Los manuales de literatura, los críticos y los escritores no siempre
están de acuerdo, pero hay un lugar común en el que coinciden casi
todos: los escritores más importantes del siglo XX son James Joyce,
Franz Kafka y Marcel Proust. Son la Santísima Trinidad escritora, el
Tridente Canónico por excelencia, el Top 3 de las Letras. Otros
escritores les siguen en la lista, como Samuel Beckett, Jorge Luis
Borges, Robert Musil, William Faulkner o T. S. Eliot. Se trata de una
selección muy objetable: es eurocéntrica, solo contiene autores de
la primera mitad del siglo XX, pertenecen al Modernismo, escriben
principalmente en inglés y francés, la novela tiene prioridad sobre
otros géneros literarios, etc. Y, sobre todo, no hay mujeres.
La única que a veces aparece en la quiniela literaria es Virginia
Woolf. Y eso que La señora Dalloway (1925) debería figurar
en lo mejor de la literatura europea del siglo XX, al mismo nivel que
Ulises o En busca del tiempo perdido. Como la gran obra
de Proust, la novela de Woolf es una oda al tiempo: a su relatividad,
rememoración y paso, marcado por las campanadas del Big Ben. Si la
novela de Joyce es el emblema de Dublín, por el cual su protagonista
pasea durante un día, la de Woolf pone por escrito el espíritu del
Londres posterior a la Primera Guerra Mundial, y también Clarissa
Dalloway recorre sus calles a lo largo de una jornada. Quizás el
único pecado literario de La señora Dalloway sea no tener
más de 500 páginas, como las grandes novelas; para mí, es
un mérito.
El argumento es bellamente simple: Clarissa organiza en su casa una
fiesta de la alta sociedad londinense. Para ello recorre la ciudad y
se cruza con multitud de personajes, en la mente de los cuales
focaliza alternativamente el narrador, agilísimo y armonioso al
saltar de la consciencia de uno a la del otro, de la descripción del
presente al recuerdo del pasado, de lo objetivo a lo subjetivo.
Probablemente, el estilo indirecto libre del narrador en tercera
persona sea el mejor que jamás he leído, superior a Gustave
Flaubert o Henry James, y seguramente haya sido la forma de narrar
más imitada en el siglo XX.
Pese a la simplicidad aparente, los temas que van surgiendo a lo
largo de las preparaciones para la fiesta de la señora Dalloway son
muchos: el paso del tiempo, el amor, la infelicidad y las relaciones
matrimoniales, el feminismo, el amor lésbico, la decepción y las
oportunidades perdidas, la guerra y sus consecuencias, la
indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, el colonialismo, etc. Woolf
consigue encajarlo todo a la perfección en una de las novelas mejor
organizadas —a pesar de que parece no tener estructura— que he
leído. Y, a diferencia de otras novelas de la época, que pecaban de
esteticistas, Woolf no se recrea en la belleza de su prosa. De hecho,
La señora Dalloway es una novela comprometida con su tiempo,
con grandes dosis de crítica social y política. Sobre todo a través
de un personaje: el veterano de guerra Septimus, que sufre estrés
postraumático y recuerda al Seymour Glass de J. D. Salinger (véase
“Un día perfecto para el pez banana”).
Del mismo modo que el Ulises de Joyce tiene un Bloom's Day,
habría que empezar a celebrar el Dalloway's Day.
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