La primera vez que intenté leer Robinson Crusoe (1719), hace unos cuantos años, aprendí a abandonar la lectura de los libros que no te están gustando. También aprendí, sin saberlo, aquel aforismo latino que decía algo así como: "no hay libro tan malo del que no sacar algo bueno". Una lectura inacabada y dos nuevas enseñanzas: está claro que la contabilidad de la pedagogía no hay por dónde cogerla.
Como no me gusta dejar las cosas a medias, en el segundo abordaje a la novela de Daniel Defoe he llegado hasta el final. Además, he aprendido al menos dos cosas: primero, que el libro no era tan malo; segundo, a leer en diagonal, o por lo menos a saltarme el aburrido relleno. (No logro imaginar lo que debe de deparar este libro al que consiga leerlo entero...)
Por regla general, las novelas de aventuras tienen fama de entretenidas: te impiden abandonarlas, son seductoras. Aún diría más: provocan gula en el lector, hambre insaciable de lectura. En cambio, en Robinson Crusoe, lo entretenido deja paso, en varios pasajes, a lo aburrido, aunque también, en más ocasiones, a lo interesante. La diferencia entre entretenido e interesante es que lo primero pasa y se va, mientras que lo otro pasa y, cuando se ha ido, ha dejado algo —huella, rastro, poso, surco, impresión, cicatriz—. Si nos ponemos brutos, lo entretenido es un regalo para ahora, pero lo interesante es para siempre, como los diamantes.
Hasta la página 63 de 350, Robinson no llega a la isla: nos relata la huida de su hogar, el casi hundimiento del barco de su primer viaje, su secuestro por parte de unos piratas, su estancia en Brasil... Mi primera lectura fracasó a estas alturas, antes de llegar a la isla. ¿Para qué tantos preámbulos, si lo que quiero es saber cómo se las apaña él solo en una isla?, me preguntaba entonces. Insistiendo y, sobre todo, escamoteando párrafos, en el segundo intento rebasé las aburridas turbulencias en las que había naufragado: llegué hasta la isla. Pero la pregunta —¿para qué tanto rollo, señor Defoe?— resurgió; mi yo lector actual la responde: para crear un personaje, el self-made man, y un ejemplar muy gafe, por cierto.
Así pues, uno llega bastante exhausto a la isla. Y lo que se encuentra es desalentador:
Uf. Y así con todo: Defoe nos cuenta cómo lo hace Robinson para construirse una casa, para hacer fuego, para cazar, para crear herramientas, para cultivar, etc.; en fin, para ser autosuficiente. Por suerte, de vez en cuando llueve y enferma, un terremoto sacude la isla, aparece una huella en la playa o rescata a un salvaje un viernes, y así se rompe su rutina.
En un principio, emparenté este how to survive in a desert island con la literatura semi-pedagógica clásica; por ejemplo, con Trabajos y días, de Hesíodo, que a veces se parece más a una enciclopedia (cómo y cuándo sembrar, qué mujer elegir, qué animales y qué esclavos comprar, etc.) que a lo que nosotros consideramos literatura. Pero esto no es un manual de supervivencia. Se parece, más bien, a una historia de la tecnología condensada en un solo hombre: Robinson ha de volver a inventar, a su manera, lo que la humanidad ya tenía: fuego, agricultura, caza, ganadería, alfarería, sastrería... De hecho, abandonar a un individuo en una isla es una forma de cuestionar la sociedad, no al individuo —Robinson es, en el fondo, una sociedad de un solo sujeto—.
Asimismo, para tratar de justificar el aburrimiento inherente a la novela, pensé en la verosimilitud. El lector necesitaba pruebas para creerse la historia, y qué mejor argumento que relatar todos los pasos necesarios para la supervivencia biológica. El lector del siglo XXI, por contra, necesita otro tipo de verosimilitud: exige muestras de la supervivencia psicológica. Es decir, cómo consigue Robinson resistir 28 años de soledad sin enloquecer. El lector del siglo XXI quiere saber lo que pasa en la cabeza del náufrago, no en su estómago. (En Sukkwan Island, de David Vann, nos encontramos un aislamiento voluntario en una isla de un padre y su hijo, dos robinsones del siglo XX; la cosa, claro, no puede acabar bien.)
Por suerte para todos, Crusoe no es de piedra —pero casi—. Las dudas existenciales que tiene las aplaca rápidamente el cristianismo. (A falta de psicoanalista, buenas son Biblias.) El bueno de Robie es tan racional, tan conservador, tan paciente, tan ordenado, tan asexual, tan inglés, que incluso hace una lista de las cosas buenas y malas de su situación naufragada; para morirse de la risa. Pero no hay que olvidar que Robinson también representa la posibilidad quijotesca de crearse a sí mismo, de realizar los sueños propios; es decir, la libertad burguesa absoluta, el "si quieres, puedes". Aunque tiene un porvenir asegurado con papá y mamá, el niño Crusoe decide que quiere ser marinero, se pongan como se pongan. Paradojas de la vida: huirá de un futuro aburrido para acabar atrapado en una aburrida existencia de náufrago.
