de mayo, Barcelona: la vergüenza

Llego a casa acalorado, tras la manifestación estudiantil, y me miro al espejo: tengo la cara roja como un tomate. Me habré quemado de tanto andar bajo el sol primaveral catalán. Tendría que haberme echado crema protectora, como hacía el resto de estudiantes a mi alrededor: no es que sea muy lechosa, mi piel, pero a estas alturas del año aún no está curtida. Un par de horas paseando por Barcelona han bastado para churruscarme como un buen guiri.

Pero el rojo de mi cara es más intenso que el de los turistas, y, sobre todo, más enfermizo. Mucho más enfermizo que el rojo canceroso: es otro tipo de cáncer. Las palabras enfermizo y cáncer, al fin, me han ayudado a comprender: solo hay un tono de rojo más encendido que el que colorea la Rambla. Es un rojo que no viene solo de fuera, sino también de dentro. Es el rojo de la vergüenza. El rubor. El sofoco. El bochorno.

(¿Qué querrá decirnos el diccionario con tantos sinónimos?)

Tras averiguar el tipo de rojo que me colorea, me pregunto: ¿por qué estoy tan avergonzado? Me observo fijamente en el espejo, más allá del rojo, y empiezo a enumerar, a arrojar porqués. Noto, rápidamente, que los motivos personales —privados— de vergüenza no han cambiado: las taras físicas y las carencias mentales son las mismas, mis miedos siguen escondidos en el mismo lugar. Tampoco he pecado más de lo habitual, padre. Es la otra vergüenza la que ha alarmado mi rostro: la vergüenza ajena. La vergüenza pública.

Enfoco mi búsqueda, pues, hacia la vergüenza exterior. Mi cabeza se abarrota velozmente de vergüenzas ajenas, sin esfuerzo, con una misteriosa naturalidad. Corrupción política, especulación, austeridad —en educación, sanidad, cultura o investigación: en lo que quieras—, tasa de desempleo, violencia policial, listas negras, rescates bancarios, desahucios, etc. Esto parece el campo semántico de España —que también es campo de batalla y de concentración—. La lista de porqués ajenos es vergonzosamente larga. Abandono el baño y, meticulosamente, me siento frente al ordenador, para no perderme ni una vergüenza. Mi cerebro dicta. La velocidad con que escribo denota lo vergonzosamente fácil que aflora lo vergonzoso; peor aún: cae por su propio peso. La escritura automática debe de parecerse a esto: la vergonzosa sincronización de las palabras y las manos.

Al final, me detengo. Voy de nuevo frente al espejo y me miro. Sigo igual de rojo. Ha de haber, todavía, en algún lugar, algo más vergonzoso, lo vergonzoso. Empiezo a palidecer cuando cambio de planteamiento: busco qué me enorgullece o, al menos, no me avergüenza del panorama actual. Lo vergonzoso, por fin, es que no encuentre nada.

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