jueves, 10 de mayo de 2012

Bestiario bibliotecario

1
Compruebo que todo esté en orden: ordenadores y luces apagados, mesas despejadas de libros, persianas bajadas. No me lleva más que un instante porque la biblioteca donde trabajo, mi biblioteca, es minúscula. (Es lo que tienen las bibliotecas de las escuelas de idiomas.) Tiene el tamaño de un comedor grande; tiene cuatro o cinco estanterías con sus respectivos libros, cuatro mesas y sus sillas, tres ordenadores y mi escritorio. En comparación con otras bibliotecas, igual que el hogar del Principito al lado de otros planetas, mi biblioteca es ridícula. Yo digo que es acogedora, familiar: ¿qué iba a decir, si no, de mi reino? Porque, como el Principito en el asteroide B 612, aquí mando yo: solamente yo y yo solo. Para los miembros de una monarquía, no tener un séquito al que mandar debe de ser un problema; para el resto, es un lujo estar en la cúspide de la pirámide, aunque no sea de por vida, aunque la pirámide haya quedado reducida a un solo vértice, a un puntito, a mí.

Ya puedo cerrar la biblioteca, pues. El trabajo del bibliotecario es agotador física y mentalmente —mucho rato sentado—, así que voy al baño a refrescarme y liberar líquidos. Mientras me lavo las manos y me miro en el espejo, repaso la tarde. Al abrir la biblioteca, una señora me ha recriminado que no funcionara la película que había cogido.

¿Y qué culpa tengo yo, señora?  me gustaría haberle dicho. En cambio, he sonreído y me he encogido de hombros—. Estará rallada: seguro que puedo arreglarla. Coja otra, si quiere...

Claro que quiere, la señora.

¿Esta funcionará?  me pregunta, cuando vuelve.

¿Cómo voy a saberlo yo? querría haberle soltado—. Seguro que sí, ya verá le he dicho, sonriendo de nuevo.

Otra señora se ha enfadado porque no le he querido prestar el diccionario inglés-castellano. Otra se ha enfadado porque quería penalizarla al devolver el libro 35 días tarde. El estado habitual de las señoras es el enfado. Mi favorita es la que me ha contado por qué no ha podido ver Matilda

Primero no funcionaba en casa, y luego otro día la probé en la oficina ¿aún trabaja?, pero no pude acabarla, así que saliendo me fui a casa de mi hijo —¿se reproducen las señoras?—, porque quería acabarla, yo me llevo muy muy bien con mi nuera, ¿sabes? ¿cómo se llamará esta señora? ¿Pilar? ¿Encarnación? ¿Dolores? Para soportar sus historias, intento ponerles nombre, pero el ordenador no funcionaba, y no tienen DVD ni tele, porque mi nuera es muy moderna pero también muy naturalista, y ya que estaba pues me quedé un rato con mi nietecito, qué ricura... Si supiera esta señora, si lo supieran las señoras, la comunidad de señoras, que existen los blogs, y que aquí se puede atosigar a la gente pero sin la gente...

También han pasado mujeres y chicas, hombres y chicos, por la biblioteca (en cambio, señores no, ni uno: a su edad ya no están para bibliotecas)Pero su rastro lo borran las señoras.

2
Al salir del servicio, sonaba la alarma del colegio. Junto a la puerta de salida, a través del cristal, un niño de unos diez o doce años llevaba la chorra al aire y la hacía girar como las hélices de un helicóptero. Me he quedado pasmado frente a él, con la puerta separándonos, quizá durante un minuto. Otros niños, de la misma edad, revoloteaban alrededor. Solo se oían gritos y carcajadas con la alarma de fondo. De repente, unas cuantas piedras han impactado en el vidrio de la puerta, sin romperlo pero pegándome un buen susto; el del pene rotatorio ni se ha inmutado. He pensado en los niños gamberros, salvajes y embrutecidos, de las favelas de Ciudad de Dios. Seguía bloqueado y boquiabierto, contemplando la escena, cuando unos cuantos chavales han huído despavoridos.

—¡La madre que parió a los gitanos! —grita, detrás de mí, la conserje. Mete la llave en la puerta y la abre. El resto de niños también sale corriendo—. Como deje la puerta abierta, se me cuelan en el colegio. Y entonces me lo queman. Son como hienas. ¡Si seguís liándomela, llamaré a los mossos, cabrones! —les grita la mujer, desesperada.

3
Cuando salgo, todos han huido ya. Menos uno; debe de ser el líder, el más duro. Por suerte, ya la ha enfundado. Está sentado en una vespino balanceando los pies: aún no llega al suelo.

—¿Qué miras, cuatro ojos? —me dice.

Lleva una camiseta gris con una D y una G enormes y negras. Una cadena dorada le asoma por el cuello. En una oreja le brilla un pendiente. A su lado hay otra moto, tirada en el suelo. El niño pandillero sonríe como si estuviera de vuelta de todo, con sus doce años y sus pies colgando como si fueran un buen par de cojones. Le devuelvo la sonrisa más cínica que tengo, la mirada más nihilista, a ver si un crío se creerá que está más de vuelta que yo, y me voy.

—¡Adiós, cuatro ojos!

4
Un poco más adelante, en la misma calle, me detengo en un jardín: en una esquina, junto a unos pedazos de pan medio podridos, corretean unos cuantos ratones. Cuando me acerco, se esconden asustados, hasta que se acostumbran a mi presencia y se vuelven a asomar. Visitarlos al salir de trabajar forma parte de mi ritual de bibliotecario. Se mueven a una velocidad insólita y parecen muy ocupados en comer el pan que otro adepto les habrá traído; parece, sobre todo, que el mundo, más allá de un metro de distancia, les da igual. El tráfico, el ruido y los paseantes no importan para estos ratones urbanos. Su mundo aislado dentro de nuestro mundo transmite paz; verlos vivir sin preocuparse de nosotros tranquiliza, como entrar en una catedral. Contemplar a los ratones: la verdadera religión del hombre.

A lo lejos, la pandilla de bullies vuelve a las andadas: pedradas contra la escuela, gritos, insultos a la pobre conserje. No veo al líder, pero imagino que la estará paseando por ahí. Uno de los chavales mira hacia mí, así que me voy, por miedo a que descubran el templo de los ratones. Introducir nuevas especies siempre es fatal para un ecosistema estable.

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