jueves, 5 de octubre de 2017

5 de octubre. Herta Müller, 'El hombre es un gran faisán en el mundo'

Desde una perspectiva de género, la Odisea de Homero tiene tres argumentos. El argumento principal es el regreso a Ítaca de Ulises; es un argumento masculino, activo: un viaje, una aventura con un destino y duras pruebas que superar hasta alcanzarlo. El primer argumento secundario es la búsqueda de Telémaco: el hijo de Ulises sale en busca del padre perdido; también es un argumento masculino y activo, ya que el héroe hace, busca cosas. El segundo argumento secundario es la espera de Penélope; es un argumento femenino y pasivo: la esposa de Ulises no hace nada, solo espera a que su marido llegue, solo teje y desteje para rechazar a los pretendientes.

Por suerte, ahora sabemos valorar la espera de Penélope, su resistencia pasiva; ahora sabemos que decir no es un acto de rebeldía, que decir no es una heroicidad. Además, hay otras obras en las que la espera es el motor del argumento: Esperando a Godot, Bienvenido Mr. Marshall o Dunkerque, por ejemplo. Porque en el fondo esperar no es sino otra forma de buscar algo. También El hombre es un gran faisán en el mundo (1984) de Herta Müller dignifica la espera.

Herta Müller y su familia pertenecen a los suabos del Danubio, una minoría alemana establecida en Rumanía que, después de la Segunda Guerra Mundial, sufrió los abusos del vengativo régimen comunista. En este contexto se inscribe el argumento de El hombre es un gran faisán en el mundo: la familia Windisch, de etnia alemana, decide abandonar el pueblo rumano de donde es originaria para ir a Alemania. Sin embargo, conseguir los pasaportes y demás permisos conlleva muchos sacrificios, sobornos y una larga, interminable espera. Como en Kafka, la burocracia de la Rumanía comunista es una maquinaria cruel e implacable, sobre todo con los alemanes, por lo que los Windisch, y especialmente las dos mujeres de la familia, pagarán muy cara su emigración.

Sin embargo, a Müller no le dieron el Nobel de Literatura en 2009 solo por darles voz a los desposeídos. El gran valor de su literatura está precisamente en cómo es esa voz: lírica desde la parquedad y el minimalismo, construye paisajes y situaciones con la precisión y la exigencia de la poesía y resulta simbólica pero no rebuscada ni simplista; la comparación con Juan Rulfo me parece la más acertada. El segundo párrafo de la novela, brillante, quizás sea más explicativo:
“Cada mañana, cuando recorre en solitario la carretera que lleva al molino, Windisch cuenta qué día es. Frente al monumento a los caídos cuenta los años. Detras de él, junto al primer álamo donde su bicicleta cae siempre en el mismo bache, cuenta los días. Por la tarde, cuando cierra el molino, Windisch vuelve a contar los días y los años”.


miércoles, 4 de octubre de 2017

4 de octubre. Margaret Atwood, 'El cuento de la criada'

A veces la historia da segundas oportunidades: El cuento de la criada, la novela de Margaret Atwood, se publicó en 1985, pero hasta 2017 no era conocida por todo el mundo con esa fama absoluta que solo las pantallas y la polémica pueden conceder. De hecho, el gran público conoce la serie pero no la novela; otros hemos leído la novela gracias a la serie; y los más cultos y cool la leerían hace años, junto a otras obras de Atwood. El siguiente peldaño hacia la fama sería que mañana 5 de octubre le dieran el Nobel de Literatura. Yo apuesto por ella, aunque los caminos del Nobel son inescrutables.

Pero volvamos a la polémica que le ha dado una segunda oportunidad sobre la tierra a El cuento de la criada, o al menos a la serie producida por Hulu. La controversia ha surgido de una interpretación política del argumento: el mundo distópico de El cuento de la criada, heredero de 1984, un país ultrapatriarcal en el que los hombres someten totalmente a las mujeres, reducidas a esclavas y meros instrumentos de reproducción, ese país, llamado Gilead, sería la América de Trump. Los Estados Unidos que desean los ultracatólicos, los ultranacionalistas, los neofascistas o la mal llamada derecha alternativa: eso representaría Gilead. No se trata de una interpretación disparatada, porque la ciencia ficción consiste en mostrar la realidad a través de un mundo diferente, un futuro que destaca alguna característica del presente: ¿qué pasaría si...? Lo que me sorprende del caso es que una interpretación, que no es una operación intelectual tan simple, haya logrado movilizar a tanta gente. Sea cual sea la explicación, bien por Hulu y por Atwood.

