Una hija acompaña a su madre a robar objetos de valor sentimental en
casas ajenas. Unos abuelos con demencia senil corren desnudos por el
jardín y poco después desaparecen junto a sus nietos, también
desnudos, sin dejar rastro. Un hombre tiene que ir a buscar la ropa
de su hijo muerto, que su esposa ha arrojado por la ventana.
Estos son grosso modo los argumentos de los tres primeros
relatos de Siete casas vacías (2014)
de la argentina Samanta Schweblin. Como su título indica, en total
hay siete cuentos, y el sintagma casas vacías hace referencia
a la familia, el tema principal del libro, connotado oscuramente por
el adjetivo vacías. Sin embargo, creo que solo se puede
escribir sobre familias infelices, desestructuradas, únicas; algo
así advertía Tolstoi en Anna Karenina: “Todas las familias
felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo”.
Los relatos de Schweblin no son literatura fantástica, ya que no
sucede nada paranormal en ellos, no hay fantasmas ni extraterrestres:
cuanto acontece es posible en el mundo real. Sin embargo, al leerlos
uno tiene la sensación de que el universo de Siete casas vacías no
es exactamente el nuestro. Schweblin consigue darles la vuelta a las
relaciones familiares y encontrar lo raro, lo inverosímil y lo
fantástico en lo cotidiano. Las perspectivas de la locura, la vejez
y la niñez agudizan el aspecto irreal de las narraciones.
Puede que en los tres párrafos anteriores no haya
convencido a nadie sobre la calidad de Siete casas vacías.
Voy a intentarlo de nuevo: el cuarto relato del libro, titulado “La
respiración cavernaria”, es una obra maestra del género. Está
protagonizado por Lola, una mujer con alzhéimer, y logra
transmitirle al lector la desorientación vital de los enfermos,
incluso la lenta degradación de los síntomas, la progresiva
desconexión de la realidad. Causa un efecto tan impactante como la
primera vez que uno ve Memento, la película de Cristopher
Nolan. Si no vas a leer Siete casas vacías, al menos lee este
cuento.
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