Los
textos hablan por sí solos, tanto los buenos como los malos textos,
si el lector está dispuesto a escuchar. Escuchemos cómo empieza “La
casa de Adela”, uno de los doce relatos de Las cosas que
perdimos en el fuego (2016) de Mariana Enriquez:
La argentina Mariana Enriquez consigue desde el título centrar la atención del lector en dos ideas claves: Adela y su casa. A renglón seguido, en las tres frases que conforman este primer párrafo, leemos que Adela no “aparece” en persona sino como “recuerdo”, rememorada por la narradora; de día es recordada y de noche, soñada; a esto lo llamo yo estar obsesionada con Adela. Luego la narradora evoca cuatro elementos de su aspecto físico y uno de su indumentaria: esta lista es una preciosidad literaria en miniatura; los cinco ítems son progresivamente más perturbadores: el lector no sospecha hasta el segundo elemento (“los dientes amarillos”), el tercero es un poco raro (“el pelo rubio demasiado fino”) y al llegar al cuarto punto (“el muñón en el hombro”) se horroriza y se da cuenta de que le han hecho una finta, por lo que vuelve al inicio de la lista y ve que “las pecas” han quedado connotadas de palidez enfermiza, incluso fantasmal; al final, “las botitas de gamuza” son terribles: el diminutivo de botas nos dice, sin que nos demos cuenta, cuántos años tiene Adela. Y si de día el recuerdo de Adela es perturbador, los sueños donde aparece son pesadillas, aunque Enriquez evita usar la palabra pesadilla, porque sabe que sus lectores no son idiotas. Los “sueños con Adela”, escenas terroríficas de manual, nos sitúan en las coordenadas narrativas del relato de terror: la “lluvia”, la “casa abandonada”, “los policías”, los “padres”, la narradora y su hermano y esos “pilotos amarillos” que al menos yo me imagino iluminados intermitentemente, resaltando la desgracia que ha ocurrido y sigue flotando en el ambiente.
Preguntas del lector: ¿quién es Adela?, ¿por qué Adela es solo recordada?, ¿qué le pasó en esa casa abandonada? Prueba del comentario de texto superada.
Exámenes aparte, “La casa de Adela” es un cuento magistral y terrorífico: parece imposible que, después de tantas películas y novelas de terror, en pleno siglo XXI, podamos asustarnos así. Los demás relatos de Enriquez están a la elevada altura de este: de hecho, casi resulta inverosímil que la autora argentina logre mantener el nivel literario a lo largo de todo el libro. En algunos casos, se aparta del terror más canónico para acercarse a una estética de lo repulsivo que recuerda a Horacio Quiroga; otros relatos parecen actualizar la weird fiction de H. P. Lovecraft y situarla en los peores suburbios de Buenos Aires; y algún cuento participa de la ciencia ficción feminista, como el que da título al libro. En fin, el conjunto es demasiado genial.
"Todos los días pienso en Adela. Y si durante el día no aparece su recuerdo —las pecas, los dientes amarillos, el pelo rubio demasiado fino, el muñón en el hombro, las botitas de gamuza—, regresa de noche, en sueños. Los sueños con Adela son todos distintos, pero nunca falta la lluvia ni faltamos mi hermano y yo, los dos parados frente a la casa abandonada, con nuestros pilotos amarillos, mirando a los policías en el jardín que hablan en voz baja con nuestros padres".Uf, qué primer párrafo: está claro que este es un buen texto y que será un buen cuento. ¿O no? Pues vamos a someterlo a un comentario de texto, que es el equivalente literario de la prueba del algodón.
La argentina Mariana Enriquez consigue desde el título centrar la atención del lector en dos ideas claves: Adela y su casa. A renglón seguido, en las tres frases que conforman este primer párrafo, leemos que Adela no “aparece” en persona sino como “recuerdo”, rememorada por la narradora; de día es recordada y de noche, soñada; a esto lo llamo yo estar obsesionada con Adela. Luego la narradora evoca cuatro elementos de su aspecto físico y uno de su indumentaria: esta lista es una preciosidad literaria en miniatura; los cinco ítems son progresivamente más perturbadores: el lector no sospecha hasta el segundo elemento (“los dientes amarillos”), el tercero es un poco raro (“el pelo rubio demasiado fino”) y al llegar al cuarto punto (“el muñón en el hombro”) se horroriza y se da cuenta de que le han hecho una finta, por lo que vuelve al inicio de la lista y ve que “las pecas” han quedado connotadas de palidez enfermiza, incluso fantasmal; al final, “las botitas de gamuza” son terribles: el diminutivo de botas nos dice, sin que nos demos cuenta, cuántos años tiene Adela. Y si de día el recuerdo de Adela es perturbador, los sueños donde aparece son pesadillas, aunque Enriquez evita usar la palabra pesadilla, porque sabe que sus lectores no son idiotas. Los “sueños con Adela”, escenas terroríficas de manual, nos sitúan en las coordenadas narrativas del relato de terror: la “lluvia”, la “casa abandonada”, “los policías”, los “padres”, la narradora y su hermano y esos “pilotos amarillos” que al menos yo me imagino iluminados intermitentemente, resaltando la desgracia que ha ocurrido y sigue flotando en el ambiente.
Preguntas del lector: ¿quién es Adela?, ¿por qué Adela es solo recordada?, ¿qué le pasó en esa casa abandonada? Prueba del comentario de texto superada.
Exámenes aparte, “La casa de Adela” es un cuento magistral y terrorífico: parece imposible que, después de tantas películas y novelas de terror, en pleno siglo XXI, podamos asustarnos así. Los demás relatos de Enriquez están a la elevada altura de este: de hecho, casi resulta inverosímil que la autora argentina logre mantener el nivel literario a lo largo de todo el libro. En algunos casos, se aparta del terror más canónico para acercarse a una estética de lo repulsivo que recuerda a Horacio Quiroga; otros relatos parecen actualizar la weird fiction de H. P. Lovecraft y situarla en los peores suburbios de Buenos Aires; y algún cuento participa de la ciencia ficción feminista, como el que da título al libro. En fin, el conjunto es demasiado genial.
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