Aunque me gustaría hablar solo de la novela, no de la serie, la verdad es que ambos productos se complementan muy bien. Mientras que la serie adapta los momentos más tensos del texto de Atwood hasta conformar una montaña rusa de suspense, la novela es más homogénea y plana, atmosférica como suele serlo la literatura de terror. La protagonista y narradora es Offred, una “criada”, es decir, una mujer cuya única función es ser utilizada para reproducirse, por lo cual es violada sistemáticamente por el comandante de la casa donde vive. Su voz, lírica y sobria, crea un ambiente opresivo en el que el único baluarte de la intimidad es el pensamiento: Offred solo es libre y solo es ella cuando piensa, nunca cuando actúa. Por suerte, en la serie también podemos oír las ideas de Offred, y el contraste entre lo que hace y lo que piensa es brillante.

Mientras lee, el lector debe pararse a menudo a coger aire, e imagino que la experiencia de las lectoras debe de ser bastante más dura. Por su parte, la serie también logra esta sensación de asfixia en el espectador, aunque es más narrativa, más situacional. Sea por escrito o en la pantalla, la empatía que genera El cuento de la criada es muy poderosa. Ojalá la vean los que deberían verla.

martes, 3 de octubre de 2017

3 de octubre. Milena Busquets, 'También esto pasará'

La literatura del duelo, los libros dedicados a la muerte de un ser querido, es tan vieja como la literatura. En la española, uno de sus primeros hitos son las consabidas Coplas de Jorge Manrique; a partir de la muerte de su padre —decir “con la excusa de la muerte del padre” queda demasiado frío—, el poeta palentino le pasa revista a la existencia: la vida, su sentido, el recuerdo, el honor, etc. Después de él, muchos más han repetido el esquema; por ejemplo, Mortal y rosa (1975) de Francisco Umbral, que llora negra tinta por la muerte del hijo. Y en los últimos años parece que ha habido un boom de la literatura del duelo, sobre todo tras la publicación de El olvido que seremos (2005) de Héctor Abad Faciolince. De hecho, Alberto Olmos ha llegado a decir que hay una crisis de la literatura del duelo: por un lado, el exceso de muestras literarias de dolor estaría banalizando el mismo dolor y, por el otro, los críticos no serían sinceros con estas obras, ya que el dolor que emanan empaña su juicio.

La barcelonesa Milena Busquets se inscribe con su última novela, También esto pasará (2015), en esta tradición. Sin embargo, quiero pensar que su éxito no se debe solo al auge de la popularidad de la literatura del dolor sino a la calidad particular de la obra. La protagonista, cuya madre ha muerto, se llama Blanca y narra la dura superación del luto; el planteamiento es ficcional, porque Blanca no es exactamente Milena, pero el aparato paratextual se encarga de que el lector sepa que la literatura de Busquets parte de las “vivencias personales” y de “lo íntimo”, es decir, que la ficción viene avalada por la realidad. Y lo real siempre vende más que lo ficcional.

Blanca tiene cuarenta años y su mundo lo componen sus hijos, sus amigas, sus exesposos y sus amantes. Todos se reúnen en una casa de Cadaqués, donde pasan el verano durante el cual también esto pasará, aunque, narrativamente, poco pasa: comen, charlan, van a la playa, nadan y navegan, coquetean, beben, follan, ríen y lloran. La novela de Busquets es una novela sin argumento o con la lucha entre la vida y la muerte (el duelo) por argumento. El hedonismo de Blanca y los suyos (“Lo contrario de la muerte no es la vida, es el sexo”) es el único antídoto contra el dolor de la pérdida, pero la yuxtaposición de hedonismo y duelo puede llegar a chocarnos por superficial, cuando no banal; También esto pasará es una novela que oscila —a veces peligrosamente— entre la ligereza y la levedad, tal y como la entendió Italo Calvino.