Entre tanto trabajo y tanta religión, Robinson encuentra algún momento para ponerse humano; o sea, para desesperarse un poco y ganarse al lector:
Acabo con lo más incendiario de la novela, parte del epílogo metaficcional y ataque de Defoe a su propia creación. Habla Viernes, el esclavo de Robinson, después de leer la novela Robinson Crusoe y otros libros:
Por regla general, las novelas de aventuras tienen fama de entretenidas: te impiden abandonarlas, son seductoras. Aún diría más: provocan gula en el lector, hambre insaciable de lectura. En cambio, en Robinson Crusoe, lo entretenido deja paso, en varios pasajes, a lo aburrido, aunque también, en más ocasiones, a lo interesante. La diferencia entre entretenido e interesante es que lo primero pasa y se va, mientras que lo otro pasa y, cuando se ha ido, ha dejado algo —huella, rastro, poso, surco, impresión, cicatriz—. Si nos ponemos brutos, lo entretenido es un regalo para ahora, pero lo interesante es para siempre, como los diamantes.
Hasta la página 63 de 350, Robinson no llega a la isla: nos relata la huida de su hogar, el casi hundimiento del barco de su primer viaje, su secuestro por parte de unos piratas, su estancia en Brasil... Mi primera lectura fracasó a estas alturas, antes de llegar a la isla. ¿Para qué tantos preámbulos, si lo que quiero es saber cómo se las apaña él solo en una isla?, me preguntaba entonces. Insistiendo y, sobre todo, escamoteando párrafos, en el segundo intento rebasé las aburridas turbulencias en las que había naufragado: llegué hasta la isla. Pero la pregunta —¿para qué tanto rollo, señor Defoe?— resurgió; mi yo lector actual la responde: para crear un personaje, el self-made man, y un ejemplar muy gafe, por cierto.
Así pues, uno llega bastante exhausto a la isla. Y lo que se encuentra es desalentador:
"Antes de instalar mi tienda, tracé un semicírculo delante de la cavidad, que tendría unas diez yardas de radio a partir de la roca, y veinte yardas de diámetro de una extremidad a otra. En este semicírculo clavé dos hileras de robustos palos, hundiéndolos en la tierra hasta que estuviesen firmes como estacas y dejando la extremidad más gruesa, afilada en la punta, hacia arriba, de modo que se irguieran unos cinco pies y medio sobre la tierra. Entre ambas dejé un espacio no superior a seis pulgadas."Mi parte favorita este fragmento de la transcripción de su supuesto diario:
"24 de diciembre. Llovió copiosamente toda la noche y todo el día. No salí.
25 de diciembre. Llovió todo el día.
26 de diciembre. Sin lluvia; la tierra está más fresca y el tiempo más agradable."
Uf. Y así con todo: Defoe nos cuenta cómo lo hace Robinson para construirse una casa, para hacer fuego, para cazar, para crear herramientas, para cultivar, etc.; en fin, para ser autosuficiente. Por suerte, de vez en cuando llueve y enferma, un terremoto sacude la isla, aparece una huella en la playa o rescata a un salvaje un viernes, y así se rompe su rutina.
En un principio, emparenté este how to survive in a desert island con la literatura semi-pedagógica clásica; por ejemplo, con Trabajos y días, de Hesíodo, que a veces se parece más a una enciclopedia (cómo y cuándo sembrar, qué mujer elegir, qué animales y qué esclavos comprar, etc.) que a lo que nosotros consideramos literatura. Pero esto no es un manual de supervivencia. Se parece, más bien, a una historia de la tecnología condensada en un solo hombre: Robinson ha de volver a inventar, a su manera, lo que la humanidad ya tenía: fuego, agricultura, caza, ganadería, alfarería, sastrería... De hecho, abandonar a un individuo en una isla es una forma de cuestionar la sociedad, no al individuo —Robinson es, en el fondo, una sociedad de un solo sujeto—.
Asimismo, para tratar de justificar el aburrimiento inherente a la novela, pensé en la verosimilitud. El lector necesitaba pruebas para creerse la historia, y qué mejor argumento que relatar todos los pasos necesarios para la supervivencia biológica. El lector del siglo XXI, por contra, necesita otro tipo de verosimilitud: exige muestras de la supervivencia psicológica. Es decir, cómo consigue Robinson resistir 28 años de soledad sin enloquecer. El lector del siglo XXI quiere saber lo que pasa en la cabeza del náufrago, no en su estómago. (En Sukkwan Island, de David Vann, nos encontramos un aislamiento voluntario en una isla de un padre y su hijo, dos robinsones del siglo XX; la cosa, claro, no puede acabar bien.)
