Entre
el exotismo de Juan Marsé —El embrujo de Shanghai—
y el racismo de Torrente
—“¡Eh, chinita, chinita!”—, los chinos no han sido muy bien
representados en la ficción española, a pesar de que son una
minoría nada desdeñable demográficamente. Los únicos que pululan
por la cultura española regentan restaurantes o bazares chinos,
hablan un castellano muy macarrónico —como en El enredo
de la bolsa y la vida de Eduardo
Mendoza— y a menudo son explotados por sus jefes, las mafias o la
policía —pienso en Biutiful del
mexicano Alejandro González Iñárritu—. Son pocos los casos en
los que el personaje tiene un poco de volumen, una identidad personal
más allá de lo nacional; y pedir protagonismo ya es pedir
demasiado. Se me ocurren poquísimas excepciones; por ejemplo, uno de
los relatos de Puja a casa
de Jordi Nopca, protagonizado por una pareja china en Barcelona. O la
primera de las dos novelas cortas que componen La ciudad
feliz (2009) de Elvira Navarro,
titulada “Historia del restaurante chino Ciudad Feliz”. Pese a
que, para variar, la familia de chinos que protagoniza el relato
tiene un restaurante, al menos todos sus miembros tienen también una historia
y un carácter propios, son personajes de verdad, no meros comparsas;
especialmente Chi-Huei, el más pequeño de la familia y protagonista
de la nouvelle.
Probablemente, la visibilización y la normalización de lo chino en España sean los mayores méritos de La ciudad feliz, pero no son los únicos. La segunda de las novelas cortas que componen el volumen es “La orilla”, que empieza con una mentira de la protagonista a sus padres, como en una versión contemporánea de Pedro y el lobo, para irse transformando en el relato de la turbia obsesión de esta niña por un vagabundo, un outsider antisistema. Tanto “La orilla” como “Historia del restaurante chino Ciudad Feliz” tratan del fin de la infancia y de las complejas relaciones paternofiliales; ambos protagonistas son niños, viven en el mismo barrio y se conocen: cada uno es un personaje secundario del otro. El estilo de Elvira Navarro es, en las dos novelitas, muy sencillo, a ratos incluso simplón, más propio de una novela juvenil: explica demasiado, resultando redundante y poco eficaz narrativamente; pero casa bastante bien con la edad de los protagonistas.
En la primera novela, los conflictos de la identidad; en la segunda, el descubrimiento de las mentiras del mundo. No hace falta decir que los niños de La ciudad feliz son cualquier cosa menos felices.
Probablemente, la visibilización y la normalización de lo chino en España sean los mayores méritos de La ciudad feliz, pero no son los únicos. La segunda de las novelas cortas que componen el volumen es “La orilla”, que empieza con una mentira de la protagonista a sus padres, como en una versión contemporánea de Pedro y el lobo, para irse transformando en el relato de la turbia obsesión de esta niña por un vagabundo, un outsider antisistema. Tanto “La orilla” como “Historia del restaurante chino Ciudad Feliz” tratan del fin de la infancia y de las complejas relaciones paternofiliales; ambos protagonistas son niños, viven en el mismo barrio y se conocen: cada uno es un personaje secundario del otro. El estilo de Elvira Navarro es, en las dos novelitas, muy sencillo, a ratos incluso simplón, más propio de una novela juvenil: explica demasiado, resultando redundante y poco eficaz narrativamente; pero casa bastante bien con la edad de los protagonistas.
En la primera novela, los conflictos de la identidad; en la segunda, el descubrimiento de las mentiras del mundo. No hace falta decir que los niños de La ciudad feliz son cualquier cosa menos felices.
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