Cada vivencia, cada detalle, despierta en la narradora el recuerdo de su fallecida madre: la vida solo le evoca la muerte, por lo que tiene siempre un pie puesto en el presente y otro en el pasado. La novela está narrada en primera persona —prosa sencilla con breves arrebatos líricos y reflexiones nunca desarrolladas mucho más allá de la máxima— que constantemente salta a la segunda persona: Blanca dialoga sin parar con la madre. La superación del duelo es el paso del tú al ella.

lunes, 2 de octubre de 2017

2 de octubre. Belén Gopegui, 'Lo real'

En algún momento, Francisco Umbral dijo que Belén Gopegui era la mejor novelista de su generación, a pesar de que el espíritu de Umbral —lírico, romántico— no podría estar más alejado del de Gopegui —narrativo, filosófico—. Buena señal: denota honestidad en el juicio.

Lo real (2003) es una novela de la Transición, del desencanto de la (social)democracia por parte de la clase media, y a la vez es la biografía de Edmundo Gómez Risco. Edmundo quedó estigmatizado de niño: su padre fue a la cárcel por participar en el caso Matesa, una tronante estafa económica del tardofranquismo. Este pecado original lo acompañará toda su vida, la cual dedicará a luchar contra el sistema desde dentro del sistema, a aprovecharse del capitalismo sin endeudarse ni mancharse; Edmundo quiere vengar a su padre, quiere tener éxito donde él fracasó. Para ello, deberá mentir y falsificar su biografía de clase media-baja, deberá chantajear y aprovecharse de los que están por encima de él. Edmundo, en definitiva, es un arribista, el que hará cuanto esté en sus manos para medrar. Como el Julien Sorel de Stendhal, el Pijoaparte de Juan Marsé, el Onofre Bouvila de Eduardo Mendoza, el Fernando Atienza de Francisco Casavella y el Justo Gil de Ignacio Martínez de Pisón. Y Lo real de Gopegui no solo está a la altura sino que supera a varias de estas novelas.

La narradora es Irene Arce, una amiga de Edmundo, mayor que él y con una carrera relativamente exitosa pero truncada por la falta de conexiones políticas. Junto a otros personajes desencantados con el sistema, forma el equipo de foragidos de Edmundo: una empresa secreta de campañas de imagen personal. Si tu carrera necesita un empujón, si quieres un ascenso o tu jefe no te trata bien, puedes contratar sus servicios. Sus trapicheos y boicots afectan a la esfera política pero también informativa, ambientes descritos tan cerebralmente como un Michel Houellebecq o un Jerzy Kosiński, con quienes Gopegui comparte el estilo y cierta tendencia al nihilismo. La conspiración contra el sistema es heredera —aunque menos violenta— de El club de la lucha de Chuck Palahniuk y el ajuste de cuentas con la clase política española, sobre todo con el PSOE, se encuentra también en Mauricio o las elecciones primarias de Mendoza.

Lo real es una novela realista con toques líricos y ensayísticos. Pero lo que de verdad rompe la tónica realista es el coro: un grupo de “asalariados y asalariadas de renta media” que va comentando la historia de Edmundo. Sin embargo, no se asemejan tanto al coro de una tragedia griega como al público de un programa de televisión, expectantes ante la inminente caída de Edmundo. Un gran acierto de Gopegui es emplear de vez en cuando la duplicación del género (técnicos y técnicas, convencidos y convencidas) de un modo natural, sin necesidad de duplicar todos y cada uno de los adjetivos.

domingo, 1 de octubre de 2017

1 de octubre. Clara Usón, 'La hija del Este'

Hay algunas novelas que consiguen tomarle el pulso a una ciudad, un país o un evento histórico: cuando las lees, la realidad —la ciudad, el país, el evento histórico— cobra sentido, el enigma queda resuelto por arte de literatura. Por ejemplo, Felipe González dijo que gracias a Un puente sobre el Drina de Ivo Andrić fue capaz de entender el conflicto de los Balcanes, donde actuó como mediador durante la guerra. Yo añado otra novela: La hija del Este (2013) de Clara Usón.