Por suerte para todos, Crusoe no es de piedra —pero casi—. Las dudas existenciales que tiene las aplaca rápidamente el cristianismo. (A falta de psicoanalista, buenas son Biblias.) El bueno de Robie es tan racional, tan conservador, tan paciente, tan ordenado, tan asexual, tan inglés, que incluso hace una lista de las cosas buenas y malas de su situación naufragada; para morirse de la risa. Pero no hay que olvidar que Robinson también representa la posibilidad quijotesca de crearse a sí mismo, de realizar los sueños propios; es decir, la libertad burguesa absoluta, el "si quieres, puedes". Aunque tiene un porvenir asegurado con papá y mamá, el niño Crusoe decide que quiere ser marinero, se pongan como se pongan. Paradojas de la vida: huirá de un futuro aburrido para acabar atrapado en una aburrida existencia de náufrago.
Entre tanto trabajo y tanta religión, Robinson encuentra algún momento para ponerse humano; o sea, para desesperarse un poco y ganarse al lector:
"—Cómo puedes ser tan hipócrita —me dije en alta voz— y fingirte agradecido por una situación de la cual deseas ser liberado de todo corazón, por grandes que sean tus esfuerzos para resignarte a ella?"También saca tiempo para reflexionar sobre su situación y para cagarse —indirectamente pero en abundancia— en la sociedad:
"Vivía, pues, cómodamente, con el espíritu absolutamente sereno y resignado a la voluntad de Dios y por entero a disposición de su Providencia. Por tanto, mi vida era aún mejor que la vida social, puesto que cuando me lamentaba de la falta de conversación me preguntaba si no era preferible conversar con mis pensamientos y —si me es lícito decirlo— con el mismo Dios, a través de mis plegarias, que disfrutar la sociedad humana."¿Para qué quiere el hombre a la sociedad, si ya tiene a Dios? Reformulo la pregunta: ¿para qué quiere el hombre esta sociedad? Se las trae, el señor Robinson.
Acabo con lo más incendiario de la novela, parte del epílogo metaficcional y ataque de Defoe a su propia creación. Habla Viernes, el esclavo de Robinson, después de leer la novela Robinson Crusoe y otros libros:
"Creo que los blancos en general, y los ingleses en particular, lleváis el complejo de superioridad en la sangre. Mi amo [Robinson Crusoe] solía leer en la Biblia que Dios había dado la tierra a la primera pareja para que la poseyera: supongo que serían ingleses, pues él no tuvo reparo en escribir que toda la isla (a cualquier cosa se le llama país) era de su absoluta propiedad y que tenía un derecho indiscutible de dominio. ¿Es eso lo que se llama colonizar? ¿Pues no decía él que Dios había creado todas las cosas? ¿Por qué tenía que ser suya una isla sólo por haber naufragado en ella? ¿Quién fue el primero que dijo «esto es mío» para expulsar a los demás? ¿Es posible que haya habido alguna vez una edad dichosa en que se desconocieran las palabras tuyo y mío? ¿Quién trazó las fronteras? —hizo una pausa—. Creo que no debería haber leído tanto. Ya dijo el sabio que quien añade ciencia añade dolor".
El passat mes de febrer, després de la tercera classes, vaig decidir deixar-me l’assignatura més abstracte que he cursat fins al moment. L’assignatura en qüestió era “Religion & Violence” i el professor un tal Rafael Sánchez; un antropòleg nascut a Veneçuela i format, intel·lectualment, als EUA que sustenta l’honor de parlar de tot menys de violència i religió.
ResponderEliminarUna de les poques coses referents al nom del curs que vaig anotar és que “tant el sobirà com Déu han de ser solitaris i no contaminats; com Robinson Crusoe.” No sé si això canvia massa el teu anàlisi del llibre però és tot el que puc aportar. Bé, el “xupa xupa” “traga traga” es pressuposa.
En Robinson Crusoe ho tenia bastant fàcil per no rebre influències de ningú i decidir el que volgués, estava sol... Només depèn d'ell i del medi. Els governants, en canvi, ho tenen més xungo: sempre tenen algú al voltant que els "aconsella" què fer.
EliminarLa veritat és que la religió té un paper molt important en la vida d'en Robinson i en la novel·la, però tampoc podia parlar de tot (per qüestió d'espai, amenitat i, least but not last, coneixement xd).
Ah, i a xupar-la l'antropòleg! XD