Se trata de una ficción que parte de hechos reales, concretamente del suicidio de Ana Mladić, la hija de Ratko Mladić, general de la República Srpska y responsable de la matanza de Srebrenica. La elección del narrador es fundamental para que La hija del Este no sea un libro de historia mal camuflado en novela: Danilo, un serbio cuya ascendencia judía lo convierte en un testigo imparcial porque, como decía el padre de Amos Oz en Una historia de amor y oscuridad, en Yugoslavia había croatas, eslovenos, bosnios y serbios, y luego estaban los yugoslavos, que éramos nosotros, los judíos. Danilo presenta y desenreda las tensiones políticas de Yugoslavia: desde la Batalla de Kosovo (1389), piedra fundacional del nacionalismo serbio, hasta el surgimiento de los nacionalismos centrífugos que desembocarían en la guerra (Croacia, Eslovenia, Bosnia y Herzegovina), pasando por la paz relativa del comunismo de Tito. Además, el lector conoce a Ana Mladić y asiste al descubrimiento de que su padre es un criminal de guerra.

La hija del Este no solo es útil para entender las Guerras Yugoslavas, también es una novela sobre el sentimiento de culpa: el de Ana, que hereda de su padre, así como el de los que estuvieron involucrados en la guerra. Indirectamente, la novela habla de la culpa del escritor, que aprovecha la desgracia ajena para sacar provecho literario propio. El interés de Clara Usón por la culpa heredada es evidente y se encuentra también en “Mi padre es un tirano”, un artículo que presenta a las hijas de Stalin, Himmler, Fidel Castro, Franco y Ratko Mladić y que puede servir como prólogo a La hija del Este.

sábado, 30 de septiembre de 2017

#LeoAutorasOct

Las redes sociales generan opiniones opuestas, casi irreconciliables. Unos piensan que son nocivas, que nada bueno sale de ellas y que nos incomunican e incapacitan para la vida real; otros consideran que son positivas, que simplifican la vida, imposible sin ellas, e incluso que pueden ser un factor de cambio social. No voy a posicionarme, porque ambos bandos tienen parte de razón, pero he de reconocer que a veces surgen ideas o proyectos en las redes que hacen inclinar la balanza hacia el segundo grupo, más optimista. Por ejemplo, #LeoAutorasOct.

El verano de 2016 algunas tuiteras tuvieron la genial idea de dedicar el mes de octubre a leer solamente escritoras. Y recalco la terminación femenina: nada de leer libros escritos por hombres, solo libros escritos por mujeres. Para ello utilizaron el hashtag #LeoAutorasOct, que acogía todas sus lecturas, comentarios, recomendaciones, críticas y demás nonadas que soltamos los amantes de los libros.

Por desgracia, no todos los tuiteros compartieron mi entusiasmo. Muchos usuarios, usuarios hombres en su mayoría, criticaron la iniciativa, a pesar de que nadie les había obligado a leer nada ni dado vela en ese entierro. Twitter es así: un hervidero de trols. El comentario más habitual era el siguiente: la calidad literaria no tiene género, no importa si un libro está escrito por un hombre o por una mujer, lo que importa es el valor textual de la obra, etc., ergo no es necesario incentivar la lectura de libros escritos por mujeres. El argumentario continuaba igual de disparatado, se iba poblando de insultos y, cómo no, pronto aparecía la palabra mágica: feminazi.

Avergonzado, pensé que quizás las redes sociales sí son nocivas y que nada bueno sale de ellas. Pero, aliviado, me dije yo no era como esos trols, esos machistas. Yo no insultaba ni despreciaba a las mujeres, yo sabía que desgraciadamente aún estamos lejos de valorar por igual el trabajo de un hombre que el de una mujer. Sin embargo, me bastó repasar mentalmente mis lecturas para darme cuenta de la poca cantidad de mujeres en comparación con hombres. Si tuviera que recomendar un libro escrito por una mujer cada día del mes de octubre, me dije, tendría un problema.

Por eso me propongo llenar este octubre de 2017 de lecturas femeninas. No solo leeré solo mujeres, sino que cada día escribiré una breve nota o comentario recomendando un libro escrito por una mujer. Durante este mes de octubre, leeré, releeré y escribiré sobre libros de mujeres. 31 días de octubre, 31 recomendaciones de autoras.

Lista de lecturas:
1 de octubre. Clara Usón, La hija del Este.
2 de octubre. Belén Gopegui, Lo real.
3 de octubre. Milena Busquets. También esto pasará.
4 de octubre. Margaret Atwood, El cuento de la criada.
5 de octubre. Herta Müller, El hombre es un gran faisán en el mundo.
6 de octubre. Helene Hanff. 84, Charing Cross Road.
7 de octubre. Montserrat Roig, Molta roba i poc sabó... i tan neta que la volen.

jueves, 21 de septiembre de 2017

The Real Rolling Stones

Cuando mueran los Rolling Stones, no acabará una época sino dos o tres. La libertad de expresión, la socialdemocracia, el hedonismo hippy, la Guerra Fría, la descolonización, el auge del neoliberalismo, la caída del Muro de Berlín, el 11-S, la Crisis de los refugiados: los Rolling Stones enterrarán a varias generaciones y unas cuantas mentalidades, terminarán el siglo XX y parte del XXI. Estas Piedras han rodado tanto para llegar hasta esta última gira de su carrera, No Filter.

Algo así intentaba pensar yo durante el concierto de los Rolling Stones en Spielberg, Austria, el pasado sábado 16 de septiembre. A mi alrededor había miles, diezmiles de personas de todas las edades: grupos de amigos más bien entrados en años, parejas puretas de fans incondicionales desde tiempos inmemoriales, familias de dos e incluso tres generaciones: adultos, viejos, jóvenes y niños, abuelos, padres, hermanos, hijos y quién sabe si nietos. También el espectro socioeconómico quedaba bastante cubierto a mi alrededor: por un lado, los que solo habíamos pagado cien euros por la entrada, apretujados en una platea de centenares de metros cuadrados que no era sino un prado extensísimo embarrado; por el otro, los que se sentaban en las gradas laterales y los más pudientes, delante del escenario, de pie en espacios semicirculares compartimentados y cada vez más cercanos a sus Satánicas Majestades. El arquitecto del Red Bull Ring de Spielberg había leído la Divina Comedia de Dante, sin duda. A mi alrededor había austríacos y alemanes, pero también croatas y eslovenos, eslovacos, húngaros, polacos e italianos y algún que otro español y francés, en fin, un buen muestreo europeo con unas cuantas excepciones extracomunitarias. A mi alrededor había fans verdaderos, groupies auténticos desde siempre, y también los que solo venían por el especáculo o por el renombre del espectáculo; seguramente yo pertenecía a este subgrupo, porque en vez de prestar atención a la música iba pensando en estas cosas. Sin embargo, más que el sueldo, el coste de las entradas o las nacionalidades nos diferenciaba el suelo: los que estábamos en el área de general admission no teníamos bajo nuestros pies más que el barro de lo que horas antes había sido mullido césped. La lluvia y los cientos de miles de pisadas habían convertido la pradera en un lodazal. La suciedad en los zapatos o en los pantalones, la altura donde se detenía el marrón: esta era la marca distintiva. Y a más de cien metros de nosotros, alejados del barro, estaban ellos, impecables, intocables: Mick Jagger, Keith Richards, Charlie Watts, Ron Wood y quienes los acompañaran. Arriba, las piedras rodantes; abajo y alrededor, el barro.

Y yo seguía sin concentrarme demasiado en la música ni en sus intérpretes, no importaba si tocaban “Simpathy for the Devil”, “Paint it Black” o cualquiera de sus clásicos, ni siquiera las canciones que no conocía conseguían captar mi atención. Debía agradecerles a los Rolling Stones que tocaran estos temas y no los nuevos, por todos desconocidos, pero no podía dejar de preguntarme cómo eran capaces de interpretar una y otra vez la misma canción desde hacía tantos años. ¿Cómo eran capaces de salir a tocar motivados después de tantos conciertos exactamente iguales? ¿Cuál era su secreto para no hartarse de ser los Rolling Stones? Porque su interpretación de los Rolling era impecable, musical y performativamente, a pesar de su vejez. No solo eran los Rolling auténticos sino que los imitaban al pie de la letra: Mick Jagger bailaba y se contoneaba como Mick Jagger, corría por el escenario como Mick Jagger y sacudía extático los brazos en cruz como Mick Jagger. Era una actuación perfecta incluso en su imperfección: en la primera canción los volúmenes de los instrumentos estuvieron descompensados, en otra Mick Jagger saltó al estribillo demasiado pronto y la banda tuvo que adaptarse para seguirlo y durante un par de temas Keith Richards acaparó excesivamente la atención, aburriendo al público. Era un espectáculo calcado a los conciertos que yo había visto en vídeo; no creo que hicieran ningún gesto nuevo ni que improvisaran una nota que no hubieran improvisado antes. Si los Beatles tienen una legión de músicos fans que los reproducen a la perfección, los Rolling se tienen a sí mismos: son la auténtica copia de la copia.

Pero quizás esta impresión de falsificaciones ultrarreales me la dieran las pantallas. Porque yo estuve en el concierto de los Rolling Stones en Spielberg, Austria, el pasado sábado 16 de septiembre, pero a los Rolling Stones casi ni los vi. Casi no los vi en persona, porque estarían a cien o doscientos metros de mí: entre las cabezas del público, asomaban fragmentos de minúsculas figuras que debían de corresponder a tal o cual miembro de la banda. Lo que yo vi eran las cuatro pantallas monumentales que desde detrás del escenario reproducían lo que ahí estaba sucediendo, cuatro macropantallas verticales, cuatro grandes smartphones, que hacían de altavoces visuales: gracias a ellas todos podíamos ver el espectáculo de los músicos. Mick Jagger era un coloso mítico de quince metros de altura a quien las pantallas hacían omnivisible. A veces los cuatro miembros principales aparecían simultáneamente, repartidos uno en cada pantalla; otras veces, solo uno de ellos copaba las cuatro, repetido desde diferentes ángulos; de vez en cuanto mostraban a otros músicos, a los secundarios, si tenían un papel importante en ese instante. Los privilegiados que estaban delante del escenario podían contemplar lo real, casi tocarlo; los menos privilegiados se conformaban con el simulacro. Pero el montaje del simulacro era espectacular: las cámaras captaban la acción desde varios puntos de vista, compenetraban música y músicos y lo sazonaban todo con efectos especiales: blanco y negro o color, formas, animaciones, imágenes, textos y vídeos. La edición era más impresionante que el concierto grabado por Martin Scorcese en Shine a Light (2008), pero el trabajo de los técnicos en Austria era en directo. La gira No Filter ofrecía el espectáculo doble y simultáneo del concierto y de su grabación. Además del barro que cubría nuestros zapatos y pantalones, aquello solo tenía un defecto: el desfase. Había un segundo de retraso entre el audio y el vídeo, quizás incluso menos tiempo, pero suficiente para dar la molesta sensación de que estaban haciendo playback o para recordarte que el concierto real solo sucedía en el escenario.

Mientras veía y escuchaba a los Rolling Stones en sus macropantallas y los intuía en el escenario, recordé “Del rigor en la ciencia”, el relato de Jorge Luis Borges en el que unos cartógrafos realizan un mapa a escala 1:1, es decir, un mapa del mismo tamaño que el territorio y que, por tanto, lo recubre y sustituye. Recordé que Jean Baudrillard dice que en nuestras sociedades de la información hipertecnificadas el simulacro (el mapa) es más real que la realidad (el territorio). Recordé El mapa y el territorio, la novela de Michel Houellebecq donde un artista titula su exposición El mapa es más interesante que el territorio. Recordé al filósofo polaco-estadounidense Alfred Korzybski, que decía que “el mapa no es el territorio”. Borges, Baudrillard y Houellebecq lo confirman a su manera: el mapa no es el territorio sino superior al territorio, las pantallas de los Rolling Stones son muy superiores a los Rolling Stones. Los Rolling Stones son los viejos dioses de American Gods digitalizados por los nuevos dioses, convertidos en un producto de masas reproductible instantáneamente y a gran escala.

La última canción que tocaron en Spielberg, Austria, fue “Gimme Shelter”, que habla de la guerra, de la violencia y de su cercanía; fue compuesta en 1969, en los últimos años de la Guerra de Vietnam, cuando la oposición a esta era total. La letra manda un claro mensaje de paz y amor: la guerra está a solo un disparo de distancia y el amor está a solo un beso de distancia. Mientras los Rolling Stones tocaban, las macropantallas mostraban imágenes de represión policial y guerra, protestas y manifestaciones, hombres y mujeres, blancos y negros, todos en armonía. Pensé que la canción hablaba del presente, de los refugiados en busca de refugio (shelter), de otra guerra mundial a punto de desatarse a causa de nuestros disparatados políticos y del amor como único antídoto contra todo. Luego pensé que aquello era ridículamente infantil: mis pensamientos y las pantallas mostrando esas imágenes. Para acabar, pensé que aquella canción debería llamarse No Shelter y aquella gira, Gimme Filter.